En el basurero había gaviotas. Eran gordas, sucias y chillonas, se posaban en las bolsas de plástico llenas de basura e intentaban abrirlas a picotazos. Se perseguían unas a otras, combatían por pedazos de botín y organizaban un gran tumulto a la llegada del camión de la basura. Padre las odiaba. Las llamaba carroñeras. Le chillaban y él les respondía a chillidos. Sin embargo, viéndole remontar las inestables colinas de bolsas y cajones con una horca en la mano y gritando a los pájaros que saltaban a su alrededor y reñían sobre su cabeza, a veces parecía que Padre y aquellas gaviotas atrevidas y perezosas se peleaban por los mismos restos.
—Vaya, un juego de ruedas en condiciones —decía Padre, espantando a las gaviotas, pescando con su horca un viejo coche de niño y sacudiéndole las peladuras de naranja que lo cubrían.
Otra gente llevaba cosas al depósito. Padre repescaba los desechos sumergidos y se los llevaba consigo.
—Algún asno lo habrá tirado.
Pero hoy, un día laborable normal, dejamos rápidamente atrás los invernaderos y rosaledas de Hadley, atravesamos apresuradamente Northampton y corrimos hacia la carretera principal. Madre iba en la cabina con Padre, y yo encogido detrás con las gemelas y Jerry.
—Voy a mirar las bicis de diez marchas —dijo Jerry.
—Podemos comprar helados —dijo Clover.
Y April añadió:
—Yo quiero chocolate.
—Papá no os dejará —dije yo—. Y además no vamos de compras... no se va por aquí.
—Sí que se va —dijo Jerry—, es el atajo de Papá.
No, ya estábamos lejos de Northampton, en campo abierto. Llegamos al río Connecticut y lo seguimos. Era ancho y grasiento y menos azul que cerca de Hatfield. Al otro lado, había edificios de ladrillos y, poco después, la ciudad de Springfield. Cruzamos el puente y tuvimos que agarrarnos a los lados de la camioneta debido al fuerte viento que reinaba a mitad del río. En el río había retazos de espuma de plástico, amarillentos como rebanadas de sebo de cerdo.
Pero era la primera vez que íbamos de compras a Springfield. Era como si la gente de las aceras lo supiera. Nos observaban con curiosidad cuando pasábamos, de pie en la trasera de la camioneta, agarrados al techo de la cabina. Seguimos hasta llegar al aparcamiento de un centro comercial... y la gente seguía mirando. Padre se bajó y nos indicó que le siguiéramos y no nos separáramos. Aunque estaba de buen humor, tan pronto entramos en el hipermercado empezó a murmurar y maldecir.
—¿Seguro que necesitan sombreros? —preguntó Madre.
—¿Bromeas? Hace cien grados a la sombra. Si no llevan la cabeza cubierta, cogerán una insolación.
Nos probamos sombreros ventilados de pescador y sombreros para el sol y gorras de marinero. Los precios sacaban a Padre de sus casillas.
—Bastará con gorras de béisbol —dijo, y nos las compró.
Le seguimos, con las gorras puestas, como patitos en fila. En aquel almacén vendían de todo: maíz hinchado, neumáticos, rifles, tostadores, chaquetas, libros, aceite de motor, palmeritas en maceta, escaleras y papel de carta. Padre cogió un tostador de pan eléctrico.
—Mira esto. Ni siquiera le han puesto la toma de tierra correctamente. Te electrocutarías antes de hacer una sola tostada. Con esos cables mal puestos te tostarías tú mismo...
Hablaba en voz alta, atrayendo la atención.
«¡Kyanize! ¡Congoleum!»
—decía. Me daba la impresión de que la gente que se nos quedaba mirando sabía que no íbamos mucho de compras. Padre era muy desconcertante en público. No prestaba la menor atención a los extraños. Unos días antes, en la ferretería de Northampton, cuando preguntó si trabajaban para los japoneses, yo quise que me tragara la tierra. Esta vez estaba aún más alborotador.
