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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (18 page)

BOOK: La cicatriz
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Los nauscopistas de la ciudad escudriñaban los cielos y sabían basándose en sus minúsculas variaciones cuándo se acercaba algún barco. Así, los remolcadores podían arrastrarla lejos de la vista. Algunas veces la evasión no tenía éxito y los barcos extranjeros eran interceptados, recibidos con los brazos abiertos para comerciar o hundidos. Por medios secretos, las autoridades sabían siempre cuándo eran armadanos los barcos que se acercaban y les daban la bienvenida a casa.

Incluso a tales horas seguían escuchándose sonidos de fábricas provenientes de algunos barrios, alzándose entre el rumor de las olas y las llamadas nocturnas de los animales. Entre las capas de cuerda y madera que se interponían en su campo de visión como jirones de un heliotipo, Bellis podía ver la pequeña bahía de barcos situada en el extremo de popa de Armada, en la que descansaba la plataforma
Sorghum
. Durante semanas, su extremo superior había vomitado fuego y energías taumatúrgicas. Cada noche, las estrellas habían sido borradas a su alrededor en una esfera de luz monótona y parda.

Pero ya no. Las nubes situadas sobre la
Sorghum
estaban a oscuras. La llama se había extinguido.

Por vez primera desde su llegada a Armada, Bellis registró sus pertenencias y sacó la olvidada carta. Titubeó mientras se sentaba allí, junto a la estufa, el papel plegado frente a sí y una pluma estilográfica en la mano. Y entonces, irritada por sus propias vacilaciones, empezó a escribir.

Mientras Armada seguía su lenta marcha hacia el sur en busca de aguas más cálidas, el clima se volvió durante unos pocos días frío y tormentoso. Soplaban vientos helados desde el norte. Los árboles y las hiedras, los precarios jardines que adornaban las cubiertas de los barcos se volvieron frágiles y se ennegrecieron.

Justo antes de la llegada de las heladas, Bellis avistó varias ballenas junto al extremo de babor de la ciudad, jugando con aparente deleite. Al cabo de unos pocos minutos, y de improviso, se aproximaron mucho más a la ciudad, golpearon el agua con sus enormes colas y desaparecieron. Después de eso, el frío no tardó en llegar.

En la ciudad no había invierno, no había verano ni primavera, no había estación alguna; sólo existía el clima. Para Armada no dependía del tiempo sino del lugar. Mientras Nueva Crobuzón soportaba estoicamente las tormentas de nieve de finales del año, los armadanos podían estar tomando el sol en el Mar del Hogar; o podían estar refugiados bajo cubierta mientras los marineros protegidos con gruesos capotes los arrastraban lentamente hacia el Océano Mudo, bajo unas temperaturas que hubieran hecho que el tiempo de Nueva Crobuzón pareciera apacible.

Armada recorría los mares de Bas-Lag en patrones dictados por la piratería, el comercio, la agricultura, la seguridad y otras dinámicas menos claras y aceptaba el tiempo que le tocaba.

La irregularidad del clima resultaba un lastre para la vida vegetal. La flora de Armada sobrevivía gracias a la taumaturgia, la suerte y su propia calidad. Siglos de maridajes habían producido especies resistentes, que crecían deprisa y que podían prosperar en un amplio abanico de condiciones. Había cosechas irregulares durante todo el año.

Existían campos de cultivo sobre las cubiertas y bajo luces artificiales. Había campos de champiñones en la humedad de viejas bodegas y también corrales ruidosos y apestosos llenos de resistentes animales endogámicos de varias generaciones. En balsas suspendidas por debajo de la ciudad crecían campos de quelpos y algas comestibles, junto a grandes criaderos llenos de crustáceos y peces.

Conforme pasaban los días, Tanner iba entendiendo mejor el sal y empezó a pasar más tiempo con sus compañeros de trabajo. Iban a los pubs y los salones de juego situados en el extremo de popa de Puerto Basilio. Algunas veces Shekel los acompañaba también, contento de encontrarse en compañía de hombres adultos, pero las más de las veces se marchaba solo al
Castor
.

