La Ciudad de la Alegría (63 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Haresh Khanna, el hombrecillo calvo que acababa de entrar de servicio aquella mañana de Navidad ante su puesto del radar, descolgó su radioteléfono para prevenir al centro meteorológico. Natural de Bombay, la otra gran metrópoli de la India frecuentemente visitada por los ciclones, Khanna había seguido docenas de veces el avance de los ciclones en sus pantallas. Pero todavía nunca había visto su ojo cubrirse de aquel velo lechoso. Después de haber transmitido sus observaciones, subió a la terraza. Desde allí se veía el panorama más hermoso de la ciudad. Sosteniendo firmemente su viejo paraguas encima de su cráneo, Khanna distinguió a través de las ráfagas de lluvia el encaje de mecano del puente de Howrah, inmediatamente detrás, la imponente masa rosada de la estación, luego las aguas parduscas del río, con cientos de barcas que parecían grandes patos, la extensión verdeante del parque Maidan, la larga fachada de ladrillo del Writers’ Building y, por fin, los miles de terrazas y de tejados cabalgando unos sobre otros, de aquella gigantesca metrópoli que los mensajes de la All India Radio sacaban poco a poco del embotamiento de aquella mañana de fiesta. Pero el monstruo aún estaba lejos, muy lejos encima del mar. El viento y la lluvia que azotaban Calcuta desde la noche no eran más que signos precursores, los pródromos del cataclismo.

El pescador Subash Naskar, de veintiséis años, salvó la vida gracias a un prodigioso reflejo. En lugar de buscar un refugio para protegerse de la muralla de agua que iba a engullir su aldea, dio media vuelta, se zambulló en la ola gigantesca y se dejó llevar hacia el interior de las tierras. Siempre ignorará lo que pasó. Pero se encontró a nueve kilómetros de allí, agarrado a la ventana de un templo. A su alrededor, el desastre: era el único superviviente. Eran poco más de las diez de la mañana. La monstruosa peonza acababa de caer sobre la tierra.

El infierno. Un infierno de viento, de agua y de fuego. Todo empezó con un resplandor deslumbrante, como una inmensa bola de fuego que cerraba el horizonte e iluminaba el paisaje. Provocado por la acumulación de electricidad a nivel de las nubes rasantes, este fenómeno extremadamente raro quemó instantáneamente la copa de todos los árboles en doscientos kilómetros de amplitud y cincuenta de profundidad. Luego, aspirando el mar que es poco profundo en aquellas costas, el torbellino en forma de columna lanzó hacia adelante la fantástica muralla de agua. Bajo el efecto conjugado del viento y de la marejada, casas, cabañas, árboles quedaron machacados, triturados, despedazados, barcos de pesca fueron levantados por los aires y arrojados a kilómetros de distancia, autocares y vagones de tren volaban como briznas de paja, decenas de millares de personas y de animales fueron arrastrados y murieron ahogados, miles de kilómetros cuadrados quedaron sumergidos por un magma de agua salada, de arena, de fango, de escombros, de cadáveres. En pocos segundos, una zona tan grande como Bélgica y poblada por tres millones de habitantes, quedó borrada del mapa.

Alcanzados en su huida por el torrente furioso, como otros miles de fugitivos, Ashish Ghosh y su familia sólo pudieron salvarse gracias a la proximidad de una pequeña mezquita encaramada sobre un cerro. «Mi mujer y mis hijos se agarraron a mí», contará, «y logré arrastrarles a todos hasta el edificio. Pero ya estaba lleno de supervivientes. A pesar de todo, conseguí trepar hasta el reborde de una ventana, y aferrarme a los barrotes mientras sujetaba a los míos. Allí permanecimos colgados encima de las aguas durante todo el día y toda la noche. A la mañana siguiente solamente éramos una veintena los que aún seguíamos con vida en aquel refugio». Entonces Ashish vio pasar por entre los torbellinos a una familia de seis personas que se había atado con sus camisas al tronco de un árbol. Y de súbito, un remolino engulló el frágil esquife con todos sus náufragos.

