La conciencia de Zeno (29 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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—¿Me crees una avispa para dirigirte a mí? —le dije riendo.

Dejamos a los novios para permitirles ocuparse de cosas más alegres. Sin embargo, a mí me empezaba a parecer algo larga la tarde y me habría gustado ir a casa a esperar en mi estudio la hora de la cena.

En la antecámara nos encontramos al doctor Paoli, que salía de la alcoba de mi suegro. Era un médico joven, pero ya había sabido hacerse una buena clientela. Era muy rubio y blanco y rojo como un muchacho. Sin embargo, en su corpachón los ojos eran tan importantes, que daban un aspecto serio e imponente a toda su persona. Las gafas le hacían parecer mayor y su mirada se pegaba a las cosas como una caricia. Ahora que conozco bien tanto a él como al doctor S. —el del psicoanálisis—, me parece que los ojos de éste son indagadores por intención, mientras que los del doctor Paoli lo son por su incansable curiosidad. Paoli ve con exactitud a su cliente, pero también a la esposa de éste y la silla en que se apoya. ¡Sólo Dios sabe cuál de los dos cura mejor a sus clientes! Durante la enfermedad de mi suegro fui con frecuencia a ver a Paoli para inducirle a no dar a entender a la familia que la catástrofe que la amenazaba era inminente, y recuerdo que un día, tras mirarme por más tiempo de lo que me agradaba, me dijo sonriendo:

—Pero ¡usted adora a su mujer!

Era buen observador, porque, en efecto, en aquel momento yo adoraba a mi mujer, quien sufría tanto por la enfermedad de su padre y a quien yo traicionaba a diario.

Nos dijo que Giovanni estaba aún mejor que el día anterior. Ahora no tenía otras preocupaciones porque la estación era muy favorable y consideraba que los novios podían salir de viaje tranquilos.

—Naturalmente —añadió, cauto—, salvo complicaciones imprevisibles.

Su pronóstico se cumplió, porque se produjeron las complicaciones imprevisibles.

En el momento de despedirse recordó que conocíamos a un tal Copler, a cuya cama lo habían llamado a consulta ese mismo día. Lo había encontrado víctima de una parálisis renal. Contó que la parálisis se había anunciado con un dolor de muelas horrible. Entonces hizo un pronóstico grave, pero, como de costumbre, atenuado por una duda:

—Su vida puede prolongarse, con tal de que llegue a ver el sol de mañana.

A Augusta se le saltaron las lágrimas de compasión y me rogó que corriera al instante junto a nuestro pobre amigo. Tras una vacilación, accedí a su deseo, y con mucho gusto, porque mi alma se vio embargada de improviso al pensar en Carla. ¡Qué duro había estado con la pobre muchacha! Ahora, desaparecido Copler, se quedaba allí, solitaria en aquel piso, nada comprometedora por carecer de comunicación alguna con mi mundo. Era necesario correr a verla para borrar la impresión que debía de haberle causado mi dura actitud de por la mañana.

Pero, antes que nada, fui, prudente, a ver a Copler. Tenía que poder decir a Augusta que lo había visto.

Ya conocía el pisito modesto, pero cómodo y decente, que habitaba Copler en Corsia Stadion. Un anciano jubilado le había cedido tres de sus cinco habitaciones. Fui recibido por éste, hombre grueso, jadeante, de ojos enrojecidos, que iba y venía inquieto por un corto pasillo oscuro. Me contó que el médico de cabecera acababa de marcharse, tras haber comprobado que Copler estaba agonizando. El viejo hablaba en voz baja, sin dejar de jadear, como si temiera turbar la quietud del moribundo. También yo bajé la mía. Es una forma de respeto, tal como lo sentimos nosotros, los hombres, mientras que nadie sabe si al moribundo no le gustaría más verse acompañado por el último trecho del camino de voces claras y fuertes, que le recordarían a la vida.

