La cicatriz (33 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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Con una especie de descuido desesperado, habló sobre la fuga con Carrianne. Envolviendo todas sus ideas y preguntas en un tono hipotético, absurdo y en absoluto convincente, le preguntó si alguna vez pensaba en abandonar la ciudad.

Carrianne le sonrió con crueldad amistosa.

—Nunca se me pasa por la imaginación —dijo.

Se encontraban en un pub de Otoño Seco y Carrianne miró ostentosamente a su alrededor antes de volverse de nuevo hacia Bellis y decir, en voz más baja:

—Por supuesto. Pero, ¿qué razones tendría yo para regresar, Bellis? ¿Por qué me iba a arriesgar a hacer algo así? Cada pocos años hay algún intento, ¿sabes? Roban una pequeña embarcación o lo que sea. Y siempre, siempre, los cogen.

Sólo a los que llegan hasta tus oídos
, pensó Bellis.

—¿Y qué les pasa?

Carrianne miró su bebida un rato y entonces levantó la vista de nuevo hacia Bellis con una sonrisa dura en los labios.

—Ésa es casi la única cosa en la que todos los señores de Armada están de acuerdo —dijo—, los Amantes, el Brucolaco, el rey Federico y Braginod y el Consejo y todos los demás. Armada no puede permitirse el lujo de ser encontrada. Por supuesto, existen marineros que saben que estamos aquí fuera y comunidades con las que podemos comerciar, como Dreer Samher. Pero, ¿dejarnos encontrar por una gran potencia… como Nueva Crobuzón? ¿Alguien que quisiera sacarnos de los mares? A quienes tratan de escapar se les para, Bellis. No son detenidos, ¿comprendes? Se les para.

Le dio unas palmaditas en la espalda.

—¡Por los dioses, alegra esa cara! —dijo cordialmente—. No me digas que te sorprende. ¿Sabes lo que pasaría si lograran llegar a casa y contaran lo que saben y la gente de allí se apoderara de Armada? Tú pregúntale a cualquiera de los Rehechos que sacamos de los barcos esclavistas de Nueva Crobuzón, a ver cuánta lealtad sienten hacia la marina crobuzoniana. Pregúntale a cualquiera que haya estado en Nova Esperium y haya visto lo que les pasó a los nativos. O a cualquiera de los marineros que ha caído prisionero de los filibusteros de Nueva Crobuzón con sus malditas patentes de corso. ¿Crees que
nosotros
somos los piratas, Bellis? ¡Tómate una copa y calla la boca!

Aquella noche, por vez primera, Bellis especuló en voz alta sobre lo que Silas y ella harían si no lograban volver a casa. Sacó el tema como una mera hipótesis de debate.

Pero entonces una especie de horror calmado se apoderó de ella y se dio cuenta de que su propia fuga no era la única consideración.
¿Y si no logramos escapar?
, pensó con frialdad.
¿Es el fin del asunto? ¿La última palabra?

Silas la estaba observando con el rostro ojeroso y cansado. Al mirarlo, Bellis vio los chapiteles y los mercados y los nidos de grajos de su ciudad natal con repentina y severa claridad. Recordó a sus amigos. Volvió a pensar en Nueva Crobuzón. El olor de la savia en primavera; fría e intrincada al cabo del año; iluminada, engalanada de banderolas y lámparas, abarrotada de multitudes cantarinas, los trenes decorados con pías libreas durante el festival de la Mañana de Jabber. A medianoche, a la luz de las farolas, cualquier día del año.

En guerra, una sangrienta guerra contra Las Gengris.

—Tenemos que hacerles llegar un mensaje —dijo con voz pausada—. Eso es lo más importante. Logremos o no regresar, tenemos que avisarles.

Con esas palabras, se libró de lo que no podía conseguir. Y, por muy miserable que le hiciera sentir, algo en su interior se volvió un poco menos frenético. Los planes que empezó a sugerir con cautela eran ahora más sensatos, más sistemáticos y tenían más posibilidades de salir adelante.

