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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (14 page)

BOOK: La cicatriz
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Los monos de la ciudad se escondían bajo las marquesinas y se peleaban entre sí. Formaban una plaga de tribus salvajes que sobrevolaba la ciudad flotante, luchando, enfrentándose por las basuras y el territorio, anidando bajo los puentes y en lo alto de los aparejos. No eran los únicos animales que vivían en libertad en la ciudad pero eran los carroñeros dominantes. Se agolpaban en la fría humedad y se espulgaban unos a otros sin demasiado entusiasmo.

En la tenue luz de la Biblioteca Gran Ingenio, la percusión de la lluvia convertía en absurdos los carteles que pedían silencio.

Los Cuernos de Sangre del paseo de Sombras emitían sonidos lúgubres, como ocurría siempre que llovía mucho y los costrados decían que el cielo estaba sangrando. El agua goteaba de forma extraña sobre la superficie del
Uroc
, el buque insignia del paseo Otoño Seco. El tejido oscuro y putrefacto del barrio encantado se enmohecía y resplandecía. Los habitantes del paseo de Vos-y-los-Vuestros señalaban hacia el contorno decrépito del barrio abandonado y anunciaban, como era su costumbre, que en algún lugar de su interior el horrible fantasma de sebo se estaba moviendo.

En las primeras horas tras el crepúsculo, en el edificio mudo del Palacio del Carro, en el
Theriantropus
, corazón de Sombras, una reunión complicada tocaba a su fin. En el exterior, los costrados pudieron oír cómo se marchaban las delegaciones. Acariciaron sus armas y pasaron las manos sobre la corteza de sus armaduras orgánicas.

Había un hombre entre ellos: un metro ochenta de estatura y dotado de una musculatura prodigiosa; vestido con cuero color carbón y una espada desnuda al costado. Hablaba y se movía con apacible elegancia.

Estaba discutiendo con los costrados sobre armas y luego hacía que le enseñasen golpes y ataques de
mortu crutt
, su ciencia de la lucha. Les dejaba tocar la filigrana de alambres que rodeaba su brazo derecho y que recorría todo el costado de su armadura hasta la batería del cinturón.

El hombre estaba comparando la técnica de la Uña Testaruda de la lucha callejera con el puñetazo
sadr
del
mortu crutt
. Su contrincante y él estaban moviendo los brazos en lentos ataques de demostración cuando las puertas se abrieron en lo alto de las escaleras y, al instante, los guardias se pusieron firmes. El hombre de gris enderezó la espalda poco a poco y caminó hasta la esquina de la entrada.

Un hombre poseído por una furia helada descendía hacia ellos. Era alto y de apariencia joven, tenía la constitución de un bailarín y una tez pecosa del color de la ceniza pálida. Su cabello parecía pertenecerle a otra persona: era negro y largo y muy rizado y pendía en mechones rebeldes como lana sin cardar. Mientras el hombre bajaba las escaleras bailaba y se arrollaba.

Al pasar junto a los costrados, realizó una pequeña reverencia de rigor, a la que estos respondieron con más ceremonia. Se quedó quieto frente al hombre de gris. Los dos se miraron con sendas expresiones inescrutables.

—Vivohombre Doul —dijo por fin el recién llegado en un susurro.

—Muertohombre Brucolaco —fue la respuesta del otro. Uther Doul observó el rostro amplio y hermoso del Brucolaco.

—Parece que tus señores van a seguir adelante con ese estúpido plan —murmuró el Brucolaco y siguió un silencio—. Aún no puedo creer, Uther —dijo al fin— que apruebes esta locura.

Uther Doul no se movió ni apartó los ojos del otro hombre.

El Brucolaco irguió las espaldas y esbozó una sonrisa que podía significar desprecio, o una confianza compartida o muchas otras cosas.

—No va a pasar, ya lo sabes —dijo—. La ciudad no lo permitirá. No existe para
eso
.

