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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (3 page)

BOOK: La cicatriz
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—El capitán quiere hablar con usted —dijo la monja con una voz apagada, casi rayana en la desesperanza—. En su camarote. A las seis —abandonó la habitación en silencio, como un perro apaleado.

Bellis suspiró y maldijo para sus adentros. Encendió otro cigarrillo y se lo fumó entero, al mismo tiempo que se rascaba con fuerza la piel del puente de la nariz, antes de reanudar su carta.

—Me voy a volver loca de remate —garabateó rápidamente— si esta maldita monja sigue dorándome la píldora y no me deja en paz. Que los dioses me protejan. Que los dioses pudran este condenado barco.

Ya había oscurecido cuando Bellis acudió al camarote del capitán.

Su camarote era también su oficina. Era pequeño y estaba agradablemente decorado con madera de arboscuro y bronce. Había algunas pinturas y grabados en las paredes y Bellis las miró y supo al instante que no pertenecían al capitán sino que habían venido con el barco.

El capitán Myzovic le indicó que tomara asiento.

—Señorita Gelvino— dijo mientras lo hacía—, confío en que sus aposentos sean satisfactorios. ¿Y la comida? ¿La tripulación? Bien, bien —bajó la mirada un instante hacia los papeles que había sobre su mesa—. Quería intercambiar unas palabras con usted, señorita Gelvino —dijo, y se reclinó.

Ella esperó, sin apartar la mirada. Era un hombre apuesto, de rostro duro, de unos cincuenta años. Su uniforme estaba limpio y planchado, cosa que no podía decirse de los de todos los capitanes. Bellis no sabía si le convendría sostener su mirada o apartar los ojos con recato.

—Señorita Gelvino, no hemos hablado demasiado sobre sus obligaciones —dijo pausadamente—. Por supuesto, la trataré como a una dama. Debo decirle que no estoy acostumbrado a contratar a personas de su sexo y si las autoridades de Esperium no se hubieran sentido tan impresionadas por su ficha y sus referencias, puedo asegurarle que… —dejó que la frase se disipara—. No tengo el menor deseo de hacer que se sienta incómoda. Se aloja usted en los dormitorios de pasajeros. Come en el comedor de pasajeros. Sin embargo, como usted bien sabe, no es un pasajero de pago. Es usted una empleada. Ha sido contratada por agentes de la colonia de Nova Esperium y mientras dure este viaje, yo soy su representante. Y aunque eso supone poca diferencia en el caso de la hermana Meriope y el Dr. Tarfly y los otros, en el suyo… significa que soy su patrón. Por supuesto, usted no forma parte de la tripulación —continuó—. Nunca le daría órdenes como hago con ellos. Si lo prefiere así, sólo
solicitaré
sus servicios. Pero debo insistir en que tales solicitudes sean obedecidas.

Se estudiaron mutuamente.

—Ahora bien —continuó, mientras relajaba ligeramente el tono—. No preveo ninguna demanda onerosa. La mayor parte de la tripulación proviene de Nueva Crobuzón o la Espiral del Grano y los que no, hablan a la perfección el ragamol. Hasta que no lleguemos a Salkrikaltor no la necesitare y eso no será hasta dentro de una semana larga o más, de modo que tiene tiempo de sobra para relajarse y conocer a los demás pasajeros. Partiremos mañana por la mañana, temprano. Cuando usted se despierte ya estaremos en marcha, seguro.

—¿Mañana? —dijo Bellis. Era la primera palabra que pronunciaba desde que había entrado.

El capitán la miró a los ojos.

—Sí. ¿Hay algún problema?

—Al principio —dijo ella sin inflexión alguna en la voz— me dijo usted que partiríamos en Polvo, capitán.

—Así es, señorita Gelvino, pero he cambiado de idea. He terminado el papeleo un poco antes de lo que esperaba y los oficiales están preparados para transferir a los presidiarios esta noche. Saldremos mañana.

—Confiaba en poder volver a la ciudad, para enviar una carta —dijo Bellis. Mantuvo un mismo volumen de voz—. Una carta importante para un amigo de Nueva Crobuzón.

—Imposible —dijo el capitán—. No podrá hacerlo. No pienso pasar un solo día más aquí.

Bellis se quedó paralizada. No se sentía intimidada por aquel hombre, pero no tenía el menor poder sobre él. Trató de imaginar qué era lo que podría ganarle sus simpatías, conseguir que le concediera lo que quería.

—Señorita Gelvino —dijo de repente y, para sorpresa de Bellis, su voz era un poco más amable—, me temo que ya es cosa hecha. Si lo desea, puedo entregarle la carta al teniente carcelero Catarrs pero, para serle sincero, no puedo asegurarle que sea de fiar. Podrá usted enviar su carta desde Salkrikaltor. Aunque no encontremos ningún barco de Nueva Crobuzón allí, hay una consigna, de la que todos nuestros capitanes tienen llave y que se utiliza para recoger información y guardar mercancías y correo. Deje su carta allí. La recogerá el próximo barco que vaya a casa. La demora no será mucha. Puede aprender de esto, señorita Gelvino —añadió—. En el mar, uno no puede perder el tiempo. Recuérdelo: no espere.

