La cortesana de Roma (25 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cortesana de Roma
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Sandro corrió a la habitación vecina y vio como Ranuccio le levantaba la mano a su hermana. El jesuita reaccionó con rapidez, como en un reflejo de tiempos remotos, cuando se veía continuamente envuelto en trifulcas por las más nimias razones. Con un violento salto arrojó a Ranuccio al suelo, y cuando este quiso levantarse e hizo amago de marcharse, Sandro se lo impidió y le golpeó de nuevo, de tal forma que se tambaleó, cayó al suelo y salió arrastrándose.

Sandro no le persiguió. En lugar de ello, se volvió hacia su hermana... y recibió un fuerte bofetón.

—¿Estás mal de la cabeza? —le gritó ella, casi histérica.

Sandro estuvo a punto de hacerle la misma pregunta. Se frotó la mejilla.

—Lo que has hecho es intolerable —gritó la joven.

—¿Que lo que yo he hecho es intolerable? Era él el que te estaba pegando.

—¿Y eso a ti que te importa? —ella lloraba e intentaba recomponer el vestido que Ranuccio le había desgarrado en numerosos puntos—. Es algo que solo me incumbe a mí, y a nadie más.

—Perdona, pero creo que no estás en tus cabales. Ese tipo es absolutamente insoportable, es un maltratador y un mujeriego y yo...

—Tú antes no eras distinto —chilló ella, como una niña pequeña.

—Yo nunca le he pegado a una mujer. Nunca se me ha pasado siquiera por la cabeza ponerle una mano encima a una mujer. No hay nada más repugnante que un hombre pueda hacerle al sexo opuesto. Ni siquiera el adulterio o la indiferencia se le pueden comparar, así que no se te ocurra decirme que quieres casarte con un hombre que te pega.

—Esta ha sido la primera vez que me ha pegado, no se le puede tener en cuenta. Ha bebido un poco.

—Hoy no será la última vez que se emborrache, lo sabes, ¿no?

—Tú no lo entiendes. Es un Farnese. El suyo es uno de los apellidos más ilustres que se puede tener.

—Sí, ¿y?

—¿Pero tan lento eres? Yo quiero ese apellido. Quiero irme de casa y tener mi propio
palazzo
. Quiero que me envidien.

—Nadie envidia a una mujer maltratada.

—¿Qué sabrás tú de eso, si te dedicas a quitarle los piojos de la cabeza a los niños pobres? Por última vez, ¡métete en tus asuntos!

Solo le faltaba comenzar a patear el suelo, era igual que una niña pequeña y obstinada que se enfurruña porque alguien trata de quitarle un juguete.

Sandro suspiró.

—Bianca, créeme, la alegría que conllevan el apellido y el rango desaparecen rápidamente, y tú tendrás que permanecer por el resto de tus días con ese...

Ella se levantó. Por el rictus de su boca, él entendió que no lograría convencerla con esas palabras, sino todo lo contrario. Todo lo que él le dijera no haría sino fortalecer su terquedad. Aunque él supiera que su hermana corría desbocada hacia una existencia infeliz, aceptó que, en ese preciso momento, no había nada que pudiera hacer para protegerla.

Ella se dirigió a la salida.

—Espera, Bianca, hay algo que debo preguntarte. Es en relación a Maddalena Nera, la amante asesinada del Papa. Quería evitarle a madre las preguntas delicadas y por eso hay algo que necesito que me digas...

—Piérdete con tus malditas preguntas —graznó como respuesta.

—Es importante, Bianca.

—No pienso hablar contigo.

—Bianca, por favor, te lo pregunto como visitador del Papa.

La muchacha adoptó la pose teatral de una orgullosa heroína.

—Entonces, hazme encadenar.

Y tras esto, se marchó murmurando.

El capitán Forli abrió una puerta en el piso superior del palazzo y escuchó unas palabras desesperadas:

—No me queda elección, Francesca. Debo hacerlo.

—Sebastiano... —la voz de la muchacha denotaba preocupación.

—No, Francesca. No pensé que me encontraría en una situación tan espantosa, pero es lo que ha ocurrido al final. Ojala nunca hubiera... ¿Quién sois vos? ¿Qué queréis?

Forli había entrado apenas un paso en la habitación, pero se había hecho notar o, más bien, lo había hecho la reluciente vaina de la espada que llevaba colgando de la cadera, que había castañeado. Llevaba el uniforme de gala: amplio gorro emplumado, un jubón arrugado con mangas de globo, pantalones bombachos, cinturón labrado...

No soportaba aquel uniforme, porque cuando lo lucía se recordaba a sí mismo a un bollo de manteca que se hubiera echado a perder, pero por otra parte, debía admitir que era el único conjunto de todo su vestuario aceptable en una fiesta. ¿Podría haber sacado a bailar a Francesca Farnese con casco y coraza?

