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Authors: Isabel Wolff

Tags: #Romántico

La chica del tiempo (19 page)

BOOK: La chica del tiempo
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—Sí.

Así que el jueves me arreglé para mi primera cita en quince años. Para mí era una ocasión histórica. La verdad es que nunca me habían cortejado o invitado a salir o a cenar. Bueno, no quiero que se me malinterprete, Peter y yo estábamos felizmente casados, por lo menos hasta lo de su aventura. Y hasta que apareció Andie Metzler nuestra relación era como un picnic sin avispas, todo armonía. Éramos de lo más compatible. Nunca nos peleábamos. Íbamos por la vida felices y confiados, viendo solo lo mejor el uno del otro. Teníamos una relación estupenda, de verdad, y yo siempre había creído que solo la muerte nos separaría. He leído que algunas personas, al terminar con una relación, quieren destruir su pasado, negar que han sido felices, como si el final de la relación borrara todas las cosas buenas. Es un mecanismo de defensa, me imagino. Pero yo no me sentía así. Aunque Peter me había sido infiel y estaba furiosa con él, sabía que nuestro matrimonio había sido muy feliz. También es verdad que nos casamos muy jóvenes y nos hemos perdido muchas cosas. Sí, de eso me daba cuenta. Peter fue mi primer amor, de modo que yo nunca había salido con otros hombres. Y ahora, a los treinta y cinco años, iba a empezar. Estaba aterrorizada, claro, y muy deprimida, pero al mismo tiempo… Sí, me hacía ilusión, lo confieso. Era emocionante, porque oía cómo una puerta se abría en mi mente. Quiero decir, miren a Mimi, por ejemplo. Ella tuvo unos cuantos novios antes de conocer a Mike, y aunque entonces yo era feliz con Peter, me daba un poco de envidia cuando la veía salir con otros chicos. Para mí Mimi era como Lily, como todas las mujeres solteras: independiente, fuerte y valiente. Pero ahora yo también iba a ser una mujer independiente, una mujer que salía con otros hombres. Al mirarme en el espejo me di cuenta de que Marian tenía razón; había adelgazado. Estaba tan preocupada con mis problemas que no lo había advertido, pero era evidente. La falda me quedaba ancha y los pechos se me habían encogido un poco. La papada había desaparecido, gracias a Dios, y mis rasgos parecían más definidos. Había perdido mi aspecto rechoncho de «mamá», y el pelo me había crecido un poco. El corazón me dio un brinco, porque supe que era capaz de atraer a los hombres. ¡De hecho había ligado con uno sin intentarlo siquiera! Así que cuando salí a la calle al encuentro de Stan, noté nacer bajo la capa de nervios una nueva confianza en mí misma. Ensayé mentalmente algunas anécdotas divertidas de mi trabajo, que estaba segura que le harían gracia. Stan no había llegado al Café Rouge todavía, de modo que me senté junto a la ventana. Menos mal que había llevado el periódico, porque el hombre se retrasó media hora.

—Lo siento, pero me he retrasado por una cuestión de trabajo. Estaba en la Cámara de los Comunes.

—Vaya —exclamé impresionada.

Naturalmente, le pregunté qué había hecho allí y me dijo que había intentado presionar a unos parlamentarios del partido laborista. Luego me habló de su organización, Start Again, cuyo objetivo es presionar a los gobiernos para que renuncien a su armamento nuclear. Sacó de su bolsa un grueso fajo de folios.

—Es nuestro informe anual —informó—. Ten.

—Ah, muchas gracias —contesté sorprendida.

—Quiero que lo leas.

—Sí… claro. —En la primera página aparecía Stan muy serio en una foto. «Stanley Plunkett, director y fundador», anunciaba. ¡Caramba! ¡Director y fundador!—. Qué trabajo más interesante —comenté.

—Es más que interesante. Es vital, esencial. Porque el mundo podría estallar en cualquier momento. Ah, una botella de Chardonnay, por favor —pidió al camarero—. ¿A ti no te preocupa la seguridad global? —me preguntó.

