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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (52 page)

BOOK: La cicatriz
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—Es un error muy extendido —dijo— el pensar que en el Cromlech Alto todos son thanati. Los fugaces también vivimos allí (ahora lo estoy escuchando con mucha atención, tratando de detectar su acento). Somos una minoría, es cierto. Y de los que nacen cada año, muchos son criados en las granjas, donde se los mantiene en jaulas hasta que han madurado lo bastante, cuando se les ejecuta y hace renacer como zombis. Otros son educados por la aristocracia hasta que alcanzan la mayoría de edad y entonces son asesinados y se les da la bienvenida a la sociedad de los muertos pero…

Su voz se apagó y por un momento se volvió introspectivo.

—Pero también existe el Barrio Vivo. El gueto. Allí es donde viven los verdaderos fugaces. Mi madre tenía dinero. Vivíamos en la mejor zona. Hay trabajos que sólo los vivos pueden hacer. Algunos de ellos son manuales. Demasiado peligrosos para arriesgar a los zombis… es muy caro animarlos, mientras que los vivos pueden criarse con facilidad. —Hablaba sin la menor emoción—. Y para los más afortunados, para la flor y nata de la sociedad, los vivoshombres y las vivashembras, la aristocracia de los fugaces, están los trabajos tabú, los que un tanathus nunca aceptaría, con los que algunos pueden llegar a ganarse bien la vida. Mi madre ganó lo suficiente para poder ponerse en manos de un necrojano para que la embalsamara y reviviera. Aunque no de casta muy alta, se convirtió en thanati. Todo el mundo se enteró cuando la vivahembra Doul se convirtió en la muertahembra Doul. Pero yo no estaba allí. Me había marchado.

No sé por qué me ha contado todo esto.

—Crecí —dijo— rodeado por muertos. No es cierto que todos ellos sean mudos, pero muchos sí lo son y ninguno de ellos es ruidoso. Cuando era pequeño los niños y niñas de Barrio Vivo solíamos correr por las calles, arrogantes, entre los estúpidos zombis y algún que otro vampiro desesperado y los thanati propiamente dichos, la aristocracia, los liches con los labios cosidos, los trajes hermosos y la piel preservada como el cuero. Lo que más recuerdo es el silencio. No me trataban mal. Mi madre era respetada y yo era un buen chico. Lo más desagradable que sufríamos por parte de ellos era una especie de desdén compasivo. Me mezclé con sectas, criminales y herejías. Pero no demasiado y no durante demasiado tiempo. Hay dos cosas en las que los fugaces son decididamente mejores que los tanathi. Una es el ruido. La otra la velocidad. Le di la espalda a la primera. Pero no a la segunda.

Una vez que quedó claro que su pausa era en realidad un silencio, me aventuré a hablar.

—¿Dónde aprendió a luchar?

—Era un muchacho cuando me marché del Cromlech Alto —dijo—. En aquel momento yo no lo creía, pero lo era. Me escondí en el funicular… y escapé, lejos.

No iba a contarme más. Entre aquel episodio y el momento de su llegada a Armada debía de haber pasado más de una década. No quería decirme lo que había pasado entonces. Pero era obvio que era en aquella época cuando había adquirido sus insondables habilidades.

Doul se había sumido en un silencio y sentí que sus deseos de hablar se desvanecían. No quería que callase. Tras semanas de aislamiento, quería que siguiera hablando. Hice un torpe intento, algo parecido a una humorada. Debo de haber parecido muy poco seria.

—Y cuando se marchó, combatió contra el Imperio de los Espectrocéfalos y ganó la… ¿cómo la llama? ¿La Hoja Poderosa? —indiqué su sencilla espada de cerámica.

Su rostro estuvo impasible un momento y entonces una inesperada sonrisa lo iluminó durante un segundo. Parece un niño cuando sonríe.

—Ésa es otra cadena de significados —dijo— de la que se ha perdido más de la mitad. El Imperio cayó hace mucho tiempo, pero hay restos suyos por todo Bas-Lag. Y es cierto que mi espada es una reliquia del Imperio de los Espectrocéfalos.

Repasé con el pensamiento los posibles significados que podían implicar aquellas palabras.
Mi espada fue forjada utilizando técnicas del Imperio
, pensé y luego
Mi espada se basa en diseños del Imperio
, pero me di cuenta al mirarlo de que querían decir exactamente lo que había dicho.

Debo de haber parecido asombrada. Asintió de forma enérgica.

—Mi espada tiene casi tres mil años —dijo.

Es imposible. Yo la he visto, Es un pedazo de cerámica sencillo, levemente desgastado y manchado por el paso del tiempo. Si tuviera cincuenta años ya sería una sorpresa.

—Y en cuanto al nombre… —me ofreció otra de aquellas sonrisas—. Otro malentendido. La encontré después de una búsqueda muy larga, tras haber dominado una ciencia muerta. Los hombres la llaman Hoja Poderosa. Por poder —hablaba lentamente—. Podría o podría no ser. No se refiere al poder sino a la
potencialidad
. Es una bastardización de su verdadero nombre. Hubo un tiempo en que existieron muchas armas parecidas —dijo—. Ahora, según creo, sólo queda ésta.

