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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (48 page)

BOOK: La cicatriz
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Se quitó la sábana manchada de sudor con la que se tapaba y se levantó. El aire seguía siendo cálido, incluso a tales horas de la noche. Sacó el paquete de Silas de debajo de la almohada, apartó la cortina y cruzó lenta y silenciosamente la habitación en la que Tanner Sack yacía sobre su jergón envuelto en sombras. Al llegar a la puerta de madera apoyó la cabeza sobre ella y sintió su aspereza sobre la piel.

Tenía miedo.

Se asomó con mucho cuidado por la ventana y vio un guardia cacto que paseaba por la desierta plaza. Iba de puerta en puerta, comprobaba sin demasiado esmero que siguieran cerradas antes de seguir su camino. Se encontraba a cierta distancia de ella y Bellis pensó que podría abrir la puerta y salir corriendo sin que la viera o la oyese.

¿Y luego?

No se veía nada en el cielo. No se oía el amenazante zumbido ni se veía ninguna voraz mujer insecto con garras en vez de manos y un pico por boca, ansiosa por beberse su sangre. Posó la mano sobre la manija y esperó, esperó a ver u oír a una de las hembras anophelii, para estar segura de poder evitarla
(es más fácil esquivar algo cuando sabes dónde está)
y pensó en el saco de cuero y huesos que había visto aquella mañana, el saco que había sido un hombre. Se quedó paralizada, con las manos como alambres alrededor del picaporte de la puerta.

—¿Qué haces?

Las palabras se alzaron en un susurro severo tras ella. Bellis giró sobre sus talones mientras sus manos soltaban la puerta. Tanner Sack se había incorporado y la estaba mirando fijamente desde las sombras de su alcoba.

Avanzó un paso y él se puso en pie. Pudo ver las extrañas excrecencias de los tentáculos que colgaban de su torso. La estaba mirando con el rostro tenso y suspicaz. Parecía estar a punto de atacarla. Y a pesar de ello había hablado con un susurro y algo en eso bastó para tranquilizarla.

—Lo siento —dijo en voz baja. Él se acercó hasta la puerta de su cuarto para poder oírla y su rostro parecía más duro y desconfiado que nunca—. No pretendía despertarte —susurró—. Yo sólo, tenía que… —y su inventiva la abandonó y no supo qué decir para justificarse. Las palabras se le secaron en la boca.

—¿Qué haces? —repitió él. Lentamente, enfurecido pero curioso, la habló en ragamol.

—Lo siento —dijo ella de nuevo y sacudió la cabeza—. He sentido… —contuvo la respiración y volvió a mirarlo sin bajar los ojos.

—Esa puerta no puede abrirse.

Ahora estaba mirando el paquete que ella llevaba en las manos y, haciendo un esfuerzo, Bellis logró contener las ganas de esconderlo y no mover los dedos nerviosamente. Lo mantuvo allí, a la vista, como si no fuera nada importante.

—¿Qué era, la llamada de la naturaleza? ¿Era eso? Tiene usted que usar el orinal, señora. En este lugar no puede andarse con melindres. Ya ha visto lo que le pasó a William.

Ella se irguió entonces y asintió, con el rostro inmóvil y caminó de regreso a cama.

—Dormirá mejor si lo hace, de veras —dio Tanner Sack a su espalda, antes de sentarse poco a poco. Al llegar a la cortina que separaba las habitaciones, Bellis se volvió un instante para mirarlo. Seguía sentado y era evidente que estaba observando y escuchando. Apretó los dientes y cerró la cortina.

Durante unos pocos segundos hubo silencio. Entonces Tanner escuchó el sonido de un chorrito, unas pocas gotas renuentes y sonrió sin humor antes de volver a introducirse bajo las sábanas. A escasos metros de él, al otro lado de la cortina, Bellis se levantó con el rostro helado y furioso.

En medio de su rabia y su humillación, había encontrado algo. Empezó a darle forma a una esperanza, una idea.