Tanner sabía que iba a ver a la mujer, Angevine, a la que aún no conocía, una sirviente o guardaespaldas del capitán Tintinnabulum. Shekel le había hablado de ella, en los titubeantes términos propios de la adolescencia y Tanner había sonreído, entre divertido e indulgente. Y había sentido nostalgia por su propia juventud.

Shekel pasaba cada vez más tiempo con los extraños cazadores eruditos que vivían en el
Castor
. Una vez, Tanner había ido a buscarlo allí.

Bajo la cubierta se había encontrado un corredor limpio y oscuro con camarotes a ambos lados, cada uno de los cuales tenía una placa con un nombre: MODIST, había leído, y FABER y ARGENTARIUS. Los aposentos de los compañeros de Tintinnabulum.

Shekel estaba en el comedor, con Angevine.

Tanner se había quedado mudo de asombro.

Angevine debía de rondar la treintena, supuso, y era una Rehecha.

Shekel no se lo había dicho.

Sus piernas terminaban justo por debajo de los muslos. Sobresalía como un extraño mascarón de proa de la parte delantera de un pequeño vehículo a vapor, un artilugio pesado con orugas, lleno de coque y madera.

No podía ser nativa de la ciudad, comprendió Tanner. Aquella clase de operación era demasiado severa, demasiado caprichosa e ineficaz y cruel, no podía ser más que un castigo.

Pensó bien de ella por aguantar al muchacho. Entonces vio con cuánta intensidad le hablaba a Shekel, cómo se inclinaba hacia él (en un ángulo extraño, anclada por el pesado vehículo que llevaba debajo), cómo lo miraba a los ojos. Y se detuvo, asombrado de nuevo.

Tanner se marchó dejando a Shekel con su Angevine. No preguntó lo que estaba ocurriendo. Shekel, arrinconado por una nueva e inesperada coyuntura sentimental, se comportó como un híbrido de niño y hombre, tan pronto desafiante y vanidoso como manso y presa de intensas emociones. Con la poca información que pudo sacarle, Tanner descubrió que Angevine había sido capturada hacía diez años. Como el
Terpsícore
, su barco había sido atacado de camino a Nova Esperium. Ella también era de Nueva Crobuzón.

Cuando Shekel llegó a las pequeñas habitaciones que ocupaban en el extremo de babor de un viejo barco factoría, Tanner estaba celoso. Luego se arrepintió. Decidió que mantendría al muchacho cerca de sí mientras le fuera posible y al mismo tiempo lo dejaría volar libre, como necesitaba.

Trató de llenar el vacío haciendo amigos. Existía una fuerte camaradería entre los trabajadores del puerto. Empezó a tomar parte en sus chistes y juegos subidos de tono.

Ellos lo aceptaron con los brazos abiertos, lo atrajeron contándole cuentos.

La aparición de un recién llegado era la excusa perfecta para sacar a la luz rumores e historias que todos ellos habían escuchado ya incontables veces. Uno de ellos mencionaba los mares muertos o las mareas hirvientes o al rey de las morenas y se volvía hacia Tanner.
Probablemente no hayas oído hablar de los mares muertos, Tanner
, decía él o ella.
Déjame que te cuente

De ese modo, Tanner Sack escuchó las más insólitas historias sobre los mares de Bas-Lag y las leyendas de la ciudad pirata y del propio Anguilagua. Le hablaron de las monstruosas tormentas a las que Armada había sobrevivido; de las razones de las cicatrices de los rostros de los Amantes; de cómo Uther Doul había quebrantado el código de la posibilidad y encontrado su poderosa espada.

