Pero ahora Padre estaba a cargo de todo. Nos había traído a este lugar distante y nos había sorprendido con sus artes de mago comprando un pueblo y medio almacén de hilo de cobre y un acre de calderas viejas.
—Esta es la materia prima de la civilización —decía.
Pero eso no me importaba. Lo único que quería era estar cerca de él. Temía el atolondramiento de su valor y recordaba al alemán y su pistola. «Si él muere», pensaba, «estamos perdidos». Cada vez que le perdía de vista empezaba a preocuparme y seguía preocupado hasta que le oía silbar, o cantar «Bajo el bam, bajo el bú». Él se daba cuenta de que le seguía. A menudo se inclinaba sobre mí y decía:
—¿Qué tal lo estoy haciendo?
Yo decía que muy bien. Pero no sabía qué hacía, ni por qué. Sólo sabía que, fuera lo que fuera, lo estaba haciendo entre los salvajes.
—¿Cómo dice? —exclamó Mr. Haddy.
Tenía cara de rana, y los dientes tan salientes que los dos centrales estaban secos de tanto asomar.
—El agua está más tranquila de noche.
—No en mi lugar de origen —dijo Padre—. Es igual, día o noche. Así que vámonos.
—Pero, bueno, ¿de quién es la barca? —preguntó Madre.
Mr. Haddy seguía protestando.
—Yo no digo que
su
agua esté más tranquila de noche, digo
este
agua. Muy movida de día, y a veces llueve como el diablo. Pero de noche es un bebé.
Pronunciaba las palabras perezosamente y hablaba en un tono monótono, con hipidos enfáticos, y, cuando Padre no era razonable, parloteaba enjerga local:
No bin yerry, dat the way it is? Tonda pillit me!
—Usted sáquenos de aquí —dijo Padre.
—Además —dijo Mr. Haddy—, vamos a necesitar todo el día para subir toda esa condenada carga a mi lancha.
—¡Pues muévase!
—Y lo mismo no cabe —dijo Mr. Haddy—. Toda esa ferretería.
—Vamos a experimentarlo.
Mr. Haddy miró a Madre:
—Mamá, a su hombre le encantar, los sperimentos.
No fue difícil trasladar nuestras pertenencias desde La Gardenia hasta el muelle donde estaba atrancada la lancha de Mr. Haddy, la
Little Haddy
. Los sacos de semillas, el equipo de camping, las cajas de herramientas, lo llevamos todo en un solo viaje de camión. Pero las calderas y los tubos eran otra cosa. Finalmente, el cargamento más pesado llegó del pueblo en un vagón, rodando por los raíles de la calle principal de La Ceiba y el muelle, y reclutando una procesión de seguidores a su paso.
—Este sperimento me hunde la lancha —dijo Mr. Haddy—. La va hundir, la
va
.
La
Little Haddy
era una lancha motora de madera con una rueda de timón dentro de una cabina de techo plano situada a popa. Tenía cuarenta pies de cubierta útil, parte de ella a la sombra de un toldo de lona. Como defensas llevaba neumáticos a los costados. Tenía la pintura pelada y cuarteada y se le veían tablas grises manchadas de sal. En la quilla, bajo la línea de flotación, crecía una piel verde; era exactamente el tipo de barca que yo había visto agujereada sobre el barro o volcada por encima del límite de la marea en la costa de Massachusetts. Hasta sus cabos tenían el aspecto blanqueado y frágil de las cuerdas desechadas. Parte de los tablones de cubierta se habían soltado, liberando el calafate, y en muchos lugares estaba untada con alquitrán. La bodega tenía tan poco fondo que Mr. Haddy tuvo que arrodillarse, golpeándose la cabeza, para guardar nuestra impedimenta, y enseguida se llenó. El resto —las tres calderas y los tubos— hubo que amarrarlo a cubierta. Cada vez que se subía algo a bordo, la
Little Haddy
gemía, se hundía un poco más en el agua y resoplaba como si se sonara la nariz.
