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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (10 page)

BOOK: La cicatriz
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Bellis salió a cubierta entre la atropellada multitud. Los pequeños barcos blindados seguían avanzando hacia el
Terpsícore
desde babor pero ahora, aparecido como por ensalmo en el lado de
estribor
, donde nadie había estado mirando, apretado contra el costado del barco, había un enorme submarino negro.

Tenía más de treinta metros de eslora y estaba estriado con tubos y tachonado de aletas metálicas segmentadas. Seguía chorreando agua de mar desde las junturas que unían los remaches y las protuberancias que había bajo las escotillas.

Bellis contempló boquiabierta aquella cosa de aspecto funesto. Los oficiales y marineros gritaban, confundidos, mientras trataban de reagruparse.

En la parte superior del sumergible empezaron a levantarse dos escotillas.


¡Ustedes!
—desde la cubierta, Cumbershum señaló a los pasajeros—.
¡Adentro ahora mismo!

Bellis regresó al pasillo.

Jabber ayúdame oh dioses oh mierda joder
, pensó en una confusa avalancha. Miró a su alrededor, medio enloquecida y escuchó cómo corrían de un lado a otro los pasajeros.

Entonces, de repente, recordó el pequeño armario desde el que podía ver la cubierta.

En el exterior, al otro de la delgada pared, se oían gritos y disparos. Limpió de forma frenética la estantería que tapaba la ventana y acercó los ojos al sucio cristal.

Explosiones de humo decoloraban el aire. Los hombres pasaban corriendo junto al cristal, presa del pánico. Más allá de ellos y por debajo, por toda la cubierta, pequeños grupos libraban una confusa y sucia batalla.

Los invasores eran en su mayor parte hombres y cactos, unas pocas mujeres de aspecto duro y algunos Rehechos. Vestían ropa ostentosa y estrafalaria, largas chaquetas y pantalones de vivos colores, botas altas y cinturones tachonados. Lo que los distinguía de los piratas de las pantomimas y los grabados baratos era la mugre y edad de las prendas, la determinación implacable de sus semblantes y la organizada eficiencia de su ataque.

Bellis lo vio todo con imposible detalle. Lo percibió como una sucesión de cuadros, como heliotipos proyectados en rápida sucesión en la oscuridad. El sonido parecía disociado de la imagen, el fuerte zumbido de una interferencia en el fondo de su cráneo.

Vio al capitán y a Cumbershum, gritando órdenes desde el castillete de popa al tiempo que disparaban sus pistolas y recargaban frenéticamente. Un marinero cacto arrojó al suelo su espada rota, derribó a uno de los marineros con un poderoso puñetazo y aulló de dolor al ser rociado en el codo con un spray de savia que utilizaba el compañero de aquél. Un grupo de hombres aterrorizados atacó a los piratas con mosquetes y bayonetas, vaciló y se vio atrapado entre dos Rehechos armados con enormes trabucos. Los jóvenes marineros cayeron aullando en medio de una lluvia de carne destrozada y metralla.

Bellis vio varias figuras suspendidas con arneses de globos, como el primer explorador, que volaban a baja altura con un zumbido sedante sobre la refriega y disparaban sus pistolas de chispa sobre la multitud.

La cubierta estaba manchada de sangre.

Había cada vez más gritos. Bellis estaba temblando. Se mordió el labio. Aquella escena tenía algo irreal. La violencia era grotesca y horripilante pero en los anchos ojos de los marineros Bellis vio perplejidad, la duda de que todo aquello estuviese ocurriendo en realidad.

Los piratas luchaban con pesadas cimitarras y pistolas de pequeño tamaño. Con aquellos atavíos multicolores parecían una caterva, pero eran rápidos y disciplinados y combatían como un ejército.

—¡Maldición! —gritó el capitán Myzovic, y entonces levantó la mirada y disparó. Uno de los atacantes de los globos sufrió una sacudida y su cabeza salió disparada hacia atrás dejando un reguero de sangre. Sus manos tantearon con torpeza el cinturón y empezó a soltar lastre como pesadas deposiciones. El cadáver se elevó a toda velocidad, describiendo espirales en dirección a las nubes.

El capitán gesticulaba de forma frenética.

—¡Reagrúpense, por el amor de…
joder
! —gritó—. ¡Echad a ese bastardo de la cubierta de popa!

Bellis giró la cabeza pero no pudo ver a quién se refería el capitán. Sin embargo, sí que lo escuchó, muy próximo a ella, dando órdenes con voz tensa. Los invasores respondían, abandonaban las escaramuzas para formar unidades cohesionadas, apuntaban a los oficiales, trataban de romper la línea de marineros que les bloqueaban el paso hacia el puente.

—¡Ríndanse! —exclamó la voz junto a su ventanuco—. ¡Ríndanse y acabemos con esto de una vez!

—¡Despáchenme a ese bastardo! —le gritó el capitán a su tripulación.

Cinco o seis marineros pasaron corriendo frente a la ventana de Bellis, espadas y pistolas en mano. Hubo un momento de silencio y luego un sonido sordo y un crujido tenue.