Al salir de los archivos de la Cámara Apostólica, había corrido hacia sus aposentos en la prisión, donde se había cambiado de ropa para después dirigirse hasta donde se encontraban. Como no había visto a Francesca por ninguna parte entre todos los reunidos en el salón, le había preguntado a un paje. Podía haberle preguntado a Sandro Carissimi pero, en primer lugar, se había enfrascado en una conversación con
donna
Elisa, y en segundo lugar, a Forli le resultaba muy vergonzoso mostrar de forma tan evidente su interés por Francesca. El paje le había dicho que ella se encontraba en su habitación, en el piso superior. Forli había esperado un tiempo en la planta baja, con la esperanza de encontrarse allí con ella, para lo cual había montado guardia tan discretamente como habría podido cualquier persona que hubiera estado montando guardia en la escalera. Sin embargo, como ella no aparecía, había hecho acopio de valor para, en contra de toda etiqueta, subir a buscarla.

Finalmente, la había encontrado. Estaba con un joven monje dominico desconocido para él. Francesca se encontraba sentada en una silla, mientras el religioso se arrodillaba a su lado, en el suelo, con las manos entrelazadas con las de ella. No era difícil entender que había interrumpido una conversación grave y muy emocionante, pues en los rostros de ambos relucían las lágrimas.

—Mis disculpas —dijo el capitán—. Había llamado a la puerta —aunque era verdad, le pareció que sus palabras y su actuación, que la situación entera, ofrecían una tarjeta de presentación lamentable con la que presentarse ante la persona amada—. Ya me marcho —dijo, colocando una pierna detrás de otra, dos, tres veces más, antes de darse la vuelta.

—No, capitán —le llamó Francesca, saliendo a su encuentro.

Llevaba un arrebatador vestido malva que susurraba con cada paso, y mientras ella se secaba las lágrimas de las mejillas con el pliegue de un pañuelo, a Forli le asaltó el insoportable deseo de protegerla de todos los peligros y dolores del mundo, de abrazarla y no volverla a soltar.

—Me alegro de que hayáis aceptado mi invitación a la fiesta, y que ni las escaleras ni las puertas cerradas os hayan impedido hacerme saber que habíais llegado. Permitidme que os presente a mi hermano Sebastiano. Sebastiano, este es el capitán Forli.

El saludo entre los dos hombres fue breve y forzado. A ninguno de los dos se le ocurrió nada que pudieran decir. Sebastiano aún parecía nervioso, incluso desesperado, de tal forma que su rostro se cubría con una máscara mezcla de ira y de oscura resolución. Forli seguía sin verse capaz de asumir la situación: la instrucción militar no enseñaba a tratar con hermanos llorosos.

—Molesto —dijo, pero añadió—, ¿verdad?

Francesca sonrió: eso era buena señal. Aunque quizá sonriera solo por sus maneras torpes, por la actuación de un comediante, a su pesar, que se hubiera presentado en la habitación.

—Es solo que... —balbuceó él—. Os eché en falta abajo, en la fiesta.

—Tenía pensado haber participado, capitán, pero a mi hermano Ranuccio no le gustó el vestido que llevo.

—A mí me parece maravilloso.

—Gracias. Precisamente el hecho de que sea maravilloso es la razón por la cual a Ranuccio no le gusta.

—Suena a un ataque de celos —dijo Forli.

—Peor —intervino Sebastiano, apretando los dientes—. Es un tirano. Si no... —se interrumpió—. Bajaré y me dejaré ver un rato por la fiesta.

—¿Volverás luego otro rato conmigo? —preguntó Francesca suplicante, casi implorante, mientras cruzaban la mirada de una forma que solo saben hacer quienes se han conocido y han confiado mutuamente durante una eternidad.

—Por supuesto —respondió Sebastiano sonriendo—, aunque por poco tiempo.

Al salir, dejó la puerta abierta, como era habitual cuando un hombre y una mujer sin vínculos familiares o matrimoniales se quedaban solos en una habitación.

Forli y Francesca callaron durante un rato. Ella se limpió las últimas lágrimas de la cara y se pasó la mano cuidadosamente por el pelo y el vestido mientras él la observaba. Había en sus movimientos algo de irresolución, de fragilidad. Le recordaba a un cachorro de erizo que había encontrado en un prado cuando era niño; una criatura temblorosa y temerosa que se había llevado a casa y había logrado criar sin contárselo a nadie. Aquella buena acción le avergonzaba un poco.

—No os he contado toda la verdad, capitán —dijo ella, con voz suave—. Referido al motivo por el cual no he bajado a la fiesta. Es cierto que Ranuccio me ha reprochado mi elección de vestuario y que me ha exigido que me cambiara, pero después de eso, me he sentido demasiado agotada como para hacerlo. No tanto en el sentido físico como... No sé cómo explicarlo. La verdad es que soy una mujer que se derrumba ante la más mínima pequeñez o presión.

Su tono dejaba entrever hasta qué punto le afligía su propio comportamiento.

—Estaba tan afectada que olvidé mi promesa de bailar con vos. Entonces llegó Sebastiano... —reflexionó un instante—. Capitán, quiero advertiros. Ranuccio es un demonio, y si nos viera juntos...

—No nos está viendo. Y aunque lo hiciera, no le tengo ningún miedo.