Bellis se dio cuenta de que Hedrigall era la clave.

Se contaban muchas historias sobre el gran hombre-cacto, aquel narrador y aeronauta de Samher. Una nube de rumores, verdades y mentiras. Y entre las cosas que Shekel le había contado casi sin aliento, una se había grabado en la memoria de Bellis: Hedrigall había estado en la isla de los hombres-mosquito.

Puede que fuera verdad. Había sido mercader-pirata de Dreer Samher, que era la única comunidad de la que podía asegurarse que comerciase regularmente con los anophelii. Por sus venas no corría sangre sino savia: no podían bebérselos. Podían negociar sin temor.

Y puede que recordase algo.

El día era nuboso y cálido y Bellis empezó a sudar desde el momento en que salió de su habitación para ir al trabajo. A pesar de que era una mujer muy delgada, al final del día se sentía como si le pesase un exceso de carne. El humo de sus cigarrillos parecía resguardarla como un sombrero apestoso y ni siquiera los perennes vientos de Armada lograban llevárselo del todo.

Silas la esperaba a la entrada de sus habitaciones.

—Es cierto —le dijo, con sombrío regocijo—. Hedrigall ha estado allí. Lo recuerda. Ya sé cómo operan los mercaderes de Dreer Samher.

Su mapa podía hacerse más preciso, su conocimiento de la isla, menos tenue.

—Es un tío leal —dijo Silas—, así que tendré que tener cuidado. Esté de acuerdo o no con lo que se le ordena, sigue siendo un hombre de Anguilagua. Pero puedo sacarle información. Es mi trabajo.

Incluso con lo que lograron sonsacarle a Hedrigall, no estaban armados más que con una colección de hechos aislados. Los revolvieron y volvieron a revolverlos, los arrojaron al suelo como tabas y vieron cómo caían. Y, habiéndose librado de aquella desesperación irreal por su propia libertad, Bellis empezó a ver el orden que se escondía tras el patrón de los hechos.

Hasta que tuvieron un plan.

Era tan impreciso, tan nebuloso que costaba admitir que era lo único que tenían.

Estaban sentados en un silencio incómodo. Bellis escuchaba el recurrente murmullo de las olas, observaba cómo se desenrollaba el humo del cigarrillo frente a la ventana, ocultando el cielo nocturno. Su vida se había reducido a una sucesión de noches, cigarrillos y bosquejos de ideas. Pero ahora algo había cambiado.

Puede que fuera la última noche que tenía que hacer aquello.

—Lo odio —dijo Silas al fin—. Lo
odio
, joder, odio no poder… Pero ¿podrás hacerlo? Gran parte depende de ti.

—Tendré que poder —replicó ella—. Tú no conoces el Kettai Alto. ¿Existe algún otro modo de que pudieras convencerlos para que te llevaran?

Silas apretó los dientes y sacudió la cabeza.

—Pero ¿qué hay de ti? —dijo—. Tu amigo Johannes sabe que no eres lo que se dice un modelo de armadana leal, ¿no?

—Puedo convencerlo —dijo Bellis—. Seguro que en Armada no hay muchas personas capaces de leer el Kettai. Pero tienes razón, él es el único obstáculo real —guardó silencio por algún tiempo y entonces continuó, con voz reflexiva—. No creo que me haya mencionado. Si hubiera querido ponerme las cosas difíciles, si sospechase que soy… peligrosa, a estas alturas ya me habría enterado. Creo que tiene una especie de sentido del… honor… o algo semejante, que le impide hablar de mí.

No es eso lo que pasa
, pensó al mismo tiempo que hablaba.
Ya sabes por qué no ha informado sobre ti
.

Te guste o no, a pesar de que lo abandonaras, pienses lo que pienses de él, te sigue considerando una amiga.

