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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (23 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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—¿Los que llevan cabuces?

—No sólo ésos, sino también los que hacen que las cosas vayan mal, los que te dan dolor de cabeza y dolor de muelas y te pinchan las ruedas, dejan entrar a los mosquitos y esconden cosas tuyas de forma que jamás las vuelves a encontrar. Los que hacen ruidos extraños de noche y no te dejan dormir y tiran tu casa y te prenden fuego.

—Nunca oí hablar de ellos. ¿Dónde los oyó? —dijo Mr. Maywit.

—Es razonable. Si hay hambrones blancos y dorados en ciudades secretas, tiene que haber espantosos demonios que te hagan daño, ¿no es así?

—Allie le está tomando el pelo, Mr. Maywit —dijo Madre—. No cree una sola palabra de lo que él mismo dice. Esa historia de los hambrones me parece condenadamente interesante.

—Pero él ya la había oído antes.

—Cuénteme algo que no sepa —dijo Padre—. Olvídese de hambrones y de demonios. Si uno cree en esas cosas, nunca consigue terminar nada, se pasa uno la mitad de la vida mirando por encima del hombro. Personalmente, no creo en los hambrones, salvo que yo sea un hambrón —frunció el ceño—, lo cual entra desde luego, dentro de lo posible.

Jerry dijo que no creía en los hambrones, y April dijo que era una superstición tonta, como el Conejo de Pascua y Santa Claus y Dios.

Mr. Maywit dijo que podíamos pensar lo que quisiéramos, pero que él, por supuesto, creía en Dios y también la Señora Maywit. Habían visto a Dios con sus propios ojos en la iglesia de los gritones en Santa Rosa.

—¿Qué aspecto tenía exactamente Dios? —preguntó interesado Padre.

—Como una paloma en una nube —dijo Mr. Maywit—. Eso dice Mamá Kennywick.

—O sea que no vieron a Dios.

—No, Mamá Kennywick ve a Dios y yo veo a Mamá Kennywick.

—Donde los gritones —dijo la Señora Maywit, la de los ojos de gallina.

—Fue una speriencia —dijo Mr. Maywit.

—Estoy seguro —dijo Padre—. Ahora cuéntame algo que no sepa.

—¿Conoce a los dobles?

—Mr. Haddy los conoce —interrumpí.

—Pero Mr. Haddy se ha escapado del corral —dijo Padre—, así que este caballero tiene la palabra. Prosiga, caballero. Ya nos ha dado sus pruebas de la existencia de Dios, es decir, Mamá Kennywick gritando que Dios Todopoderoso parece una paloma en una nube. Ahora cuéntenos qué son los dobles.

—Los gritones me hablan de ellos y mucha gente, hasta gente zambu, cree en los dobles. Principalmente son fantasmas, Padre.

—De gente muerta.

—De gente viva.

—Ya veo.

—Todo el mundo tiene un doble. Son lo mismo que uno. Pero son tu otro yo. Tienen sus propios cuerpos.

—O sea que la mitad de la gente es gente y la otra mitad, dobles, ¿no es así?

—No importa.

La Señora Maywit se retorcía las manos.

—Sólo que no puedes cogerlos —dijo.

—¿Invisibles? —preguntó Padre.

—Están ahí —dijo Mr. Maywit—. En alguna parte. Esperando. Aparecen de vez en cuando. Pero no te pegan. Te hacen gritar, eso hacen los dobles. Por eso los ven los gritones. Yo nunca he visto a mi doble.

—¿Cómo sabe que yo no soy su doble? —dijo Padre.

Mr. Maywit se quedó de piedra. Miró fijamente a Padre, y su rostro color café en polvo se aflojó de miedo. Una arruga nueva circundó sus ojos. Fue como si por fin comprendiera quién era aquel hombre, y estuvo a punto de rendirse a esa creencia.

—Basta ya, Allie —dijo Madre. Y, dirigiéndose a Mr. Maywit—: ¿No ve que lo dice en broma?

—No importa —dijo Mr. Maywit. Pero su voz temblaba.

