La Costa de los Mosquitos (24 page)

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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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El trabajo avanzaba en la planta. Los tablones de caoba fueron izados hasta su lugar adecuado y atornillados a los postes. Los suelos no me decían nada, pero, cuando se levantaron las paredes, adquirió un aspecto familiar, y antes de que la terminasen ya había adivinado lo que era.

14

La mayor parte de ellos, incluidos los Maywit (quienes habían visto uno en Trujillo), pensó que Padre se había vuelto loco y había construido un silo.

—¡Vaya! ¿Qué grano va a meter ahí dentro? —dijo Mr. Haddy, hablando en nombre de todos.

Padre dijo que no iba a meter nada dentro, y mucho menos grano.

—¡Pero ya verán lo que saco de aquí! ¡Y lo que seguiré sacando! Escuchen —susurró, y después dijo—. Esto es sempiterno. No se rendirá nunca.

No tenía la forma de botella de algunos silos, tampoco forma de termo, y no había aberturas de alimentación. Era alto y cuadrado. No tenía ventanas, únicamente una escotilla, a veinte pies de altura y sin escaleras. Era simplemente una construcción de madera, un enorme armario de caoba que se alzaba en nuestro claro de jungla. Una caja, pero una caja gigantesca, con tapa de latón. Era una rareza de tal calibre que constituía algo en sí misma, como una pirámide egipcia. Su gran formato era suficiente. No necesitaba otro fin. Pero yo sabía que era la «Bañera de Gusanos», mil veces ampliada.

Apenas se había acabado la construcción cuando la gente empezó a llegar en manadas. Supongo que nuestro martilleo se oía en el bosque. Padre acogía bien a los extraños. Eran indios de las colinas y granjeros de habla española, y criollos y zambus. Los indios no se quedaron, pero los otros sí, Mr. Harkins y Mr. Peaselee, la anciana Señora Kennywick (la mismísima que había visto a Dios en la iglesia de los gritones) y algunos más. Decían que habían observado la construcción de la casa —así lo llamaban. Se maravillaban. Era más alta que los árboles y tenía el techo plano, como ninguna otra cosa de los alrededores. La habían visto de lejos.

Su curiosidad nos fue muy útil. Precisamente cuando Padre necesitaba ayuda, aquella gente salía de entre los árboles y decía que estaba dispuesta. Terminadas las restantes construcciones, recogida la primera cosecha y en excelente estado los demás cultivos —todo cuanto necesitábamos—, todo el mundo dedujo en Jerónimo que el trabajo estaba hecho. Por esa razón, la planta —como la seguía llamando Padre— constituyó una sorpresa extraordinaria. ¿Para qué era? ¿Qué hacía allí?

Padre prometió más maravillas, pero todavía había que añadir madera a la estructura, y todavía faltaban ladrillos.

—¿Dónde están los ladrillos, Padre? —preguntó Mr. Maywit.

—Está usted encima de ellos —Padre dirigió el muñón del dedo hacia el suelo—. ¡Arcilla! ¡Todo eso son ladrillos, ahí quietos, esperando a que alguien los haga!

También había que trabajar el hierro.

—La Edad de Hierro llega a Jerónimo —dijo Padre—. Hace un mes estábamos en la Edad de Piedra, cavando las verduras con palas de madera y matando ratas a golpes de hachas de sílex. Vamos avanzando. ¡En unos días estaremos en 1832! Por cierto, señores, tengo intención de saltarme a la torera el siglo veinte enterito.

Aquello necesitaba más fontanería que una planta de distribución de agua, pero la construcción avanzaba con regularidad. La gente nueva hacía su trabajo encantada; les gustaba escuchar a Padre, quien no paraba de hablar.

—¿Una enfermedad del siglo
XX
? —decía—. Os voy a contar la peor de todas. La gente no soporta estar sola. ¡No puede tolerarlo! Así que va al cine, come hamburguesas en garajes, publica su número de teléfono en los papeles de mierda, diciendo: «¡Llamadme, por favor!». Da asco. La gente detesta hasta su propia compañía, llora al verse en el espejo. El aspecto de su cara la asusta. Quizá sea ésa la clave del asunto...