El día siguiente era el último que pasaban los armadanos en la isla.

Los científicos recogieron sus resmas de papel y sus esbozos, charlando y riendo como niños. Incluso el taciturno Tintinnabulum y sus camaradas parecían animados. Por todas partes, en torno a Bellis, planes diversos estaban tomando forma y parecía que el avanc ya estaba atrapado en la mente de todos.

La Amante intervenía en las discusiones y las abandonaba, una amplia sonrisa en el rostro, el reciente corte rojo y brillante. Sólo Uther Doul seguía impasible Uther y la propia Bellis. Sus ojos se encontraron desde lados diferentes de la habitación. Inmóviles, los únicos en el bullicioso salón, compartieron un momento de superioridad, algo parecido al desprecio.

Durante todo el día, los anophelii estuvieron yendo y viniendo. Sus modales sedados y monacales parecían conmocionados. Sentían mucho la marcha de sus visitantes, conscientes de que era demasiado pronto para que la inesperada afluencia de teorías e impresiones que habían traído consigo calaran entre ellos.

Bellis observaba a Krüach Aum y se daba cuenta de lo parecido a un niño que era el anciano anophelius. Veía cómo guardaban sus nuevos camaradas los libros y la ropa que habían traído y trataba de imitarlos, a pesar de que no poseía nada. Salió del salón y regresó un poco más tarde con un puñado de trapos y varias hojas de papel que había encontrado y guardado en algo que se parecía de forma tosca a un petate. Bellis se estremeció al verlo.

En el fondo de su propia bolsa, sentía la presencia del paquete de Silas: las cartas, el collar, la caja, el lacre, el anillo.
Esta noche
, se dijo y sintió pánico.
Esta noche, pase lo que pase
.

Pasó el resto del día siguiendo con la mirada los progresos del sol. A última hora de la tarde, cuando la luz se había tornado tupida y lenta y cada forma derramaba una hemorragia de sombras, el pánico se apoderó de ella. Porque sabía que no había modo de cruzar los pantanos y los territorios de las voraces mujeres mosquito.

Bellis levantó la mirada, alarmada, cuando alguien abrió la puerta por la fuerza.

El capitán Sengka irrumpió en el cuarto, flanqueado por dos de sus tripulantes.

Los tres cactos se quedaron junto a la entrada, con los brazos cruzados. Eran hombres grandes, hasta para su raza. Sus músculos vegetales asomaban alrededor de sus cinturones y sus taparrabos. La luz se reflejaba sobre sus joyas y sus armas.

Sengka señaló a Krüach Aum con uno de sus enormes dedos.

—Ese anophelius —anunció— no se va a ninguna parte.

Nadie se movió. Al cabo de varios segundos, la Amante dio un paso al frente.

Sengka habló antes de que ella pudiera hacerlo.

—¿Qué pensabas hacer, capitana? —dijo, asqueado—. ¿Capitana? ¿Es así como debería llamarte, mujer? ¿Qué pensabas hacer? He cerrado los ojos a vuestra presencia en este lugar, cosa que no tenía que hacer. He tolerado vuestra comunicación con los nativos, lo que supone una brecha en la seguridad y el riesgo de sufrir otra puta Era Malarial… —la Amante sacudió la cabeza con impaciencia al escuchar aquella hipérbole pero Sengka continuó—. He esperado pacientemente a que os largarais de una puta vez de esta isla. ¿Y qué he conseguido? ¿Pensabais que podríais llevaros a una de estas criaturas sin que me enterara? ¿Creíais que os dejaría marcharos? Registraremos vuestra aeronave —dijo con voz decidida—. Cualquier contrabando procedente de Playa Maquinaria, cualquier libro o tratado de los anophelii, cualquier heliotipo de la isla será confiscado. —Volvió a señalar a Aum y sacudió la cabeza con incredulidad—. ¿Sabes algo de historia, mujer? ¿De verdad quieres
sacar de aquí
a un anophelius?