>A Padre le interesó lo que Mr. Maywit le había dicho, pero siguió gastando bromas sobre hambrones y dobles. Yo estaba seguro de que algo creía. Era demasiado hermoso para no creerlo. ¡Fantasmas vivos! ¡Indios blancos! Y yo sabía por experiencia que Padre bromeaba más que nunca cuando discutía algo serio. Cuando alguien tenía miedo, Padre bromeaba. Si alguien trataba de hacerse el gracioso, Padre citaba la Biblia o decía:

—¿No se ha enterado de que está a punto de empezar la guerra?

También era complicado en otros sentidos. Desde que llegamos a Jerónimo se jactaba de que no necesitaba dormir. Cuando nos íbamos a la cama, estaba despierto y, cuando nos levantábamos por la mañana, ya estaba trabajando. También decía que podía pasarse días sin comer y que nunca enfermaba, y que no le picaban los mosquitos. Los Maywit y los zambus le escuchaban perplejos, pero yo sabía que trataba de dar ejemplo. Si él trabajaba duro y sin rechistar, los otros tendrían que hacerlo también. El trabajo y la falta de sueño no le hacían irritable. De hecho, nunca le había visto tan contento. Y Madre, que le adoraba cuando estaba de tan buen humor, estaba también contenta.

Ya teníamos una casa y cierto número de inventos que hacían la vida más agradable. Los zambus, que habíamos encontrado por casualidad en la orilla de Cubo-de-Pescado, parecían satisfechos. Andaban por ahí vestidos con pantalones y camisas de manga corta que Madre les hizo con lona. Y los Maywit, ayudados por Padre, mejoraron su propia casa.

Nuestros frijoles milagrosos estaban ya medio crecidos y tenían vainas que, según Padre, se podrían recoger a las pocas semanas. Los demás cultivos medraban junto a los desagües de las zanjas de riego. Entrando en Jerónimo por el sendero de la Boca del Pantano, uno veía algo parecido a una colonia: casas, huertos, senderos pavimentados con piedra y la bomba-rueda echando agua al barril. Era el lugar civilizado que Padre vio el primer día, cuando los demás no veíamos más que hierbas altas y un barrizal y un sillón humeante.

Yo tuve más suerte que nadie. Cuando a las gemelas les dieron retortijones por problemas intestinales, y después a Madre y a Jerry, yo no enfermé. Y noté que Padre me quería un poco más por ello. De alguna manera, acababa insinuando que todo el que enfermara en realidad estaba fingiendo, o al menos exagerando. Jamás decía «está enfermo», sino «dice que está enfermo», o «alega que está malo».

—Yo no tengo tiempo de ponerme enfermo —decía—. Si tuviera tiempo, probablemente me pondría malísimo.

Un día regresó Mr. Haddy. Para entonces, Padre ya había empezado a construir lo que llamaba La Planta, que hasta el momento no era más que una gran estructura de postes pelados, de dos pisos, en la oquedad que había detrás del terreno que habíamos limpiado. Allí estaban tiradas las calderas. Oímos el motor antes de ver la lancha. Padre me hizo trepar a la punta de un poste para echar un vistazo.

—¿Quién es? —preguntó, enfadado por primera vez desde que llegamos a Jerónimo.

—Es la
Little Haddy
—dije.

Veía el toldo desgarrado y la pequeña cabina.

Padre se alegró de oírlo, pero, cuando bajó al embarcadero, no le gustó lo que vio. Mr. Haddy no estaba completamente solo. Le acompañaba un hombre, un hombre blanco, desembarcando con una maleta.

Mr. Haddy explicó que había achicado la lancha en Cubo-de-Pescado y le había hecho un remiendo. Descubrió que, sin las calderas y la chatarra, la lancha se levantaba lo suficiente como para flotar fácilmente en el río de menor fondo imaginable. Tras pasar dos semanas en Santa Rosa reparándola adecuadamente, decidió probar si podía llegar hasta el mismo Jerónimo tomando el Río Bonito donde confluía con el Aguan.

