Read La cicatriz Online

Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (9 page)

BOOK: La cicatriz
6.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads


¡Ya basta!
—gritó el capitán—. Como
ya he dicho
, no he tomado esta decisión a la ligera —alzó la voz sobre los gritos de protesta—. Dentro de una semana estaremos de regreso en la Bahía de Hierro, donde se dispondrán las medidas alternativas necesarias para los pasajeros de pago. Puede que tengan que viajar en otro barco. Soy consciente de que todo esto añadirá un mes a su viaje y lo único que puedo hacer es ofrecerles mis disculpas.

Con el rostro sombrío y lívido, no transmitía aire alguno de disculpa.

—Nova Esperium tendrá que sobrevivir unas pocas semanas más sin ustedes. Los pasajeros serán confinados en la cubierta de popa hasta las tres en punto. La tripulación se quedará para recibir nuevas órdenes —dejó el megáfono en el suelo y bajó a la cubierta.

Durante un momento, su figura fue lo único que se movió. Entonces se quebró la quietud y varios pasajeros se lanzaron en tropel a su encuentro, demandando que cambiara de idea. Los gritos de furia del capitán podían oírse mientras llegaban a su lado.

Bellis estaba mirando fijamente a Silas Fennec. Evaluándolo.

El hombre asistía con el rostro impasible al revuelo que había provocado. Reparó en la atención de Bellis, la miró durante un momento y a continuación se alejó con aire despreocupado.

Johannes Lacrimosco parecía completamente desarbolado. Su rostro boquiabierto era una imagen casi cómica de consternación.

—¿Qué es lo que está
haciendo
? —dijo—. ¿De qué está
hablando
? ¡No puedo esperar otra quincena bajo la lluvia de Bahía de Hierro! ¡Dioses! ¿Y por qué ha puesto rumbo al sur? Está tomando de nuevo la ruta que pasa por las Aletas… ¿Qué está
ocurriendo
?

—Está buscando algo —dijo Bellis, en voz lo bastante baja como para que sólo él pudiera oír sus palabras. Lo tomó del codo y lo alejó con gentileza de la multitud—. Y si yo fuera usted, no desperdiciaría saliva con el capitán. Nunca lo admitirá, pero no creo que tenga la menor elección.

El capitán atravesó a grandes zancadas la cubierta de una borda a la otra, abrió un catalejo con un movimiento brusco y escudriñó el horizonte. Los oficiales le gritaban órdenes a los hombres de la cofa. Bellis se fijaba en el asombro de los pasajeros, entre quienes circulaban toda clase de rumores.

—Ese hombre es una desgracia —oyó decir a alguien—. ¡Cómo puede gritarle a pasajeros de pago de esa manera!

—Me encontraba junto a la oficina del capitán y oí que alguien lo acusaba de perder tiempo… y de desobedecer las órdenes —les informó, perpleja, la señorita Cardomium—. ¿Cómo es posible?

Es Fennec
, pensó Bellis.
Está enfadado porque no estamos regresando directamente. Y Myzovic está… ¿qué? Buscando alguna prueba de lo ocurrido a la
Sorghum
de camino a casa
.

Al otro lado de las Aletas, el mar, libre de rocas, era más oscuro, más poderoso y más frío. El cielo estaba pálido. Se encontraban más allá del Canal Basilisco. Aquél era el extremo del Océano Hinchado. Bellis contemplaba las interminables olas verdes con desagrado. Sentía algo vertiginoso. Se imaginó seis, siete, ocho mil kilómetros de agua salada extendiéndose sin descanso en dirección este y cerró los ojos. El viento le azotaba el rostro con insistencia.

Se dio cuenta de que de nuevo estaba pensando en el río, en aquella franja de agua que conectaba Nueva Crobuzón con el mar como un cordón umbilical.

Cuando Fennec reapareció, caminando con paso rápido sobre la cubierta de popa, Bellis le salió al paso.