Krüach Aum asistía al altercado con los ojos muy abiertos.

—Capitán Sengka —dijo la Amante. Bellis nunca la había visto tan viva, tan resplandeciente, tan magnífica—. Nadie podría criticar su preocupación por la seguridad o su dedicación a su deber. Pero usted sabe tan bien como yo que los anophelii machos son herbívoros inofensivos. No tenemos intención de llevarnos a ninguno más.

—¡No lo toleraré! —gritó Sengka—. Mierda solar, este sistema no admite excepciones y no las admite porque hemos aprendido las lecciones de la historia. Ningún anophelius saldrá de esta isla. Ésa es una de las condiciones para que se les permita seguir con vida. No hay excepciones.

—Empiezo a cansarme de esto, capitán —Bellis no podía por menos que admirar la calma de la Amante, fría y dura como el hierro—. Krüach Aum se viene con nosotros. No tenemos la menor intención de enfrentarnos con Dreer Samher, pero nos llevamos a este anophelius —le dio la espalda y empezó a alejarse.

—Mis hombres están en Playa Maquinaria —dijo el cacto y ella se detuvo y se volvió hacia él. Empuñaba una enorme pistola que apuntaba al suelo. Los armadanos estaban completamente inmóviles—. Guerreros cactos entrenados —dijo—. Atrévase a desafiarme y nunca saldrá de esta isla —con tal lentitud que el movimiento no pareció amenazador, levantó el arma y apuntó con ella a la Amante—. Este anophelius… Aum, como lo ha llamado… se viene conmigo.

Por toda la habitación, los guardias parecían a punto de actuar. Sus manos revoloteaban sobre las espadas, arcos y pistolas. Costrosos con sus armaduras agrietadas y enormes cactos, cuyos ojos se movían de Sengka a la Amante y nuevo a aquél.

La Amante no miraba a ninguno de ellos. En su lugar, Bellis vio que se volvía hacia Uther Doul.

Éste se adelantó y se colocó entre ella y el arma.

—Capitán Sengka —dijo con aquella voz preciosa. Se quedó quieto, con la pistola apoyada ahora contra su cabeza, mirando al hombre cacto, casi medio metro más alto y mucho más grande que él. Sus ojos estaban fijos en el cañón del arma mientras hablaba, como si éste fuera el ojo de Sengka—. Me corresponde a mi despedirlo.

El capitán bajó la mirada hacia él y por un momento pareció inseguro. Entonces echó atrás su mano libre, mientras los bíceps enormes se hinchaban por debajo de la piel y el puño carnoso y erizado de espinas se tensaba, preparado para golpear. Se estaba moviendo muy despacio. Evidentemente confiaba en no tener que golpear a Doul sino intimidarlo para que se sometiera.

Doul extendió las dos manos, como si fuera a suplicar. Se detuvo y entonces se produjo un movimiento súbito de tal velocidad que Bellis (que lo había estado esperando, que había sabido que algo así iba a ocurrir) no pudo seguirlo con la mirada y de repente Sengka estaba retrocediendo y tambaleándose, con una mano en la garganta, allí donde Doul lo había golpeado con los dedos tensos (encontrando el espacio entre las crueles espinas para dejarlo sin respiración). Ahora era Doul el que empuñaba el arma, que seguía apuntándole al cráneo, atrapada entre las palmas abiertas como algo que le hubiera sido concedido por sus plegarias. Miraba a Sengka y le susurraba, con palabras que Bellis no alcanzaba a oír.

(El corazón de Bellis late furiosamente. Las acciones de Doul la hacen añicos. Sea el ataque brutal o sigiloso, el movimiento en sí mismo, su velocidad y perfección sobrenaturales hacen que parezca un asalto dirigido contra el orden de las cosas, como si el tiempo y la gravedad no pudiesen contener a Uther Doul)
.

