La conciencia de Zeno (33 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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Y así es como aquel día, cuando ella ya no me importaba, hice a Carla una escena de amor que, por su falsedad y su vehemencia, se parecía a la que, bajo los efectos del vino, había hecho a Augusta aquella noche en el coche. Sólo que en ese caso faltaba el vino y acabé conmoviéndome de verdad con el sonido de mis palabras. Le declaré que la amaba, que ya no podía vivir sin ella y que, además, me parecía exigirle el sacrificio de su vida, en vista de que no podía ofrecerle nada que pudiera igualar a lo que Lali le ofrecía.

Fue una nota muy nueva en nuestra relación, a pesar de que ésta había conocido tantas horas de gran amor. Ella escuchaba mis palabras extasiada. Mucho después se dispuso a convencerme de que no había por qué afligirse tanto porque Lali se hubiera enamorado. ¡No pensaba en él en absoluto!

Le di las gracias, con el mismo fervor, si bien ahora no llegaba a conmoverme. Sentía un peso en el estómago: evidentemente, estaba más comprometido que nunca. Mi aparente fervor, en lugar de disminuir, aumentó, sólo para permitirme decir unas palabras de admiración hacia el pobre Lali. Yo no quería perderlo en absoluto, quería salvarlo, pero para el día siguiente.

A la hora de decidir si conservar o despedir al maestro, no tardamos en ponernos de acuerdo. Por otra parte, yo no habría querido privarla, además del matrimonio, de la carrera. También ella confesó que deseaba conservar a su maestro: con cada clase le aportaba la prueba de la necesidad de su asistencia. Me aseguró que podía vivir tranquilo y confiado: me amaba a mí y a nadie más.

Evidentemente, mi traición se había extendido y ampliado. Me había apegado a mi amante con los vínculos de un nuevo afecto que invadía un territorio hasta entonces reservado sólo a mi afecto legítimo. Pero, al volver a casa, también ese afecto dejaba de existir y se derramaba, aumentado, sobre Augusta. Por Carla no sentía sino profunda desconfianza. ¡Quién sabe lo que habría de cierto en esa propuesta de matrimonio! No me habría asombrado que un buen día, sin haberse casado con el maestro, Carla me hubiera regalado un hijo dotado de un gran talento para la música. Y volvieron a aparecer los férreos propósitos que me acompañaban hasta la casa de Carla, para abandonarme cuando estaba con ella y volver a asaltarme cuando aún no la había dejado. Todo ello sin consecuencias de ninguna clase.

Y no hubo otras consecuencias de esas novedades. Pasó el verano y se llevó a mi suegro. Después estuve muy ocupado en la nueva casa comercial de Guido, donde trabajé más que en ningún otro sitio, incluidas las diferentes facultades universitarias. De esa actividad mía hablaré más adelante. Pasó también el invierno y después brotaron en mi jardincito las primeras hojas verdes y éstas no me vieron nunca tan desalentado como las del año anterior. Nació mi hija Antonia. El maestro de Carla seguía a nuestra disposición, pero Carla no quería ni oír hablar de él y yo tampoco, de momento.

En cambio, hubo graves consecuencias en mis relaciones con Carla por acontecimientos que, en realidad, podrían haber parecido insignificantes. Pasaron casi desapercibidos y sólo se revelaron por las consecuencias que dejaron.

Precisamente en los albores de la primavera, tuve que aceptar ir a pasear con Carla al Jardín Público. Me parecía un grave compromiso, pero Carla deseaba tanto caminar del brazo conmigo al sol, que acabé complaciéndola. No nos iba a estar permitido nunca, ni siquiera por breves instantes, vivir como marido y mujer y también ese intento acabó mal.