—Oh,
Jabber
… —el grito fue histérico, pero se quebró de repente en una exhalación nauseabunda. Siguió una salva de alaridos.

Dos de los hombres retrocedieron tambaleándose y volvieron a aparecer frente a Bellis y entonces fue ella la que gritó, horrorizada. Sus ropas y cuerpos estaban destrozados por un número increíble de heridas, como si hubieran sido atacados por centenares de enemigos al mismo tiempo. No había en ellos ni un espacio de quince centímetros que no luciera un profundo corte. Sus cabezas eran mezcolanzas de sangre y hueso.

Bellis estaba paralizada por el terror. Temblaba, con las manos en la boca. Había algo profundamente antinatural en aquellas heridas. Parecían cambiar de estado con un estremecimiento, desgarrones profundos que de repente se volvían insustanciales, como la materia de los sueños. Pero la sangre que se encharcaba bajo sus cuerpos era muy real y los hombres estaban realmente muertos.

El capitán contemplaba fijamente la escena, aturdido. Bellis escuchó un millar de susurros de aire solapados. Se alzaron sendos gritos lloriqueantes y sendos redobles húmedos al golpear los cuerpos el suelo.

El último de los marineros pasó corriendo frente a Bellis, por donde había venido, aullando de terror. Alguien le arrojó una pistola que lo acertó sólidamente en la nuca. El hombre cayó de rodillas.


¡Cerdo impío!
—estaba gritando el capitán Myzovic. Su voz sonaba encolerizada y profundamente aterrorizada—.
¡Bastardo adorador del demonio!

Sin prestarle la menor atención, un hombre ataviado de gris apareció caminado con lentitud en el campo de visión de Bellis. No era alto. Se movía con aplomo calculado, conduciendo su musculoso cuerpo como haría un hombre mucho más esbelto. Llevaba una armadura de cuero, una prenda color carbón llena de bolsillos, cintos y pistoleras. Estaba rayada y manchada de sangre. Bellis no podía verle la cara.

Caminó hacia el hombre caído, empuñando una espada teñida por completo de sangre, que goteaba con rapidez.

—Ríndete —dijo con voz tranquila al hombre que tenía delante. Éste lo miraba con terror mientras trataba desesperadamente de encontrar su cuchillo.

El invasor vestido de gris dio una vuelta en el aire, con las piernas y los brazos doblados. Se revolvió como si estuviera bailando, lanzó una patada y su pie golpeó al caído en el rostro y lo hizo caer de espaldas. El marinero se desplomó sobre la cubierta, sangrando, inconsciente o muerto. Cuando el hombre de gris se posó en el suelo, estaba completamente quieto. Como si no se hubiera movido.


Rendíos
—gritó, muy alto, y los hombres del
Terpsícore
titubearon.

Estaban perdiendo la batalla.

Los cuerpos yacían por todas partes como la basura, junto a hombres agonizantes que pedían ayuda a gritos. La mayoría de los muertos vestía el azul de la Marina Mercante de Nueva Crobuzón. Cada segundo que pasaba emergían más piratas del sumergible y los remolcadores blindados. Rodearon a los hombres del
Terpsícore
y los acorralaron en la cubierta principal.

—Rendíos —volvió a gritar el hombre con un acento que no resultaba familiar—. Tirad las armas y esto habrá acabado. Volved a alzarlas contra nosotros y os haremos mil pedazos.

—¡Que los dioses
te jodan y te pudran
en…! —gritó el capitán Myzovic pero el comandante pirata le interrumpió.

—¿Cuántos de sus hombres tienen que morir, capitán? —dijo con la voz de un actor—. Ordéneles que suelten las armas ahora y no tendrán que sentirse como traidores. Si no lo hace, les estará ordenando que mueran. —Sacó un grueso pedazo de fieltro de su bolsillo y empezó a limpiar la hoja de su espada—. Decídase, capitán.

Se hizo el silencio en la cubierta. Tan sólo se oían los tenues zumbidos de los motores de los aeronautas.

Myzovic y Cumbershum conversaron durante un segundo, y a continuación el capitán miró a sus perplejos y aterrorizados hombres y alzó las manos.

—Tiren las armas —gritó. Hubo una pausa antes de que obedecieran. Mosquetes y pistolas y espadas cortas chocaron contra la cubierta—. La victoria es vuestra, señor mío —exclamó.

—Quedaos donde estáis, capitán —gritó el hombre de gris—. Yo me acercaré. —Habló rápidamente en sal a los piratas que se encontraban a su lado junto a la ventana. Bellis escuchó una palabra que sonaba como «pasajeros» y la descarga de adrenalina hizo que se marease.

Permaneció acurrucada y en silencio mientras escuchaba chillidos provenientes de los pasillos, proferidos por los pasajeros que eran sacados a la cubierta por los piratas.

Escuchó a Johannes Lacrimosco, las penosas lágrimas de Meriope, la pomposidad aterrorizada del Dr. Mollificatt. Escuchó una detonación seguida por un grito aterrado.

Podía oír las voces de los pasajeros en el exterior, lamentándose mientras los llevaban a la cubierta principal.