El terror duró diez horas antes de que el huracán diese bruscamente media vuelta dirigiéndose hacia el mar. Ashish y su familia, así como los primeros fugitivos, al día siguiente llegaron a la entrada de la pequeña ciudad de Canning, a cincuenta kilómetros en el interior de las tierras. Cogidos unos a otros, tambaleándose de agotamiento, demacrados, hambrientos, andaban como fantasmas. Habían atravesado kilómetros de un paisaje alucinante de devastación y de ruinas, tropezando por todas parte con cadáveres. La enfermera que dirigía el pequeño dispensario local no olvidaría nunca la visión de «aquella columna de supervivientes recortándose contra la línea negra del cielo. Incluso de lejos, podía advertirse su terrible drama. Llevaban hatillos, unos pocos enseres, sostenían a los heridos, se arrastraban apretando a sus hijos en sus brazos. De pronto percibí el olor de la muerte. Aquellas gentes habían visto ahogarse ante sus propios ojos a padres, mujeres y maridos. Habían visto cómo las aguas arrastraban a sus hijos, cómo se hundían sus casas, cómo desaparecía su tierra».

Durante tres días Calcuta ignoró la magnitud de la catástrofe. El huracán había destruido las líneas telefónicas, las emisoras de radio, las carreteras, los transportes marítimos. Deseosas de que no se les acusara de imprevisión o de negligencia, las autoridades fomentaron deliberadamente esta ignorancia. Los primeros comunicados minimizaban la gravedad de la tragedia. Un tornado más, se decía, como tantos había todos los años casi en todos los puntos de las costas de la India. Y para que nadie tuviera la tentación de ir a verlo, la policía y la guardia fronteriza acordonó la zona.

¡Qué impresión cuando empezaron a filtrarse los primeros relatos de los supervivientes! La prensa se desencadenó. Habló de diez o veinte mil muertos, de cincuenta mil cabezas de ganado ahogadas, de doscientas mil viviendas desaparecidas, de medio millón de hectáreas a las que el agua del mar había vuelto estériles, de dos mil kilómetros de diques demolidos o deteriorados, de tres a cuatro mil pozos que nunca más podrían volver a utilizarse. Y reveló que al menos dos millones de personas corrían el peligro de morir de hambre, de sed, de frío, por falta de socorros inmediatos.

¡Los socorros! ¡La palabra más repetida y discutida en todas las catástrofes del mundo! Pero aquí la pobreza hacía que la fatalidad fuese más cruel y los socorros más urgentes que en cualquier otro lugar. No obstante, tuvieron que pasar tres días más para que las autoridades de Calcuta y de Nueva Delhi se pusieran de acuerdo acerca de las primeras operaciones de socorro. Tres días que se apresuraron a aprovechar un grupito de hombres. Llevaban la túnica color ocre de los monjes de la misión Ramakrishna, el santo bengalí que en el siglo pasado predicó la ayuda recíproca y el amor entre los hindúes y las demás comunidades. Apenas anunciarse el cataclismo, acudieron desde Madrás, desde Delhi e incluso desde Bombay. Los policías que tenían cerrado el sector les dejaron pasar: no se corta el paso a unos ángeles de caridad descalzos. En grupos de dos, se mezclaron con los supervivientes y se ofrecieron a recoger el mayor número posible de huérfanos. Tanta generosidad conmovió. Se apresuraron a hacer un censo de los niños a quienes el desastre había privado bruscamente de sus padres. A las madres que habían perdido a su marido, los compasivos monjes propusieron una suma de cien rupias por cada niño que les fuera confiado. Una viuda de treinta y cinco años contará: «Aquellos hombres eran la generosidad en persona. Uno de ellos me dijo: “Sobre todo, no tema por su hijita. Estará segura. Le encontraremos trabajo. Y dentro de dos meses volveremos a verla con ella y le entregaremos las cuatrocientas o quinientas rupias de su salario”. Me arrodillé para besar los pies de aquel bienhechor y le di a mi hija». Como tantas otras víctimas de la tragedia, aquella pobre mujer no volvería a ver a su hija. Ignoraba que los supuestos monjes eran proxenetas.