La mayor parte del trabajo de fontanería eran las curvas, las suficientes para hacer bizquear a una vaca. Algunas de las curvas eran los codos fijos que habíamos traído de La Ceiba, y otras las hicimos en la forja. La forja se construyó con los primeros ladrillos, y el fuelle (un simple fuego no era suficientemente caliente) eran dos palas y una vejiga. Padre reservaba su soplete para terminar los sellados, porque no quería malgastar el cilindro de gas. El espectáculo de Padre con su máscara de soldador, los ojos como dardos en la ventanilla, los guantes, el delantal de amianto y la ardiente antorcha, fascinaba a los espectadores. Y no paraba de hablar, ni siquiera con la máscara puesta.

—¿Por qué empeoran y se debilitan las cosas? —decía la voz que retumbaba en la máscara como si saliera de una concha—. ¿Por qué no mejoran? ¡Porque aceptamos que se rompan en pedazos! Pero no tenían por qué romperse. Podían durar para siempre. ¿Por qué todo es cada vez más caro? Hasta el más idiota se da cuenta de que las cosas deberían ser más baratas a medida que la tecnología se va haciendo más eficiente. Aceptar la senilidad de la obsolescencia en renunciar a la esperanza...

Sus palabras les gustaban, pero la lluvia de chispas y los trozos de metal muerto volando por el aire les encantaban. Se asombraban de ver barras de hierro blandas chorreando como alquitrán bajo la llama azul del soplete.

El soplete era uno de los juguetes de Padre. Había otros —su «Caja de los Truenos» y su «Aplastaátomos», e incluso otros más simples, como el «Castor», que cortaba tubos y hacía roscas: una mandíbula operada a mano con una boca dentada sujeta por abrazaderas, fabricación personal. Para él eran juguetes, pero para los otros eran magia. Cuando cogía un tubo oxidado, lo escariaba, lo doblaba, le hacía una rosca y le ponía tantos codos que parecía un cigüeñal. Todo el mundo se juntaba para mirarle. En ese momento era un brujo, con su máscara de hierro transformando un pedazo de chatarra en una pieza simétrica para la fontanería, que constituía el estómago y los intestinos de la planta. Se jactaba de ser capaz, incluso con aquel equipamiento básico, de transformar una simple varilla o un tubo en un diminuto circuito de computadora.

—Soy capaz de hacer microchips con el trozo más gordo de hierro que haya por los alrededores. Sería capaz de hacer hablar al metal mudo. Eso son los circuitos de las computadoras: palabras y párrafos en un idioma primitivo. Usted no ve las computadoras como algo primitivo —decía, hablando con Mr. Harkins—, pero lo son. Son salvajes mecánicos.

Decía que estaba fabricando un monstruo. «¡Soy el doctor Frankenstein!», aullaba a través de su máscara de soldador. Llamaba pulmones a un conjunto de tubos, «salida de popa» a otro y «pareja de riñones» a dos depósitos. Siempre hablaba de la planta en masculino: «Él necesita hoy una molleja», o «esto le entrará perfectamente en el hígado», o «¿qué tal le irá esto en el gaznate?».

Harkins y Peaselee se reían al oírlo y preguntaban a Padre si su monstruo tenía nombre.

—Díselo tú, Charlie —dijo Padre.

Me acordé.

—«Niño Gordo» —dije.

Todo el mundo susurraba el nombre.

Jerry y las gemelas se sorprendieron de que supiera algo que ellos ignoraban —no sólo el nombre sino también el fin, cómo funcionaba y qué aspecto tendría una vez terminado. Dieron muestras de respetarme, y durante cierto tiempo dejaron de llamarme «Cochino» y «Espacoide».