La gente del pueblo que había seguido al vagón se quedó a su sombra mirando cómo Padre y Mr. Haddy cargaban. Padre conocía por su nombre a varios de los mirones. Bromeó con ellos en español y en inglés. Llevaba menos de una semana en La Ceiba y ya le conocían y apreciaban, incluso le respetaban, pero ninguno de los que miraban desde el muelle movía un dedo para ayudarle a empaquetar su carga o subirla a la barca.
Padre aullaba del esfuerzo de levantar las cosas.
—Les da igual que me hernie —dijo.
—Pero podría quedarse aquí, tío —dijo uno de los mirones.
—No me quedaría aquí por nada del mundo —dijo Padre.
Llevó un paquete de tubos de cobre a cubierta, donde se soltaron, golpeando con estrépito la madera.
—Sitio bonito, La Ceiba.
—No es lugar para niños —dijo Padre.
—¡Pero si aquí hay muchos niños!
—¿Por qué razón —dijo Padre, caminando hacia la gente mientras el sudor le resbalaba por el rostro— esta gente que cultiva fruta, la recoge, la empaqueta, la carga, la enlata y todo eso... por qué razón es tan condenadamente canija? Os voy a decir por qué. ¡Hacen todo menos comerla! En mi vida he visto unos escuerzos como éstos. Piel y huesos, no veo otra cosa. Reconozcan que son unos debiluchos.
La gente rió e hizo ademán de agacharse a la sombra del vagón. El sol del mediodía caía a plomo sobre el muelle de hierro, y en su extremo, donde Jerry y las gemelas jugaban, la atmósfera recalentada le daba un aspecto acuoso y tan ondulado como el mar. Los pelícanos descansaban pesadamente en los postes, la línea de la costa resplandecía. La luz solar caía tan fuerte que sonaba sobre la arena.
—Es un pueblo de Compañía —dijo Padre—. Una economía de monocultivo y un cultivo de una sola Compañía. Pueden quedárselo. Pero yo no estoy dispuesto a permitir que mi familia se muera de hambre aquí.
—Nosotros no morimos de hambre —dijo un hombre—. Somos tipos fuertes como toros.
Era un hombre grande, con la cabeza envuelta en un trapo raído y tatuajes verdes en los músculos de los brazos, y, a pesar de estar descalzo, era más alto que Padre.
—Son ustedes unos mariquetas y unos escuerzos —dijo Padre—. Comen demasiadas hamburguesas, pulen el arroz, usan azúcar blanco. Lo que necesitan es vitaminas. Usted —dijo al hombre grande, pinchándole en el pecho con el dedo— usted necesita más mina en el lápiz.
El hombre rió a carcajadas. No le importaba la impertinencia de Padre. Exhibió sus músculos ante la multitud.
—Muy bien, Sansón —dijo Padre—. ¿Quiere que hagamos un experimento?
—Otro sperimento —dijo Mr. Haddy—, y todavía no hemos cargado la lancha.
—¿Cuántas flexiones de brazos es capaz de hacer? —preguntó Padre al hombre.
—¡Cantidad! —chilló otro hombre.
—Soy capaz de levantar esa bañera —dijo el hombre grande.
—Claro que es capaz. Aullando mucho la inclinaría un poco y probablemente se arrancaría todos los dedos de los pies. Pero ¿cuántas flexiones de brazos es capaz de hacer, hombre-mono?
—Allie, ten cuidado —dijo Madre.
Mr. Haddy la llevó a un lado y le dijo:
—Ese tipo grande no tiene ni una condenada idea sana.
—Hagan sitio —dijo Padre—. Un poco de aire para el caballero.
En mitad de un círculo de mirones que le estimulaban a gritos, el hombretón empezó. Padre se puso en cuclillas delante de él y le dijo que tocase el suelo con la barbilla, manteniendo la espalda recta. Padre contaba mientras el hombre subía y bajaba. Hasta que se desplomó con un gruñido y no pudo levantarse más.