—La verdad es que no demasiado.

—Pues debería importarte, Faith, porque lo cierto es que la situación mundial es muy insegura.

—¿Ah, sí? ¡Vaya! Yo pensaba que la guerra fría había terminado.

—Y es verdad, pero la amenaza nuclear es mucho mayor ahora. —Stan mojó su mazorca de maíz en aceite de oliva—. De hecho estamos al borde del apocalipsis.

—¡Oh, no!

Stan asintió con expresión sombría.

—Podría pasar en cualquier momento, Faith. La mayoría de los submarinos nucleares del mundo están en alerta roja veinticuatro horas al día, de modo que lo único que haría falta sería un falso movimiento.

Stan siguió hablando sin parar sobre armamento nuclear durante cuarenta y cinco minutos:

—Misiles Pershing… Defensas antimisiles… Pacto de Varsovia… Pakistán es una amenaza real, por supuesto… amenaza a Taiwán… Tratado de Start 2… Vladimir Putin… Polaris. ¿Tú sabes que hay miles de viejos SS24 por ahí? Y por supuesto Gran Bretaña todavía está expandiendo su capacidad nuclear con su compromiso con el
Trident
. ¿Tú sabes que cada cabeza del
Trident
puede provocar ocho veces más destrucción que la bomba de Hiroshima? —A estas alturas empezaba a deprimirme—. La verdad —concluyó él enfadado—, el
Trident
es una burla al supuesto compromiso británico con la no proliferación.

—Vaya.

—¡Yo quiero que Gran Bretaña renuncie al
Trident
! —anunció Stan, dando un golpe en la mesa.

—Ya.

—Eso es lo que intento conseguir, un mundo sin armas nucleares.

—Sí, estaría bien.

—No puedo dormir, Faith —prosiguió él con celo misionero—, sabiendo que estamos rodeados de armas de destrucción masiva.

Yo disimulé un bostezo. Él sacó de su bolsa un fajo de cuartillas. Eran copias de diversos artículos de prensa que había escrito.

—Esto es también para ti.

—Vaya, qué amable. —Les eché un vistazo y los metí en el bolso.

Se produjo un paréntesis en la conversación y pensé que por fin iba a preguntar algo sobre mí. Pero no. Simplemente sirvió otra copa para los dos y se puso a contarme un reciente viaje que había hecho a Washington.

—Asistí a una conferencia del Departamento de Defensa —explicó—. Y tuvo gracia, ¿sabes? —dijo, lanzando una risita de falsa modestia—, porque el secretario de prensa dijo: «Queremos saber lo que piensa Stan Plunkett sobre este asunto».

—¡Caramba! —exclamé.

Stan movió la cabeza y sonrió. Mientras seguía hablando sin parar yo me lo quedé mirando y pensé que no era nada atractivo. Ahora veía que tenía el mentón muy hundido y cuando sonreía se le formaban tres o cuatro papadas. Además tenía los labios muy finos y los dientes pequeños y amarillos. Y no paraba de hablar. «¡Menudo pesado!», pensé enfadada. Y tampoco era tan brillante. Más que nada era un pagado de sí mismo, solo hablaba de sí mismo. Peter nunca me había dado la tabarra con su carrera. Siempre había sido muy modesto con sus logros. Aquel tío era un imbécil. Comprendí que esa era la única razón de que hubiera querido salir conmigo. Yo no era más que un espejo humano donde él podía admirar su heroico reflejo. Eché un vistazo al reloj y vi que eran casi las nueve.

—Tengo que irme —anuncié—. Tengo una cita con mi almohada.

Ha sido un placer conocerte —añadí con hipócrita cortesía—. ¡Buena suerte en salvar al mundo!

En cuanto llegué a casa arrojé su informe y sus artículos a la papelera.

—¡Vaya plomo! —exclamó Lily por teléfono.