El viejo me dijo que una monja asistía al moribundo. Lleno de respeto, me detuve un tiempo delante de la puerta de aquella habitación, en la que el pobre Copler con su estertor, de ritmo tan exacto, medía su último tiempo. Su ruidosa respiración se componía de dos sonidos: vacilante parecía el producido por el aire que inspiraba; precipitado, el que nacía del aire expirado. ¿Prisa por morir? Una pausa seguía a los dos sonidos y yo pensé que, cuando esa pausa se alargara, se iniciaría la nueva vida.

El viejo quería que yo entrara en aquella habitación, pero me negué. Demasiados moribundos me habían mirado con expresión de reproche.

No esperé a que aquella pausa se alargara y corrí junto a Carla. Llamé a la puerta de su estudio, que estaba cerrada con llave, pero nadie respondió. Impacientado, di patadas a la puerta y entonces se abrió detrás de mí la puerta del piso. La voz de la madre de Carla preguntó:

—¿Quién es?

Después se asomó la anciana temerosa y, cuando a la luz amarilla procedente de la cocina me hubo reconocido, advertí que su rostro se había cubierto de un intenso rubor realzado por la blancura de los cabellos. Carla no estaba, y la madre se ofreció a ir a buscar la llave del estudio para recibirme en esa habitación que consideraba la única digna de la casa. Pero yo le dije que no se molestara, entré en la cocina y me senté en una silla de madera. En el fogón, bajo una olla, ardía un modesto montoncito de carbón. Le dije que no descuidara por mi causa la preparación de la cena. Me dijo que no me preocupara. Estaba cocinando judías, que nunca acababan de hacerse del todo. La pobreza de la comida que se preparaba en aquella casa, cuyos gastos debía soportar yo solo en adelante, me ablandó y atenuó el enfado que sentía por no haber encontrado a mi amante.

La señora permaneció de pie, pese a que yo la invité repetidas veces a sentarse. De repente, le conté que había acudido para comunicar a la señorita Carla, una noticia muy mala: Copler estaba agonizando.

La vieja dejó caer los brazos y al instante sintió necesidad de sentarse.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¿Qué vamos a hacer ahora nosotras?

Después recordó que lo que afectaba a Copler era peor que lo que afectaba a ella y añadió una lamentación:

—¡Pobre señor! ¡Tan bueno!

Tenía ya la cara bañada en lágrimas. Evidentemente, no sabía que si el pobre hombre no hubiera muerto a tiempo lo habrían echado de aquella casa. También eso me tranquilizó. ¡Estaba rodeado de la discreción más absoluta!

Quise tranquilizarla y le dije que lo que Copler había hecho hasta entonces seguiría haciéndolo yo. Protestó que no era por sí por quien lloraba, en vista de que sabía que estaban rodeadas de tanta gente buena, sino por el destino de su gran benefactor.

Me preguntó de qué enfermedad moría. Al contarle cómo se había anunciado la catástrofe, recordé la discusión que había tenido con Copler sobre la utilidad del dolor. Mira por dónde, los nervios de sus dientes se habían agitado y se habían puesto a pedir ayuda porque, a un metro de distancia de ellos, los riñones habían dejado de funcionar. Me sentía tan indiferente a la suerte de mi amigo, cuyo estertor había oído poco antes, que seguía jugueteando con sus ideas. Si hubiera podido oírme todavía, le habría dicho que así se entendía que en el caso del enfermo imaginario los nervios pudieran dolerle legítimamente por una enfermedad manifestada a unos kilómetros de distancia.

Entre la vieja y yo había ya muy poco que hablar y acepté ir a esperar a Carla en su estudio. Cogí el García e intenté leer algunas páginas. Pero el arte del canto me interesaba poco.

La vieja volvió a reunirse conmigo. Estaba inquieta porque no llegaba Carla. Me contó que había ido a comprar unos platos, que necesitaban con urgencia.

Mi paciencia estaba a punto de agotarse. Le pregunté airado:

—¿Han roto platos? ¿No podrían tener más cuidado?