—Señor Fennec —dijo. El rostro del hombre se abrió al verla acercarse.

—Bellis Gelvino —le dijo—. Confío en que este retraso no suponga un gran contratiempo para usted.

Ella le indicó con un gesto que se alejaran hasta donde no pudieran oír su conversación los pocos pasajeros y tripulantes que se encontraban cerca. Se detuvo a la sombra de la enorme chimenea del barco.

—Me temo que sí lo hace, señor Fennec —le dijo—. Mis planes son bastante específicos. Éste es un problema bastante serio para mí. No sé cuándo podré encontrar otro barco que requiera de mis servicios —Silas Fennec inclinó la cabeza para expresar una vaga simpatía. Saltaba a la vista que estaba distraído.

Bellis volvió a hablar rápidamente.

—Me pregunto si podría usted arrojar algo de luz sobre el cambio de planes forzado que ha enfurecido tanto a nuestro capitán —titubeó—. ¿Podría decirme lo que está ocurriendo, por favor?

Fennec alzó las cejas.

—No puedo, señorita Gelvino —dijo con tono templado.

—Señor Fennec —musitó ella fríamente—. Ya ha visto la reacción de nuestros pasajeros y sabe lo impopular que es esta distracción. ¿No le parece que yo… todos nosotros pero yo por encima de todos… me merezco una explicación? ¿Sabe usted lo que podría ocurrir si le contara a los demás lo que sospecho… que todo este embrollo ha sido instigado por el misterioso recién llegado…? —Bellis hablaba rápidamente, tratando de provocarlo y avergonzarlo para que accediera a contarle la verdad, pero su voz se apagó de repente al ver la reacción del hombre. Su rostro cambió de repente y por completo.

Su expresión amigable y levemente traviesa se endureció. Levantó un dedo para acallarla. Y cuando habló, parecía muy sincero y preocupado.

—Señorita Gelvino —dijo—. Comprendo su enfado pero debe usted escucharme. —Ella se enderezó y lo miró a los ojos—. Debe retirar esa amenaza. No voy a apelar a su ética profesional ni a su honor. Pero sí que apelaré a
usted
. No tengo la menor idea de lo que puede haber supuesto o imaginado, pero permítame que le diga que es
vital
, ¿lo comprende?, vital que yo llegue a Nueva Crobuzón cuanto antes, sin interrupción, sin protestas. —Siguió una prolongada pausa—. Hay… hay muchísimo en juego, señorita Gelvino. No puede usted difundir habladurías. Le estoy rogando que se guarde esa información para usted. Necesito que sea usted discreta.

No la estaba amenazando. Su semblante y su voz eran severos pero no agresivos. Tal como acababa de decir, estaba rogando, no tratando de intimidarla para conseguir que se sometiera. Le hablaba como un compañero, un confidente.

E, impresionada y conmovida por su fervor, ella se dio cuenta de que se guardaría para sí lo que había oído.

Él vio cómo se aposentaba aquella decisión en su rostro y asintió ligeramente para darle las gracias, antes de alejarse.

En su camarote, Bellis trataba de decidir lo que iba a hacer. No sería seguro quedarse mucho tiempo en Bocalquitrán. Tenía que subir a bordo de un barco lo antes posible. Deseaba con todas sus fuerzas que fuera uno que se dirigiera a Nova Esperium, pero se dio cuenta con una funesta sensación de presentimiento que ya no estaba en posición de elegir.

No fue ninguna conmoción. Tan solo se dio cuenta, racional y lentamente, de que tendría que ir a donde pudiera. No podía demorarlo más.

Sola, lejos de la atmósfera viciada de rabia y confusión que se había adueñado del resto del barco, Bellis sintió que toda su esperanza se secaba. Se sintió como un papel viejo, a punto de ser arrastrado por el aire tormentoso que soplaba en cubierta.

El hecho de conocer en parte los secretos del capitán no suponía ningún consuelo. Nunca se había sentido tan sola y alejada de casa.