—Cuando lean esto —dijo Silas— y se den cuenta de que Krüach Aum no es de Kohnid y que puede que siga vivo, es muy probable que emprendan su búsqueda. Pero… ¿y si no lo hacen? Tenemos que llevarlos a esa isla, Bellis. Si no lo logramos, no tendremos nada. Lo que queremos hacer no es ninguna minucia. Ya sabes qué lugar es ése. Ya sabes lo que hay allí. Puedes dejar que yo haga el resto… Puedo reunir lo que necesitamos. Tengo el sello, así que puedo escribir los mensajes. Puedo hacer todo esto. Pero, maldita sea, no puedo hacer nada más. —Parecía amargado—. Y si no conseguimos que quieran ir a la maldita isla, no tenemos nada de nada.

Recogió el libro de Krüach Aum y empezó a pasar sus páginas con lentitud. Cuando llegó al apéndice de datos, se lo mostró a Bellis.

—Lo has traducido, ¿verdad? —preguntó.

—Lo que he podido.

—No esperan encontrar el libro pero a pesar de ello creen que tal vez logren convocar al avanc. Si les damos esto… —lo agitó y las páginas batieron como alas—, puede que sea todo cuanto que necesitan. Puede que lean estas páginas y las descifren y les encuentren sentido, utilizándote a ti y a los demás traductores y científicos del Liceo y el
Grande Oriente
… Puede que todo lo que les falta para llamar al avanc se encuentre aquí. Podríamos estarles dando la última pieza que necesitan.

Tenía razón. Si las palabras de Aum eran ciertas, todos los datos que había utilizado, toda la información, todas las configuraciones se encontraban en aquellas páginas.

—Pero sin este libro —continuó Silas— no tenemos nada. Nada para
venderte
a ellos, nada para convencerlos de que vayan a la isla. Seguirán con el plan preestablecido y harán lo que tengan que hacer y puede que convoquen al avanc de todos modos. Si no tuvieran nada, tendrían que hacerlo. Pero si les damos una
parte
de lo que quieren, querrán conseguirlo todo. Tenemos que convertir este regalo… en un cebo.

Y, después de un momento, Bellis comprendió. Frunció los labios y asintió rápidamente.

—Sí —dijo—. Dámelo.

Hojeó el apéndice de datos mientras se preguntaba cómo empezar.

Al cabo de un rato se encogió de hombros y arrancó sin más un puñado de hojas.

Después del inicial y extrañamente eufórico momento, procedió con más cuidado. Tenía que parecer creíble. Buscó otros libros mutilados que había visto y elaboró un catálogo mental de las calamidades que podían afectar a un libro. ¿Agua y fuego? ¿Moho? Imposible.

Un golpe, entonces.

Colocó el apéndice abierto sobre un clavo del suelo, estratégicamente dispuesto, puso el pie encima y le dio una patada con todas sus fuerzas. El clavo se hundió en las ecuaciones y notas a pie de página, las arrancó y quedaron tendidas en un montón arrugado.

Era perfecto. Quedaban las tres primeras páginas del apéndice, en las que se discutían y definían los términos y luego las hojas siguientes estaban arrancadas de cuajo. Sólo quedaban los bordes desgarrados, pequeños trozos de palabras erradicadas a medias. Parecía el resultado de un accidente fortuito y estúpido.

Quemaron el apéndice, cuchicheando como niños castigados.

Las páginas no tardaron mucho en quedar reducidas a humo y partículas que sobrevolaron el cielo de Armada, donde el viento las atrapó y las disipó.

Mañana haremos nuestro movimiento
, pensó Bellis.
Mañana empezamos
.

El viento venía del sur. Los dedos de humo de las chimeneas de Armada apuntaban en la dirección por la que habían venido.

De pie en la cubierta del
Desollador de Sombras
y mirando al horizonte, con la ciudad a sus espaldas, Bellis podía fingir que se encontraba a bordo de un barco normal.

El clíper formaba parte de los suburbios de Anguilagua: la gente vivía bajo cubierta, en los antiguos camarotes. No se había construido ninguna casa sobre el barco. El
Desollador de Sombras
estaba hecho de madera con ribetes de bronce, cabos y tela vieja. No tenía tabernas ni cafés ni almacenes y había muy poca gente en su cubierta. Bellis estaba contemplando el océano, como un pasajero cualquiera a bordo de un clíper en el mar.

