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Authors: Isabel Wolff

Tags: #Romántico

La chica del tiempo (18 page)

BOOK: La chica del tiempo
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—Una pantera —ronroneó ella.

—¿Y tú, Faith?

—Pues no sé… Un armadillo.

—No seas un armadillo —terció Brigitte—. Los armadillos tienen una armadura.

—Vale, pues un perro.

—Yo soy un león.

—Yo, un águila.

—Un ardvaark.

—Un hurón.

—Un periquito.

A estas alturas la cosa era tan ridícula que había perdido todas mis inhibiciones y comenzaba a relajarme. Para cuando terminó el taller, casi me lo estaba pasando bien.

—Lo habéis hecho muy bien —nos felicitó Brigitte—. Pero os voy a dar un ejercicio más, un ejercicio muy importante. Tenéis que dedicar una encantadora sonrisa a todas las personas con las que os crucéis hoy.

—He aprendido muchísimo —comentó Lily cuando salíamos del hotel—. Muchísimo.

—¿Ah, sí? —repliqué escéptica, cuando subía a su Porsche azul marino.

—Sí. —El techo se abrió con un zumbido eléctrico—. Y no lo olvides, Faith, tenemos que sonreír a todo el mundo.

—No te preocupes —lo dije muy segura.

Al fin y al cabo, el sol brillaba, los cerezos estaban en flor y, por primera vez en muchas semanas, me había reído con ganas. Sí, hoy me apetecía sonreír, a pesar de todos mis problemas.

Nos detuvimos en un semáforo en Brompton Road, y un coche deportivo, un MGF, paró a nuestro lado, también con la capota bajada. De pronto me di cuenta de que el conductor nos miraba. Volví la cabeza a la izquierda y me encontré cara a cara con un hombre que sonreía. ¿Pero a quién demonios sonreía? A Lily, supuse. Pero no. No sonreía a Lily. Me sonreía a mí. ¡Me miraba a mí! Y sonreía, así, sin más. ¡Qué cara más dura! Le miré ceñuda, pero él seguía sonriendo. Yo ya estaba que echaba chispas. ¡Pero qué se habría creído!

—¿Qué miras? —le espeté.

—A ti —replicó él sin dejar de sonreír.

—¡Qué grosero! —exclamé.

Entonces él se echó a reír. ¡Se reía de mí, el muy impertinente! Le miré con toda mi rabia, pero él no hacía más que reírse. Aquello era el colmo. Así que no tuve más remedio que hacerle un gesto grosero con los dedos.

—¡Faith! —exclamó Lily—. ¿Pero qué demonios haces? ¡Tienes que sonreírle, idiota!

—No pienso sonreírle. ¡Me está poniendo negra! ¡Fíjate cómo me mira! ¡Menuda cara! ¿Quién demonios se cree que es? Ya tengo bastantes problemas y esto era justo lo que me faltaba. —De nuevo me volví hacia él—. ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a mirarme con ese descaro desde tu patético descapotable? Mira, ahí hay un policía. Me dan ganas de llamarle para denunciarte por acoso sexual. ¡Policía! —grité con gesto dramático—. ¡Policía!

A estas alturas el hombre se reía a carcajada limpia.

—¡Deja de reírte!

—¡Faith! ¡Calla! —exclamó Lily.

—Ni hablar. No pienso tolerar esto. ¡Voy a tomar nota de tu matrícula! —le grité a él de nuevo—. Y pienso dar parte a la policía, ¿me oyes? Voy a escribir a Scotland Yard.

—¡Sí! —replicó él—. Escribe, escribe. Pero no tienes por qué anotar mi matrícula. ¡Toma! —Metió la mano en el bolsillo y mientras el semáforo se ponía en verde me lanzó una tarjeta en el regazo. Para cuando recuperé el aliento el coche se había marchado.

—¡Pero bueno! ¡Esto es el colmo! ¿Tú has visto, Lily? ¡Qué cara más dura!

—¿Pero es que no has aprendido nada hoy? —me espetó Lily enfadada—. ¡A ese tío le gustabas, tonta!

—¿Qué? ¡Ah!