«Es una Posible Espada».

Aun durante el viaje de regreso a la ciudad, los científicos estaban haciendo planes. No subestimaban lo que aún les faltaba por hacer. Los esperaba un trabajo muy duro.

El
Tridente
no estaba viajando en el sentido opuesto al que había seguido durante el viaje de ida: Armada se había movido y, por aquellos medios arcanos que Bellis no comprendía, se dirigían inexorablemente hacia ella.

El dirigible empezó a ganar velocidad, impelido por nubes grises y balas de lluvia. Bellis se asomó por las ventanas de la sala común y contempló un mar en desorden y un negro cielo en la lejanía. Se acercaba una tormenta.

Dejaron atrás lo peor del temporal. En su interior, la tormenta era violenta pero no se movía deprisa. Se estaba desgarrando desde dentro. El
Tridente
volaba en su extremo, sacudido por una periferia de lluvia, corriendo contra la sombra de la tormenta.

Cuando vio la masa irregular de Armada aparecer en el horizonte y extenderse a sus pies, Bellis se maravilló por su tamaño. Parecía un vertido, una mancha de barcos dañados y reparados que se extendía sin orden sobre las olas, carente de forma, con extremos irregulares pero inmóviles. La corona de remolcadores y vapores que la habían arrastrado durante miles de millas habían soltado amarras mientras la ciudad estaba inmóvil y ahora los barcos navegaban a su alrededor en grandes números, transportando mercancías de todas clases. Bellis volvió a pensar en la inmensa cantidad de combustible que debían de consumir. No era de extrañar que los piratas de Armada fueran voraces.

Al verla, sintió una oleada de emociones que no pudo identificar.

En uno de los extremos de la ciudad, avistó al
Terpsícore
. Y, con su boca llameante y sus efluvios que rizaban el aire, pudo ver también la compleja silueta de la plataforma
Sorghum
. Reinaba una gran actividad alrededor de sus patas. Estaba perforando de nuevo, absorbiendo el petróleo y la leche de roca de las venas por las que habían fluido durante siglos. Armada había venido a buscar un yacimiento. La
Sorghum
estaba acumulando combustible para la taumaturgia que se avecinaba.

Entraron en Anguilagua por el extremo de popa y avanzaron con cuidado por entre los mástiles. Por debajo de ellos, una masa de formas seguía al
Tridente
con curiosidad: aerotaxis y globos de un solo pasajero y aeronaves de aspecto torpe y extraño.

El
Tridente
atracó en el
Grande Oriente
a la misma altura que el
Arrogancia
. Bellis podía ver la gente que los observaba desde los barcos y las embarcaciones circundantes, pero no se permitía a nadie subir a bordo del
Grande Oriente
. Su cubierta estaba casi desierta. Un pequeño contingente de alguaciles los estaba esperando y a su cabeza se encontraba el Amante.

Bellis vio un nuevo corte en su rostro, una costra que ya empezaba a curar. Comenzaba en la comisura izquierda de sus labios y pasaba por debajo de su barbilla. Era la réplica idéntica de la que la Amante se había infligido a sí misma mientras Bellis escuchaba.

Cuando los Amantes se vieron, hubo un largo momento de silencio y entonces cruzaron la distancia que los separaba y se abrazaron. Se rodearon con los brazos y se apretaron el uno al otro. Sus movimientos eran apasionados e intensos y se prolongaron durante un minuto o más. No parecían caricias: era como si estuvieran luchando a cámara lenta. La visión perturbó profundamente a Bellis.

Al cabo de un momento se separaron. Bellis estaba lo bastante cerca para oír que estaban cuchicheando. La Amante le daba bofetadas a su hombre, le arañaba el cuello y la cara, cada vez con más fuerza. Pero cuando tocó su nuevo corte, sus manos se volvieron de repente tan delicadas como las de un bebé.

—Justo cuando dijimos —susurró la Amante mientras tocaba su propia herida—, en el momento en que habíamos acordado. ¿Me sentiste? ¿Lo hiciste? Te juro que yo te sentí, te sentí, joder, cada centímetro, cada gota de sangre.

La habitación estaba llena de retratos viejos de ingenieros y políticos a los que Bellis no reconocía: habitantes de Nueva Crobuzón abandonados sobre los paneles de aquella pared para criar polvo. El Senado de Armada se sentaba a una mesa con forma de herradura: frente a la asamblea se encontraban Tintinnabulum, los jefes de los grupos de científicos e ingenieros del
Tridente
y Krüach Aum. Frente al anophelius de aspecto perplejo se sentaba Bellis.

El Senado de Armada llevaba ocho años sin reunirse. Pero los gobernantes de los paseos habían estado esperando el regreso del
Tridente
para someter a votación aquel momento decisivo en la historia de Armada. Las cosas se harían conforme disponía la ley.

