La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (32 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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Ateniéndose estrictamente a las órdenes recibidas, el hábil nadador Anzú pasó por Misúa, donde el innovador y ladrón Chiruyu se hallaba en pacifica posesión del gobierno de los escasos súbditos que había encontrado, y por Mpizi, cuyo reyezuelo, el anciano Racuzi, descendiente de la dinastía anterior a la del plebeyo Usana, no tenía ningún motivo de queja de los infelices siervos y condolido de la desesperada situación en que les veía, les proporcionaba algunos víveres para que no muriesen de hambre los pocos que sanaban de las feroces heridas que recibieran. Después se dirigió hacia la frontera para restablecer la guarnición, expulsada por los enanos, y entró en negociaciones con el malaventurado Bazungu para ver el modo de que la ley fuese cumplida sin más derramamiento de sangre. Bazungu se prestó a entregar los cuarteles y a establecerse con los suyos en un lugar próximo a la frontera, entre Mpizi y Urimi, si se les aseguraban las provisiones necesarias para ir viviendo en paz hasta tanto que pudiesen alimentarse del fruto de su trabajo. El experto Anzú aceptó la proposición, rescató los cuarteles, y de acuerdo con el humanitario Racuzi señaló el terreno y la parte de la foresta que había de darse a los accas. La nueva ciudad que se fundase sería como tributaria de Mpizi, y el mismo Bazurígu sería su reyezuelo.

Esta transacción, que a mí me parecía de perlas, y que valió a su negociador Anzú el cargo de pedagogo, vacante desde que pasó a Boro el geógrafo Quingani, no satisfizo a la generalidad de los mayas, porque éstos se habían encariñado ya con la idea de la expulsión, y veían un peligro en la existencia de los accas dentro del país y en la posibilidad de que continuasen ejerciendo sus industrias como hombres libres. Y aun vino a favorecer tan tenaz oposición la conducta noble y gloriosa de las mujeres accas. Éstas se habían mantenido en las ciudades, o bien por temor, o por apego a sus hijos, o porque creían que los hombres de su raza no tendrían más remedio que volver cuando pasase la tormenta; pero viendo que la escisión tomaba cuerpo y que se reconocía la independencia de los enanos, todas escapaban de noche en busca de sus esposos, de sus padres o de sus hermanos, llevándose consigo cuanto podían. Esta fuga general era alentada y favorecida, por las mujeres mayas, que, privadas de los enanos, aplicaban a sus maridos la ley del talión, por la cual, en caso de duda o de silencio en la ley escrita, se rigen en el justiciero país de Maya.

En tal situación, quiso la buena fortuna de los accas que el famoso cantor de las palmeras y reyezuelo de Rozica, Uquindu, me invitase a pasar unos días a su lado, y que yo aceptara la invitación para zafarme de las mil molestias que la mala voluntad del pueblo maya y mi cargo decorativo de rey padre me proporcionaban. Dirigíme, pues, a Upala, cuyo nuevo reyezuelo, el narilargo Monyo, me retuvo y me colmó de atenciones, demostrando que, a pesar de sus ilegales exacciones en Boro, albergaba en su pecho un alma agradecida. A veces, y no me fundo en este caso solo para afirmarlo, el hombre que abusa del poder y se burla de las leyes, es más justo que el que las cumple y las acata; porque el primero suele ser un espíritu abierto al mal y al bien, y obrar como verdadero hombre, mientras que el segundo es siempre un alma seca e inabordable, incapaz así de bondad como de malicia.

En Upala me embarqué con destino a Rozica; pero al pasar por Nera, su reyezuelo, el rico armador Cazala, a quien personalmente no conocía, me salió al encuentro, me agasajó como mejor pudo y me acompañó hasta Rozica, donde me recibieron con gran pompa el poeta y reyezuelo Uquindu y sus seis hijastros, hijos del célebre Enchúa, alojándome en las mejores piezas de su grande y ruinoso palacio. Al día siguiente, después de pasearme por la ciudad para calmar la expectación pública, consagré el resto de la mañana a visitar el palacio, no tan abastecido como solían estarlo los de los demás reyezuelos, pero donde me estaba reservada una grata sorpresa. En un inmenso tembé, situado cerca del kiosco de los loros, se conservaba desde tiempo inmemorial una colección de objetos pertenecientes al rey Usana, botín de sus victorias en los países vecinos, particularmente en Banga, que tenía con Rozica fronteras comunes. A la sazón el país de Banga estaba deshabitado, y los ruandas de esta guarnición vivían casi siempre en la ciudad, sin temor a extrañas intrusiones.