—¿Y sabes por qué te has puesto tú como un energúmeno? Pues porque estás furiosa con Peter.

—Venga ya…

—¡Sí! Es rabia proyectada. Vaya numerito, Faith —comentó moviendo la cabeza—. ¡Anda que no te queda nada que aprender!

Eché un vistazo a la tarjeta. En una esquina había un pincel diminuto. JOSÍAS CARTWRIGHT-ARTISTA, rezaba. Estuve tentada de tirarla en ese mismo momento. Pero no lo hice porque está mal tirar papeles al suelo, de modo que la guardé con mucho cuidado en el bolso.

Marzo sigue

El viernes por la tarde llegaron los niños a casa. No fue fácil darles la noticia, pero intenté hacerlo con toda la suavidad posible.

—Veréis —comencé con cautela. Estábamos sentados a la mesa de la cocina—. Cuando los padres ya no se quieren de esa forma tan especial, lo que pasa es que deciden… Matt, por favor, ¿quieres dejar ese periódico? Estoy hablando contigo.

—Ah, perdón —contestó él, alzando la vista del
Financial Times
—. Pero es que ha habido una insurrección en Bolivia.

—Vaya, pues qué mala suerte, pero tengo algo importante que decir. Es que… cuando los padres ya no… en fin… que deciden…

—¿Divorciarse? —interrumpió Katie—. Venga, mamá, déjate de rodeos. Papá y tú os separáis.

—No… no, yo no lo diría así —vacilé, toqueteando mi anillo de boda—. Aunque la verdad es que no nos va muy bien juntos.

—Yo me lo veía venir.

—Así que hemos decidido separarnos.

—¡Menos mal! —exclamó Matt.

—¿Cómo?

Él alzó la vista del periódico.

—El gobierno tiene dominada la situación.

—Matt, me alegra ver que te tomas tanto interés en la política mundial, pero estoy intentando decir algo muy serio y te agradecería que me prestaras atención. Nos ha costado mucho, pero al final papá y yo hemos tomado esta decisión. De todas formas podréis verle siempre que queráis. ¡Matt! —exclamé enfadada—. No voy a repetirlo más: ¿quieres dejar ese periódico de una vez?

—¿Qué? Ah, perdona, mamá —dijo distraído—. Es que ha habido un terremoto en Japón. ¿Qué decías?

—Mamá dice que se va a divorciar de papá —explicó Katie. Luego se produjo un ominoso silencio, mientras asimilaban la noticia—. Lo cual significa —prosiguió por fin Katie— que ni tú ni yo tendremos que seguir soportando el estigma de que nuestros padres estén felizmente casados.

Me la quedé mirando pasmada.

—En Seaworth todo el mundo tiene padres divorciados —me explicó, como si fuera lo más natural del mundo—. Nosotros éramos los únicos que no. Era una vergüenza.

—Ah.

—De hecho la mayoría van ya por su tercer matrimonio.

—¡No me digas!

—Así que no te preocupes por nosotros. Estamos bien.

—Ya. Bueno, estupendo.

—Las relaciones familiares complejas son la norma, mamá.

—Ya.

—La familia nuclear ha muerto. Pero habrá que tener mucho cuidado con Graham —añadió Katie muy seria—. Podría ser traumático para él. Vamos, que él ya venía de una familia rota.

—Una jauría rota —precisó Matt.

—Así que se sentirá muy inseguro. Tenemos que darle mucho apoyo emocional. —Katie le acarició las orejas—. Y hay que explicarle que hoy en día existen muchas clases de familia.

Asentí. Katie tenía toda la razón. Nunca pensé que nos pasaría a nosotros, pero ahora nos íbamos a convertir en «otra clase de familia». Era horroroso. ¡Horroroso! De pronto sonó el teléfono y Katie se apresuró a contestar.

—Hola, papá. Sí, estamos bien. Sí, ya lo sabemos. Os separáis. ¿Quieres que salgamos juntos? Claro. ¡Matt! —gritó—. ¡Papá nos va a sacar por ahí!

