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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (23 page)

BOOK: La concubina del diablo
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»—Oh, sí. Desde luego que puedo. De hecho, ya sólo me restan seiscientas sesenta.

»—¿Y no ves lo que te hace sufrir? ¡No quiero que continúes! —grité, y me lancé sobre él y me abracé a su pecho llorando—. Por favor, te lo suplico… ¡Oh, Dios! ¡Ojalá nunca te lo hubiera pedido! Tú me advertiste lo que podía exigirte, pero te juro que jamás pensé que llegaría el momento en que habrías de… Te lo suplico, Shallem, tanto por esos inocentes como por ti mismo y por mi propia alma, pues yo soy tu cómplice en estos crímenes.

»Escuché los acelerados latidos de su corazón y percibí su agitada respiración. Ni siquiera me tocaba.

»—Shallem, ¿me culpas a mí? —le pregunté de improviso—. Ha sido culpa mía, ¿verdad?

»—Por supuesto que no —me respondió firmemente, y acarició mi cabello con su mejilla y lo besó—. Es sólo culpa de mi propia debilidad para afrontar lo que no debería costarme el menor trabajo ejecutar. Además…, creo que no debería fiarme de él.

»Levanté la mirada para implorarle de nuevo.

»—Entonces no lo hagas. Shallem, no consientas que te utilice. ¿No lo ves? ¡Sólo busca divertirse a costa de tu sufrimiento!

»—Te equivocas. Haré lo que me ha pedido con sumo placer. Es un deporte que practico habitualmente. Siempre lo he hecho. Nunca me ha costado el menor trabajo.

»—¡Sé que no estás ciego a tus propios sentimientos, no los enmascares delante de mí! Él también los conoce, ¿por qué, si no, iba a pedirte algo tan espantoso? Escúchame, Shallem, no dejes que se burle de ti, no permitas que te haga sufrir. Deseo un hijo, sí, y quisiera poder evitar que éste sufriera el menor daño, pero te amo infinitamente más a ti, y no puedo soportar el ser la causante de tanto sufrimiento. Tendremos otro hijo, Shallem. Todos los que queramos…

»—Escúchame tú a mí ahora —me dijo, con el fiero enojo de quien pretende convencernos de las falsas palabras que desearían ardientemente convertir en realidad—. Esto es un juego para mí y para todos los míos. No hay vida humana que valga una sola de nuestras lágrimas, excepto, para mí, la tuya. ¿Qué me importa sacrificar un millón de vidas mortales? Si supieras cuántas veces lo he hecho a cambio de nada, por mera diversión… Mi hijo va a nacer porque yo lo he deseado, porque yo lo he engendrado consciente de las consecuencias, y nunca, ¿entiendes?, nunca lo abandonaría a su suerte aunque tuviera que aniquilar a toda la humanidad por salvarlo a él.

»Dijo algo más, algo que entreoí difusamente, como en una pesadilla. Después, noté que mis rodillas se quebraban y sus brazos me sostenían. Y, luego, nada más.

—¡Santa Madre de Dios! —exclamó el confesor.

—¿Es todo lo que se le ocurre? —inquirió burlonamente la mujer. Se puso en pie y, durante unos instantes, permaneció quieta junto a su silla, con los dedos tamborileando sobre la mesa—. Hemos de proseguir —dijo luego, pensativa, y lentamente cruzó la habitación hacia la ventana—. Continuamos viviendo en Florencia. Las cosas habían cambiado, pero no sustancialmente. Nuestros paseos, la contemplación del orto solar extramuros, nuestro amor, eran cosas que permanecían invariables. Me atrevería a decir que, a partir de aquel momento, vivimos aquellos momentos con mayor intensidad, más unidos que nunca ante nuestro pavoroso secreto y el incierto futuro que aguardaba a nuestro hijo no nacido.

»Florencia continuaba siendo nuestra amada ciudad de colores refulgentes.