Así me libré de la vieja que farfulló al marcharse:

—Sólo dos… los he roto yo…

Eso me proporcionó un momento de hilaridad, porque ya sabía que se habían roto todos los que había en la casa y que no había sido la vieja, sino Carla. Más adelante me enteré de que Carla no era nada dulce con su madre y que, por eso, ésta tenía un miedo cerval a hablar demasiado con sus protectores de lo que hacía su hija. Al parecer, una vez, había contado, ingenua, a Copler el fastidio que eran para Carla las clases de canto. Copler se irritó con Carla y ésta lo pagó con su madre.

De modo, que, cuando mi deliciosa amante llegó por fin, la amé violento y airado. Ella, encantada, balbucía:

—¡Y yo que dudaba de tu amor! ¡Me ha perseguido todo el día el deseo de matarme por haberme entregado a un hombre que un instante después me había tratado tan mal!

Le expliqué que con frecuencia me daban fuertes dolores de cabeza y, cuando volví a encontrarme en el estado que, de no haberme resistido con valor, me habría hecho volver corriendo junto a Augusta, volví a hablar de esos dolores y pude dominarme. Iba acostumbrándome. Nos echamos a llorar juntos por el pobre Copler; ¡lo que se dice juntos!

Por lo demás, Carla no era indiferente al final atroz de su benefactor. Al hablar de él, palideció:

—¡Yo me conozco! —dijo—. Por mucho tiempo voy a tener miedo de quedarme sola. Cuando vivía, ¡ya me daba mucho miedo!

Y por primera vez, tímida, me propuso quedarme con ella toda la noche. Yo ni siquiera pensaba en eso y no habría sabido prolongar media hora siquiera mi estancia en aquella habitación. Pero, pendiente como estaba siempre de no revelar a la pobre muchacha mi ánimo, del que yo era el primero en lamentarme, objeté que una cosa así no era posible porque en aquella casa estaba también su madre. Con auténtico desdén, arqueó los labios:

—Traeríamos aquí la cama. Mamá no se atreve a espiarme.

Entonces le conté el banquete de boda que me esperaba en casa, pero después sentí la necesidad de decirle que nunca podría pasar una noche con ella. Con el propósito de bondad que había concebido poco antes, conseguí dominar mi tono de voz, que no dejó de ser afectuoso, pero me parecía que cualquier otra concesión que le hiciera o le anunciase equivaldría a una nueva traición a Augusta, que yo no quería cometer.

En aquel momento sentía cuáles eran mis vínculos más fuertes con Carla: mi propósito de mostrarme afectuoso y las mentiras que había dicho sobre mis relaciones con Augusta y que, poco a poco, con el paso del tiempo tenía que atenuar o, mejor dicho, anular. Por eso, inicié aquella misma noche esa empresa, con la debida prudencia, por supuesto, porque aún era demasiado fácil recordar el fruto que había dado mi mentira. Le dije que sentía con fuerza mis obligaciones para con mi mujer, que era una mujer tan apreciable, que, desde luego, merecía ser amada mejor y a la que nunca comunicaría mis traiciones.

Carla me abrazó:

—Así me gustas: bueno y dulce como te sentí al instante la primera vez. Nunca intentaré hacer daño a esa pobrecita.

Me desagradaba oír llamar pobrecita a Augusta, pero sentía gratitud, hacia Carla por su bondad. Era buena cosa que no odiara a mi mujer. Quise demostrarle mi agradecimiento y miré a mi alrededor en busca de una señal de afecto. Acabé encontrándola. También a ella le regalé su lavadero: le permití que no volviera a llamar al maestro de canto.

Carla tuvo un arranque de afecto que me fastidió bastante, pero lo soporté con valor. Después declaró que no abandonaría nunca el canto. Cantaba todo el día, pero a su modo. Es más, quería que yo oyera al instante una canción suya. Pero yo no quise ni oír hablar de eso y me marché corriendo, con bastante grosería. Por eso, creo que también aquella noche debió de pensar en el suicidio, pero nunca le dejé tiempo para decírmelo.