Para mejor disfrutar de la nueva y repentina tibieza procedente del cielo, en el que parecía que el sol hubiera recuperado su dominio desde hacía poco, nos sentamos en un banco. El jardín, las mañanas de días festivos, estaba desierto y a mí me parecía que, no moviéndome, disminuía el riesgo de ser observado. En cambio, apoyando la axila en la muleta, a pasos lentos, pero enormes, se acercó a nosotros Tullio, el de los cincuenta y cuatro músculos y, sin mirarnos, se sentó a nuestro lado. Después levantó la cabeza, su mirada se encontró con la mía y me saludó:

—¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? ¿Estás, por fin, menos ocupado?

Se había sentado justo a mi lado y, con mi reacción de sorpresa, me moví de modo que le impidiera ver a Carla. Pero él, tras haberme estrechado la mano, me preguntó:

—¿Tu señora?

Esperaba que lo presentara.

Me resigné.

—La señorita Carla Gerco, una amiga de mi esposa.

Después seguí mintiendo y más adelante supe por Tullio que la segunda mentira bastó para revelarle toda la verdad. Con sonrisa forzada dije:

—También la señorita se ha sentado por casualidad en este banco junto a mí sin verme.

El mentiroso debería tener presente que, para que lo crean sólo debe decir las mentiras necesarias. Cuando nos encontramos de nuevo, Tullio me dijo con su sentido común popular:

—Explicaste demasiadas cosas y, por eso, adiviné que mentías y que aquella señorita tan bella era tu amante.

Yo entonces ya había perdido a Carla y con gran voluptuosidad le confirmé que había dado en el blanco, pero le conté con tristeza que ahora ya me había abandonado. No me creyó y yo se lo agradecí. Me parecía que su incredulidad era un buen augurio.

Carla fue presa de un malhumor como yo no le había visto nunca. Ahora sé que desde aquel momento comenzó su rebelión. No lo advertí en seguida, porque, para escuchar a Tullio, que se había puesto a hablarme de su enfermedad y de las curas que emprendía, yo le daba la espalda. Más adelante supe que una mujer, aun cuando se deje tratar con menos amabilidad siempre, salvo en ciertos instantes, no admite que renieguen de ella en público. Manifestó su desdén más hacia el pobre cojo que hacia mí y no le respondió, cuando él le dirigió la palabra. Tampoco yo escuchaba a Tullio porque por el momento no conseguía interesarme por sus curas. Lo miraba en los ojillos para tratar de averiguar qué pensaba de aquel encuentro. Sabía que ahora él estaba jubilado y que, como tenía todo el día libre, podía invadir fácilmente con sus charlas todo el pequeño ambiente social de nuestra Trieste de entonces.

Después, tras una larga meditación, Carla se levantó para dejarnos. Murmuró:

—Adiós —y se marchó.

Yo sabía que estaba enfadada conmigo y, sin dejar de tener en cuenta la presencia de Tullio, intenté ganar el tiempo necesario para aplacarla. Le pedí permiso para acompañarla, ya que iba en la misma dirección. Su seco saludo significaba la ruptura pura y simple y aquélla fue la primera vez que la temí en serio. La dura amenaza me quitaba el aliento.

Pero la propia Carla no sabía aún adonde se dirigía con su paso decidido. Se desahogaba de un enfado momentáneo, que no tardaría en abandonarla.

Me esperó y después caminó a mi lado sin hablar. Cuando llegamos a casa, fue presa de un arrebato de llanto, que no me espantó porque la impulsó a refugiarse entre mis brazos. Yo le expliqué quién era Tullio y los perjuicios que me podría haber causado, si hablaba. Al ver que seguía llorando, pero sin apartarse de mis brazos, me atreví a adoptar un tono más decidido: entonces, ¿quería comprometerme? ¿No habíamos dicho siempre que haríamos todo lo posible para evitar dolores a esa pobre mujer que era, al fin y al cabo, mi esposa y la madre de mi hijita?

Pareció que Carla se tranquilizaba, pero quiso quedarse sola para calmarse. Yo me marché bastante contento.