Los piratas eran muy exhaustivos. Bellis estaba en silencio pero oía los portazos que se iban dando conforme las habitaciones eran registradas. Trató desesperadamente de atrancar la suya pero el hombre del pasillo la abrió con facilidad de un empujón y entonces, enfrentada a él, sombrío y empapado de sangre, enfrentada a su machete, perdió todo deseo de resistir. Soltó la botella con la que se había armado y dejó que la sacara de allí.

La tripulación fue dispuesta en una fila, casi un centenar de hombres sumidos en herida miseria, en un extremo de la cubierta. Habían arrojado los muertos por la borda. Los pasajeros estaban juntos pero un poco apartados. Algunos de ellos, como Johannes, sangraban por la nariz o tenían moratones.

En mitad de los pasajeros, tan rendido y miserable como todos los demás, se encontraba Silas Fennec. Mantenía la cabeza gacha. No le devolvía a Bellis sus furtivas miradas.

En el centro de la cubierta se encontraba el hediondo cargamento del
Terpsícore
: las docenas de Rehechos que habían sido rescatados de la bodega. Estaban totalmente confundidos, los ojos entornados a causa de la luz, mirando a los piratas con perplejidad.

Los extravagantes invasores estaban trepando por los aparejos o arrojando desperdicios al mar. Rodeaban la cubierta y apuntaban a los cautivos con armas de fuego y arcos.

Habían tardado mucho en sacar a todos aquellos aterrorizados y aturdidos Rehechos. Cuando se vaciaron las fétidas bodegas, se encontraron varios cuerpos muertos. Fueron arrojados al mar, donde sus extremidades y adiciones metálicas no tardaron en llevárselos más allá del alcance de la luz.

El enorme submarino seguía parado con aire perezoso en la superficie, amarrado al lado del
Terpsícore
. Las dos embarcaciones se balanceaban al unísono.

El hombre de gris, el líder de los piratas, se volvió lentamente hacia sus prisioneros. Era la primera vez que Bellis le veía la cara.

Debía de rondar los cuarenta, supuso, y llevaba el canoso cabello muy corto. Rasgos fuertes. Sus profundos ojos eran melancólicos, la boca severa y triste.

Bellis se encontraba junto a Johannes, cerca de los oficiales, que guardaban silencio. El hombre vestido de cuero caminó hacia el capitán. Mientras pasaba junto a los pasajeros, se quedó mirando a Johannes durante dos o tres segundos y a continuación se alejó lentamente.

—Bien —dijo el capitán Myzovic en voz lo bastante alta como para que lo oyeran muchos—. El
Terpsícore
es vuestro. ¿Pretendéis pedir rescate? Debería deciros, señor mío, que la potencia a la que representáis ha cometido un grave error. Nueva Crobuzón no perdonará esta ofensa.

El líder de los piratas estaba inmóvil.

—No capitán —ahora que no tenía que gritar sobre el estrépito de la batalla, su voz era suave, casi femenina. Al igual que su rostro, parecía teñida por alguna tragedia—. Nada de rescate. La potencia a la que represento no siente interés alguno por Nueva Crobuzón, capitán —miró a Myzovic a los ojos y sacudió la cabeza lenta y solemnemente—. Ninguno en absoluto.

Extendió el brazo hacia atrás, sin mirar y uno de sus hombres le tendió una gran pistola de pedernal. La sostuvo frente a sí con los ademanes de un experto, la examinó con la mirada entornada y revisó la cazoleta.

—Sus hombres son valientes, pero no son soldados, capitán —dijo, al tiempo que sopesaba el arma—. ¿Quiere usted mirar a otro lado, capitán?

Hubo unos segundos de silencio, antes de que a Bellis se le encogiera el estómago y sus piernas estuvieran a punto de fallar al darse cuenta de lo que el hombre quería decir.

Al mismo tiempo, la comprensión se abatió sobre el capitán y los demás. Se escucharon varios jadeos mientras los ojos de Myzovic se abrían de asombro y se le llenaba el rostro de rabia y terror. Las emociones lucharon entre sí en una batalla sucia. Su boca se retorció, se abrió y volvió a cerrarse.

—No,
no
pienso mirar a otro lado, señor —gritó por fin y el sonido, la histeria y el aturdimiento que le quebraban la voz, hicieron que a Bellis le costara respirar—.
No
lo haré, maldito y jodido señor, puto
cobarde
, señor, pedazo de
mierda

El hombre de gris asintió.

—Como deseéis —dijo. Levantó el arma y disparó al capitán Myzovic en un ojo.

Hubo un fugaz crujido y un borbotón de sangre y hueso mientras el cuerpo del capitán caía da espaldas con un espasmo, el destrozado rostro con una mueca de furia y estupidez.

Cuando chocó con el suelo se alzó un coro de gritos y jadeos incrédulos. Junto a Bellis, Johannes se tambaleó y empezó a proferir sonidos guturales. Bellis sintió arcadas y tragó saliva. Respiraba entrecortadamente y no lograba apartar la mirada del muerto que se retorcía en un charco de sangre. Se dobló sobre sí misma, a punto de vomitar.

BOOK: La cicatriz
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