Así que al día siguiente, a las dos en punto, sonó el timbre y apareció Peter en la puerta, como si fuera un conocido haciendo una visita de cortesía. Graham se lanzó sobre él ladrando y gimiendo de alegría.

—Hola, precioso. —Peter se agachó para que Graham le lamiera la oreja.

—Podías haber entrado con la llave —dije—. Esta sigue siendo tu casa.

—De momento —replicó él cortante—. Hasta que Rory Cheetham-Stabb empiece conmigo.

—No discutamos, Peter. ¿Adónde vas a llevar a los niños?

—Al museo de la Ciencia. Han abierto una galería nueva. Luego daremos un paseo en el Ojo de Londres y después podemos ir a tomar una hamburguesa al Hard Rock Café.

—Ah, es estupendo —dije alegremente—. Estupendo —repetí, decidida a ser civilizada.

—Tú también puedes venir si quieres.

—¿Ah, sí? ¡Genial! Me encantaría. Voy por mi abrigo… —Un momento. ¿Qué estaba diciendo? Claro que no podía ir. Nos estábamos separando—. Eh… No, gracias —me retracté—. Voy a sacar a Graham y luego iré a la piscina. Vamos, niños, que papá os está esperando.

—¡Un momento!

Mientras ellos cogían sus abrigos Peter y yo nos quedamos en el vestíbulo, sonriéndonos un poco violentos, como si fuéramos desconocidos intentando charlar en una fiesta aburrida.

—Faith —dijo Peter dando un paso hacia mí—. Faith, por favor, no tomes ninguna decisión drástica todavía. Quiero que pensemos en una conciliación.

—¿Cómo?

—Mira, lo he estado pensando. Creo que deberíamos resolver nuestros problemas.

—¿Resolverlos? —exclamé con una risita sombría—. Yo diría más bien disolverlos.

—Un consejero podría ayudarnos.

—Lo dudo. Además, no quiero discutir nuestro matrimonio con un perfecto desconocido.

—Podría ayudarnos a poner las cosas en perspectiva antes de que se nos escape todo de las manos. A los Taylor les fue bien.

—Sí, ahora ella toma Prozac.

—Por favor, Faith —suplicó—. Por favor. Tenemos que intentarlo.

—Mira, no sé…

De pronto Graham dio un brinco, me puso las patas en el pecho y me miró implorante con sus ojazos castaños.

—Por favor, Faith.

—Está bien —suspiré—. Si quieres…

—Estás guapísima —me dijo Marian en maquillaje, al día siguiente.

—Sí, estás estupenda —corroboró Iqbal—. Has adelgazado, ¿no?

—¿Sí? —exclamé sorprendida—. Bueno, puede ser, un poco.

—Se te ha adelgazado la cara —comentó Marian, mientras me ponía la base de maquillaje—. Estás guapísima. No tan…

—¿Gordita? —sugerí con una sonrisa.

—No, yo no diría eso.

—Lo que quiere decir —terció Iqbal— es que el régimen que haces funciona.

Yo me moría de ganas de explicarles que en realidad era el régimen del divorcio, estupendo para perder unos cuantos kilos. Pero no podía, porque la noticia correría y no quería que mis problemas matrimoniales se comentaran en el trabajo. Ya me imaginaba los cotilleos: «Pobre Faith… otra mujer… norteamericana… no, no, él es un tío decente… es que se casó muy joven… ya pasa». No, no quería que me tuvieran compasión. «Todos los días hay gente que se divorcia —pensé—. Tengo que ser fuerte». Pero le había prometido a Peter que iría con él a un consejero, aunque era muy poco probable que sirviera de nada. De modo que cuando terminó el programa llamé discretamente para pedir hora.

—¿Quién nos atenderá? —pregunté mientras anotaba la fecha.

—Nuestra consejera principal —contestó la recepcionista—. Se llama Zillah Strindberg. Es buenísima, ya verá.