Bellis siguió allí un rato, pero no había nada que pudiera hacer, así que frunció los labios y se marchó.

Permaneció un largo rato bajo el frío cielo de la Bahía de Hierro. No se veían las estrellas; la luna y sus dos hijas, sus dos pequeños satélites, estaban medio escondidas. Bellis caminó, tensa por el frío, subió por la escalerilla a la proa sobreelevada y se encaminó al bauprés.

Se sujetó a la barandilla de hierro y se puso de puntillas. Apenas veía lo que había más allá; el mar a oscuras.

Tras ella, los sonidos de la tripulación se fueron apagando. A cierta distancia podía ver dos puntos de luz roja y parpadeante: una antorcha en el puente de un barco-prisión y su gemela sobre el negro oleaje.

En la cofa del vigía o en alguna otra parte del velamen, en algún punto indistinto situado treinta metros o más por encima de su cabeza, se alzó un son de música coral. No era como las estúpidas salomas que había escuchado en Bocalquitrán. Ésta era lenta y compleja.

Tendrás que esperar a que lleguen tus cartas
, dibujaron sus labios a las aguas mientras ella guardaba silencio.
Tendrás que esperar para saber de mí. Tendrás que esperar un poco más, hasta el país de las jaibas
.

Siguió contemplando la noche hasta que desaparecieron las últimas líneas de división entre la costa, el mar y el cielo. Entonces, acunada por la oscuridad, caminó despacio hacia popa, hacia la estrecha escotilla y los pasillos de paredes inclinadas que conducían a su camarote, un retazo de espacio que era como un defecto en el diseño del navío.

(Mas tarde el barco se agitó, incómodo, en la hora más fría y ella se estremeció en su litera y se tapó con la manta hasta el cuello y advirtió, en alguna parte de su mente, por debajo de sus sueños, de que el cargamento viviente estaba subiendo a bordo).

Estoy cansado, aquí en la oscuridad, y estoy lleno de pus
.

Mi piel está tirante por su culpa, se estira y forma abscesos y no puedo tocarla sin que se enfurezca. Tengo una infección. Si me toco me duele y me toco por todas partes para asegurarme de que me duele, de que aún no he perdido toda la sensibilidad
.

Pero sigo dándole gracias a lo que quiera que haga que por estas venas mías corra aún la sangre. No dejo de tocarme las costras y se desbordan y yo me desbordo con ellas. Y eso es un pequeño consuelo y me olvido del dolor
.

Vienen a buscarnos cuando el aire está inmóvil y es negro y no se escucha ni el graznido de una gaviota. Abren las puertas y encienden luces y aparecemos. Casi me avergüenzo de ver cómo nos hemos rendido, cómo nos hemos rendido a la suciedad
.

No puedo ver nada más allá de sus luces
.

Nos apartan unos de otros cuando yacemos juntos y rodeo con mis brazos la materia espástica que me hormiguea en el vientre mientras empiezan a reunirnos y sacarnos de allí
.

Nos llevan por pasadizos mugrientos y salas de máquinas y no tengo el menor deseo de saber qué es lo que pasa. Pero aún así estoy más ansioso y soy más rápido que algunos de los viejos que se doblan sobre sí mismos, tosiendo y vomitando, temiendo moverse
.

Y en ese momento algo se nos traga y me eleva la oscuridad y me engulle el frío hacia sus entrañas y dios, ¡joder!, estoy ciego, estamos fuera
.

Fuera
.

Estoy ciego. Ciego de asombro
.

Ha pasado mucho tiempo
.

Nos acurrucamos juntos, cada hombre apretado contra el siguiente como trogloditas, como ganado miope. Ellos, los viejos, están asustados por todo, por la falta de muros y de bordes y por el movimiento del frío, por el agua y el aire
.

Yo podría gritar dioses ayudadme, Podría
.

Todo negro sobre negro pero aún y con todo puedo ver colinas y agua y puedo ver nubes. Puedo ver la prisión por todas partes, balanceándose como un flotador de pesca. Que Jabber se nos lleve a todos, puedo ver nubes
.

Maldito sea estoy canturreando como si le cantara una nana a un niño. Así que ese ruido enfermizo es cosa mía
.

Y entonces nos empujan como si fuéramos vacas, vacas cargadas de cadenas meándose tirándose pedos, farfullando de asombro, a través de una cubierta que se comba bajo el peso de los cuerpos y los grilletes, hasta un tembloroso puente de cuerdas. Y nos azuzan para que lo crucemos a toda prisa, a todos nosotros y cada hombre se detiene un instante en mitad del paso bajo que une ambos navíos, asaltado por un pensamiento visible y tan brillante como una explosión química
.

Piensan en saltar
.

A las aguas de la bahía
.

Pero las paredes de cuerda a ambos lados del puente son altas y estamos cercados por alambre de espinos y nuestros pobres cuerpos están doloridos y débiles y cada uno de los hombres titubea y sigue adelante y cruza el agua hasta llegar a un nuevo barco
.