Rompió el sello de su carta, suspiró y empezó a añadir una última página.

«Día del Cráneo, 6 de Aurora de 1779. Por la tarde», escribió. «Vaya, mi amor, ¿quién lo hubiera pensado? Una posibilidad de añadir unas pocas líneas».

Se sintió reconfortada. Aunque el tono sarcástico que estaba utilizando era una impostura, la consoló y no dejó de escribir cuando la hermana Meriope regresó y se metió en la cama. Continuó haciéndolo bajo la luz de la diminuta lamparilla de aceite, desgranando atisbos de conspiraciones y secretos mientras el Océano Hinchado lamía de forma monótona el hierro del
Terpsícore
.

Un griterío confuso despertó a Bellis a las siete de la mañana siguiente. Salió al exterior mientras terminaba de atarse los cordones de las botas y de camino a la cubierta tropezó con otros pasajeros soñolientos. La brillantez de la luz exterior la hizo pestañear.

Había varios marineros apoyados sobre las barandillas de babor, gesticulando y gritando. Bellis siguió sus miradas en dirección al horizonte y se dio cuenta de que estaban mirando hacia
arriba
.

Había un hombre parado en el cielo, inmóvil, a unos setenta metros de distancia, sobre el mar.

Bellis se quedó boquiabierta, con aspecto de idiota.

El hombre sacudía las piernas como un bebé y miraba en dirección al barco. Parecía flotar en el aire. Estaba sujeto por un arnés que pendía de un globo.

Tanteó su cinturón y algo, lastre posiblemente, cayó dando vueltas hacia el mar. Con una sacudida, el hombre se elevó otros quince metros. Con el tenue sonido de un motor, se movió describiendo una curva muy poco elegante. Empezó a dar una vuelta muy larga y muy poco firme en torno al
Terpsícore
.


¡Regresad a vuestros malditos puestos!
—la tripulación se dispersó de inmediato al sonido de la voz del capitán. Éste acababa de aparecer en la cubierta principal y estaba observando los lentos giros de la figura con su catalejo. El hombre flotaba cerca de los extremos de los mástiles de un modo vagamente predatorio.

El capitán le gritó con su megáfono:

—Usted… el de ahí arriba… —su voz se oía con claridad. Hasta el mar parecía guardar silencio—. Aquí el capitán Myzovic del
Terpsícore
, vapor de la Marina Mercante de Nueva Crobuzón. Le ordeno que descienda y se presente ante mí. Si no lo hace, lo consideraré una acción hostil. Tiene un minuto para obedecer o nos veremos obligados a defendernos.

—Jabber —murmuró Johannes—. ¿Alguna vez ha visto algo semejante? Estamos demasiado lejos de la costa como para que haya venido desde tierra firme. Tiene que ser un explorador de otro barco que esté más allá de nuestro campo de visión.

El hombre siguió dando vueltas sobre ellos y durante algunos segundos el zumbido de su motor fue el único sonido existente.

Por fin, Bellis habló.

—¿Piratas? —murmuró.

—Es posible —Johannes se encogió de hombros—. Pero los filibusteros nunca podrían hacerse con un barco de este tamaño o tan armado. Suelen atacar mercantes más pequeños, barcos con casco de madera. Y si son corsarios… —frunció los labios—. Bueno, si tienen patente de Fig Vadiso o cualquier otro sitio, es posible que posean la potencia de fuego necesaria para amenazarnos, pero estarían locos corriendo el riesgo de entrar en guerra con Nueva Crobuzón. ¡Las Guerras Pirata ya terminaron, por el amor de Jabber!

—¡Bueno! —gritó el capitán—. Ésta es la última advertencia. —Cuatro mosqueteros se habían situado junto a la borda. Apuntaron al visitante aéreo.

Al instante, el sonido de su motor cambió. El hombre dio una sacudida y empezó a alejarse del barco de forma errática.