Entre los objetos allí quedados, que no eran todo el botín de guerra, pues gran parte de él fue distribuido entre diversos reyezuelos, había gran variedad de armas enmohecidas, y aun me pareció reconocer restos de fusiles comidos por el orín; pero lo más interesante era una pila enorme de defensas de elefante, amontonadas como cosa inútil, y que de seguro databan del tiempo en que estas regiones sostenían tráfico mercantil con las costeñas. Al cortar Usana estas relaciones, que juzgó peligrosas, acaso con buen fundamento, aquel rico tesoro de marfil no tenía ya valor, y fue abandonado en el palacio del reyezuelo de Rozica. La contemplación de tan valiosas como inútiles riquezas suscitó en mi ánimo, en forma de vago preludio, el pensamiento de abandonar el país. No fue que se me despertara el instinto comercial, que, sinceramente hablando, nunca me poseyó por completo, ni aun logró contrabalancear el fondo de idealismo que de mi buena madre tenía heredado, sino que, viendo el perfecto orden en que los mayas vivían, alterado sólo por la presencia de los enanos, ocurrióseme librar a aquéllos de tan gran estorbo y valerme de éstos para transportar los dientes de elefante, que eran en mis manos un precioso recurso. De esta suerte aseguraba la felicidad de los mayas, la de los siervos, a quienes dejaría bien establecidos fuera del país que tan duramente y con tanta ingratitud les pagaba sus asiduos trabajos, y la mía propia, que no podía cifrarse en vivir toda mi vida entre gente de otra raza. Ante la posibilidad de volver al viejo mundo, simbolizada por mí en las defensas de elefante y en las espaldas de los enanos, los ya moribundos recuerdos de mi primera vida renacían, y la realidad de la vida presente se alejaba, como si ya me encontrase en mi tierra, con los míos, viendo desde allí, con la imaginación, este otro cuadro algo más obscuro, obra mía, del que se destacaban tantas figuras conocidas y amadas. ¡Quién sabe si en esa otra vida con que los hombres sueñan para después de la muerte, no se vive también entre espíritus del recuerdo de lo que fue la vida carnal, menos pura, pero también digna de nuestro pensamiento y de nuestro amor!

Despedíme apresuradamente del vate y reyezuelo Uquindu, y regresé a Maya dominado por estas ideas, y de hora en hora más dispuesto a realizarlas. Los regentes y consejeros hallábanse aún embarazados con la grave cuestión de los accas; sin saber cómo apaciguar las iras populares. Comenzó a notarse escasez de algunos artículos, entre ellos de alcohol, por falta de inteligencia en los rugas-rugas traídos de las ciudades de Occidente, para suplir a los enanos, y veíase con malos ojos el donativo de alimentos concertado por el experto Anzú. Mi intervención resolvió estas dificultades por los medios más pacíficos y más prudentes. Dicté al regente y calígrafo Mizcaga un decreto, en el que se ordenaba que los enanos salieran del país en el término de dos meses lunares, y que mientras tanto se fuesen reuniendo en la ciudad de Rozica, para que la expulsión tuviera lugar por el río abajo y no quedasen ningunos escondidos en los bosques. Todos los mayas debían entregar a los expulsados las mujeres accas que aún retuvieran en su poder, así como los hijos de raza pura acca, conservando sólo los mestizos, que serían tratados, cuando les llegase la edad, como hombres libres. Y, por último, debía darse a cada uno de los expulsados víveres para un mes y armas para defenderse de los ataques de las fieras o de los hombres, hasta llegar a su antigua patria. Mientras llegaba el día de la expulsión, quinientos accas, elegidos entre los castrados, quedarían en la corte para enseñar a los rugas-rugas los diversos oficios en que éstos habían de trabajar a las órdenes del rey y del Igana Iguru. Por doloroso azar, propio de las cosas humanas, el precoz Josimiré puso su primera firma en este terrible edicto, que debía privarle del cariño de su verdadera madre y del apoyo de su padre.

Porque urdiendo hábilmente las diversas partes de un plan que de antemano había concertado, después de publicar el edicto anuncié que, por inspiración de Rubango, sería yo mismo el que caminaría al frente de los accas hasta llevarlos muy lejos del país y canjearlos por igual número de cabilis, de acuerdo con las predicciones del Igana Nionyi. Igualmente les profeticé que mi segunda ausencia sería tan larga como la primera, y les ordené que en el intervalo cumplieran rigorosamente los preceptos consignados en unas tablitas de madera que antes de separarme de ellos les entregaría.

Mi pensamiento en este punto se redujo a condensar en varios preceptos breves, claros y razonables lo substancial de la Constitución que tenía en cartera, y que no promulgué por desconfianza en las fuerzas intelectuales de mis gobernados; y como era aún más importante que los preceptos el modo de colocárselos perpetuamente delante de los ojos, ideé la novedad de las tablillas de madera, que de rechazo me obligó a dotar a los carpinteros del país de una nueva herramienta: el cepillo. Las tablitas tenían que estar muy bien cepilladas, y contener en el anverso la microscópica Constitución, y en el reverso el nombre del que la poseía, seguido de los nombres de su padre y de su abuelo. Había yo notado que las familias mayas se tenían poco cariño, y llegué a descubrir que la causa era la eterna falta de memoria. Como las personas tenían un solo nombre, y la mayor parte ni siquiera lo recordaban, no se conservaba el ligamen familiar más que entre los que vivían bajo el mismo techo; en separándose, como si fueran animales inferiores, se olvidaban los unos de los otros, y aun perdían el hábito de reconocerse. Mi pensamiento era, pues, de gran trascendencia moral y social, porque obligando a cada persona a llevar colgada al cuello, como adorno, la tablita de madera, no sólo les recordaba los mandamientos de la Constitución, sino también su abolengo familiar y las buenas o malas acciones que a él fueren anejas. Sólo había una dificultad que salvar al establecer la reforma: la de inscribir los nombres del padre y abuelo de las personas que no los recordaban. En estos casos se eligió uno arbitrariamente, por donde vinieron a ser los más pobres, como los más ricos, nietos de los más ilustres personajes glorificados por la historia nacional. El lluvioso Ndjiru, el segundo Usana y el corpulento Viti tuvieron millares de descendientes en todo el país, y la nivelación de clases dio un paso digno del firme y zancudo Quiyeré.