—Les traigo comida de verdad de Rosita... almejas y caracoles y percebes.

Los mariscos estaban en cuñetes, sobre cubierta. Después nos enseñó una tortuga muerta. Le habían cortado las aletas, y su cabeza de lagarto con su hueso picudo pendía de su gran concha manchada.

—Y un jicote.

Pero Padre no mostró interés.

—¿Quién es este cabestro?

—Le presento a Mr. Struss, de Santa Rosa.

—¿Cómo está usted? —dijo el hombre.

Bajó de una zancada a la lodosa orilla y puso la maleta en el suelo. Después se quitó las gafas de sol y trató de sonreír, pero la luz solar le cerró los ojos, arrugándole toda la cara. Era algo más viejo que Padre, y carnoso, y llevaba una mancha oscura de sudor en todos los abultamientos del cuerpo, lunas bajos los brazos y un cinturón de humedad circundando su cintura. Volvió hacia nosotros su sonrisa doliente.

—¡Qué niños tan hermosos! —miró más allá—: Y se ha hecho usted una bonita casa.

—¿Qué quiere usted? —dijo Padre, bloqueando el sendero de modo que el hombre se hundía cada vez más en el lodo.

Los zambus habían dejado sus herramientas en el suelo y los Maywit se habían acercado en tropel desde el huerto. Éramos unos diecisiete, observando a Padre y al recién llegado.

—Mr. Haddy me dijo que venía para aquí. Tuvo la amabilidad de traerme.

—Es un pasajero de pago —dijo Mr. Haddy—, pero sólo piloto yo. Él sostiene el escandallo. Conoce el camino.

—No es la primera vez que vengo aquí. Mr. Roper me conoce. ¿No es verdad, Mr. Roper?

Se dirigía a Mr. Maywit.

—Aquí no hay ningún Mr. Roper —dijo Padre—. Es un error de identificación. El calor le hace ver visiones.

Mr. Maywit se limitó a mantener los ojos abiertos como platos y la boca cerrada.

El hombre estaba confuso. Se puso de nuevo las gafas de sol, tiró con dos dedos de las manchas de sudor de su ropa y dijo:

—He venido a hacerles una pregunta a todos ustedes.

—No nos interesan sus preguntas —dijo Padre.

—Acaba de contestarla, hermano. Y me alegro de haber venido. Porque la pregunta es: ¿Estáis salvados? Y tengo la curiosa impresión de que el Señor...

—El Señor está en ese árbol —dijo Padre, apuntando con el muñón del dedo a una paloma posada en una rama.

El hombre se quedó con los ojos fijos en el dedo, e incluso se ajustó las gafas de sol para ver mejor.

—Lárguese —dijo, dando al hombre su sonrisa de sordo.

—No puede responder por toda esa gente.

—No respondo por nadie —dijo Padre—. Por lo que a mí toca, ni siquiera ha abierto usted la boca, ni preguntado nada. No tiene permiso. Este lugar es mío, y no tiene mi permiso para saltar a tierra. Si quiere hablar con esta gente, tendrá que hacerlo en otra parte, fuera de Jerónimo. A media milla al norte llegará a un pequeño pantano. Eso es Boca del Pantano, la divisoria de Jerónimo. No hay forma de perderse. Vaya usted allí y predique todo lo que quiera. Andando, Mr. Struss.

Le entregó la maleta.

—El Señor me ha enviado —dijo Mr. Struss.

—Narices —dijo Padre—. El Señor no tiene la menor idea de que este sitio existe. Si la hubiera tenido, hace mucho que habría hecho algo.

—El río no le pertenece, hermano.

—¿Pretende andar sobre las aguas? —dijo Padre—. Si es así, no diga una palabra más hasta que llegue a la mitad del río.

Mr. Struss nos miró a todos. Las moscas se habían congregado sobre sus hombros y respiraba con dificultad.

—Ya saben que soy un hombre justo —nos dijo Padre—. Si alguno de ustedes quiere acompañarle, no les detendré. Bajen a Boca del Pantano y oigan lo que este caballero les ofrece. ¿Algún interesado?