Empezó a participar en las celebraciones de los acontecimientos dichosos: matrimonios, nacimientos, la suerte con los naipes. Y también en las cosas sombrías. Cuando un accidente con un engranaje de cristal en el puerto le costó a una mujer cacto la mitad de una mano, Tanner contribuyó a la colecta con los ojos y banderas de los que pudo prescindir. En otra ocasión, cundió la depresión en el paseo cuando se extendió la noticia de que un barco de Anguilagua, el
Amenaza de Magda
, se había ido a pique cerca del Estrecho de Fuegagua. Tanner compartió la pérdida y su tristeza no fue fingida.

Pero a pesar de que le gustaban sus compañeros de trabajo y a pesar de que las tabernas y fiestas eran una manera placentera de pasar las noches y con la que conseguía por añadidura mejorar mucho su sal, constantemente reinaba en el ambiente una extraña sensación de secreto. No lograba comprenderlo.

Había ciertos misterios que el trabajo de los ingenieros submarinos sacaba a la luz. ¿Qué clase de cosas eran aquellas sombras que algunas veces entreveía, tras la cortina de tiburones centinelas, inciertas tras lo que no podía ser más que un hechizo de ocultamiento? ¿Qué propósito tenían las reparaciones que sus camaradas y él llevaban a cabo a diario? ¿Qué era lo que la
Sorghum
, la plataforma robada que con tanto esmero cuidaban, extraía de la base del océano, a miles de metros de profundidad? En muchas ocasiones Tanner había seguido con la mirada la gruesa tubería segmentada y se había sentido mareado a medida que la veía desaparecer en la oscuridad.

¿Cuál era la naturaleza de aquel proyecto al que sólo se aludía con gestos de asentimiento y comentarios crípticos? ¿El plan que cimentaba todos sus esfuerzos? ¿Del que nadie hablaba abiertamente pero muchos parecían conocer un poco aunque pocos se jactaban, por omisión o con insinuaciones, de comprender?

Algo grande e importante se escondía tras la industria de Anguilagua y Tanner Sack no sabía aún lo que era. Sospechaba que lo mismo les ocurría a sus camaradas pero a pesar de ello se sentía excluido de una comunidad basada en mentiras, presunciones y mierdas.

De vez en cuando llegaban hasta sus oídos historias sobre otros pasajeros del
Terpsícore
o sus tripulantes y prisioneros.

Shekel le había dicho que Gelvino trabajaba en la biblioteca. Al tal Johannes Lacrimosco lo había visto con sus propios ojos, de visita en los muelles junto a un grupo muy discreto cuyos miembros no hacían más que tomar notas en cuadernos y murmurar. Una parte de Tanner había pensado con cierta aspereza que las jerarquías no tardaban mucho en recomponerse, que mientras él se jugaba el culo bajo las olas, el caballero observaba y marcaba las casillas de sus estúpidas tablas y jugueteaba con su chaleco.

Hedrigall, el impasible cacto que pilotaba el
Arrogancia
, le habló de un hombre llamado Fench, también del
Terpsícore
, que visitaba los muelles bastante a menudo (
¿Lo conoces?
, le había preguntado Hedrigall y Tanner había sacudido la cabeza: hubiera sido demasiado aburrido explicarle que no había conocido a nadie que viajara en cubierta). Fench era un buen hombre, decía Hedrigall, alguien con quien se podía hablar, que parecía conocer a todo el mundo y que hablaba con conocimiento de causa sobre gente como el rey Federico y el Brucolaco.

Cuando hablaba de estas cosas, Hedrigall transmitía un aire distraído que a Tanner le recordaba a Tintinnabulum. Hedrigall era uno de los que siempre parecían saber algo sobre algo de lo que no debían hablar. Tanner pensaba que hacerle una pregunta directa hubiera sido un insulto a su embrionaria amistad.

Empezó a recorrer la ciudad de noche.