—Veintidós —dijo Padre—. No está mal, pero fíjense en él, no sabe ni dónde está. Mi joven esposa puede hacer las mismas antes del desayuno —añadió, abrazando a Madre.
El hombre rodó y se levantó. Jadeaba tanto que se le cerraban los ojos, y parecía como si el esfuerzo le hubiera dejado algo tullido.
—Sujétame esto —dijo Padre, pasándome su gorra de béisbol y el puro.
—Marionetas —dijo Mr. Haddy.
En jerga local significaba tonterías, necedades.
Padre se arremangó y se puso en posición sobre el muelle, con la parte alta de la espalda ya empapada en sudor. Bombeando rápidamente los brazos hizo veintidós flexiones, mientras los mirones contaban. Se detuvo un momento, sonrió al hombretón jadeante e hizo veintiocho más.
—¡Cincuenta! —dijo, e hizo veinticinco más. Cuando se levantó tenía la cara roja y le faltaba aire, pero dijo:
—Setenta y cinco para los principiantes. Puedo hacer muchas más, pero tenemos mucho trabajo.
Se ganó al público. Cuando se disponía a reemprender la carga de la lancha, ocho hombres se acercaron a ayudar. Pasaron el resto de la tarde moviendo la ferretería con Padre y Mr. Haddy.
—Es curioso —dijo Padre a Madre—. Me ayudan porque creen que soy fuerte. Si fuera débil no levantarían un dedo. Uno pensaría que debía de ser al revés. ¿Y tú te preguntas por qué esta gente es una pesadilla de salvajes?
—No me estaba preguntando nada —dijo Madre, y se fue a recoger a los niños.
—Por otro lado —dijo Padre—, no importa que un individuo sea un salvaje, siempre que sea un caballero. Recuérdalo, Charlie —subió a bordo de la lancha, riendo para sí.
Cayó la noche. El pueblo tenía un aspecto más amable. En el muelle ardían lucecillas, y las ventanas de las oficinas del puerto estaban iluminadas. Las palmeras, tan escuálidas y andrajosas durante el día, tenían cabezas emplumadas, y el oscuro paraguas de pluma cobijaba las confortables construcciones. Sobre las montañas occidentales se curvaban algunas pinceladas rojo sangre del sol poniente. El pueblo se arropaba por debajo. Estaba aplanado, como un estanque de diminutas lámparas en la oscuridad, y en las chozas iluminadas de las laderas brillaban mortecinas lentejuelas.
Jerry bostezaba tristemente en el regazo de Madre —era demasiado grande para estar cómodo allí— y las gemelas ya dormían bajo el toldo. Eran las diez de la noche. Desde media tarde había llovido dos veces, y los relámpagos aún destellaban sobre el mar en repentinas explosiones. Parecía una crueldad tener que abandonar el pueblo a hora tan avanzada. Éramos una familia que se acostaba pronto, y hacía mucho que la hora de irse a la cama había pasado. Yo envidiaba a la gente que veía en las casas, los de las ventanas, e incluso los que imaginaba meciéndose en sus hamacas en las chozas cercanas a la playa. El hecho de encontrarme en la estrecha barca, oyendo el chapoteo del mar contra la quilla de madera, no me excitaba lo más mínimo. Me senté en una caja y me estremecí. Madre se tumbó con Jerry y las gemelas, todos en sus sacos de dormir. Miré tierra adentro. No quería marcharme.
El motor llevaba una hora tartamudeando lentamente. Mr. Haddy levantó una escotilla, metió el brazo con una larga llave inglesa y sacó del motor un fuerte
rat-tat
que hizo temblar los tablones rotos de cubierta. Las emanaciones de combustible me impedían respirar.
—Hay batidoras con motores mejores que éste —dijo Padre—. Escucha esas falsas explosiones. ¿Te parece normal?
—¿Qué son esos pájaros? —pregunté.