El Brucolaco abrió la boca con frivolidad y su gran lengua bífida paladeó el aire y las partículas del sudor de Uther Doul.

Había cosas que tenían muy poco sentido para Tanner Sack.

No entendía cómo podía soportar el frío del agua de mar. Por culpa de sus voluminosos tentáculos de Rehecho, tenía que zambullirse con el pecho descubierto y el primer contacto con el agua casi le había provocado una conmoción. Había estado a punto de abandonar y luego se había cubierto la piel con una gruesa capa de grasa, pero al final se había aclimatado mucho más deprisa de lo que hubiera sido normal. Seguía siendo consciente del frío, pero era como un conocimiento abstracto. No lo limitaba ni dañaba.

No entendía por qué el agua de sal le estaba curando los tentáculos.

Desde que se los implantaran por capricho de un magistrado de Nueva Crobuzón de acuerdo con una lógica alegórica y paternalista que nunca había comprendido, habían pendido de su cuerpo como extremidades apestosas y muertas. Había probado a hacerles un corte y las capas de nervios implantados en ellos habían despertado y había estado a punto de desmayarse de dolor. Pero el dolor era lo único que estaba vivo en ellos, de modo que se los había enrollado alrededor del cuerpo como si fuesen sendas pitones muertas y había tratado de ignorarlas.

Pero mientras estaba sumergido en el agua salada, habían empezado a moverse.

La multitud de pequeñas infecciones que los recorría se había evaporado y ahora estaban fríos al tacto. Después de tres baños, y para su asombro, los tentáculos habían empezado a moverse independientemente del agua.

Se estaban curando.

Al cabo de unas pocas semanas de nadar, nuevas sensaciones los recorrían y sus ventosas de succión se fruncían con suavidad y se posaban sobre las superficies próximas. Tanner estaba empezando a aprender a moverlos a voluntad.

En los primeros y confusos días que habían seguido a su llegada, Tanner había caminado sin rumbo por los paseos y había escuchado con perplejidad cómo le ofrecían trabajo los mercaderes y empresarios en un idioma que estaba aprendiendo muy deprisa.

Después de verificar que era un ingeniero, el funcionario de información de la Autoridad Portuaria de Anguilagua había empezado a observarlo con codicia y le había preguntado con una mezcla de sal para niños y mímica si quería aprender a ser buceador. Era más fácil enseñar a bucear a un ingeniero que enseñar a un buzo las habilidades que Tanner ya poseía.

No era fácil aprender a respirar el aire bombeado desde la superficie sin que a uno lo dominara el pánico en la estrechez del pequeño y caliente casco, a moverse sin perder el equilibrio y a impulsarse dando vueltas. Pero había terminado por disfrutar del tiempo decelerado y la pasmosa claridad del agua vista a través del cristal.

Ahora hacía un trabajo similar al que había desempeñado toda su vida: ajustar y reparar, reconstruir, pelearse con grandes motores armado con herramientas. Sólo que ahora, muy por debajo de los estibadores y de las grúas, lo realizaba bajo el peso de las aguas, observado por peces y anguilas, zarandeado por corrientes que nacían a kilómetros de distancia.

—Ya te he dicho que Culo de Hielo trabaja en la biblioteca, ¿verdad?

—Sí, muchacho —dijo Tanner. Shekel y él estaban almorzando en los muelles, bajo un toldo, mientras la barahúnda de la ciudad proseguía a su alrededor.

Shekel había aparecido en los muelles con un grupo de mozalbetes de entre doce y dieciséis años de edad. Todos los demás, por lo que Tanner creía, eran nativos de la ciudad; y el hecho de que hubieran permitido que un cautivo, uno que todavía tenía dificultades para expresarse en sal, se uniera a ellos, era prueba de la capacidad de adaptación de Shekel.

Lo habían dejado solo para que comiera con Tanner.

—Me gusta esa biblioteca —dijo—. Me gusta ir allí y no solamente por la dama de hielo.