»Uno podía pararse en cualquier esquina durante horas a contemplar el arte, que emergía de los más recónditos rincones. Nada podía ser abarcado de un vistazo y todo podía ser estudiado diez, veinte veces, sin dejar en cada una de ellas de descubrir detalles inadvertidos.

»Florencia era un enorme palacio de luminosa techumbre azul y grandes espacios abiertos, y nos pertenecía.

»Pero, al caer la noche, el horror comenzaba.

»Me dejaba en casa, imaginando, en mi soledad, las atrocidades que estaría cometiendo, pensando en los rostros demudados de sus víctimas al sentir la espada en sus entrañas. Seres inocentes cuya sangre alimentaba el corazón de mi hijo.

»Luego volvía a mí. Amargado, lo mismo que lo estaba la noche en que me lo confesó todo, sombrío y cogitabundo.

»A veces, entraba en la casa con la mirada perdida, como un alma en pena, y, sin mediar palabra, se introducía en el lecho; pero, otras veces, regresaba encorajinado, torturándome con sus frases hirientes, punzantes, detallándome a quién había matado, cómo lo había hecho, y el extremo placer que había sentido en ello.

»Pero la única verdad era que el matar a los florentinos le causaba un dolor insoportable; que amaba su juventud, su alegría de vivir, su refinamiento, su amor por la belleza y la perfección, su aura filosófica, su valor y su rebeldía. Eran como pequeñas copias humanas de él mismo. Criaturas deliciosas entre las cuales habíamos hallado la felicidad. Y él no podía encontrar en ellas defectos tan grandes que justificasen la matanza.

»Consciente de su dolor, le propuse que nos fuésemos, que dejásemos Florencia, que buscásemos un lugar donde cada víctima no constituyese un suplicio. Pero me dijo que no, que el lugar era aquel y que el dolor formaba parte del precio, de la expiación de la culpa, que cuanto más sufriese en el acto, más esperanzas tendría nuestro hijo, pues él no estaba seguro de que Eonar cumpliese su palabra.

La mujer hizo un largo, muy largo receso. En el silencio absoluto se oía el sonido de su respiración, pesada, agotada.

—Fueron, por tanto, estudiantes, la mayoría de los que murieron —añadió.

—¿Y qué fue de Leonardo? —se interesó el sacerdote.

—Leonardo. Shallem no le había matado. Nunca había tenido intención de hacerlo. Le vi multitud de veces. Escondido tras aquella puerta, vigilante desde alguna esquina, asomado en algún balcón. Pero jamás tuvo ocasión de acercarse a mí nuevamente. No volví a salir sola. Sé que espiaba mis movimientos y que a veces se allegó hasta mi casa, esperando, pacientemente, alguna salida de Shallem, para aporrear la puerta o tirar piedrecitas al balcón hasta su regreso. Pero nunca le contesté.

»Naturalmente, también Shallem le veía observándonos, a hurtadillas, en nuestros paseos. Lo mismo que veía las miradas deshonestas que muchos otros hombres me dirigían. Entonces, se limitaba a mirarme a los ojos y sonreír dulcemente. Temerosa de que, harto de sus persecuciones, acabara eligiendo a Leonardo como víctima cualquier noche, acabé rogándole, con los mejores argumentos que pude, que respetara su vida.

»—No tienes por qué preocuparte —me dijo, y, de inmediato, comenzó a hablar de no sé qué otro tema alborozadamente.

III

»Bien. Antes le hablaba de la plaza de la Señoría.

»Seguimos acudiendo a ella cada domingo, como si tal cosa, como si en el transcurso de mis nueve letales meses la población estudiantil que inocentemente la frecuentaba no estuviese reduciéndose a la mitad. Yo observaba los ojos de Shallem, posados distraídamente sobre los rostros de los muchachos, preguntándome qué pensaría. “Ese par esta noche; aquel nunca; éste no; éste sí”, me imaginaba.