Los dos cactos situados tras Sengka avanzaron, lentos y enfurecidos. Se llevaron las manos a los cintos, hicieron ademán de sacar sus armas y la pistola que Doul sostenía en un aplauso congelado se movió con un parpadeo y los apuntó, volvió a parpadear y estuvo de pronto en su mano derecha, apuntándolos directamente, primero a uno y luego
(instantáneamente)
al otro.

(No hay movimiento. Los tres cactos están pasmados por aquella velocidad y aquel control rayanos en la taumaturgia)
.

Doul volvió a moverse, el arma abandonó su mano dando vueltas y se perdió más allá de su alcance. Ahora empuñaba la espada. Hubo dos estallidos y los hombres de Sengka gritaron de dolor, en rápida sucesión, mientras sus manos, las muñecas rotas y temblorosas frente a ellos, soltaban las armas.

La punta de la espada estaba ahora apoyada contra la garganta de Sengka y el hombre-cacto contemplaba a Doul con miedo y odio.

—He golpeado a sus hombres con la parte plana de la espada, capitán. No me haga mostrarle su filo.

Sengka y sus hombres retrocedieron, cruzaron la puerta y se perdieron de vista bajo la última luz del día. Doul esperó junto a la espada, con la espada extendida.

A su alrededor se estaba formando un murmullo rítmico, un ladrido triunfante y asombrado. Bellis lo recordaba. Lo había oído antes.

—¡Doul! —gritaban los hombres y mujeres de Armada—. ¡Doul! ¡Doul! ¡Doul!

Como habían hecho en el circo, como si fuese una deidad, como si pudiese concederles deseos, como si estuviesen cantando en la iglesia. Su adoración no era ruidosa, pero era ferviente y de un gozo sombrío, e incesante y perfecta en su ritmo. Enfureció a Sengka, que oyó en ella un insulto.

Se volvió y miró con ferocidad a Doul, recortado en el umbral de la puerta.

—¡Mírate! —gritó, furiosamente—. ¡Cobarde, hombre-cerdo, jodido
farsante
! ¿A qué demonio le dejaste que te follara a cambio de esas habilidades, hombre-cerdo? No escaparás de este puto lugar.

Entonces se quedó callado y la voz le falló, pues Uther Doul había abandonado la habitación y salido a lo que los cactos habían creído la seguridad del exterior. Los armadanos reprimieron jadeos entrecortados pero la mayoría de ellos siguió cantando.

Bellis corrió hasta la puerta, preparada para cerrarla al instante si aparecía alguna hembra anophelii. Vio que Doul caminaba sin vacilación hacia Nurjhitt Sengka con la espada extendida. Podía escuchar sus palabras.

—Sé que está usted enfurecido, capitán —dijo el hombre con voz suave—. Pero debe controlarse. No hay peligro en dejar que Aum nos acompañe y usted lo sabe. Éste será su último contacto con esta isla. Nos lo ha prohibido porque sentía que su autoridad estaba siendo desafiada. Ha sido un error de cálculo, pero sólo dos de sus hombres lo han presenciado.

Los tres cactos se encontraban todavía a cierta distancia de él. Sus miradas se encontraban y volvía a separarse, al mismo tiempo que se preguntaban si podrían arrollarlo. Alguien apartó a Bellis bruscamente, mientras Hedrigall y algunos costrosos y otros cactos de Armada salían al exterior. No se acercaron.

—No impedirá usted que nos marchemos, capitán —continuó Doul—. No quiere arriesgarse a una guerra con Armada. Y además, sabe usted tan bien como yo que no es a mi tripulación o siquiera a mi superior a quien quiere usted castigar, sino a mí. Y eso —concluyó con voz suave— no va a pasar.

Bellis escuchó el sonido, entonces: el agudo zumbido de las mujeres anophelii que se aproximaban. Jadeó y oyó que otros lo hacían también. Sengka y sus hombres empezaron a mirar arriba con lentitud, como si quisieran evitar ser vistos.

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