Pero la verdadera caridad de los habitantes de Calcuta redimiría mil veces semejantes imposturas. Max Loeb nunca podría olvidar «la explosión de generosidad» que suscitó la catástrofe en toda la ciudad, sobre todo entre los pobres de los
slums
. Viendo a miles de personas que se precipitaban a las sedes de las distintas organizaciones de socorro, a los clubs, las mezquitas, e incluso a la puerta de su dispensario, para aportar un jirón de manta, un viejo chándal, un saquito de arroz, una botella de petróleo, unas tortas de boñiga, pensó: «Un país capaz de tanta solidaridad es un ejemplo para el mundo». Decenas de organizaciones, en su mayor parte desconocidas, empezaron a actuar en todas partes y fletaron camiones, triciclos a motor, tongas e incluso carritos de mano para encaminar los primeros socorros a los supervivientes. Prodigioso mosaico indio: estas organizaciones representaban a iglesias, cofradías, sindicatos, castas, equipos deportivos, escuelas, fábricas. Lambert, Max, Bandona, Kamruddin, Aristote, Margareta y todo el equipo indio del Comité de Ayuda Mutua de la Ciudad de la Alegría se encontraban naturalmente en primera línea en esta misión humanitaria. Hasta el sordomudo Goonga estaba presente. Llenaron todo un camión de medicamentos, de leche en polvo, de arroz y de tiendas que dieron los habitantes del
slum
. Su cargamento incluso comprendía dos balsas neumáticas y dos motores fuera borda, regalos personales y conjuntos del padrino y de Arthur Loeb, el padre de Max. Para partir sólo esperaban un pedazo de papel: el permiso de las autoridades. Durante toda la semana, Lambert y Max corrieron de oficina en oficina para conseguir el precioso sésamo. Contrariamente a lo que pensaban, su condición de
sahibs
, en vez de facilitar sus gestiones, provocaba el recelo de numerosos responsables. Lambert lo sabía bien: el espantajo de la CIA se ocultaba siempre un poco detrás de un extranjero. Ya desesperado, el francés decidió recurrir a la mentira.

—Estamos al servicio de la Madre Teresa —anunció al responsable de las autorizaciones.

—¿La Madre Teresa? —repitió con respeto el hombrecillo, irguiéndose tras de su océano de papelorios—. ¿La santa de Calcuta?

Lambert asintió con la cabeza.

—En este caso, pueden salir inmediatamente con su camión —declaró el
babú
, rubricando con su estilográfica el permiso—. Yo soy hindú, pero nosotros, los indios, respetamos a los santos.

La carretera del delta. Un viaje al final del infierno. Sólo a diez kilómetros de la ciudad, la calzada estaba ya anegada en un mar de lodo. Por todas partes, restos de camiones volcados. «Una visión de cementerio marino», recordará Lambert. Tocado con un turbante, cuyo rojo escarlata contrastaba con la lividez de su rostro, el chófer maniobraba como en un
slalom
de competición náutica. Juraba, frenaba, sudaba. Con agua hasta la capota, el pesado vehículo patinaba. Pronto aparecieron las primeras columnas de supervivientes. «Eran millares, decenas de millares», escribirá Max a su novia. «Con agua hasta el pecho, huían llevando a sus hijos sobre la cabeza. Algunos se habían refugiado en terraplenes donde esperaban ayuda desde hacía seis días. Hambrientos, sedientos, profiriendo gritos, se arrojaron al agua y fueron chapoteando hasta nuestro camión. Una veintena de ellos consiguieron agarrarse a la carga y trepar por ella, dispuestos a saquearlo todo. Lambert y Kamruddin también se echaron al agua y parlamentaron. Gritaron que éramos médicos y que sólo llevábamos medicamentos. Milagro, nos dejaron pasar. Un poco más lejos, nuevo milagro. Entre la horda que nos asediaba, Lambert reconoció a un cliente habitual del pequeño restaurante que frecuentaba en Anand Nagar. Era un militante comunista enviado por el partido para atraerse y organizar a los supervivientes. Nos permitió continuar. Aristote y Kamruddin iban delante para guiar al camión. Pero pronto el motor dio muestras de agotamiento, tosió y se detuvo definitivamente. Inundado. Echamos las balsas al agua y amontonamos en ellas todo lo que llevábamos. Cayó una nueva noche. No se veía ni una luz en cientos de kilómetros a la redonda, pero miríadas de luciérnagas alumbraban un paisaje fantástico de árboles destrozados, barracas destripadas, matorrales en los que se iban acumulando los detritos que arrastraba el huracán. Por todas partes, hilos eléctricos arrancados ya habían electrocutado a varios barqueros. De pronto, hacia las once oímos gritos y redobles de tambor. Cientos de fugitivos que se habían refugiado en los restos de una aldea, en un pequeño cerro, nos habían visto. Nunca olvidaré su acogida triunfal en las tinieblas. Incluso antes de descargar nuestros socorros, unos
mullahs
musulmanes nos empujaron hacia la pequeña mezquita que había escapado al desastre. En el corazón del drama, lo primero que había que hacer era dar gracias a Alá».

