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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (5 page)

BOOK: La cicatriz
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El marinero se encogió como si hubiera recibido un golpe.

—Los prisioneros —dijo—. Están dando un paseo. El capitán los ha sacado para que tomen un poco de aire y luego tenemos que limpiar la cubierta… están horriblemente sucios. ¿Por qué no va a tomar algo de desayuno, señorita? Esto habrá terminado en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando ya no estuvo a la vista del joven se detuvo y reflexionó. No le gustaba aquella coincidencia, tan poco tiempo después de su conversación con Johannes.

Bellis quería ver a los hombres y mujeres a los que transportaban en la bodega. No sabía si era salacidad o un instinto más noble lo que la impulsaba.

En vez de dirigirse directamente hacia el comedor, bajó por pasillos secundarios, por espacios estrechos y puertas angostas. Sonidos graves atravesaban las paredes: voces humanas que sonaban como ladridos de perros. Al final del pasillo abrió la última puerta, que daba a un armario lleno de estantes. Echó una mirada atrás pero estaba sola. Se terminó el cigarrillo y entró.

Tras apartar varias botellas cuyo contenido se había secado, Bellis vio una antigua ventana bloqueada por los estantes. Apartó la basura y trató de limpiar el cristal sin éxito.

Algo pasó de repente a un metro de distancia, al otro lado, y ella se sobresaltó. Se inclinó y entornó la mirada tratando de ver a través de la mugre. El enorme palo de mesana estaba junto a ella y vio el mayor y el trinquete, desdibujados, tras él. Debajo de ella se extendía la cubierta principal.

Los marineros se estaban moviendo. Trepando, limpiando y jalando de los cabos en sus rituales.

Había una masa de individuos diferentes, amontonados en grupos que se movían muy despacio, si es que se movían. La mayoría de ellos era humana y masculina pero desafiaba toda generalización. Vio un hombre con un sinuoso cuello de un metro de longitud, una mujer con una madeja de brazos convulsos, una figura que tenía unas orugas de tractor como cuartos traseros y otra de cuyos huesos sobresalían alambres metálicos. La única cosa que todos ellos tenían en común eran sus ropas grisáceas.

Bellis nunca había visto tantos Rehechos juntos, tantas víctimas de las factorías punitivas. Las formas de algunos de ellos revelaban que habían estado destinados a la industria mientras que otras, bocas y ojos malformados y los dioses sabían qué más, no parecían tener más propósito que resultar grotescas.

Había unos pocos prisioneros cactacae y también de otras razas: un hotchi con las espinas rotas; un minúsculo grupillo de khepri, cuyos escaracéfalos se retorcían y resplandecían bajo la luz del sol. No había vodyanoi, por supuesto. En viajes como aquél, el agua dulce era demasiado valiosa como para desperdiciarla para mantenerlos con vida.

Escuchó los gritos de los carceleros. Había hombres y cactacae que paseaban entre los Rehechos látigo en mano. En grupos de dos, tres y diez, los prisioneros empezaron a dar vueltas arrastrando los pies por cubierta.

Algunos de ellos no se movieron y fueron castigados.

Bellis apartó la cara.

Eran sus compañeros invisibles.

No parecía que el aire fresco les hubiera dado muchas fuerzas, pensó con frialdad. No parecían estar disfrutando del ejercicio.

Tanner Sack se movía lo mínimo indispensable para ahorrarse los azotes. Movía los ojos con ritmo. Abajo durante tres largos pasos, para no llamar la atención y luego arriba durante uno, para poder ver el cielo y el agua.

El motor a vapor hacía trepidar levemente el barco y tenía las velas extendidas. Los acantilados de la Isla del Ave Danzante pasaban junto a ellos, rápido. Tanner se movía hacia proa, despacio.

Estaba rodeado por los hombres que compartían su bodega. Las mujeres formaban un grupo más pequeño, un poco apartado. Todas ellas compartían su mismo rostro sucio y su misma mirada fría. No se les acercó.

Escuchó un silbido repentino, dos tonos más agudo que el graznido de las gaviotas. Levantó la mirada. Colgado de una voluminosa extrusión metálica que estaba frotando para dejarla como los chorros del oro, Shekel lo estaba observando. El muchacho lo miró y le ofreció un guiño y una sonrisa fugaz. Tanner le devolvió la sonrisa pero Shekel ya había apartado la vista.

Un oficial y un marinero con charreteras distintivas charlaban en la proa del barco, inclinados sobre un motor de cobre. Tanner alargó el cuello para ver lo que estaban haciendo y recibió un latigazo en la espalda, no demasiado fuerte pero acompañado por la promesa de un castigo mucho mayor. Un guardián cactacae le estaba gritando que siguiera moviéndose, así que reanudó su marcha. El tejido extraño de su pecho le picaba. Los tentáculos le escocían y se estaban despellejando como si se hubieran quemado con el sol. Escupió sobre ellos y extendió la saliva con las manos como si fuera un ungüento.

A las diez en punto, Bellis se terminó el té y salió al exterior. Habían limpiado y fregado la cubierta. No había la menor señal que revelase que los prisioneros hubieran estado allí alguna vez.