—Creo que tiene complejo de Superman —dije—. Casi esperaba que se metiera en cualquier momento en una cabina y saliera con unas mallas puestas.

—¡Menudo egomaníaco! —replicó ella con desdén—. Como si pudiera impresionar a alguien, ahora que la amenaza nuclear está pasada de moda. Claro que… puede que… Sí… ¡puede que esté a punto de resucitar!

—¿Qué?

—Sí. Se me acaba de ocurrir algo: la guerra fría va a estallar de nuevo. El
Moi!
debería publicar un especial. Sí —prosiguió animadísima—. Podríamos llamarlo
Nucleaire
o algo así. Sacaríamos fotografías de modelos con esos sobretodos rusos tan bonitos y los sombreros Brezhnev. —Estaba entusiasmada—. Y, por supuesto, las fabulosas pieles. Nos lo podría patrocinar La Maison de la Fausse Fourrure. Sacaríamos una sección de diseño de interiores en bunkers reconvertidos…

—Lily.

—Y un concurso para ganar un crucero. Sería en noviembre. ¡Es una idea genial, Faith! Y se me ha ocurrido gracias a ti. Pero cariño, no deberías salir dos veces con idiotas de ese calibre. Vamos a ver, ¿tienes a alguien más en la lista?

—Pues no.

—¿Y el tipo del descapotable? A ese sí le gustabas.

—Pero él no me gustó a mí —contesté. Con aire distraído abrí el bolso y saqué su tarjeta.

—Pues era bastante mono. Creo que deberías darle una oportunidad.

—Mira, no tengo la menor intención de llamarle, en absoluto, para nada —repliqué, leyendo de nuevo su nombre.

Josías Cartwright, murmuré después de colgar. Josías… un nombre muy poco común. Por pura curiosidad lo busqué en el libro de los nombres y, al ver lo que significaba, se me pusieron los pelos de punta. Josías es un nombre hebreo, leí, que significa «Dios sana». ¿Dios sana? ¡Dios sana! Se me había acelerado el corazón. «Dios sanará tu dolor», me había dicho la vidente. Dios sanará tu dolor. ¡Era una señal! Sí, una señal. Era una señal de que mi vida seguía adelante. Releí la tarjeta y fui derecha al teléfono. Sonó dos veces y oí su voz, muy agradable: «Lo siento, pero no estoy en casa. Por favor deja tu mensaje después de la señal y prometo que te llamaré enseguida». Parecía tan normal, tan amable. Me sonrojé al pensar cómo le había gritado. Entonces oí varios pitidos —un montón de mensajes.

—Ya sé que esto te sonará muy raro —dije por fin—, pero hace una semana me diste tu tarjeta. Estábamos en un semáforo de Brompton Road. No estuve muy simpática que digamos. De hecho fui muy grosera. Es que me sorprendiste un poco. Eh… a propósito, me llamo Faith. Como te decía, ya sé que esto te sonará muy tonto y probablemente creas que soy una antipática, pero si quisieras llamarme en algún momento… En fin. —Dejé mi número de teléfono y colgué.

Al cabo de veinticuatro horas me arrepentía de todo corazón. No me había llamado, ni ese día ni al otro ni al otro. Soy idiota, me dije sentada a mi mesa en el trabajo. Me sentía horriblemente insegura y avergonzada. Pero qué tontería he hecho. Mira que soy ingenua, suspiré mientras hojeaba el
lndependent
. Le he dado mi teléfono a un perfecto desconocido. Estoy como una cabra. Claro que no es de extrañar. Al fin y al cabo estoy pasando una crisis matrimonial, me siento vulnerable y es evidente que no puedo pensar con claridad. Además… En ese momento me dio un brinco el corazón. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Aquello no podía ser una mera coincidencia. Era para poner los pelos de punta. Era como entrar en la dimensión desconocida, porque acababa de encontrarme con una enorme fotografía en blanco y negro de Josías Cartwright. Me llevé tal susto que casi se me caen las lentillas. En el periódico aparecía una entrevista con él, en la sección de arte, bajo el titular: CARTWRIGHT PONE MAGIA EN EL ROYAL EXCHANGE. Devoré la página con el corazón saliéndoseme por la boca. «Un diseño sensacional para La tempestad… La increíble imaginación visual de Cartwright… densa, rica, surrealista… El mejor diseñador joven del momento».