Aquella noche, un detalle impresionó al joven médico al bajar del camión: el vientre de todos los niños que corrían hacia él dando palmadas, cantando, bailando; un vientre enorme, prominente, hinchado, un vientre vacío lleno de lombrices. A Lambert habría de impresionarle la visión de una «mujer que estaba de pie en medio de los escombros, con su bebé en los brazos, inmóvil como una estatua, el aire ausente, sin mendigar, sin gemir, con toda la pobreza del mundo pintada en su mirada, fuera del tiempo, o, mejor dicho, en el corazón del tiempo, un tiempo que es eternidad para el que vive en la desgracia. Una madre con su hijo, Madre Bengala, símbolo de aquella Navidad de desdicha».

¡Pobre Lambert! Él, que creía haberlo visto todo, compartido todo, que creía haberlo comprendido todo del sufrimiento del Inocente, he aquí que estaba condenado a dar un nuevo paso hacia el interior de su misterio. ¿Por qué el Dios-Amor, el Dios-Justicia, había permitido que aquellos hombres, quizá los más desheredados del mundo, sufriesen una prueba tan cruel? Se preguntaba cómo los hipócritas inciensos de nuestros templos iban a poder borrar algún día el olor de muerte de todos aquellos inocentes.

¡El olor de muerte! Por una vez, unos muertos indios estorbaban mucho más que los vivos. A pesar de las primas asombrosas que ofrecían por la destrucción de cada cadáver, los sepultureros profesionales enviados por las autoridades huyeron al cabo de dos días. ¿Cómo distinguir a los hindúes de los musulmanes en medio de semejante mortandad? ¿Cómo quemar a unos y enterrar a otros sin equivocarse? Los equipos de reclusos de una penitenciaría que fueron a ocupar su lugar no mostraron más entusiasmo por la tarea. Sólo quedaban los soldados. Se les entregaron lanzallamas. Súbitamente, todo el delta se convirtió en una gigantesca barbacoa cuyo olor llegó hasta Calcuta.

Quedaban los vivos. Durante cuatro semanas, Lambert, Max y sus compañeros indios recorrieron incansablemente varios kilómetros de un sector aislado. Yendo de un grupo de supervivientes a otro, vacunaron sin tregua con sus
dermo jets
de aire comprimido, atendieron a más de quince mil enfermos, mataron las lombrices de veinte mil niños, distribuyeron alrededor de veinticinco mil raciones alimenticias. Una gota de agua en el océano de las necesidades, admitió el francés. Pero una gota de agua que hubiese faltado al océano de no estar allí, añadió citando la célebre frase de la Madre Teresa. La mañana en que el grupo se dispuso a volver a Anand Nagar, los supervivientes del sector ofrecieron una pequeña fiesta a sus bienhechores. Gentes que no tenían nada, miserables a quienes les estaba prohibida incluso la esperanza, porque el mar había hecho estériles sus campos, encontraron el medio de bailar, de cantar, de expresar su júbilo y su gratitud. Lambert, emocionado, recordó la frase de Tagore: «La desdicha es grande, pero el hombre es aún más grande que la desdicha». Al final de la fiesta, una niña andrajosa, con una flor de nenúfar en los cabellos, avanzó hacia Lambert para ofrecerle un regalo en nombre de todos los aldeanos. Los supervivientes de aquel sector eran musulmanes. Habían confeccionado un pequeño Cristo crucificado con conchas. Acompañando el objeto, había un trozo de papel en el que una mano insegura había escrito un mensaje con letras mayúsculas. Al leerlo en voz alta, Lambert creyó oír la voz del Evangelio.

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