Hasta Madre sintió cierta necesidad por saber cómo estaba tan bien enterado. Le dije que había visto el modelo a escala. Recordaba la mañana en que Padre y yo cargamos la pequeña «Bañera de Gusanos» en la camioneta y, pasando junto al espantapájaros, fuimos a casa de Polski a hacerle una demostración. Primero, Padre contento, después Padre indignado, y el cajón de madera tragando y produciendo un disco de hielo en un vaso. Recordaba también otras cosas: la junta de goma de Northampton y el policía, y Padre diciendo «nadie piensa jamás en marcharse de este país. ¡Pero yo sí, todos los días!». Y la Casa de los Monos. Y «es una vergüenza».

Todo aquello era ya lejano, pero, al ver la elevada construcción sin ventanas al borde del claro, comprendí a qué habíamos ido allí: para construir «Niño Gordo», para hacer hielo.

Éste era el lugar distante y vacío del que siempre hablaba Padre. Allí podía hacer lo que le viniera en gana sin tener que explicarle a nadie el por qué. Allí no había ningún Polski que dijera «Vonca, vonca».

—Ves Jerónimo —decía Padre— y no sabes en qué siglo estás. Esto es parte de tu planeta de origen, con gente a juego, y todavía te preguntas por qué eché a ese misionero a patadas en el culo.

Padre había encontrado su lugar solitario.

Pero la gente tenía miedo de «Niño Gordo». Todo empezó con Francis Lungley. Decía que, por la noche, oía ruidos dentro. Mr. Maywit decía que tenía un olor, no olor a máquina sino algo como aliento de tigre. «Hay murciélagos dentro», decía la Señora Kennywick, y era verdad. «De noche, tiene veintidós ojos», decía Mr. Haddy, y no era cierto. Todos lo observaban inquietos, como si fuera un monstruo peligroso. Nadie entraba si Padre no lo hacía antes, pero Padre tenía la costumbre de cantar dentro, lo que asustaba a todo el mundo. Una mañana, Mr. Harkins dijo que había desaparecido. Salimos corriendo de la casa y vimos que seguía en su sitio. «Acaba de volver», dijo. Los zambus seguían oyendo ruidos dentro. Eran voces. Brujas, decían.

Padre les dijo que se calmaran.

—No hay razón para tenerle miedo —dijo—. No es nada nuevo. Ni siquiera es un invento.

Pero ellos seguían teniéndole miedo.

—Es una maravilla, pero no es magia. La gente dice que soy un inventor. No soy un inventor. Oigan, ¿qué estoy haciendo yo aquí?

—Sperimentos —dijo Mr. Maywit. Había aprendido la palabra de Mr. Haddy.

—Les diré lo que estoy haciendo. Lo que hace todo el que inventa algo. Estoy ampliando.

Mientras martilleaba los lomos de una caldera, sin dejar de trabajar, Padre decía que la mayor parte de los inventos consistían en adaptaciones o ampliaciones.

—El cuerpo humano, por ejemplo —decía.

El cuerpo contenía toda la física y la química que necesitábamos conocer. Los mejores inventos estaban basados en la anatomía humana. El mismo tenía dos patentes de ideas plagiadas del cuerpo: su «Depósito Autosellante» y su «Músculo Metálico». Decía que no había mejor ejemplo de ingeniería que la articulación de bola y cuenco de la cadera humana. La tecnología de computadoras no era más que una forma torpe de construir un cerebro, y el sistema nervioso central era un millón de veces más complicado.

—¿Aislamiento? ¡Fíjense en el tejido adiposo!

Había que estudiar las cosas naturales. Cualquiera que observase atentamente un caimán o un jicote podía hacer un vehículo blindado. El mundo natural enseñaba al hombre cuanto era posible... en un mundo sin pájaros no habría aviones.

—Los aviones no son más que gorriones ampliados, son pájaros con espacio para estirar las piernas.

Los zambus miraban fijamente a Padre y los demás escuchaban nerviosos a aquel hombre que, cuanto más trabajaba, más hablaba.

—¿Qué es un salvaje? —preguntaba—. Es alguien que no se toma la molestia de mirar a su alrededor y ver que puede cambiar el mundo.