Mr. Maywit y su esposa de ojos de gallina miraron nerviosos a Padre. Los zambus empezaban a reírse por lo bajo.

—Perdone, Mr. Roper, ¿no le importa...?

—Cierre el pico —dijo Padre, y Francis Lungley rió estentóreamente.

—Es mejor que haga lo que dice mi marido —dijo Madre—. En la Boca del Pantano hay varias canoas de troncos, y le daré una bolsa con comida. Llegará a la costa sin problemas.

—El Señor me quiere aquí —dijo Mr. Struss.

—Eso es lo que me gusta de la gente como usted —dijo Padre—, su completa falta de pretensiones. Pero, escúcheme bien, no tengo intención de tentarle con la idea del martirio, así que lárguese y no vuelva.

Un poco más tarde, desde el porche de la casa, vimos a Mr. Struss bajando por la orilla hacia Boca del Pantano. En una mano llevaba su maleta y en la otra la bolsa de comida de Madre. Iba solo.

—¿Cómo se le habrá ocurrido a ese cabestro hacer tanto camino sólo por una pregunta? —dijo Padre. Acercó la cara a la de Mr. Maywit y dijo—: ¿Está usted salvado?

—Sí, Padre.

Después preguntó a los demás, uno por uno, y todos dijeron que sí y se rieron con él. Me preguntó a mí y dije que sí, pero estaba junto a la ventana y vi que, al oírnos reír, Mr. Struss levantó la vista. Parecía enfermo, pero seguía andando.

Pasaron los días. Eran soleados, llovía poco y el polvo impregnaba el aire. Pero las noches hervían con los gritos de los insectos y los gruñidos de los pájaros que a veces subían de volumen hasta convertirse en alaridos. La oscuridad nos ayudaba a oír el suave roce de los monos en las ramas, y el canto rasposo de los grillos de la jungla era como una combustión, como si hasta el último árbol y arbusto estuviera ardiendo. Y el calor nocturno era más sofocante que el diurno, y hacía que el sueño se pareciera a la muerte. Era como una zambullida sin sueños en aquel tumulto.

Padre pasó aquellos días con el martillo en la mano. Aunque no dijo por qué, sus ojos me revelaban que su pensamiento era tormentoso. Y todos los hombres de Jerónimo trabajaban con Padre en la planta. De momento no era más que un esqueleto, tubos sujetos a postes y hombres colgados como monos de las crucetas, desde donde seguían las instrucciones de Padre. Era un trabajo lento, y durante mucho tiempo aquello no tuvo aspecto de nada.

El día después de la recolección de los frijoles, Padre decretó un día festivo. Era nuestro primer día libre tras seis semanas de trabajo. Los zambus cazaron un pavo silvestre y los Maywit trajeron mandioca hervida y plátanos grandes y otras frutas. Padre no quiso que se matase ninguno de los pollos de los Maywit «eso sería vivir del capital». Por la tarde, celebramos una fiesta en el patio delantero. Mr. Maywit y Mr. Haddy contaron por turno historias de la Costa de los Mosquitos —piratas y caníbales—, y Clover y April cantaron «Bajo el bam, bajo el bú».

Padre pronunció un discurso sobre nosotros. Dijo que éramos ladrillos. Explicó todas las cosas que se pueden hacer con ladrillos. Y sólo se enfadó una vez. Fue cuando Mr. Haddy alabó la comida. Padre no soportaba que nadie hablara de comida, ni de cocinarla ni de comerla. Decía que sólo los tontos hablaban de comida. Hablar del sabor de las cosas era egoísta e indecente.

Llamó a aquel día nuestro primer día de acción de gracias.

Estábamos en agosto. Mr. Maywit dijo que lo sabía sin necesidad de calendario porque había llegado el ave sikla. Era un pájaro verde brillante y amarillo, y muy pequeño, cuyos trinos me recordaban la música aflautada que oímos tocar a aquel muchacho en nuestro primer anochecer en La Ceiba.

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