—Resulta raro pensar —dijo Bellis un poco más tarde, mientras ella y Johannes estaban contemplando el agua— que en Nova Esperium podríamos ser responsables de hombres y mujeres que han viajado con nosotros en este mismo barco y a los que no hemos llegado a conocer.

—Eso nunca le pasará a usted —dijo él—. ¿Desde cuándo necesita una lingüista trabajadores forzados?

—Lo mismo que los naturalistas.

—Eso no es del todo cierto —respondió con tono suave—. Hay que transportar equipo a la sabana, poner trampas, arrastrar animales narcotizados y cadáveres, hay que reducir a animales peligrosos… No todo se reduce a dibujar acuarelas, ¿sabe? Algún día le enseñaré mis cicatrices.

—¿Lo dice en serio?

—Sí —parecía abstraído—. Tengo una de treinta centímetros de longitud, la mordedura de una sárdula que se puso tonta… y un mordisco de un chalkydri recién nacido…

—¿Una sárdula? ¿De veras? ¿Puedo verla? —Johannes sacudió la cabeza.

—Está… cerca de un lugar delicado —dijo.

No la miró, pero no parecía avergonzado.

Johannes compartía camarote con Gimgewry, el mercader fracasado, un hombre lisiado por la consciencia de su propia incapacidad, que observaba a Bellis con miserable lujuria. Johannes nunca demostraba lascivia. Parecía siempre estar pensando en otras cosas que le impedían prestar atención a los encantos de Bellis.

Y no es que ella quisiera que la abordase. Lo rechazaría al instante si se le ocurría cortejarla. Pero estaba acostumbrada a que los hombres flirteasen (normalmente durante corto tiempo, hasta que comprendían que su comportamiento frío no era algo que fuera a abandonar persuadida por ellos). La compañía de Lacrimosco era franca y asexuada y a ella le resultaba desconcertante. Se preguntó por un breve momento si sería eso que su padre llamaba un invertido, pero no daba señales de sentirse más atraído por los hombres de a bordo que por ella. Y entonces se sintió como una boba presuntuosa por habérselo preguntado.

Se atisbaba en él algo que era parecido al miedo, pensó, cada vez que una insinuación quedaba pendiente entre ambos.
Quizá
, se dijo,
es que no está interesado en estos temas. O quizá es un cobarde
.

Shekel y Tanner intercambiaban historias.

Shekel ya se sabía la mayor parte de las Crónicas de Pata de Cuervo pero Tanner las conocía todas. E incluso de aquellas que su joven amigo ya había escuchado, él conocía variantes y se las contaba igualmente. A cambio, Shekel le hablaba sobre los pasajeros y tripulantes. No sentía más que desprecio hacia Gimgewry, cuyas furiosas masturbaciones había escuchado a través de la puerta del retrete. El señor Lacrimosco, con su distante amabilidad, le resultaba enormemente aburrido y el capitán Myzovic le ponía nervioso pero se hacía el valiente y mentía, diciendo que paseaba borracho por las cubiertas.

La señorita Cardomium azuzaba su lujuria. Bellis Gelvino le gustaba.

—Aunque fría no es la palabra apropiada —decía— para la señorita Negro-y-azul.

Tanner escuchaba las descripciones e insinuaciones y reía y chasqueaba la lengua con desaprobación cuando resultaba apropiado. Shekel le contaba los rumores y fábulas que los marineros intercambiaban: sobre las piasa y las corsarias, los marichonianos y los piratas-escarabajo, las cosas que vivían bajo el agua.

Más allá de Tanner se extendía la alargada oscuridad de la bodega.

Se libraba una lucha constante por la comida y el combustible. No era sólo cosa de sobras de carne y pan: muchos de los prisioneros eran Rehechos con partes de metal y motores a vapor. Si sus calderas se apagaban, quedaban inmovilizados, así que cualquier cosa que pudiera arder era para ellos un tesoro. En el rincón más alejado de la cámara había un anciano. El trípode de peltre sobre el que caminaba llevaba días parado. Su horno estaba frío como el hielo. Sólo comía cuando alguien se molestaba en alimentarlo y nadie creía que fuera a sobrevivir.

La brutalidad de aquel pequeño reino fascinaba a Shekel. Observaba al anciano con ojos llenos de avidez. Veía los golpes de los prisioneros. Atisbaba apenas las peculiares siluetas dobles, hombres entrelazados en cópulas consentidas o violaciones.

Allí en la ciudad había formado parte de una banda en los alrededores de la Puerta del Cuervo y ahora que estaba solo no sabía lo que iba a ser de él. Su primer robo, a los seis años, le había proporcionado una moneda de un shekel y así se había quedado con el apodo. Aseguraba que no recordaba otro nombre más que ése. Había aceptado el trabajo en el barco cuando las actividades de su banda, que incluían algún que otro allanamiento de morada, habían empezado a atraer una atención excesiva por parte de la milicia.

—Un mes más y hubiera estado ahí dentro contigo, Tanner —decía—. No me ha faltado mucho.