Debió ser a causa de esa aventura por lo que le entró el deseo de aparecer en público como mi esposa. Parecía que, al no querer casarse con el maestro, tenía intención de obligarme a ocupar una parte mayor del lugar que a aquél negaba. Me importunó durante mucho tiempo con que comprara dos butacas para un teatro, que ocuparíamos entrando por lugares distintos para encontrarnos sentados uno junto al otro como por casualidad. Con ella sólo llegué, pero varias veces, hasta el Jardín Público, hito de mis recorridos, al que ahora llegaba desde el otro lado. Más allá, ¡nunca! Por eso, mi amante acabó pareciéndoseme demasiado. En cualquier momento, la tomaba conmigo sin razón con estallidos de cólera repentinos. Se le pasaban pronto, pero bastaban para volverme muy buenecito y dócil. Muchas veces la encontraba hecha un mar de lágrimas y nunca conseguía de ella una explicación de su dolor. Tal vez la culpa fuera mía, porque no insistí bastante para que me la diera. Cuando la conocí mejor, es decir, cuando me abandonó, no necesité otras explicaciones. Acuciada por la necesidad, se había lanzado a aquella aventura conmigo, que no le convenía, la verdad. Entre mis brazos se había vuelto mujer y —así me gusta suponerlo— mujer honesta. Por supuesto, eso no hay que atribuirlo a mérito mío alguno, tanto más cuanto que todo el perjuicio fue para mí.

Se le ocurrió un nuevo capricho que al principio me sorprendió y poco después me conmovió y enterneció: quiso ver a mi mujer. Juraba que no se acercaría a ella y que se comportaría de modo que no la viera. Le prometí que, cuando supiese que mi mujer iba a salir a una hora precisa, se lo diría. Debía ver a mi mujer no cerca de mi casa, lugar desierto donde una persona sola no pasaría desapercibida, sino en una calle populosa de la ciudad.

Por aquel tiempo aquejó a mi suegra una enfermedad en los ojos que la obligó a llevarlos vendados varios días. Se moría de aburrimiento y, para convencerla de que siguiera la cura estrictamente, sus hijas permanecían a su lado por turno: mi mujer por la mañana y Ada hasta las cuatro en punto de la tarde. Con decisión instantánea dije a Carla que mi mujer salía de la casa de mi suegra todos los días a las cuatro en punto. Ni siquiera ahora sé exactamente por qué presenté Ada a Carla como si fuera mi mujer. Es cierto que, después de la petición de matrimonio del maestro, yo sentía la necesidad de vincular más a mi amante conmigo y tal vez creyera que cuanto más bella le pareciese mi mujer, tanto más apreciaría al hombre, que sacrificaba (es un decir) por ella a semejante mujer. En aquella época Augusta no era sino una nodriza sanísima. Puede que también influyera en mi decisión la prudencia. Desde luego, tenía razón para temer los humores de la amante y si ésta se hubiera dejado llevar hasta el extremo de cometer un acto desconsiderado con Ada, no habría tenido importancia, pues ésta me había dado pruebas de que nunca intentaría difamarme ante mi mujer.

Si Carla me hubiera comprometido con Ada, yo habría contado todo a ésta y, a decir verdad, con cierta satisfacción.

Pero mi política tuvo un éxito imprevisible; la verdad. Movido por cierta ansiedad, la mañana siguiente fui a casa de Carla más temprano de lo habitual. La encontré del todo cambiada con respecto al día anterior. Una gran seriedad había invadido el noble óvalo de su cara. Quise besarla, pero me rechazó y después se dejó rozar las mejillas con mis labios, sólo para inducirme a escucharla dócilmente. Me senté frente a ella del otro lado de la mesa. Ella, sin apresurarse demasiado, cogió una hoja de papel en la que había estado escribiendo hasta mi llegada y lo dejó entre unas partituras que se encontraban sobre la mesa. Yo no presté atención a aquella hoja y hasta más adelante no supe que era una carta que estaba escribiendo a Lali.

