La conciencia de Zeno (31 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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Para volver a casa, Augusta y yo cogimos un coche. En la oscuridad me pareció que mi deber era besar y abrazar a mi mujer porque en encuentros semejantes muchas veces lo había hecho y temía que, si no lo hacía, pudiera pensar que algo había cambiado entre nosotros. Nada había cambiado entre nosotros: ¡también eso gritaba el vino! Ella se había casado con Zeno Cosini que, sin haber cambiado, se encontraba a su lado. ¿Qué importaba que aquel día yo hubiera poseído a otras mujeres, cuyo número el vino, para volverme más contento, aumentaba colocando entre ellas ya no sé si a Ada o a Alberta?

Recuerdo que, al quedarme dormido, volví a ver por un instante la cara marmórea de Copler en el lecho mortuorio. Parecía pedir justicia, es decir, las lágrimas que yo le había prometido. Pero no las tuve ni siquiera entonces porque el sueño me abrazó y me anuló. Sin embargo, antes me excusé ante el fantasma: «Espera un poco más. ¡En seguida estoy contigo!». No volví a estar con él nunca más, porque ni siquiera asistí a su entierro. Teníamos tanto que hacer en casa y yo también fuera, que no hubo tiempo para él. Hablamos a veces de él, pero sólo para reírnos recordando que mi vino lo había matado y hecho resucitar tantas veces. Más aún: siguió siendo proverbial en la familia, y cuando los periódicos, como sucede con frecuencia, anuncian y desmienten la muerte de alguien, nosotros decimos: «Como el pobre Copler».

La mañana siguiente me levanté con un ligero dolor de cabeza. Me molestó un poco el dolor en el costado, probablemente porque mientras había durado el efecto del vino no lo había sentido en absoluto y al instante había perdido la costumbre. Pero en el fondo no estaba triste. Augusta contribuyó a mi serenidad diciéndome que habría estado mal que yo no hubiera ido a aquella cena de boda, porque antes de mi llegada le había parecido encontrarse en un velatorio. Así, pues, no debía tener remordimiento por mi conducta. Después sentí que sólo una cosa no se me había perdonado: ¡la mirada a Ada!

Cuando nos encontramos por la tarde, Ada me tendió la mano con una ansiedad que aumentó la mía. Sin embargo, tal vez le pesara en la conciencia su escapada, que no había sido nada amable. Pero también mi mirada había sido una acción fea. Recordaba con exactitud el movimiento de mis ojos y comprendía que no pudiera olvidarlo quien se había visto traspasado por ellos. Había que repararlo con una actitud marcadamente fraternal.

Se suele decir que, cuando se sufre por haber bebido demasiado, no hay mejor cura que beber más. Yo aquella mañana fui a reanimarme a casa de Carla. Fui a verla precisamente con el deseo de vivir con mayor intensidad y eso es lo que vuelve a llevar al alcohol, pero, mientras me dirigía a su casa, deseaba que me proporcionara una intensidad vital muy distinta del día anterior. Me acompañaban propósitos poco precisos, pero del todo honrados. Sabía que no podía abandonarla en seguida, pero podía encaminarme poquito a poco hacia ese acto tan moral. Entretanto, seguiría hablando de mi mujer. Llevaba en la chaqueta otro sobre con dinero en previsión de cualquier eventualidad.

Llegué a casa de Carla, y un cuarto de hora después ella me hacía este reproche con una expresión que por su exactitud me resonó largo rato en los oídos: «¡Qué rudo eres en el amor!». No tengo conciencia de haberme mostrado rudo precisamente entonces. Había empezado a hablar de mi mujer, y los elogios tributados a Augusta habían resonado en los oídos de Carla como reproches dirigidos a ella.

Después fue Carla la que me hirió. Para pasar el tiempo, le había contado lo que me había fastidiado el banquete, sobre todo por un brindis que había pronunciado y que había sido un absoluto despropósito. Carla observó:

—Si amases a tu mujer, no te equivocarías en los brindis pronunciados en la mesa de su padre.

Y me dio también un beso para recompensarme por el poco amor que sentía por mi mujer.

El mismo deseo de intensificar mi vida, que me había conducido hasta Carla, me iba a devolver pronto junto a Augusta, que era la única con quien podía hablar de mi amor por ella. El vino tomado como remedio era demasiado o bien yo quería ya un vino muy distinto. Pero aquel día mi relación con Carla iba a volverse más amable, coronarse con la simpatía que —como supe más adelante— la pobre joven merecía. Se había ofrecido varias veces a cantarme una cancioncita, deseosa de conocer mi opinión. Pero yo no había querido ni oír hablar de ese canto, del que ni siquiera me importaba la ingenuidad. Le decía que, puesto que se negaba a estudiar, no valía la pena que siguiera cantando.

Fue una grave ofensa por mi parte y ella se sintió herida. Sentada junto a mí, para no dejarme ver sus lágrimas, se miraba inmóvil las manos, que tenía cruzadas en el regazo. Repitió su reproche:

—¡Qué rudo debes de ser con quien no ames, si lo eres tanto conmigo!