Vigilado por los taumaturgos y la marinería arcana, el motor meteoromántico de la proa del
Terpsícore
desplazaba el aire de la parte delantera de la nave. Las velas se hinchaban para llenar el vacío, empujadas por la presión superior de la parte trasera. Avanzaban a buena velocidad.

A Bellis la máquina le recordaba a las torres nube de Nueva Crobuzón. Pensaba en los enormes motores que sobresalían por encima de los tejados en Cuña de Alquitrán, arcanos y estropeados. Sentía gran añoranza por las calles y los canales, por el
tamaño
de la ciudad.

Y por los motores. Máquinas. En Nueva Crobuzón la habían rodeado por todas partes, aquí no estaban más que el pequeño motor meteoromántico y el constructo del comedor. El motor a vapor situado bajo la nave convertía de hecho al conjunto de la
Terpsícore
en un mecanismo, pero era invisible. Bellis vagaba por la nave como la pieza extraviada de un mecanismo. Echaba de manos el utilitario caos que se había visto obligada a abandonar.

Navegaban por una zona bastante transitada. Pasaban junto a otros barcos: en los dos días después de que zarparan de Qé Banssa, Bellis vio tres. Los dos primeros no eran más que pequeñas formas alargadas en el horizonte, pero el tercero fue una esbelta carabela que se aproximó mucho más. Venía de Odraline, como anunciaban las cometas que volaban sujetas a sus velas. Se escoraba salvajemente en la mar picada.

Bellis pudo ver a sus marineros. Los vio balanceándose sobre los complejos aparejos y trepar con dificultades por las velas triangulares.

El
Terpsícore
pasó junto a islas con aspecto desierto: Cadann; Rin Lor, la Isla del Eidolon. Todas ellas tenían su propia leyenda y Johannes las conocía desde la primera hasta la última.

Bellis pasaba horas enteras contemplando el mar. Tan al este, el agua era mucho más clara que la de la Bahía de Hierro: podía ver las manchas de los enormes bancos de peces. Los marineros que no estaban de servicio se sentaban con las piernas sobre la borda, pescaban con toscas cañas y los limpiaban con cuchillos huesos y cuernos de narval antes de ahumarlos.

En ocasiones, la curva de algún gran depredador, como una orca, rompía en la distancia la superficie del océano. Una vez, mientras se ponía el sol, la
Terpsícore
pasó cerca de un pequeño islote boscoso, un par de kilómetros cuadrados de árboles que emergían de las aguas. Había un racimo de rocas suaves a escasa distancia de la costa y el corazón le dio un vuelco a Bellis al ver que una de ellas retrocedía y un enorme cuello de cisne se desenrollaba y se elevaba de las aguas. Una tosca cabeza se volvió y, mientras Bellis observaba, el plesiosauro se alejó de los bajíos nadando con pereza y desapareció.

Durante breve tiempo se sintió fascinada por los carnívoros submarinos. Johannes la llevó a su camarote y revolvió entre sus libros. Vio varios títulos con su nombre en el lomo:
Anatomía de la Sárdula; Depredadores de las Rocas de la Bahía de Hierro; Teoría de la Megafauna
. Cuando encontró la monografía que estaba buscando le enseñó las sensacionales representaciones de peces ancestrales de diez metros de longitud y cabeza plana, de tiburones trasgo de afilada dentadura y frente prominente y otras criaturas.

La tarde del segundo día después de haber zarpado de Qé Benssa, el
Terpsícore
avistó la tierra que bordeaba Salkrikaltor: una costa accidentada y gris. Eran más de las nueve pero por una vez el cielo estaba absolutamente despejado y la luna y sus hijas brillaban con fuerza.

A despecho de sí misma, Bellis se sintió abrumada por aquel paisaje montañoso que recorrían fuertes vientos de un lado a otro. Tierra adentro, en los límites de su visión, podía ver la oscuridad de los bosques que se apoderaba de los lindes de los barrancos. En la costa los árboles estaban muertos, meros cascarones encostrados en sal.

Johannes profirió un grito de excitación.

—¡Eso es Bartoll! —dijo—. Ciento cincuenta kilómetros al norte de allí se encuentra el Puente de Cyrhussine, de cuarenta malditos kilómetros de longitud. Me hubiera gustado que hubiéramos podido verlo, pero supongo que eso habría sido buscarse muchos problemas.

El barco se estaba alejando de la isla. Hacía frío y Bellis se envolvió con impaciencia en su fino abrigo.

—Voy a entrar —dijo, pero Johannes la ignoró.

Estaba mirando hacia popa, a la costa de Bartoll que iba desapareciendo.

—¿Qué está ocurriendo? —murmuró. Bellis se volvió al instante—. ¿Adónde nos dirigimos? —gesticuló—. Mire… nos estamos alejando de Bartoll —la isla era ya poco más que una sombra indistinta en el extremo del mar—. Salkrikaltor está en esa dirección… al este. Podríamos estar navegando entre las jaibas en cuestión de horas, pero nos dirigimos hacia el sur… nos estamos
alejando
de las colonias…

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