—¿Llaman abrelatas a esta cosa? —decía—. Con esto pierdes un dedo, o te cortas y te desangras. ¡Madre, esto es un arma mortífera!
Marchamos en tropel hasta el Departamento de Camping y Excursiones. Un hombre en mangas de camisa se nos aproximó. Tenía un rostro sin relieve, el pelo liso, y no parecía un excursionista, pero nos saludó a todos y les guiñó el ojo a las gemelas y comentó cuánto se parecían, como hacía todo el mundo.
—¿En qué puedo servirles? —preguntó, agachando la cabeza y proporcionándome una mejor perspectiva de su pelo.
Estaba peinado desde una oreja y pegado en ordenadas hebras por encima de la cabeza, lo que le hacía a uno fijarse, no en el pelo, sino en la calva.
Padre dijo que le gustaría ver cantimploras.
Jerry musitó la palabra «camping» moviendo los labios, pero yo le hice burla arrugando la nariz.
El vendedor le entregó una cantimplora. Padre la tocó con los pulgares y dijo que era tan endeble que podía aplastarla si se lo proponía. La miró de cerca y rompió a reír.
—Made in Taiwan..., pues sí que saben mucho de cantimploras. Perdieron la guerra.
—Sólo cuesta un dólar cuarenta y nueve —dijo el vendedor.
—No vale ni cinco centavos —dijo Padre—. En cualquier caso, ando buscando algo más grande.
—¿Qué le parecen estos odres? —el vendedor le mostró uno, enganchándolo por la abertura.
—Me lo podría hacer yo mismo con un trozo de lona, aguja e hilo. ¿De dónde viene este elemento? ¡Corea! Sí, eso es, tienen campos de trabajos forzados y obreros esclavizados en Corea y Taiwan. Esto lo hacen los chinitos. En pie al alba, a trabajar todo el día, sin pizca de aire fresco. Estas cosas las hacen los niños. Encadenados a las máquinas, casi no les llegan los pies a los pedales.
Nos estaba dando una conferencia, pero el vendedor escuchaba y fruncía el ceño.
—Están tan desnutridos que apenas ven. Tracoma, raquitismo. No saben qué están fabricando. Lo mismo podían ser alfombras de baño. Por eso nos metimos en guerra en Corea del Sur, para luchar por industrias de labor intensiva, lo que significa niños escuálidos agujereando odres y fabricando tazas de latón para nosotros. Que no se os caiga el alma a los pies. Eso es progreso. Para eso están los orientales. Todo el mundo tiene que tener un chinito, ¿no?
El odre había adquirido un aspecto maligno en las manos del vendedor. Lo guardó y se alisó el pelo, y nosotros —Madre, las gemelas, Jerry y yo— seguimos callados, mientras Padre gruñía. Yo me había levantado el cuello de la camisa para tapar el sarpullido.
—¿Qué viene después en la lista?
—Sacos de dormir —dijo Madre.
—En el estante —dijo el vendedor.
Padre se acercó.
—Ni siquiera son impermeables. Sí que iban a servir de algo en una lluvia monzónica.
—Son para usar en caso de que haya tienda.
—¿Y en el caso de que haya lluvia? ¿De dónde viene esto? ¿El desierto de Gobi, Mongolia, algún sitio de ésos?
—Hong Kong —dijo el vendedor.
—¡No me equivocaba de mucho! —dijo Padre, con una mueca de satisfacción—. En Hong Kong hacen mucho camping. Ya se ve. Mira qué puntadas... se desbaratan en dos días. Uno estaría mejor con una manta vieja.
—Las mantas están en Objetos Domésticos.
—¿Y dónde las fabrican? ¿En Afganistán?
—No puedo decirle, caballero.
—¿Qué le pasa a este país? —dijo Padre.
—Es mejor que algunos otros lugares que podría usted mencionar.