El artículo explicaba que tenía treinta y siete años, era de Coventry, había estudiado en el Slade y, además de ser un consumado artista, estaba muy solicitado en el teatro. En la foto aparecía con aspecto informal y atractivo, con una chaqueta de sport y la camisa abierta. Tenía el pelo bastante largo, de un rubio oscuro, y los ojos grises, grandes y expresivos. Sonreía tímidamente a la cámara, como si le sorprendiera un poco ser objeto de tanta atención. «Me considero una persona muy afortunada —decía—. Me apasiona lo que hago… Los deseos del director siempre son lo primero». Vaya, eso estaba muy bien. También era generoso con otros diseñadores. «Carl Toms era un genio… Soy un gran admirador de William Dudley. La obra de Stephanos Lazaridis es maravillosa». «Es estupendo», pensé. Fotocopié el artículo y me lo metí en el bolso. Me sentía un poco turbada.

Volví al estudio e hice un esfuerzo por concentrarme, intentando ignorar, como siempre, la conspiración de Terry contra Sophie. Darryl debería intervenir, la verdad, pero nunca lo hace. Hoy Terry robó otra de las entrevistas de Sophie y volvió a criticarla en pantalla. A continuación falló una noticia, así que tuve que hacer de relleno, y luego el perro labrador que sabe hacer rafting llegó tarde. Además hubo que animar un poco a Iqbal porque tiene problemas con su novio, Wilf, así que en total fue una mañana bastante estresante, lo cual me permitió quitarme a Josías de la cabeza.

Cuando terminó el programa estaba deseando llegar a casa y descansar. Me metí en la cama, sabiendo que no sonaría el teléfono. Me desperté a la una y me puse a deambular por la casa en camisón, mirando las cosas que Peter se había dejado. Estaba deprimida otra vez por él. En el vestíbulo había dos chaquetas suyas. Las olí para percibir su familiar olor a viejo. También estaban sus botas de agua, del número cuarenta y seis. Me puse una. La casa todavía reverberaba con su presencia. No hacía más que imaginármelo entrando por la puerta. Durante el día se me ocurrían cosas que quería decirle y luego me acordaba de que Peter ya no estaba. Me sentía hueca, vacía, no solo abandonada, sino casi como si Peter se hubiera muerto. Para distraerme de la depresión me puse a ver un programa de la tele estúpido a más no poder. Bajé la mano al sofá con aire distraído y noté algo blando. Era uno de sus calcetines. Ahora sí se me llenaron los ojos de lágrimas. La dinámica de nuestro matrimonio había cambiado para siempre, y nunca volvería a ser lo que era. Mi madre siempre dice que el mejor antídoto contra la desesperación es la acción, de modo que hice un esfuerzo y me vestí y salí al jardín a podar las plantas. Y mientras cortaba las clemátides me di una buena charla. «Voy a salir de esta —me juré—. Voy a soportar el dolor. He tomado la decisión correcta y superaré este mal trago muy pronto. Al fin y al cabo tengo muchas cosas por las que vivir». Ahora que me sentía más fuerte y más animada me dediqué a plantar unas lilas mientras Graham hacía su representación de la esfinge en el césped. Y justo cuando me incorporaba para admirar mi trabajo, sonó el teléfono.

—¿Está Faith? —preguntó una cultivada voz masculina.

—Sí, soy yo.

—Ah. —El hombre se echó a reír—. Es que… Bueno. —Yo notaba las mejillas calientes y sonreía también—. Mira… uf, esto es un poco difícil. Bueno, soy Josías Cartwright.

—Sí, ya te he reconocido. ¡Hola!

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