Al mismo tiempo que, auxiliado por gran número de pedagogos, inscribía en el reverso de las tablillas los nombres de cada habitante del país, según los censos de los afuiris de la corte y locales, y con arreglo a los datos que cada particular aportaba, hacía copiar exactamente en el anverso los cinco artículos de que se componía la Constitución, redactados, después de muchas cavilaciones y tanteos, en la forma siguiente:

I. Teme a Rubango, cree en el Igana Nionyi, confía en Arimi.

II. Ama al gran muanango, venera al Igana Iguru, respeta a todos los uagangas.

III. Obedece a los reyezuelos, sigue a los pedagogos, huye de los ruandas y mnanis.

IV. Trabaja mientras dure el sol, paga los tributos, ten gran número de mujeres e hijos.

V. Come sólo legumbres, bebe poco alcohol, duerme mucho.

Como se nota a primera vista, los preceptos están todos en forma ternaria, y, además, en lengua maya resultan con cierto ritmo, muy conveniente para que se peguen al oído y se les retenga sin esfuerzo. La colocación de los tres términos en cada renglón no es tampoco arbitraria, pues aparte de estar colocados por orden de materias, procuré que el primer mandamiento de cada grupo fuese el más esencial, y que en cada mandamiento fuese también lo más esencial la primera palabra. Por este sistema, aunque los perezosos mayas no pasaran del principio de los renglones, hipótesis muy admisible, aprendían ya lo bastante para que su vida fuera tan perfecta como cabe concebirla en lo humano, puesto que, siempre que se las interprete con mediano buen sentido, las cinco palabras iniciales: teme, ama, obedece, trabaja y come, son como los fundamentos de la sabiduría, de la humanidad, de la paz de los estados, de la prosperidad material y de la buena salud.

Simultáneamente con mis faenas legislativas marchaban otros trabajos de no menor importancia, en los que mis paternales previsiones para asegurar la felicidad y el progreso de la nación llegaron hasta un extremo exagerado. Revelé al listísimo Sungo todos mis secretos de gobierno, en particular la preparación de los milagrosos rujus, sin reservarme más que el de la pólvora, que después de muchas vacilaciones consideré muy perjudicial aun en las manos más firmes y prudentes; y aprovechando la romería a la montaña de Boro, hice una última visita a la hierática ciudad, y en medio del pasmo de los innumerables peregrinos lancé al espacio, desde el observatorio astronómico, un globo de tela que construí con el intento de fortificar más todavía la fe en el Igana Nionyi y de extender por todo el país las profecías sobre mi viaje y mi tardío regreso. El globo era como un mensaje al progenitor de los cabilis, quien debía contestar por medio de signos celestiales, que yo también hice aquella misma noche, disparando desde el nuevo enju varios cohetes que, envueltos entre matas de maíz, había llevado conmigo, y que al caer en forma de bellos caireles, de estrellas fugaces y de largos lagrimones, dejaron cimentada la nueva Constitución, con tanta firmeza como los fuegos del Sinaí habían establecido, algunos siglos atrás, la ley judaica.

Pero con ser estas medidas de gran trascendencia para el país, había otras queme preocupaban más altamente, por referirse a mi numerosa familia, a la que yo amaba con amor entrañable, aunque parezca deducirse lo contrario de la severidad con que, a fuer de historiador verídico, la he juzgado en algunos pasajes de estas Memorias. Pareciéndome peligroso dejar en el real palacio un número excesivo de mujeres sin otra autoridad que la del tierno Josimiré, jefe natural durante mi ausencia, decidí hacer un expurgo riguroso y distribuir mis mujeres jóvenes entre los regentes, uagangas, consejeros, reyezuelos y personas de altísima posición social, exceptuando a los inhabilitados por su parentesco conmigo, como eran, aparte del Igana Iguru, los regentes Catana y Njudsu y los hijos de éstos. Entre las mujeres regaladas figuraron también dos de mis favoritas: la sensual Canúa, que pasó a poder de su antiguo señor, Lisu, el de los grandes ojos, y la revoltosa y glotona Matay, mi lavandera familiar, enviada a mi gran favorecido, el valiente Ucucu, uno de los entusiastas del lavado de las túnicas desde los albores de la reforma.

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