—¡Fuego, maldita sea! —gritó el capitán y sonaron las detonaciones de los mosquetes, pero el hombre ya se había situado fuera de su alcance. Retrocedió durante largo rato, cada vez más pequeño en dirección al horizonte. No se veía nada en la dirección a la que se encaminaba el aeronauta.

—Su barco debe de estar a más de cuarenta kilómetros de distancia —dijo Johannes—. Tardará más de una hora en llegar hasta él.

El capitán estaba gritando órdenes a la tripulación. La organizó en unidades, las armó y las situó por todo el perímetro del barco. Los hombres tanteaban sus armas con nerviosismo, al tiempo que escudriñaban las morosas aguas.

Cumbershum se acercó trotando a los pasajeros congregados y les ordenó que regresaran a sus camarotes o al comedor. Lo hizo con tono cortante.

—El
Terpsícore
es rival más que digno para cualquier pirata y ese explorador debe de haberse dado cuenta —dijo—. Pero hasta que volvamos a estar al otro lado de las Aletas, el capitán insiste en que no estorben a la tripulación.
Ahora
, por favor.

Bellis permaneció sentada largo rato con la carta en el bolsillo. Fumó y bebió agua y té en el comedor medio vacío. Al principio la atmósfera era tensa pero al cabo de una hora el miedo se había desvanecido un tanto. Se puso a leer.

Y en ese momento se alzaron gritos sofocados junto con la vibración provocada por varios pies que corrían. Bellis apuró su vaso y corrió con el resto del pasaje hacia la ventana.

Sobre el mar, media docena de formas oscuras se precipitaba hacia ellos.

Acorazados de bolsillo.

—¡Están locos! —siseó el Dr. Mollificatt—. ¿Cuántos son, cinco? ¡No podrán con nosotros!

Un estruendo devastador sonó en la cubierta del
Terpsícore
y el agua que había frente al primero de los barcos atacantes estalló en un enorme cráter de espuma y agua.

—Eso era una salva de advertencia —dijo alguien—. Pero no dan la vuelta.

Las pequeñas embarcaciones atravesaron la violenta espumarada y se precipitaron como auténticos suicidas hacia el gran barco de hierro. Se escucharon más pasos a la carrera, más órdenes vociferadas.

—Esto va a ser horrible —el rostro del Dr. Mollificatt se distorsionó en una mueca y mientras hablaba, el
Terpsícore
se escoró violentamente y resonó el estruendoso choque de dos masas metálicas.

En la bodega, Tanner Sack cayó sobre su compañero. Hubo un grito masivo de terror. Los Rehechos cayeron los unos sobre los otros, las heridas se abrieron y la carne infectada volvió a supurar. Se alzaron alaridos de dolor.

Atrapados en la oscuridad, los prisioneros sintieron que el barco era arrancado de repente de las aguas.


¿Qué ocurre?
—gritaron hacia las escotillas—.
¿Qué está pasando? ¡Ayudadnos!

Tropezaron y lanzaron patadas, se abrieron camino por la fuerza hasta los barrotes y se aplastaron unos a otros contra el hierro. Hubo más gritos y el pánico se extendió entre ellos.

Tanner Sack gritó con sus camaradas.

Nadie acudió.

El barco se tambaleó como si acabara de recibir un puñetazo. Bellis fue arrojada contra la ventana. Los pasajeros se dispersaban, gritaban, aullaban, se ponían en pie con los ojos llenos de terror, tiraban sillas y taburetes para apartarlos de su camino.


En el nombre de Jabber
, ¿qué es esto? —gritó Johannes. Cerca de él, alguien estaba rezando.

BOOK: La cicatriz
6.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Fool and His Money by Marina Pascoe
The iFactor by R.W. Van Sant
Subject to Change by Alessandra Thomas
David Copperfield by Charles Dickens
Dixie Diva Blues by Virginia Brown
Cemetery Silk by E. Joan Sims
Enslaved by Claire Thompson