Como soy buena persona, me dejé enternecer por sus lágrimas y rogué a Carla que me desgarrara los oídos con su potente voz en aquel cuartito. Ahora se hacía de rogar y tuve incluso que amenazar con irme, si no me complacía. Debo reconocer que me pareció por un instante haber encontrado un pretexto para reconquistar, al menos temporalmente, mi libertad, pero, ante mi amenaza, mi humilde sierva fue a sentarse al piano con los ojos bajos. Luego dedicó un breve instante a reconcentrarse y se pasó la mano por la cara como para alejar de ella cualquier sombra. Lo logró con una prontitud que me sorprendió y su cara, cuando apartó la mano, no recordaba en absoluto el dolor de antes.

Experimenté una gran sorpresa. Carla decía su cancioncilla, la contaba, no la gritaba. Los gritos —como me dijo más adelante— se los había impuesto su maestro; ahora los había abandonado junto con él. La cancioncilla triestina:

Fazzo l'amor xe vero

Cosa ghe xe de mal

Volé che a sedes'ani

Stio la come un cocal…

es una especie de cuento o de confesión. Los ojos de Carla brillaban de malicia y confesaban aún más que las palabras. No había por qué temer verse con el tímpano herido y me acerqué a ella, sorprendido y encantado. Me senté a su lado y entonces ella me cantó la cancioncilla a mí, entornando los ojos para decirme, con la nota más ligera y más pura, que esos dieciséis años deseaban la libertad y el amor.

Por primera vez vi con exactitud la carita de Carla: un óvalo purísimo interrumpido por la profunda y arqueada cavidad de los ojos y de los tenues pómulos, aún más puro a causa de su blancura de nieve, ahora que tenía la cara vuelta hacia mí y a la luz y ninguna sombra la oscurecía. Y aquellas líneas dulces en aquella carne que parecía transparente y ocultaba tan bien la sangre y las venas, tal vez demasiado débiles para poder notarse, pedían afecto y protección.

Ahora estaba dispuesto a concederle tanto afecto y protección sin condiciones, e incluso en el momento en que me sentía inclinado a regresar junto a Augusta, porque en ese momento sólo pedía un afecto paternal que yo podía conceder sin traicionar. ¡Qué satisfacción! ¡Permanecía allí con Carla, le concedía lo que su carita oval pedía y no me alejaba de Augusta! Mi afecto hacia Carla se ennobleció. A partir de entonces, cuando sentía la necesidad de honradez y pureza, ya no tuve que abandonarla, sino que pude quedarme con ella y cambiar de conversación.

¿Era debida aquella nueva dulzura a su carita oval que yo había descubierto entonces o a su talento musical? ¡Innegable el talento! La misma cancioncilla triestina acaba con una estrofa en que la misma joven declara ser vieja y estar maltrecha y que ya no necesita otra libertad que la de morir. Carla seguía infundiendo malicia y alegría a los pobres versos. Sin embargo, era la juventud que se fingía vieja para proclamar mejor su derecho desde ese punto de vista.

Cuando terminó y me encontró embargado de admiración, también ella por primera vez, además de amarme, sintió auténtico cariño por mí. Sabía que esa cancioncilla me gustaría más que el canto que le enseñaba su maestro:

—¡Qué lástima —añadió con tristeza— que, a no ser que se vaya por los
cafés chantants
, no se pueda una ganar la vida con esto!

No me fue difícil convencerla de que no era así. En este mundo había muchas grandes artistas que decían y no cantaban.

Me pidió que le dijera nombres. Le encantaba enterarse de lo importante que podría haber llegado a ser su arte.

—Ya sé —añadió ingenua— que este canto es mucho más difícil que el otro, para el cual basta gritar a voz en grito.

Yo sonreí y no discutí. Desde luego, también su arte era difícil y ella lo sabía porque era el único arte que conocía. Esa cancioncilla le había costado un estudio larguísimo. La había dicho una y mil veces corrigiendo la entonación de cada palabra, de cada nota. Ahora estaba estudiando otra, pero hasta dentro de unas semanas no iba a saberla. No quería que la oyera antes.

Siguieron momentos deliciosos en aquel cuartito donde hasta entonces sólo se habían desarrollado escenas de brutalidad. Mira por dónde, ante Carla se abría una carrera. La carrera que me libraría de ella. ¡Muy semejante a la que para ella había soñado Copler! Le propuse buscarle un maestro. Al principio, esa palabra la espantó, pero después se dejó convencer con facilidad, cuando le dije que podíamos probar y que seguiría con libertad para despedirlo, cuando le pareciera aburrido o poco útil.

