La cicatriz (35 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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Los Amantes estaban asintiendo.

—Tus objeciones están claras, Uther —dijo el Amante. Se atusó el pequeño bigote—. Pero no… exageremos. Siempre hay maneras de solventar los problemas, como señala este caballero…

—Este caballero es un cacto —dijo Doul—. Para aquellos de nosotros que tenemos sangre en las venas, el problema sigue existiendo.

—Empero —dijo el Amante con autoridad—, creo que sería una necedad sugerir que no hay manera de hacerlo. No es así como nosotros actuamos. Empezamos evaluando con qué ventajas contamos, cuál es el mejor plan… y entonces buscamos la manera de evitar los problemas. Si nos parece que las mayores probabilidades de éxito radican en esa isla, allí es donde iremos.

Doul no se movió. Parecía impasible. No había nada en su comportamiento que sugiriese que su análisis hubiera sido desechado.

—¡Por el amor de los dioses! —exclamó Johannes con frustración, y todos los presentes se volvieron hacia él. Parecía sorprendido por su propio estallido, pero siguió adelante sin perder impulso—. Por supuesto que existen problemas y dificultades —dijo con apasionamiento—. Por supuesto que requerirá organización; hará falta mucho trabajo y esfuerzo y… y puede que necesitemos protección y podemos llevar guerreros cactos con nosotros, o constructos, o yo que sé el qué… ¿Pero qué está pasando aquí? ¿Están en la misma habitación que yo?

Cogió el libro de Aum y lo sostuvo en alto de forma reverente, como si fuera una reliquia.

—Tenemos el
libro
. Tenemos un traductor. Éste es el testimonio de alguien que
sabe cómo convocar a un avanc
. Esto lo cambia todo… ¿De veras
importa
dónde vive? De modo que su hogar es un lugar poco hospitalario —miró a los Amantes—. ¿Acaso hay algún lugar al que no iríamos para conseguir esto? No creo que podamos siquiera
considerar
la posibilidad de no ir.

Cuando se separaron, los Amantes hablaban como si no hubiera ocurrido nada. Pero ahora todo era diferente y Johannes sabía que no era el único en saberlo.

—Puede que haya llegado el momento de anunciar nuestras intenciones —dijo la Amante mientras reunían sus notas.

La habitación estaba llena de gente educada en una cultura del secreto. La sugerencia los dejó conmocionados. Pero Johannes se dio cuenta de que tenía sentido.

—Siempre hemos sabido que algún día habría que divulgarlo —continuó. Su Amante asintió.

Había científicos de Jhour y Sombras y la Espuela del Reloj que tomaban parte en el intento de convocar el avanc y los gobernantes de aquellos paseos habían sido consultados por una cuestión de cortesía. Pero quienes formaban el círculo interno eran todos hombres de Anguilagua: a quienes no lo habían sido originariamente, los Amantes los habían persuadido, en una ruptura abierta de la tradición, para que desertaran. La información sobre el proyecto estaba limitada a un círculo muy restringido.

Pero un plan de semejante magnitud no podía mantenerse oculto para siempre.

—La
Sorghum
es nuestra —dijo la Amante—, así que nosotros decidimos adonde vamos todos. Pero ¿qué pensará el resto de la ciudad mientras esperan de manos cruzadas en algún punto del océano a que nuestro grupo regrese? ¿Qué pensarán cuando lleguemos a la fosa abisal y convoquemos al maldito avanc? Sus gobernantes no hablarán: nuestros aliados nos respaldan y nuestros enemigos no quieren que esto se sepa públicamente. Temen la reacción de su gente. Quizá —concluyó lentamente— sea hora de atraer a los ciudadanos a nuestro lado. Entusiasmarlos…

Miró a su compañero. Como siempre, parecían comunicarse en silencio.

—Necesitamos listas —dijo— con los nombres de todos los que deberían ir a la isla. Debemos revisar a los que han llegado hace poco. Puede haber expertos que hayamos pasado por alto. Y necesitamos protocolos de seguridad para todos los candidatos. Y todos los paseos tienen que estar representados. —Sonrió, y al hacerlo las cicatrices marcaron los contornos de su cara, mientras recogía la traducción de Bellis.

Cuando Johannes llegó a la puerta, los Amantes lo llamaron por su nombre.

—Ven con nosotros —dijo el Amante, y a Johannes se le encogió el estómago de incomodidad.

Oh, Jabber
, pensó.
¿Y ahora qué? Ya he soportado bastante vuestra compañía
.

—Ven a hablar con nosotros —continuó el Amante y esperó a que su compañera terminara la frase.

—Queremos hablarte de esa mujer, Gelvino —le dijo.

Pasada la medianoche, unos golpes en la puerta despertaron a Bellis. Levantó la mirada, pensando que sería Silas, hasta que lo vio, tendido, inmóvil y despierto a su lado.

Era Johannes. Ella se apartó el pelo de la cara y lo miró parpadeando desde la puerta.

—Creo que van a seguir adelante —dijo él. Bellis soltó un entrecortado jadeo.