Cada paseo de Armada contaba con un voto en el Senado. Algunos paseos estaban representados por una sola persona, otros por un pequeño grupo. Bellis pasó la mirada lentamente sobre la mesa y observó a todos los gobernantes. No resultaba difícil identificarlos.

Braginod, la reina cacto de Jhour, acompañada por sus consejeros.

Libreros estaba representado por un triunvirato de khepri, que se inclinaba en conciliábulo y se comunicaba con movimientos y emisiones químicas que eran traducidos por un sirviente humano. Sus nombres no eran conocidos: sólo eran las representantes de la cambiante camarilla que gobernaba el paseo.

Casi al otro extremo de la mesa se encontraba un hombre ataviado con una rúnica de monje: el enviado del paseo Soleado. Junto a él se sentaba un hombre de aspecto desaliñado que debía de rondar los sesenta. Bellis recordaba haber visto su rostro en algunos carteles: era el rey Federico de Vos-y-los-Vuestros. A su lado había otro hombre con el rostro gris y lleno de cicatrices: el general de Sombras.

El grupo más nutrido con mucha diferencia era el de Raleas. Parecía que hubiera asistido un porcentaje considerable del Consejo Democrático, hombres y mujeres de varias razas diferentes que se agolpaban formando un pequeño y estrecho círculo que sobresalía de la mesa como el diente de un engranaje. Cuchicheaban constantemente entre sí y miraban a los representantes de Anguilagua con visible hostilidad.

Éstos se encontraban en el extremo derecho de la mesa: los Amantes. Observando, sin hablar. Sentados juntos y en silencio, los rostros sendas e idénticas máscaras de violencia.

Y frente a ellos, con los ojos sobre ellos, con una mirada mucho más cautelosa y mucho más inteligente que la defensiva animosidad de los consejeros de Raleas, se encontraba un hombre pálido al que Bellis nunca había visto, vestido con ropas sencillas y oscuras. Tenía la nariz ancha y los labios muy gruesos. Su ensortijado cabello negro era lo único indisciplinado en su persona. Sus ojos eran extraordinarios. Oscuros e intensamente brillantes. Hipnóticos.

Con un ligero escalofrío, Bellis se dio cuenta de que aquél era el señor del paseo de Otoño Seco, el mayor rival de los Amantes. Él era la razón de que aquella reunión se celebrase después de la caída del sol. Él era el vampiro: el Brucolaco.

Nadie ignoraba que la reunión era una formalidad y que las posturas de los asistentes estaban decididas desde hacía tiempo. Las discusiones y argumentaciones eran mera retórica, las alianzas tácitas y las enemistades estaban casi a la vista. Bellis hablaba cuando se dirigían a ella y ofrecía con brevedad su opinión sobre alguna cuestión de lenguaje.

Cinco paseos estaban a favor del plan de los Amantes. Libreros parecía genuinamente entusiasmado por el proyecto de Anguilagua; Jhour y Sombras estaban a sueldo y harían lo que se les dijese. Federico de Vos-y-los-Vuestros había vendido su voto a los Amantes sin el menor sonrojo, sabiendo que serían los mejores postores.

Sólo el paseo Soleado y Raleas, que actuaban juntos, y el Brucolaco de Otoño Seco, que estaba solo, se oponían a los Amantes. Eran cinco contra tres. El plan se llevaría a cabo de inmediato.

—No fuimos informados —dijo Vordakine, del Consejo de Raleas, una mujer de semblante duro que vilipendiaba a los Amantes por su deshonestidad. Estaba intentando por todos los medios conseguir que Federico o las khepri de Libreros cambiasen de bando—. Nadie nos informó de las intenciones de Anguilagua cuando sus saqueadores regresaron con la plataforma crobuzoniana
Sorghum
. En aquel momento sólo se habló de un incremento de energía y potencia, generación de electricidad y petróleo baratos. La leche de roca no fue mencionada. Y ahora parece ser que toda esa potencia barata ya ha sido asignada al proyecto del avanc. ¿Quién sabe lo que pretenderán hacer cuando el avanc esté en sus manos?

Por vez primera, el Brucolaco se puso en pie. Mantuvo la mirada fija sobre el grupo de los Amantes… en concreto, advirtió Bellis, sobre Doul.

—Bueno, ése
es
el asunto —su voz era áspera y sonaba desde el fondo de su garganta—. Ésa es precisamente la cuestión —su larga lengua asomó un instante. Los ojos de Bellis se abrieron mucho—. ¿Qué tienen planeado? ¿Qué podría alguien hacer con un avanc? ¿Adónde podría ir?

El rey mercader Federico se agitó y escupió. Vordakine apeló a él, recordándole compromisos y favores pasados de los que Bellis no sabía nada. Él apartó la mirada. No iba a cambiar de idea. Miró de soslayo a los Amantes y éstos sonrieron y asintieron al unísono.

Te compraremos
, decían con aquel movimiento,
y si Raleas o Soleado o cualquier otro lugar trata de oponerse a nosotros, simplemente ofreceremos más que ellos. Di tu precio
.

Por toda la sala, quienes se oponían a la invocación del avanc parecían viejos y cansados.

BOOK: La cicatriz
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