Vagaba por sus calles, rodeado por los sonidos del agua y los barcos y envuelto en el olor del mar. Bajo la luna y sus resplandecientes hijas, difuminadas tras una tenue capa de nubes, Tanner paseaba sin descanso alrededor de la bahía que contenía a la ahora silenciosa
Sorghum
. Pasó junto a una vivienda de jaibas, un clíper medio suspendido y medio hundido cuya proa sobresalía de las aguas como un iceberg. Cruzó el puente cubierto que llevaba a la parte trasera del enorme
Grande Oriente
, con la cabeza gacha al cruzarse con otros insomnes y trabajadores nocturnos.

Tras cruzar un puente de cuerda, llegó al lado de estribor de Anguilagua. Un dirigible iluminado pasaba lentamente sobre su cabeza y un claxon sonó no muy lejos en medio del martilleo de un motor de vapor
(algún barco que llega tarde)
y el sonido le recordó tanto a Nueva Crobuzón que sintió una intensa y desconocida emoción.

Tanner se extravió a propósito en un laberinto de barcos viejos y ladrillos.

Debajo de él, en el agua, creyó ver manchas de luz fortuitas y fugaces: la ansiedad del plancton bioluminiscente. Los gruñidos de la ciudad parecían respondidos en ocasiones, a kilómetros de distancia, por algo grande y muy lejano y que estaba vivo.

Se dirigió hacia Raleas y el Muelle de la Espina del Erizo. Sus pies pisaban césped y a ambos lados se erguían construcciones de ladrillo medio desmoronadas, húmedas, mohosas y manchadas de sal. Altos muros y ventanas, muchas de ellas rotas, y callejones que se cruzaban entre las calles principales y serpenteaban entre viejos mamparos y sombreretes. Basuras en las cubiertas de dhows desiertos. Balaustradas y coronamientos azotados por el viento frío junto a jirones de viejos carteles, anuncios de políticos y espectáculos en colores chillones, elaborados con tinta de calamar y marisco y tinta china robada.

Gatos de andares silenciosos por todas partes.

La ciudad trepidaba y corregía su posición y la incansable flota de remolcadores que había más allá de sus lindes continuaba sin descanso, las cadenas extendidas, arrastrando consigo su hogar.

Tanner permaneció inmóvil en la quietud, contemplando las viejas torres, las siluetas de los tejados de pizarra, las chimeneas, los techos de las fábricas y los árboles. Al otro lado de una pequeña extensión de agua salpicada con una aldea de casas flotantes, brillaba la luz de los camarotes de barcos provenientes de costas de las que Tanner no sabía nada. No era el único que estaba contemplando la noche.

(…¿Has follado antes?, le dijo ella y Shekel no pudo sino recordar cosas que no deseaba recordar. Las mujeres Rehechas en la apestosa oscuridad del
Terpsícore,
que aceptaban su polla dentro por un trozo más de pan. Esas otras a las que forzaban los marineros, lo quisieran o no (todos los hombres le gritaban que se uniera a ellos) y con las que había estado dos veces (una de ellas fingiendo que había terminado antes de escabullirse, incomodado por sus chillidos y la otra de verdad, desparramándose dentro de ella) y que se habían debatido y habían llorado mientras lo hacía. Y antes de ellas, las chicas de los callejones del Meandro de las Nieblas y los niños (como él) que enseñaban los genitales, y cuyas transacciones eran una mezcla de trueque sexual, chulería y juego. Shekel abrió la boca para responder y la verdad pugnó por salir a la luz y ella lo vio y le interrumpió (y fue un acto de misericordia que lo hiciera) y dijo: No, no por juego o por dinero y no si lo tomaste o te lo quitaron por la fuerza, sino si has follado con alguien que te quería y al que querías como la gente de verdad se quiere entre sí. Y por supuesto cuando ella le dijo que la respuesta era por supuesto que no, él dijo lo mismo, agradecido porque le hubiera dado esta primera vez (un regalo inmerecido que aceptó con humildad y ansiedad)
.

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