—Escucha, Bellis. Estaban… vaya, intrigados por ti. Lo que han oído sugiere que… vaya, que no eres uno de los suyos. No mala, ¿sabes? —parecía ansioso por tranquilizarla—. No, ya sabes, peligrosa… pero tampoco una simpatizante, como si dijéramos. Como muchos de los capturados: es mejor dejarlos a bordo a toda costa. Normalmente pasan años antes de que los recién llegados consigan un salvoconducto.

¿Era eso todo?, pensó Bellis lentamente. La miseria y la soledad, la nostalgia de Nueva Crobuzón que le hacía sentir como si se la hubiesen arrancado… ¿No era más que un síntoma cotidiano, compartido por miles como ella? ¿Era algo tan banal?

—Pero… bueno, les conté todo lo que me habías dicho —dijo Johannes y sonrió—. Y no puedo prometerte nada pero… yo creo que serías la persona más indicada y así se lo dije.

Silas parecía estar durmiendo cuando ella regresó a la cama pero algo en la ligereza de su respiración le reveló que no era así. Se inclinó sobre él como si fuera a darle un gran beso, acercó sus labios a su oreja y susurró:

—Ha funcionado.

Vinieron a buscarla a la mañana siguiente.

Fue después de que Silas se hubiera marchado para seguir con sus opacas e ilegales actividades en los bajos fondos de Armada. Al trabajo que lo mantenía oculto bajo la epidermis de la ciudad y que hacía que hasta el mero intento de conseguir que lo llevaran a la isla de los anophelii fuera demasiado peligroso.

Dos alguaciles de Anguilagua, pistola al cinto, la llevaron hasta un aerotaxi. El
Cromolito
no estaba muy lejos del
Grande Oriente
. La masa del enorme vapor se extendía sobre la ciudad. Sus seis mástiles colosales, sus chimeneas, sus cubiertas desnudas y libres de casas o torres.

El cielo estaba lleno de aeronaves. Decenas de pequeños taxis que revoloteaban como abejas en un panal; extravagantes aeróstatos de transporte que trasladaban bienes pesados entre los paseos; los peculiares y pequeños globos monoplaza con sus pasajeros parecidos a péndulos. A cierta distancia se veían naves de guerra, elípticos cañones voladores. Y por encima de todos ellos, el enorme y mutilado
Arrogancia
.

Avanzaron serpenteando por el cielo de Armada, a menor altitud de lo que Bellis estaba acostumbrada, remontándose y descendiendo en concordancia con la topografía de tejados y aparejos. Laberintos de ladrillo semejantes a los barrios bajos de Nueva Crobuzón pasaron por debajo de ellos. Construidos sobre los atestados espacios de las cubiertas, parecían precarios: sus paredes exteriores estaban demasiado próximas al agua y las callejuelas que discurrían entre ellos parecían demasiado estrechas.

Más allá de la neblina que flotaba sobre el
Gigue
, cuya proa era un distrito industrial de fundiciones y plantas químicas, el
Grande Oriente
se estaba aproximando.

Bellis estaba inquieta. Nunca había estado en el interior del
Grande Oriente
.

Su arquitectura era austera: paneles de madera de arboscuro, litografías y heliotipos, cristales tintados. Un poco ajadas por la edad pero bien cuidadas, sus entrañas formaban un laberinto de pasillos y salones. Hicieron esperar a Bellis en una pequeña cámara. La puerta estaba cerrada.

Se acercó a una ventana con marco de hierro y contempló por ella los barcos de Armada. En la lejanía podía distinguir el verde del parque Crum, extendido como una enfermedad sobre los cuerpos de varios barcos. La habitación en la que esperaba se encontraba a mucha mayor altura que cualquiera de los barcos circundantes y sus paredes exteriores descendían hasta una gran distancia. A la altura de sus ojos se veían varios dirigibles y una masa de finos mástiles.

—Éste es un barco de Nueva Crobuzón, ¿sabes?

Antes incluso de volverse, reconoció la voz. Era el hombre de las cicatrices, el Amante, y se encontraba junto a la puerta, solo.

Bellis estaba asombrada. Había sabido que habría interrogatorios e investigaciones pero no había esperado esto: enfrentarse a
él. Yo traduje el libro
, pensó.
Me merezco un tratamiento especial
.

El Amante cerró la puerta tras de sí.