—¡Y mucho peor que otros, maldita sea! —dijo Padre—. Podríamos fabricar estas cosas en Chicopee y tendríamos pleno empleo. ¿Por qué no lo hacemos? No me gusta la idea de obligar a niños orientales famélicos a fabricar porquerías para nosotros.
—No se obliga a nadie —dijo el vendedor.
—¿Ha estado alguna vez en Corea del Sur?
—No —dijo el vendedor, y adoptó la expresión abatida que la gente tomaba cuando Padre hablaba con ellos. La misma que tenía Polski la noche pasada.
—Entonces, no sabe de qué habla, ¿no es así? —dijo Padre—. Enséñeme las mochilas. Si son japonesas, se las puede quedar.
—Estas son chinas... República Popular. Seguro que no le interesan.
—Déjeme ver —dijo Padre y, blandiendo la mochilita verde como un harapo, se volvió hacia Clover—. Hace unos años estábamos prácticamente en guerra con la República Popular. Chinos Rojos, eso les llamábamos. Rojos, ojos fruncidos, chinatas. Pregúntaselo a quien quieras. Ahora nos venden mochilas... supongo que para la próxima guerra. ¿Dónde está la trampa? Son mochilas de tercera, no sirven ni para bocadillos. ¿Crees que vamos a ganarles esa guerra a los chinos?
Clover tenía cinco años. Escuchó a Padre y se rascó la tripa con dos dedos.
—Bollito, me da igual lo que pienses. No ganaremos esa guerra.
El vendedor esbozó una sonrisa.
Padre le vio y dijo:
—Ya se le quitarán las ganas de sonreír, amigo. La próxima guerra va a ser aquí mismo, no le quepa la menor duda.
Era lo que había dicho el invierno pasado, las mismas palabras, aunque entonces yo pensé que deliraba. Hoy estaba del mismo humor. Casi pensé que le diría al vendedor «seré el primero al que maten... siempre matan primero a los listos».
Dejó la mochila a un lado.
—¿Venden algo que se parezca a una brújula, o me he equivocado de sitio?
—Tengo un surtido completo de brújulas —dijo el hombre.
Alisó la mochila con la palma de la mano y la dobló como si fuera ropa blanca, gimiendo ligeramente mientras la guardaba. Puso una caja sobre el mostrador.
—Es una de las mejores que tengo —dijo, sacando una brújula—. Tiene todas las características de mis modelos más caros, pero sólo cuesta dos y cuarto.
—Debe ser una brújula china —dijo Padre—. Apunta permanentemente al Este.
—Una de sus características es un control estabilizador. Cuando se suelta... así... —soltó rápidamente un pestillo en la funda—, la aguja queda liberada. Ve, éste es el norte, donde la Automoción. De hecho, esta brújula se fabrica aquí mismo, en Massachusetts.
—Pues entonces envuélvamela —dijo Padre—. Acaba de vender algo —rodeó a Madre con el brazo—. ¿Qué aspecto tiene la lista?
—Tela de algodón, agujas e hilo, tela de mosquitero...
—Géneros —dijo el vendedor—. Siguiente pasillo. Buenos días.
—Estaríamos mejor en el basurero —dijo Padre mientras nos alejábamos.
En el pasillo siguiente cogió una pieza de material con aspecto de velo nupcial y dijo:
—Esto es.
—Setenta y nueve la yarda —dijo la vendedora, chasqueando las tijeras.
Era vieja y temblaba mucho, y su forma de blandir las tijeras en el aire le daba un aspecto maligno.
—Me lo llevo.
—¿Cuántas yardas?
Clic-clac. Estaba impaciente. Tenía algunos pelillos claros en la cara y una sombra de bigote.
—Denos toda la pieza —dijo Padre—. Y, si de verdad quiere hacernos un favor —añadió, cogiendo un puñado de pelo de Jerry—, dele un corte de pelo a este chaval. Libérele de su pesar.
Pero la anciana no sonrió, porque tuvo que desenrollar toda la pieza para medirla y calcular el precio.