»Pero, uno cualquiera de esos domingos en que paseábamos por la plaza, Shallem, repentinamente, frenó en seco, quedándose clavado en el suelo con la expresión llena de asombro, y apretándome la mano hasta arrancarme un gemido.

»Observé lo que él contemplaba. Una escena trivial. Un joven, bellísimo, que, a juzgar por sus ropas, hubiera podido pasar por el dux de Venecia, galanteando con una hermosa dama.

»Nada anormal. En apariencia.

»Había una pareja en aquella actitud en cada rincón de la plaza. Sólo que, aquel caballero, aunque besaba la mano de su dama en aquel momento, tenía los ojos clavados en Shallem.

»Nada más verle aprehendí su extraordinaria naturaleza.

»No sabría darle una razón para ello que le ayudara a usted mismo a distinguir al mortal del inmortal. Para mí, era algo puramente instintivo, con el tiempo llegué a conocer el porqué. Y la mirada de ambos, clavada la una en la otra, no me dejaba lugar a dudas.

»Cuando la dama se marchó, el ángel se volvió de frente, hacia nosotros, sin despegar, ni una fracción de segundo, la vista de Shallem.

»Al punto quedé prendada de él. De su apostura, de su arrogancia, de su sonrisa. Sin tener en cuenta su extraordinaria belleza, su aspecto era el de un ser humano normal, pero su piel dorada parecía desprender luz por cada uno de sus poros.

»Llevaba el cabello, voluminoso y rubio, largo hasta el hombro y ligeramente hirsuto en las puntas. Sus ojos eran brillantes y algodonosas nubecillas teñidas de azul y sombreadas por tupidas y pálidas cejas.

»Era robusto y bellísimo; muy hermoso.

»Avanzó hacia nosotros con paso principesco. ¡Cómo brillaban sus ojos cuando sonreían al atónito Shallem! Pero no había asomo de sorpresa en él.

»Cuando llegó a su lado, se quedaron uno frente al otro; mirándose, comunicándose a su modo. Y Shallem continuaba observándole como si no diese crédito a sus ojos.

»Por fin, se lanzaron uno a los brazos del otro. Un abrazo fuerte y convulso, como un sincero abrazo mortal.

»Permanecieron así estrechados durante largo tiempo; con los párpados apretados, hablando en silencio. Después, muy poco a poco, con disgusto, se fueron separando, como si les costara un mundo el tener que hacerlo.

»La nueva criatura celestial, a quien yo, arrebatada de admiración, no había quitado los ojos de encima, se volvió a mí, contemplándome, de arriba a abajo, detenidamente.

»El sol lucía espléndido en el cielo azul, burda imitación de sus hipnóticos ojos.

»Miró a Shallem.

»—Casi, casi te entiendo —le dijo, en un perfecto francés.

»Lo pronunció muy lentamente, articulando las palabras con total perfección. Su voz era pura e inmaculada. Deliciosa, como el tañido de un arpa; de la lira de Apolo, decía él.

»—Juliette —dijo Shallem, con la voz quebrada por la emoción—, éste es mi hermano. Cannat.

»Cannat se inclinó para besarme la mano, con exquisitos modales.

»—Madame —dijo—, sois la mujer más hermosa concebida en los últimos dos millones de años.

»Me reí nerviosamente.

»Shallem parecía totalmente encantado. Buscaba el contacto físico con Cannat como si temiera que fuese una ilusión, un espejismo que pudiese desvanecerse en el aire en cualquier momento. ¡Y el placer con que había pronunciado la palabra hermano, deleitándose en ella como si el término sólo pudiese serles aplicado a ellos dos!

»—No esperabas mi visita, ¿verdad? —le preguntó Cannat.

»—No —respondió Shallem, desbordante de satisfacción.

»—Quise darte una sorpresa, y venir a ayudarte. ¡Siempre en problemas, mi díscolo hermano! —Me miró de reojo y masculló—: Espero que merezcan la pena. Y, además, voy a aprovechar mi estancia en Florencia para visitar… —volvió a mirarme por el rabillo del ojo. Evidentemente, le desagradaba hablar en mi presencia—, a alguien. Vayamos a un lugar tranquilo, ¿eh? Hablaremos más tarde.