—Fue construido hace más de dos siglos y medio, durante los últimos Años de Bonanza —siguió diciendo. Hablaba en ragamol, con sólo un poco de acento. Se sentó y le indicó a ella que hiciera lo mismo—. De hecho, se ha dicho que fue la construcción del
Grande Oriente
lo que puso fin a los Años de Bonanza. Obviamente —continuó sin expresión alguna— es una afirmación ridícula. Pero resulta una útil coincidencia simbólica. La decadencia estaba empezando a comienzos del 1400 y ¿qué mejor símbolo del fracaso de la ciencia que este barco? En un esfuerzo por demostrar que Nueva Crobuzón seguía en su edad de oro, construyeron esta cosa. Es un diseño muy pobre, ¿sabes? Un intento por combinar la potencia de impulsión de esas estúpidas y gigantescas palas rotatorias con un motor de hélice. —Sacudió la cabeza sin apartar los ojos de Bellis—. No se puede impulsar algo de este tamaño con unas palas. Así que se quedaron ahí, inútiles, como tumores, arruinando la línea del barco y actuando como frenos. Lo que significa que la hélice tampoco funcionaba correctamente y que no podía navegar. ¿No es irónico? Pero hay una cosa que sí hicieron bien. Se empeñaron en construir el barco más grande que haya visto el mundo. Tuvieron que botarlo de costado, en el estuario de la Bahía de Hierro. Y durante unos pocos años navegó lo mejor que pudo por allí. Trataron de utilizarlo durante la Segunda Guerra Pirata, pero no podía más que moverse pesadamente como un rinoceronte blindado hasta arriba mientras las naves de Suroc y Jhesull bailaban a su alrededor. Y entonces, según se dice, fue hundido. Pero por supuesto no lo fue. Nosotros nos lo llevamos. Fueron años maravillosos para Armada, los de las Guerras Piratas. Toda esa carnicería, barcos que desaparecían a diario; cargamentos perdidos, marineros y soldados enfrentados a la guerra y la muerte, ansiosos por escapar. Robamos barcos y tecnología y personas. Crecimos y crecimos. Nos llevamos el
Grande Oriente
porque podíamos. Fue entonces cuando Anguilagua se hizo con el control y desde entonces no lo ha perdido. Este barco es nuestro corazón. Nuestra factoría, nuestro palacio. Era una pésima embarcación pero es una fortaleza superlativa. Aquella fue la última… gran edad para Armada.

Hubo silencio durante largo rato.

—Hasta ahora —dijo y la sonrió. Y el interrogatorio dio comienzo.

Cuando todo hubo terminado y ella volvió a salir con los ojos cansados, aquella tarde, descubrió que le era difícil recordar las preguntas con exactitud.

Le había preguntado muchas cosas sobre la traducción. ¿Le había resultado difícil? ¿Había encontrado algo que no tuviera sentido? ¿Sabía hablar el Kettai Alto o sólo leerlo? Y así sucesivamente.

Algunas preguntas habían estado destinadas a calibrar su estado mental, su relación con la ciudad. Ella había respondido con cautela: caminaba por una línea imprecisa entre la verdad y la mentira. No trató de esconder toda su desconfianza, su frustración por lo que le habían hecho, su resentimiento. Pero logró acallarlas en parte, contenerlas, convertirlas en algo que no la amenazaba.

Trató de conseguir que no pareciera que estaba tratando de conseguir algo.

Nadie la esperaba fuera, por supuesto, y eso la alegró, de una forma opaca. Cruzó las empinadas plataformas que descendían desde el
Grande Oriente
hacia los barcos que lo rodeaban.

Regresó a su casa por algunas de las pasarelas y callejuelas más intrincadas. Pasó bajo arcos de ladrillo que rezumaban la omnipresente humedad salada de Armada; junto a grupos de niños que jugaban a variantes del tira-el-estíver y el pilla-pilla, juegos que recordaba de las calles de su hogar, como si existiese una profunda gramática lúdica compartida por los niños de todo el mundo; junto a pequeños cafés abiertos a la sombra de los elevados castilletes, donde sus padres jugaban a sus propios juegos, el backgammon y el chatarang.

Las gaviotas sobrevolaban la ciudad, defecaban. Las calles traseras se mecían y balanceaban siguiendo a la superficie del mar.

Bellis disfrutaba de su soledad. Sabía que si Silas hubiera estado con ella, la sensación de complicidad hubiera resultado empalagosa.

Hacía mucho tiempo que no dormían juntos. En realidad, sólo había ocurrido dos veces.

Después de aquellas, habían compartido su cama y se habían desnudado juntos sin vergüenza ni vacilación. Pero ninguno de los dos, parecía, había tenido ganas de follar. Era como si tras haber utilizado el sexo para conectarse y abrirse el uno al otro y ahora que el canal estaba en su lugar, el acto en sí mismo fuera superfluo.

No era que no sintiera deseo. Las dos o tres últimas noches que habían estado juntos, ella había esperado a que se quedara dormido y luego se había masturbado en silencio. A menudo le ocultaba sus pensamientos y sólo compartía con él lo necesario para trazar sus planes.

No le tenía excesivo cariño, comprendió con cierta sorpresa.

Le estaba agradecida, lo encontraba interesante e impresionante, aunque no tan encantador como él creía. Compartían algo: secretos extraordinarios, planes que no debían fracasar. Eran camaradas en eso. A ella no le importaba que compartiera su cama; puede incluso que volviera a fornicar con él, pensó con una sonrisa involuntaria. Pero no estaban próximos.

Teniendo en cuenta lo que habían compartido, parecía un poco extraño, pero sabía que era así.

A la mañana siguiente, antes de las seis, mientras el cielo seguía a oscuras, varios hombres y mujeres reunieron una flota de dirigibles a bordo del
Grande Oriente
. Transportaban entre todos varias cajas de folletos toscamente impresos. Los subieron a los aeróstatos, discutieron sobre rutas y consultaron mapas. Dividieron Armada en cuadrantes.

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