Salimos en busca de otros artículos. Jamás había visto a mis padres comprar tanto en una mañana, ni siquiera por Navidad. Salimos del centro comercial y fuimos a Sears y al Almacén Ejército-Marina. Compramos linternas y cantimploras, cuchillos de caza, sacos de dormir impermeables y zapatos nuevos, todo fabricado en América, para cada uno de nosotros. Padre se había enfadado porque gastábamos dinero. Regateaba con los vendedores y protestaba, alegando que le robaban.
—Yo puedo permitirme el lujo de que me roben —decía—, pero, ¿y los pobres desgraciados que no pueden?
Yo no tenía ni idea de por qué compraba aquellas cosas, y era embarazoso oírle discutir. Hasta Madre empezaba a inquietarse.
En la droguería, mientras llenaba una cesta de alambre con cosas como gasas y ungüento («Para nuestro equipo de primeros auxilios»), se puso a comparar los precios de la aspirina y se acercó al estante de revistas para coger un ejemplar del
Scientific American
. Le molestó verlo expuesto junto a las revistas de chicas y dijo:
—Esto es un insulto. Fíjate —añadió, señalando la estantería—, la mitad de eso es porno duro. Hay hombres casados que no han visto cosas así en su vida. ¡Novedades hasta para estudiantes de Medicina! ¿Te parece posible? Los niños entran a comprar Tigretones y se encuentran con esto. Pero pregunta a cualquier maestro de escuela y te dirá que es justo lo que ha prescrito el médico. Charlie, ¿qué estás mirando?
Yo estaba mirando una portada de revista con una mujer desnuda, de rodillas, que exhibía un trasero suave y reluciente, como una pera de primera calidad.
—En dos palabras, dejándote los ojos en un desnudo —dijo, sin darme tiempo a responder—. Pero échale un último vistazo... échale un último vistazo. Madre, la gente se entierra en esta porquería y finge que no pasa nada. Me dan ganas de vomitar. Me saca de quicio.
—Supongo que te gustaría que lo prohibieran —dijo Madre.
—Nada de prohibirlo. Creo en la libertad de expresión. Pero ¿hay que ponerlo precisamente aquí, con los tebeos y los Tigretones? ¡Me ofende! Y ¡qué diablos! ¿Por qué no prohibirlo, o quemarlo? Es basura, denigra el cuerpo humano, retrata a la gente como pedazos de carne. Sí, librarse de ello, y de los tebeos también... todo es nocivo. ¿Cómo va el negocio?
Había llegado a la caja y hablaba a la cajera.
—Bien —dijo ésta—. No me puedo quejar.
—No me extraña —dijo Padre—. Debe hacer un gran negocio con la pornografía. Dicen que el comercio de porno al detalle es la nueva industria en crecimiento, eso y los papeles de mierda. Debe dar mucho gusto recoger así los cuartos...
—Yo sólo trabajo aquí —dijo la cajera, pulsando botones de la registradora.
—Claro, claro —dijo Padre—. ¿Y por qué no iba a venderlo? Estamos en un país libre. Usted no cree en la censura. En cierta ocasión, leyó un libro. Era verde, ¿verdad? ¿O era azul?
Acosada, parecía un animal acosado. Como un conejo nervioso olisqueando el cañón de una escopeta.
Padre le pagó el equipo de primeros auxilios y dijo:
—Se le olvidó decir «que pase un buen día».
Una vez fuera, Madre dijo:
—Jamás te rindes, ¿verdad?
—Madre, este país se ha ido al garete. A nadie le importa, y eso es lo peor. La actitud de la gente ha cambiado. «Yo solo trabajo aquí», ¿la oíste? Vendiendo basura, comprando basura, comiendo basura...
—Queremos un helado —dijo Clover.
—¿Has oído? Hambrientos de basura... nuestros propios chavales. ¡Es culpa nuestra! Muy bien, chavales, venid conmigo.