»Durante el camino de regreso a casa me di cuenta de lo poco que deseaba la compañía de otro que no fuese Shallem. Y eso, aunque la presencia de Cannat me resultaba fascinante y maravillosa.

»Pese a que procuraban hablar en francés, introducían continuamente palabras ajenas y extrañas que jamás fui capaz de comprender o retener en la memoria. De vez en cuando, acallaban sus voces vulgares para mantener silenciosas y secretas conversaciones de las que sólo unas risas repentinas y alguna palabra escapada me hacían saber. Me sentía fuera de lugar, sobrante. Cannat era uno de los suyos, su hermano predilecto. Alguien con quien podía hablar sin despegar los labios corpóreos, alguien que le conocía como yo jamás llegaría a conocerle. Conocía y compartía su esencia, sus secretos, incluso puede que sus más íntimos pensamientos. Cannat era uno de los suyos, y yo no.

»Ya en casa, Shallem sentó a Cannat en su silla favorita y arrimó cuanto pudo a su lado una de las pequeñas Petrarca, en la cual tomó asiento él mismo.

»Allí permanecieron, durante tiempo incontable, continuando con su muda conversación y cubriéndose de mimos y caricias.

»—Espero que se te hayan quitado para siempre las ganas de regresar con ellos —le dijo Cannat.

»Shallem apretó los labios y asintió.

»—Te lo pondré difícil la próxima vez que intentes dejarme —continuó Cannat—. Sólo te metes en problemas y me arrastras a ellos.

»Shallem le sonreía y le contemplaba con amor y admiración. Yo, mientras tanto, me preguntaba si alguno de ellos sería consciente de mi presencia.

»—¿No habíamos quedado en no saltar en el tiempo? —prosiguió Cannat con su dulce tono recriminatorio.

»—No tuve más remedio. Ya lo sabes —se defendió Shallem, en un suave tono confidencial.

»—¿Y la última vez? —insistió Cannat.

»—No soportaba París —arguyó Shallem tras unos segundos, como arrepentido por su acción o disgustado por tener que confesarla.

»—Shallem —susurró firmemente Cannat, deslizando su mirada azul por el rostro de su hermano, y tomándolo delicadamente entre sus manos—. ¡El planeta entero es París! Siempre. No importa cuán lejos escapes. ¡De nada vale que salgamos huyendo ante todo lo que nos disgusta porque cada época venidera es peor que la anterior!

»—Ya lo sé. Ya lo sé —murmuró Shallem.

»Y su expresión, triste y compungida, impulsó a Cannat a besarle dulcemente en los labios, sin dejar de retenerle entre sus manos.

»Después, abrazado a él, me dirigió una fría mirada para luego, separándose ligeramente para mirarle a los ojos, volver a reprenderle.

»—Shallem —le dijo, ahora francamente serio y recriminatorio—, ¿qué te ha impulsado a darle lo que le has dado? No conoces las consecuencias.

»Shallem desvió la mirada súbitamente alarmado. Yo, que, por supuesto, no tenía idea de a qué se refería Cannat, hubiera dado cualquier cosa por atreverme a preguntar. Pero Cannat no insistió, sino que detuvo nuevamente sobre mí su fascinante mirada. Había en él algo atrayentemente salvaje. Se fijó en mi vientre, ya bastante abultado.

»—Un varón —dijo, y chasqueó la lengua—. ¡Qué lástima! Hubiera preferido una bella damita como su madre.

»Ambos se rieron. Yo no. Simplemente me quedé estupefacta. Ni siquiera se me había ocurrido la idea de que Shallem pudiera conocer el sexo de nuestro hijo. Y me fastidió el que, conociéndolo, no se hubiese molestado en hacerme el menor comentario al respecto.

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