—Podrías hacer cosas mucho peores que dedicarte a leer un poco, muchacho —dijo Tanner—. Ya hemos terminado las Crónicas de Pata de Cuervo; podrías encontrar más historias. Podrías leérmelas tú, para variar. ¿Qué tal se te da la lectura?

—Puedo arreglármelas —respondió Shekel con vaguedad.

—Bueno, pues entonces ve. Habla con la Señorita Gélida y dile que te recomiende alguna lectura.

Siguieron comiendo en silencio durante algún rato, mientras observaban la llegada de un grupo de jaibas de Armada desde su colmena.

—¿Cómo es ahí abajo? —preguntó Shekel al fin.

—Frío —dijo Tanner—. Y oscuro. Oscuro pero… luminoso. Inmenso. Estás rodeado por la inmensidad. Hay formas que apenas puedes entrever, formas enormes y oscuras. Submarinos y cosas así… y algunas veces crees que ves algo diferente. No puedes distinguirlo bien y está custodiado, así que no puedes acercarte demasiado. He visto jaibas nadando bajo los restos. Sierpes de mar que de vez en cuando son enjaezadas a los barcos-carroza. Los hombres-pez, como tritones, del paseo Soleado. Uno apenas puede verlos, de tan aprisa como se mueven. Juan el Bastardo, el delfín. Es el jefe de seguridad de los Amantes aquí abajo y el pez más frío y cruel que uno podría imaginarse. Y también hay algunos… Rehechos —su voz se fue apagando en un silencio.

—Es extraño, ¿no? —dijo Shekel mientras lo miraba con atención—. No logro acostumbrarme a… —no dijo nada más.

Nadie lo lograba. Un lugar en el que los Rehechos eran iguales a los demás. En el que un Rehecho podía ser un patrono o un gerente en vez de un trabajador de la categoría más baja.

Shekel vio que Tanner se rascaba los tentáculos.

—¿Cómo son? —le preguntó, y Tanner sonrió y se concentró, y una de aquellas cosas como de goma se contrajo y empezó a arrastrarse como una serpiente moribunda hacia el pan de Shekel. El muchacho aplaudió, encantado.

En el extremo del muelle en el que estaban emergiendo las jaibas había un alto cacto cuyo pecho desnudo mostraba numerosas y fibrosas cicatrices vegetales. Llevaba un enorme arco hueco a la espalda.

—¿Lo conoces? —dijo Tanner—. Se llama Hedrigall.

—No parece un nombre cacto —dijo Shekel y Tanner sacudió la cabeza.

—No es un cacto de Nueva Crobuzón —le explicó—. Ni siquiera de Shankell. Fue hecho prisionero, como nosotros. Vino a la ciudad hace más de veinte años. Es de Dreer Samher. A más de tres mil kilómetros de Nueva Crobuzón. Ése sí que sabe historias. No necesitas libros para sacárselas. Era mercader-pirata antes de que lo capturaran y se uniera a la ciudad, y ha visto todas las cosas que viven en el mar. Podría cortarte el pelo con el arco hueco, tan buen tirador es. Ha visto karegorae y hombres-mosquito y desplazados y yo qué sé qué más. Y además, por los dioses, sabe cómo contarlo. En Dreer Samher hay narradores que cuentan historias por vocación. Hed era uno de ellos. Puede conseguir que su voz sea hipnótica si lo desea, hacer que te emborraches por completo con ella. Y todo eso mientras te va contando historias.

El cacto estaba muy quieto, dejando que la lluvia cayera a cántaros sobre su piel.

—Y ahora es un aeronauta —dijo Tanner—. Lleva años pilotando los aeróstatos del
Grande Oriente
, tanto los exploradores como los de guerra. Es uno de los hombres más importantes de los Amantes y además un tío elegante. Ahora pasa la mayor parte del tiempo a bordo del
Arrogancia
.