—Yo sí —replicó ella—. Hay algo en él que causa auténtico terror. Generalmente no me toca nunca, ni siquiera me pone un dedo encima, como si yo fuera algún templo con una llama sagrada en su interior; pero cuando hago algo que no le gusta, es capaz de gritar tan fuerte que me echo a llorar solo por eso. Afortunadamente respeta la privacidad de mi habitación, y cuando cierro la puerta, no se atreve ni a llamar. Entonces, si quiere darme algún recado, envía a mi antigua ama y doncella.

Su franqueza sorprendió a Forli. Solo la conocía desde el día anterior, y ya le estaba desvelando secretos que otros guardarían toda su vida. Sin embargo, esa sinceridad le infundió valor.

—¿Por qué me estáis contando esto? —preguntó.

Ella hundió la mirada.

—Para que cerréis la puerta.

El hizo lo que le había pedido, y cuando se volvió, la joven se encontraba ante él.

—Quiero ser honesta con vos. Una mujer en mi posición no es capaz de diferenciar si lo que siente por un hombre es por propia voluntad o simplemente porque espera que le rescate.

Tras estas palabras, se dio nuevamente la vuelta. Sacó su pañuelo, jugó con él, lo volvió a guardar y, cuando se levantó de nuevo, él se colocó tras ella y le agarró suavemente de los hombros, cuidadosamente, como si fuera de porcelana. No recordaba haber tocado nunca a nadie así, ni siquiera a las mujeres que había intentado conquistar con anterioridad. Sus brazos, sus manos, manos de Sansón, como las solía llamar su madre, no estaba hechas para manejar la delicadeza, pues rompían todo lo que tocaban. Sin embargo, Francesca no se rompió. De repente, era capaz de ser dulce, porque lo que sentía era lo más dulce del mundo. Le daba igual si Francesca simplemente buscaba en él algo de protección, o si sentía lo mismo que él. Estaban juntos, y todo lo demás carecía de importancia.

Muy lentamente fue dándole la vuelta a Francesca para poder mirarle a los ojos. El sabía el efecto que causaban los suyos propios, dos grutas oscuras y tenebrosas por las que, en realidad, debería sentirse avergonzado, y que sin embargo cuadraban bien con un soldado cuya misión era infundir temor. En aquel momento, no obstante, intentaba deshacerse de todo lo que había de temible en él.

Probablemente no tuvo mucho éxito, pues súbitamente, Francesca enrojeció.

—Disculpadme —dijo, tomándola de la mano—. He ido muy lejos.

Ella enrojeció aún más.

—Lo mismo estaba pensando yo de mí. Que me comporte de manera tan indecorosa... Debéis haberme tomado por una insensata. Quizá lo sea...

—No —repuso él—, no lo sois.

—Es solo que... Quien como yo apenas ha salido nunca de esta casa, comienza a pensar en las oportunidades: la oportunidad de hablar con alguien a quien apenas se conoce; la oportunidad de oír una broma por la que poder reírse, la oportunidad de experimentar nuevos sentimientos. Las oportunidades son tan raras y tan breves...

—Os entiendo,
donna
Francesca, y nunca pensaría mal de vos.

Su rubor se suavizó, y la joven sonrió.

—Igualmente yo tampoco pensaría mal de vos. Seguro que sois el hombre más honrado y decente de Roma, de nada más alejado que de la infamia, la malicia y la falsedad.

Sus palabras podían haber sido hermosas, pero para él, fueron como un puñetazo en el estómago. El hombre que Francesca había descrito, aquel por el que le tenía,... no era él. No desde que cumplía con la maldita orden de Massa.

Probablemente adquirió el aspecto de un perrillo maltratado, pues Francesca le sonrió con gesto reconfortante.

—Podéis sacarme a bailar, capitán.

Durante todo ese tiempo, había llegado, procedente de la sala de fiesta, una música alegre.

Forli se inclinó y le ofreció un brazo.

—Bailemos aquí,
donna
Francesca, solos vos y yo. Tanto tiempo como podamos.

—Tanto tiempo como podamos —repitió ella.

Él corrió por el puente Cestio con dirección noroeste. Un par de luces se reflejaban desde la otra orilla en las oscuras aguas del Tíber, y se rompían allí creando incontables estrellas que iban y venían, iban y venían, para volver a desaparecer y surgir. Aquellas luces eran el único indicio de que estaba corriendo junto a la orilla, río arriba. Era tan invisible en la noche como la propia corriente, y oírle resultaba muy difícil, pues solo emitía un leve murmullo que, en sus oídos, sonaba igual que el murmullo de la sangre. Le asaltaban tantos pensamientos, tantas preocupaciones, que notaba el palpitar de la circulación en sus sienes. Le dolía mucho la cabeza, y se sentía cansado.

Los ojos de un gato le taladraron, observándole con la esperanza de que le trajera algo de comer. Los felinos de Roma siempre están hambrientos, desde hace milenios, desde Rómulo y Remo. En los últimos tiempos, se les había llegado a acusar de los peores males, se les había cazado y quemado vivos, y ahogado sus terribles chillidos con el sonido de panderetas, flautas y clarines. Los cuerpos quemados, carbonizados, se les echaba a los pobres como alimento.

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