Volví a casa de Copler, porque tenía que llevar a Augusta las últimas noticias del enfermo para hacerla creer que había pasado esas horas con él. Hacía dos horas que Copler había muerto, instantes después de que yo me hubiera marchado. Acompañado por el anciano jubilado, que había continuado midiendo con sus pasos el corto pasillo, entré en la habitación mortuoria. El cadáver, ya vestido, yacía sobre el colchón de la cama. Tenía en las manos el crucifijo. En voz baja el jubilado me contó que se habían cumplido todas las formalidades y que una sobrina del difunto iba a venir a pasar la noche junto al cadáver.

Así, habría podido marcharme, sabiendo que no faltaba a mi pobre amigo todo lo poco que aún podía necesitar, pero me quedé unos minutos mirándolo. Me habría gustado sentir que me brotaban en los ojos lágrimas sinceras de pena por el pobrecito que tanto había luchado con la enfermedad hasta intentar llegar a un acuerdo con ella.

—¡Es doloroso! —dije.

La enfermedad para la que existían tantos fármacos lo había matado brutalmente. Parecía una burla. Pero mis lágrimas no salieron. La cara demacrada de Copler no había parecido nunca tan fuerte como en la rigidez de la muerte. Parecía producida por el cincel en un mármol de color y nadie habría podido prever que lo amenazara, inminente, la putrefacción. No obstante, aquella cara manifestaba aún una vida auténtica: desaprobaba, desdeñosa, tal vez a mí, el enfermo imaginario, o tal vez también a Clara, que no quería cantar. Me estremecí un momento, al parecerme que el muerto volvía a iniciar su estertor. En seguida recuperé mi calma de crítico, cuando comprendí que lo que me había parecido un estertor no era sino el jadear, aumentado por la emoción, del jubilado.

Éste me acompañó hasta la puerta y me rogó que, si conocía a alguien que pudiera necesitar un pisito como ése, se lo dijera:

—¡Ya ve que hasta en una circunstancia semejante he sabido cumplir con mi deber y aún más, mucho más!

Por primera vez alzó la voz, en la que resonó un resentimiento destinado sin duda al pobre Copler, que le había dejado libre el piso sin avisarlo con la debida antelación. Me marché corriendo y le prometí todo lo que deseaba.

Llegué a casa de mi suegro en el momento en que acababan de sentarse a la mesa. Me pidieron noticias y yo, para no comprometer la alegría del convite, dije que Copler vivía aún y que, por tanto, quedaba alguna esperanza todavía.

Me pareció triste aquella reunión. Tal vez me produjera esa impresión el espectáculo de mi suegro condenado a una sopita y a un vaso de leche, mientras a su alrededor todos se atiborraban de los manjares más exquisitos. Como no tenía nada que hacer, empleaba el tiempo en mirar comer a los demás. Al ver que el señor Francesco atacaba con ganas los entremeses, murmuró:

—¡Y pensar que tiene dos años más que yo!

Después, cuando el señor Francesco se sirvió el tercer vaso de vino blanco, refunfuñó en voz baja:

—¡Es el tercero! ¡Ojalá se le convierta en hiel!

El augurio no me habría molestado, si no hubiera yo comido y bebido también en aquella mesa y no hubiese sabido que la misma metamorfosis deseaba para el vino que pasaba por mi boca. Por eso, me puse a comer y a beber a escondidas. Aprovechaba algún momento en que mi suegro metía la narizota en la taza de leche o respondía a alguien que le había hablado para engullir grandes bocados o para trincarme grandes vasos de vino. Alberto, sólo por deseo de hacer reír, avisó a Augusta de que yo estaba bebiendo demasiado. Mi mujer, en broma, me amenazó con el índice. Normalmente, no habría tenido importancia, pero en aquel momento sí, porque ya no valía la pena comer a escondidas. Giovanni, que hasta entonces casi no se había acordado de mí, me lanzó por encima de las gafas una mirada de auténtico odio. Dijo:

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