Estuvo sola mucho rato.

El mar resplandecía bajo las luces de gas.

Por fin, un poco después de las nueve de la noche, escuchó unos pasos apresurados.

Johannes Lacrimosco se encontraba frente a ella, con una expresión inescrutable en el rostro. Ella asintió, despacio, y pronunció su nombre.

—Bellis, siento mucho llegar tarde —dijo—. Tu mensaje… me llegó con poca antelación y no he podido cambiar todos mis planes. He venido tan deprisa como he podido.

¿Es eso cierto?
, pensó Bellis con frialdad.
¿O llegas casi una hora tarde para castigarme?

Pero se dio cuenta de que la voz del hombre sonaba contrita de veras: de que su sonrisa era insegura pero no fría.

Caminaron por la cubierta sin destino concreto, primero hacia la proa cada vez más estrecha y luego de regreso. Hablaban sin desenvoltura, como si el recuerdo de la discusión les pesase todavía.

—¿Cómo va tu investigación, Johannes? —dijo Bellis al fin—. ¿Estamos cerca de… dondequiera que vayamos?

—Bellis… —alzó los hombros con irritación—. Pensé que quizá hubieras… Maldita sea, me has hecho venir hasta aquí sólo para… —ella lo interrumpió con las manos.

Hubo un largo silencio y Bellis cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, su rostro y su voz se habían suavizado.

—Lo siento —le dijo—. Lo siento. El hecho es, Johannes, que lo que me dijiste me dolió. Porque sé que tenías razón —su rostro estaba comedido mientras obligaba a las palabras a salir—. No me malinterpretes —se apresuró a añadir—. Este lugar no será nunca mi hogar. Me trajeron aquí en contra de mi voluntad, Johannes. Me raptaron. Pero… pero tenías razón en que… en que me había aislado. No sabía nada sobre la ciudad y eso me avergonzaba. —Él hizo ademán de interrumpirla pero no se lo permitió—. Y, por encima de todo, he comprendido… que fue una casualidad —Hablaba con voz desapasionada. Lo que decía sonaba como una retahíla de verdades incómodas—. Aquí he visto cosas, he aprendido cosas… Nueva Crobuzón sigue siendo mi hogar, pero tenías razón en que lo único que me ha encadenado a este lugar es la casualidad. He abandonado la esperanza de regresar a casa, Johannes —dijo, y al instante se le encogió el estómago porque casi era verdad—, y eso ha hecho que me diera cuenta de que aquí hay cosas que merece la pena hacer.

Algo parecía estar ocurriendo en el interior de Johannes, una expresión empezaba a florecer en su semblante. Bellis sospechaba que era alegría y la interrumpió rápidamente.

—No esperes que me enamore de este maldito lugar, ¿vale? Pero… pero para la mayor parte de quienes viajaban a bordo del
Terpsícore
, para los Rehechos, aquella captura fue lo mejor que podría haber ocurrido. Y para el resto de nosotros… bueno, es justo que tengamos que vivir con ello. Tú me ayudaste a comprenderlo, Johannes. Y quería darte las gracias.

El rostro de Bellis estaba impasible, las palabras le sabían a leche agria (a pesar de que se daba cuenta de que no eran del todo falsas).

Durante algún tiempo, había considerado la posibilidad de contarle a Johannes la verdad sobre la amenaza que acechaba a Nueva Crobuzón. Pero todavía seguía aturdida por la rapidez con la que se había aliado con Armada y Anguilagua. Era evidente que no albergaba demasiado amor por su ciudad natal. Pero a pesar de ello, pensó, no podía (seguro) ser neutral en el caso de Las Gengris, ¿verdad? Debía de tener amigos, familia, en Nueva Crobuzón. La amenaza no podía serle indiferente. ¿Verdad?

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