También con Augusta me encontré muy a gusto ese día. Tenía el ánimo tranquilo, como si hubiera vuelto de un paseo y no de la casa de Carla o como debía de haberlo tenido el pobre Copler, cuando abandonaba aquella casa los días que no le habían dado motivo para enojarse. Lo disfruté como si hubiera llegado a un oasis. Para mí y para mi salud, habría sido gravísimo que toda mi relación con Carla se hubiera desarrollado en constante agitación. Desde aquel día, como resultado de la belleza estética, todo se desarrolló con mayor tranquilidad, con las ligeras interrupciones necesarias para reanimar mi amor tanto por Carla como por Augusta. Cada visita mía a Carla significaba, desde luego, una traición a Augusta, pero todo quedaba olvidado pronto en un baño de salud y de buenos propósitos. Y el buen propósito no era brutal y excitante como cuando sentía en la garganta el deseo de declarar a Carla que no volvería a verla nunca más. Me mostraba dulce y paternal: mira por dónde, yo volvía a pensar en su carrera. Abandonar cada día a una mujer para correr tras ella el día siguiente habría sido un esfuerzo que mi pobre corazón no habría podido soportar. En cambio, así Carla seguía siempre en mi poder y ahora yo la encaminaba unas veces en una dirección y otras en otra. Durante mucho tiempo los propósitos buenos no fueron tan fuertes como para inducirme a correr por la ciudad en busca del maestro adecuado para Carla. Me divertía acariciando el buen propósito y permanecía sentado. Después, un buen día Augusta rae confió que iba a ser madre y entonces mi propósito creció en un instante y Carla tuvo a su maestro. Había vacilado tanto también porque era evidente que, aun sin maestro, Carla había sabido emprender un trabajo de verdad serio en su nuevo arte. Cada semana me cantaba una canción nueva, analizada cuidadosamente tanto en el gesto como en la palabra. Tal vez debería haber afinado un poco ciertas notas, pero puede que acabaran afinándose solas. Una prueba decisiva de que Carla era una artista auténtica era el modo como perfeccionaba sin cesar sus canciones sin renunciar nunca a las cosas mejores que había sabido hacer suyas en el primer momento. Con frecuencia le pedí que me cantara de nuevo su primera canción y todas las veces veía que añadía algún matiz nuevo y eficaz. Dada su ignorancia, era maravilloso que, con su gran esfuerzo por descubrir una expresión intensa, nunca introdujera en la canción sonidos falsos o exagerados. Como artista auténtica, cada día añadía una piedrecita al pequeño edificio, y todo el resto permanecía intacto. La canción no cambiaba, pero sí el sentimiento que la dictaba. Antes de cantar, Carla se pasaba siempre la mano por la cara y detrás de esa mano se creaba un instante de recogimiento que bastaba para precipitarla en la comedia que debía construir. Una comedia que no siempre era pueril. El irónico mentor de
Rosina te xe nata in un casoto
amenazaba, pero no demasiado en serio. Parecía que la cantante supiese que era la historia de todos los días. El pensamiento de Carla era distinto, pero acababa llegando al mismo resultado:

—Mis simpatías son para Rosina, porque, si no, no valdría la pena cantar la canción —decía.

A veces sucedió que Carla avivaba inconscientemente mi amor por Augusta y mi remordimiento. En efecto, así sucedió siempre que ella se permitió movimientos ofensivos contra la sólida posición ocupada por mi mujer. Seguía vivo su deseo de tenerme para ella sola una noche entera; me confió que, en su opinión, por no haber dormido uno junto a otro había menos intimidad entre nosotros. Como quería acostumbrarme a ser más dulce con ella, no me negué de plano a complacerla, pero casi siempre pensé que no iba a ser posible hacer una cosa así, a menos que me resignase a encontrar por la mañana a Augusta asomada a una ventana, en la que habría pasado toda la noche esperándome. Además, ¿no habría sido ésa una nueva traición a mi mujer? A veces, es decir, cuando corría junto a Carla lleno de deseo, me sentía dispuesto a contentarla, pero al instante veía la imposibilidad y la inconveniencia. Pero así no llegamos durante mucho tiempo ni a eliminar el proyecto ni a realizarlo. En apariencia estábamos de acuerdo: tarde o temprano pasaríamos toda una noche juntos. Entretanto, ya teníamos la posibilidad, porque yo había inducido a las Gerco a despedir a los inquilinos que dividían su casa en dos partes, y, por fin, Carla tenía su alcoba propia.

Ahora bien, sucedió que, poco después de la boda de Guido, mi suegro sufrió el ataque que iba a matarlo y yo tuve la imprudencia de contar a Carla que mi mujer debía pasar una noche a la cabecera de su padre para que mi suegra pudiese descansar. Ya no pude excusarme: Carla pretendió que pasara con ella aquella noche que tan dolorosa era para mi mujer. No tuve valor para rebelarme ante tal capricho y me sometí a él a regañadientes.

Me preparé para aquel sacrificio. No fui a ver a Carla por la mañana y corrí junto a ella por la noche presa del deseo, al tiempo que me decía que era infantil creer que traicionaba más gravemente a Augusta porque lo hacía en ese momento en que ella sufría por otras causas. Por eso, llegué incluso a impacientarme porque la pobre Augusta me entretenía para explicarme cómo debía hacer para tener listas las cosas que podía necesitar en la cena, por la noche, y también para el café de la mañana siguiente.

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