Los había estado observando desde la puesta de sol. Tenían cuerpos pequeños y afilados y alas chatas y giraban alrededor de las luces del muelle, rápidos como golondrinas.
—Una especie de ave nocturna —dijo Padre, sin levantar la cabeza.
Seguía con el ceño fruncido por el ruido del motor.
—Son murciélagos —dijo Mr. Haddy.
Cientos de ellos, suficientes como para oscurecer las luces. Ahora estaba ansioso por zarpar.
Padre fue a proa.
—Ya estamos casi listos, Madre —dijo—. Te he preparado café en el infiernillo.
—Llevo todo el día lista —dijo ella—. Los niños están dormidos.
Mr. Haddy silbó torpemente a través de sus dientes salientes. Dijo: «¿Me oyes, Ta Taam?», y un hombre que dormía en el muelle se levantó como un insecto acosado, soltó los cabos y los lanzó a cubierta. Mr. Haddy hinchó las mejillas y bajó bruscamente una palanca —una barra de hierro en la cabina del timonel, como la palanca de cambios de un tractor—, mientras Ta Tom empujaba la barca con el pie. Estábamos en marcha, camino del negro mar.
—Sí. Son murciélagos —dijo Mr. Haddy.
Asomó la cabeza por la cabina.
—Ojalá fuéramos a Utila —dijo.
Le pregunté por qué.
—Son sólo dos horas. A Santa Rosa son diez —colgó sus largos dedos de la rueda del timón.
—Creía que íbamos a Jerónimo —dije.
—Jerónimo está en la jungla. Ahí no se ven lanchas. Sólo tipos con rabo.
—No interrogues a este hombre —dijo Padre—. ¿Le importa que coja el timón, Mr. Haddy?
Mr. Haddy no se apartó un ápice del timón. De hecho, se aferró con mayor fuerza a los radios.
—Es contra reglamento —dijo.
—¿Qué reglamento?
—El de mi lancha. Yo soy el timonel, ustedes los pasajeros.
—Dese un paseo —dijo Padre.
Mr. Haddy se quedó donde estaba.
—Conozco hasta la última estrella lunar de ambos hemisferios —dijo Padre—. Soy un maestro del cuadrante y del sextante. Sería capaz de tomar la altitud meridiana del sol por su reflejo en un cubo de alquitrán.
—El reglamento —dijo Mr. Haddy.
—¿Y cuántas flexiones de brazos es usted capaz de hacer? —dijo Padre.
Aquello le hizo gracia a Mr. Haddy. Pero no soltó la rueda del timón. Se echó encima y apretó la nariz contra el sucio cristal de la cabina.
El eco de nuestro motor nos llegaba de las palmeras de la costa y rebotaba sonoro en el muelle de hierro de La Ceiba mientras lo rodeábamos para dirigirnos hacia el Este, hacia la noche más oscura.
—Tenemos gasolina —dijo Padre—, tenemos comida, tenemos todos nuestros cacharros. Agua potable más que suficiente y nada que se estropee. Estoy condenadamente contento de estar en camino. No se lo tome a mal, Mr. Haddy, pero ese pueblo no es sitio para niños.
Miramos atrás. La poca distancia que habíamos recorrido ya nivelaba el pueblo, perfilándolo delicadamente. Era un charco de luz, poco profundo, bajo las sombras de las montañas y el estropajo plateado de las nubes de tormenta.
—Ya sabe adónde va, Padre.
—Vamos a casa, Mr. Haddy. Páseme el timón y llegaremos allí enteros.
Mr. Haddy abrazó el timón y nos condujo a través de las arrugas del mar, iluminadas por la luna. Padre suspiró. Chupó un puro, un largo puro hondureño. Tenía un cesto lleno de esos puros. Cuando lo encendió, la llama que brillaba en la punta mostró que sus feroces ojos se centraban ardientes en Mr. Haddy.
—Es la primera barca de alta mar sin brújula a bordo que he visto en mi vida —murmuró—. Por suerte, he traído la mía. Pero no pienso decirle dónde está.