Ese mismo día fui a la piscina. La casa está muy vacía sin Peter. Es horrible. Me siento muy sola. Echo de menos su presencia, nuestras conversaciones, la tranquilidad de saber que él conoce lo que estoy pensando sin preguntármelo siquiera. Y odio no oír el sonido de su llave en la cerradura cada noche. Así que estoy haciendo un esfuerzo por llenar las tardes, porque si no me volvería loca. De modo que puse a Graham delante de un programa de cocina en la televisión y me fui al gimnasio a nadar mis treinta largos. El agua me resultaba terapéutica, me sostenía, me hacía flotar.

Después fui al bar y me puse a leer el Times tomándome una infusión y felicitándome mentalmente por intentar al menos salvar mi matrimonio. Eché un vistazo a los anuncios de contactos. La verdad es que antes nunca me había fijado, pero últimamente me fascinaban. ¡Tantísimos hombres solteros! Hoy las páginas estaban llenas de chicos de «treinta y tantos», «altos ejecutivos» y «solteros de cuarenta y tres». Y empecé a pensar en lo que Lily me había dicho, que llegaría un momento en que querría salir con otros hombres. Pero por ahora era inconcebible, era demasiado pronto. Entonces me acordé de aquel imbécil del descapotable que había tenido la insolencia de lanzarme su tarjeta. «¡Habrase visto! —me dije mientras la sacaba del bolso—. Pero qué cara dura». ¿De verdad pensaba que le iba a llamar? Puede que mi experiencia con los hombres sea muy limitada, pero el aquí te pillo aquí te mato no es mi estilo, eso seguro.

—Perdona, ¿está ocupada esta silla?

Alcé la cabeza y casi di un respingo. Un hombre me sonreía vacilante.

—¿Está ocupada? —preguntó de nuevo.

—Eh… sí. —Me ruboricé—. O sea, no. No está ocupada. Está libre. Vamos, que… tú mismo —dije con un hilo de voz.

Luego bajé de nuevo la vista al periódico, nerviosísima, mientras miraba de reojo a aquel tipo tan atractivo. Era alto y fuerte. Tenía el pelo mojado de la ducha. Se sentó, me sonrió y me di cuenta de que tenía ojos azules.

—Hola, soy Stanley —se presentó. Yo bajé el periódico, sorprendida de que quisiera charlar—. Stan Plunkett.

—Ah, hola. Me llamo Faith.

—Ya lo sé —sonrió—. Te he visto en la tele. Presentas el tiempo en la BBC.

—Bueno, casi —respondí echándome a reír, casi sonrojada de orgullo—. En realidad estoy en la competencia, la AM-UK!

—¿Vienes por aquí a menudo?

—Sí. Me gusta nadar.

Di por sentado que estaba hablando conmigo por pura cortesía, puesto que compartíamos la misma mesa. Pensé que se tomaría su café y se marcharía. Pero no se marchó. Siguió allí charlando, durante unos diez minutos o así. Me habló de su trabajo (una cosa bastante fuera de lo común, que tenía que ver con armas nucleares), y justo cuando empezaba a entrar en calor y a explicarme de qué se trataba, eché un vistazo al reloj y vi que pasaban de las nueve.

—Tengo que irme —anuncié—. Lo siento mucho, pero son las desventajas de mi trabajo en la televisión.

—Qué lástima. Me lo estaba pasando muy bien.

—Es que tengo que acostarme a las diez.

—¿Por qué no nos vemos otro día? —sugirió él muy animado.

—Sí… —contesté vacilante—. Seguro que nos veremos por aquí.

—No, digo que por qué no quedamos —¡ah!—. Podríamos ir a tomar una copa. ¿Estás libre el…? —consultó su agenda—. ¿El jueves?

¡Dios! ¡Quería quedar conmigo! ¡Me estaba pidiendo una cita! Estuve a punto de decir: «Bueno, lo siento muchísimo, pero es que estoy casada, ¿sabes?», pero entonces me acordé de que todo había cambiado. Me acordé de que estoy separada, me acordé de que Peter ya no vive en casa y me acordé de que, a partir de hoy, ya no llevo el anillo de casada.

—Podríamos ir al Café Rouge —prosiguió él—. El que hay junto al río.

«¿Por qué no? —pensé—. Sí, ¿por qué no?».

—¿Estás libre, entonces? —insistió él.

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