Todos miraban a su alrededor y asentían.

Padre proseguía diciendo que el salvajismo consistía en mirar y creer que uno mismo no puede hacerlo, una situación muy lamentable. El hombre que veía un pájaro y lo tomaba por un dios porque no podía imaginarse a sí mismo volando era un salvaje de la peor especie. Tribus enteras no tenían el sentido común suficiente como para construirse cabañas. Iban por el mundo desnudos y cogían pulmonías dobles. Sin embargo convivían con pájaros que construían nidos y conejos que cavaban guaridas. Así que esas gentes eran salvajes completamente inútiles que no tenían suficiente imaginación para guarecerse de la lluvia.

—No digo que todos los inventos sean buenos. Pero observarán que los inventos peligrosos son siempre inventos antinaturales. ¿Quieren un ejemplo? Les daré el mejor que conozco. Queso fundido que se echa con una lata de aerosol encima del sándwich. No se puede caer más bajo.

Jek-jek
, rió la señora Kennywick, y Mr. Haddy dijo que en la vida había oído hablar de ningún queso que saliera a chorros de una lata.

—Como la crema de afeitar —dijo Padre—. Lo llaman Listo-Zás. Asqueroso. ¿La capa de ozono? Se la come. Y tiene cuatro cosas malas: el queso fundido mismo, el chorreo, la lata y el sándwich.

Seguía martilleando la caldera.

—Yo nunca he hecho nada —dijo— que no existiera antes bajo otra forma semejante. Me he limitado a coger algo, o parte de algo, y hacerlo más grande, como mis válvulas y mi «Músculo Metálico» y mi «Autosellante». Saqué la idea de la anatomía humana y válvulas cardíacas, musculatura estriada, paredes estomacales. Miren, yo he hecho depósitos de gasolina a prueba de agujeros. Pero era simplemente una cuestión de escala y aplicación, y, admitámoslo, mejora. Me refiero a hacer el trabajo un poco mejor que Dios.

Cada vez que Padre mencionaba a Dios, la gente de Jerónimo miraba disimuladamente al cielo y adoptaba un aspecto muy culpable y avergonzado, y entrecerraban los ojos como si previeran un trueno. Padre lo veía y cambiaba de tema.

—La gente habla de la invención de la rueda. ¿Qué tiene la rueda de maravilloso? No es nada comparado con los rodamientos a bolas, y en la naturaleza hay rodamientos a bolas. ¡Todos ustedes tienen uno rudimentario en cada cadera! ¿El desarrollo de las lentes? Todos los inventos ópticos son plagios del ojo humano, aunque he de confesar que, comparado con ellos, el ojo humano es considerablemente inferior.

Mr. Haddy dijo que ya había pensado en eso antes. Todo eran ojos y narices con nombres distintos. Y las grúas y aguilones del muelle de La Ceiba eran igual que brazos, sólo que más grandes y más oxidados.

—Ya se van enterando —dijo Padre—. Y esto, ¿qué es?

Había terminado de martillear la caldera y la estaba metiendo a rastras en «Niño Gordo».

—Eso es un sperimento —dijo Mr. Haddy—. Y a mí no me pesca usted ahí dentro.

—Es el interior de un hombre —dijo Padre—. Sus entrañas y órganos vitales. Es carnaza. Tracto digestivo. Respiración. Sistema circulatorio. Tejido adiposo. ¿Y por qué construirlo? ¡Porque éste no es un mundo perfecto! Y por eso hago lo que hago. Y por eso no creo en Dios. ¡No miren tanto al cielo, señores! Porque, si algo puede mejorarse, eso no habla mucho en favor de Dios, ¿no les parece?

Pero nadie respondió, y nadie se atrevió a entrar solo en «Niño Gordo». Era demasiado oscuro y demasiado fresco y estaba lleno de tubos de hierro. No tenía ventanas, el aislamiento lo hacía muy cerrado, los rincones más oscuros murmuraban.

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