Y, sin embargo, sé que incluso en aquel momento el ánimo de Carla era presa de las dudas. Sus serios ojos me miraban escrutadores; después los dirigía a la luz de la ventana para mejor aislarse y estudiar su ánimo. ¿Quién sabe? Si yo al instante hubiera adivinado mejor lo que se debatía en su interior, habría podido conservar aún mi deliciosa amante.

Me contó su encuentro con Ada. La había esperado delante de la casa de mi suegra y, cuando la vio llegar, la reconoció al instante.

—No había posibilidad de equivocarse. Me la habías descrito en sus rasgos más importantes. ¡Oh, tú la conoces bien!

Calló por un instante para dominar la conmoción, que le formaba un nudo en la garganta. Después continuó:

—Yo no sé qué habrá pasado entre vosotros, pero no quiero traicionar nunca más a esa mujer tan bella y tan triste. ¡Y hoy mismo escribo al maestro de canto que estoy dispuesta a casarme con él!

—¡Triste! —grité yo, sorprendido—. Te equivocas, o bien en ese momento le hacía daño un zapato.

¡Ada triste! Pero, si reía y sonreía todo el tiempo; hasta aquella misma mañana que la había visto por un instante en mi casa.

Pero Carla estaba mejor informada que yo:

—¡Un zapato! Pero ¡si llevaba el paso de una diosa caminando por las nubes!

Me contó cada vez más conmovida que había conseguido que Ada le dirigiera una palabra, con su voz tan dulce. Ada había dejado caer el pañuelo y Carla lo recogió y se lo dio. Su breve palabra de agradecimiento conmovió a Carla hasta hacer que se le saltaran las lágrimas. Hubo algo más entre las dos mujeres: Carla afirmaba que Ada había notado también que ella lloraba y que se había separado de ella con una mirada acongojada de solidaridad. Para Carla todo estaba claro: ¡mi mujer sabía que yo la traicionaba y por ello sufría! A eso se debía el propósito de no volver a verme y de casarse con Lali.

¡No sabía cómo defenderme! Me resultaba fácil hablar con absoluta antipatía de Ada, pero no de mi mujer, la sana nodriza que no advertía en absoluto lo que sucedía en mi ánimo, dedicada como estaba por entero a su tarea. Pregunté a Carla si había notado la dureza de los ojos de Ada y si no había advertido que su voz era baja y ruda, carente de la menor dulzura. Para recuperar al instante el amor de Carla, con mucho gusto habría atribuido a mi mujer muchos otros defectos, pero no podía porque, desde hacía un año, no hacía otra cosa que elevarla al séptimo cielo ante mi amante.

Me salvé de otro modo. Fui presa yo también de una gran emoción, que me llenó los ojos de lágrimas. Me parecía tener razones legítimas para sentir compasión de mí mismo. Sin quererlo, me había metido en un lío desdichadísimo. Esa confusión entre Ada y Augusta era insoportable. La verdad era que mi mujer no era tan bella y que Ada (de ella era de quien Carla sentía tanta compasión) me había hecho mucho daño. Por eso Carla era muy injusta al juzgarme.

Las lágrimas suavizaron a Carla:

—¡Querido Dario! ¡Qué bien me hacen tus lágrimas! Debe de haber habido un malentendido entre vosotros dos y tenéis que aclararlo. Yo no quiero juzgarte demasiado severamente, pero no volveré a traicionar a esa mujer, ni quiero ser la causa de sus lágrimas. ¡Lo he jurado!

A pesar del juramento, acabó traicionándola por última vez. Le habría gustado separarse de mí para siempre con un último beso; pero yo ese beso sólo lo daba de un modo; de lo contrario, me habría ido lleno de rencor. Por eso, se resignó. Los dos murmurábamos:

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