Tanner y Shekel levantaron la mirada hacia sus espaldas. A más de trescientos metros de altura, sobre la cubierta del
Grande Oriente
, estaba amarrado el
Arrogancia
. Era un gran aeróstato estropeado, con las aletas de cola retorcidas y un motor que llevaba años sin moverse. Unido por cientos de metros de cuerda endurecida con alquitrán al gran barco que tenía debajo, hacía las veces de cofa del vigía para la ciudad.

—A Hedrigall le gusta estar ahí arriba —dijo Tanner—. Me dijo que últimamente sólo quiere que las cosas estén tranquilas.

—Tanner —dijo Shekel lentamente—, ¿tú qué piensas de los Amantes? Quiero decir, trabajas para ellos, les has oído hablar, sabes cómo son. ¿Qué te parecen? ¿Por qué haces lo que ellos dicen?

Tanner sabía, mientras escuchaba hablar al muchacho, que éste no lo entendía del todo. Pero la pregunta que había sacado a colación era muy importante, de modo que se volvió y miró con mucha atención al muchacho con el que compartía habitación (en el extremo de popa de un viejo barco de hierro). El muchacho que había sido su carcelero y su audiencia y su amigo y que se estaba convirtiendo en algo diferente, algo parecido a una familia.

—Yo iba a ser un esclavo en las colonias, Shekel —dijo con calma—. Los Amantes del
Grande Oriente
me recogieron y me dieron un trabajo y me dijeron que les importaba una mierda que fuera un Rehecho. Me dieron mi vida, Shekel, y una ciudad y un hogar. Por lo que a mí se refiere, lo que ellos quieran,
sea lo que sea
, está
del todo bien
. Nueva Crobuzón puede besarme el culo, muchacho. Soy un hombre de Armada, un hombre de Anguilagua. Estoy aprendiendo el sal. Soy leal.

Shekel lo miró fijamente. Tanner era un hombre parco en palabras, apacible y nunca le había visto demostrar tal emoción.

Estaba muy impresionado.

Continuó lloviendo. Por toda Armada, los pasajeros del
Terpsícore
que habían sido dejados en libertad trataban de seguir con sus vidas.

A bordo de yolas de colores chillones y bergantines, discutían, compraban y vendían y robaban, aprendían sal, algunos de ellos mientras lloraban sobre mapas de la ciudad y calculaban la distancia que los separaba de Nueva Crobuzón o Nova Esperium. Extrañaban sus viejas vidas mientras contemplaban heliotipos de los amigos y amantes que habían quedado en casa.

En la prisión de reeducación que se erigía entre Anguilagua y Sombras había docenas de marineros del
Terpsícore
. Algunos de ellos les gritaban a sus guardias-consejeros, que trataban de apaciguarlos al tiempo que evaluaban su capacidad para sobreponerse a su lealtad y decidían si los lazos que los unían a Nueva Crobuzón se atenuarían, si podrían ganárselos para Armada.

Y en caso de no ser así, lo que habría de hacerse con ellos.

Bellis llegó al Tiempo Perdido con el maquillaje y el peinado estropeados por la lluvia. Aguardó hecha un desastre en la entrada mientras un camarero le daba la bienvenida y se le quedó mirando, asombrada por el tratamiento que le deparaba.
Como si fuera un camarero de verdad
, descubrió que estaba pensando,
en una ciudad de verdad
.

El
Lengua Floja
era un barco grande y muy antiguo. Estaba cubierto por una costra de edificios de tal tamaño y había sufrido tantas reconstrucciones y ampliaciones que resultaba imposible saber qué clase de barco había sido originalmente. Llevaba siglos formando parte de Armada. Su castillo de proa estaba cubierto de ruinas: viejos templos de piedra blanca, mucha de cuya sustancia estaba desperdigada y convertida en polvo. Los restos estaban cubiertos de hiedra y ortigas que no lograban mantener a los niños a raya.

BOOK: La cicatriz
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