También yo me detengo como los demás cuando me llega el turno. Como ellos, estoy demasiado asustado
.

Y entonces hay una nueva cubierta bajo nuestros pies, hierro suave, fregado y limpio que unos motores hacen trepidar y más pasillos y el crujido de llaves y después de todo ello otra habitación alargada y a oscuras donde nos dejamos caer exhaustos y perplejos y nos levantamos lentamente para ver quiénes son nuestros nuevos vecinos. A mí alrededor vuelven a empezar entre las discusiones y riñas y peleas y seducciones y violaciones que conforman nuestra política. Se forman nuevas alianzas. Nuevas jerarquías
.

Yo me siento aparte durante un rato, en las sombras
.

Sigo atrapado en el mismo momento que al comienzo de la noche. Es como ámbar. Soy como un gusano en ámbar. Me atrapa y me condena pero me hace parecer hermoso
.

Ahora tengo un nuevo hogar. Viviré en ese momento mientras pueda, hasta que los recuerdos se descompongan y entonces saldré, saldré a este nuevo lugar al que nos han llevado
.

En alguna parte resuenan tuberías como grandes martillos
.

2

Más allá de la Bahía de Hierro, el mar se volvía rebelde. Su asalto desatado despertó a Bellis. Salió del camarote pasando junto a la hermana Meriope, que estaba vomitando. No creía que fuera tan sólo a causa del mareo.

Al salir se encontró con una ventolera y el tremendo crujido de las velas que sacudían sus cabos como animales. La enorme chimenea expulsaba un poco de hollín y el barco zumbaba a causa de la potencia del motor de vapor de sus entrañas.

Bellis se sentó en un contenedor.
De modo que hemos partido
, pensó con nerviosismo.
Hemos levado anclas. Estamos en camino
.

El
Terpsícore
había parecido muy ajetreado mientras estuvieron amarrados: siempre había alguien fregando algo o levantando una pieza de maquinaria o corriendo de un extremo a otro del barco. Pero ahora aquella sensación de actividad se había multiplicado por un número elevadísimo.

Bellis se volvió con la mirada entornada hacia la cubierta principal. Todavía no estaba preparada para mirar el mar.

Los aparejos eran un hervidero de movimiento. La mayoría de la tripulación era humana pero aquí y allá corría algún hotchi por las jarcias y se encaramaba a la cofa del vigía. En las cubiertas, los hombres arrastraban contenedores y daban vueltas a enormes tornos, al tiempo que se transmitían órdenes en una taquigrafía incomprensible y se ajustaban cadenas a gruesos volantes mecánicos. Había altos cactacae, demasiado pesados y torpes para trepar por los cabos y que compensaban esta deficiencia con sus esfuerzos en cubierta, tirando y atando con sus fuertes y fibrosos bíceps vegetales.

Entre ellos caminaban oficiales ataviados con uniformes azules.

El viento soplaba sobre el barco y los sombreretes periscópicos de cubierta aullaban como flautas fúnebres.

Bellis se terminó el cigarrillo. Se puso en pie tranquilamente y caminó hacia un costado, mirando al suelo hasta que llegó a la borda. Entonces levantó la mirada y contempló el mar.

No había tierra a la vista.

Oh, dioses, mira eso
, pensó asombrada.

Por primera vez en toda su vida, Bellis extendió la vista y no vio más que agua.

A solas bajo un cielo colosal y amenazante, sintió que la ansiedad se acumulaba en su interior como la bilis. Deseó estar de regreso entre las callejuelas de su ciudad.

Por todos lados se alzaban lenguas de espuma, desapareciendo y reapareciendo en un movimiento incesante. El agua se arremolinaba en un intrincado oleaje color mármol. Sacudía el barco de un lado a otro, como podría haber hecho con una ballena, con una canoa o una hoja caída, e igualmente podía volcarlo con un topetazo repentino.

Era como un enorme niño retrasado. Poderoso, estúpido y caprichoso.

Bellis miró a su alrededor con nerviosismo, en busca de una isla cualquiera, del contorno de una costa. Por el momento, no se veía ninguna.

Una bandada de aves marinas los acompañaba, se sumergía en busca de carroña tras la estela del barco y salpicaba de guano la cubierta y la espuma.

Navegaron sin detenerse durante dos días.

Bellis estaba casi pasmada de resentimiento por haber dado comienzo al viaje. Recorría los corredores y las cubiertas, se encerraba en su camarote. Observaba con la mirada vacía mientras el
Terpsícore
dejaba atrás atolones e islas diminutas en la distancia, iluminadas por la grisácea luz del sol o por la luna.

Los marineros escudriñaban el horizonte mientras engrasaban los cañones de gran calibre. Con centenares de islotes y aldeas mercantiles sin cartografiar, con incontables barcos para suministrar el insaciable sumidero comercial de Nueva Crobuzón, situado en uno de sus extremos, el Canal Basilisco era un hervidero de piratas.

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