Nos llevó al supermercado y, nada más entrar, en la sección de frutas, cogió un manojo de plátanos.
—¡Dos dólares! —dijo. Hizo lo mismo con un par de pomelos envueltos en celofán—. ¡Noventa y cinco centavos! —y una piña—. ¡Tres dólares! —y unas naranjas—: ¡Treinta y nueve centavos cada una!
Caminando por delante del mostrador de fruta fresca, cantando los precios a voz en grito, parecía un subastador.
—¿No vamos a comprar nada? —pregunté, al ver que salíamos con las manos vacías.
—No. Solo quiero que recuerdes esos precios. Tres dólares por una piña. Prefiero comer lombrices. Las lombrices se comen, ¿sabes? Son todo proteína.
Entró con Madre en la cabina de la camioneta, y los demás subimos a la trasera. Mientras cruzábamos Springfield, oía una voz vibrando en la ventanilla posterior. Cuando nos detuvimos en la carretera para echar gasolina, seguía hablando. Se veía el río, lleno y veloz, las orillas cubiertas de árboles inclinados. Pero era tan gris como el agua del baño, y en la espuma de las fábricas había peces muertos de vientre blanco.
La puerta de la cabina se cerró ruidosamente.
—Un pavo, diez centavos el galón —decía Padre al empleado de la gasolinera, que le miraba sin salir de su asombro.
El empleado tenía una vela húmeda en cada orificio nasal y un letrero en la camiseta que decía «Fred».
—En un año ha doblado el precio. Así que dos veinte al año que viene y probablemente cinco un año más tarde, si hay suerte. Pues, qué bien. ¿Sabe cuánto cuesta producir un barril de crudo? Quince dólares, eso es todo. ¿Cuántos galones por barril? ¿Treinta y cinco? ¿Cuarenta? Calcúlelo usted mismo. Oh, se me olvidaba, usted solo trabaja aquí.
—No me eche a mí la culpa. Culpe al Presidente —dijo el empleado, y siguió echando gasolina en nuestro depósito.
—Fred —dijo Padre—, no culpo al Presidente. Él hace lo que puede. Culpo a las compañías petrolíferas, la industria de automóviles, las grandes empresas. Los árabes. Palestinos. ¿Sabe lo que en realidad son? Filisteos. Es la misma palabra, compruébelo. Y, Fred, me culpo a mí mismo por no haber dado con un método más barato para extraer petróleo de pizarra. En este país tenemos trillones de toneladas de depósitos de pizarra.
—No hay nada que hacer —dijo Fred, e inhaló las velas de la nariz—. Tendremos que seguir pagando.
—Yo sí puedo hacer algo —dijo Padre—. No pienso pagar más.
—Son ocho dólares y cuarenta centavos —dijo Fred.
Por un instante me pareció que Padre no iba a pagar, pero sacó su billetera y fue contando el dinero y depositándolo en la sucia mano de Fred, mientras nosotros observábamos desde la trasera de la camioneta.
—No, señor, no pienso volver a pagar —dijo Padre—. Voy a hacerle una pregunta. Viendo cómo están las cosas, ¿nunca se pregunta qué va a ocurrir en el futuro?
—A veces. Oiga, estoy bastante ocupado.
Bizqueó, se encogió de hombros y se alejó de espaldas. Acosado.
—Yo me lo pregunto todo el tiempo. Y me digo que no puede seguir así. Un dólar vale veinte centavos.
—Peor están en Nueva Jersey —dijo Fred—. Tengo un primo ahí. Tienen racionamiento desde enero.
—¡Ahí fuera hay todo un planeta! —exclamó Padre, señalando con el dedo cortado.
El empleado dio otro paso atrás, asustado por el dedo.
—Hay zonas del mundo que siguen vacías —dijo Padre—. La mayor parte está deshabitada. ¿Usted come espárragos alguna vez?
—¿Cómo dice?
—¿Sabe por qué están tan caros los espárragos, todas las verduras, en definitiva? Porque los granjeros acumulan la producción hasta que suben los precios. Entonces, la sacan al mercado. Cuando saben que tienen cogidos por la garganta a los consumidores. Podían venderse a mitad de precio y aún hacerse ricos. No lo sabía, ¿verdad? Los tipos que lo cortan ganan un dólar por hora, trabajadores no sindicados, simplemente salvajes y cazadores con lanza que los sacan del suelo de un tirón. Cultivarlo es facilísimo. Dios hace la mayor parte del trabajo. La próxima vez que se coma un espárrago, acuérdese de lo que acabo de decirle. Las compañías petrolíferas hacen lo mismo, acumular el producto hasta que el precio sube. No quiero nada de ellos. ¿El trigo? ¿Los cereales? ¿El grano? Se lo regalamos a los rusos para mantener altos los precios locales, cuando podríamos con la misma facilidad convertirlo en alcohol para gasohol. Mientras tanto, pagar, pagar, y que los niños coreanos nos fabriquen sacos de dormir, y equipar al ejército con mochilas chinas. Nadie pregunta dónde...
Al mencionarse las mochilas chinas, Fred dijo:
—Oiga, tengo clientes esperando.
—No le quito más tiempo, Fred —Padre le dio un apretón de manos—. Pero acuérdese de lo que acabo de decirle.
Una vez en la carretera, Padre asomó la cabeza por la ventanilla y dijo:
—¿Le puse en su sitio? ¡Vaya si le puse!
Había capullos en algunos árboles, diminutas hojas pálidas en otros, y un dulce suspiro de primavera en el aire. En algunos pastizales, las vacas estaban inmóviles como estatuillas, y, bajando hacia la carretera, se veían unos manzanos pequeños y redondos rebosantes de flores blancas. Yo notaba que Padre seguía enfadado por su forma de conducir, pero entre tanta belleza —los delicados árboles rodeados de un aire con dulce aroma de flores, el sol en los prados— no comprendía qué pasaba, ni por qué gritaba tanto. Atajó por una carretera vecinal justo antes de llegar a Northampton. Vimos manojos de flores silvestres amarillas y el color sangre brillante de un cardenal, como un corazón latiendo en las costillas de un arbusto.
—Cuando vayamos de camping —dijo Jerry—, tendré mi tienda y no te dejaré entrar.
—Papá no ha comprado tiendas —dije.
—Yo también voy a ir de camping —dijo Clover.
—No te gustará ir de camping —dijo Jerry—. Llorarás. Y April también.
—No creo que vayamos de camping —dije yo.
—Entonces ¿para qué son todas esas cosas? —preguntó Jerry. Estábamos agazapados en la trasera de la camioneta, rodeados de bolsas de papel y de cajas—. ¿«Dónde» vamos?
—Nos vamos de aquí, eso es todo —después que lo dijera, me lo creí.
—Esto me gusta —dijo April—. No quiero irme. Lo que más me gusta es el verano.
—Charlie no sabe nada —dijo Jerry—. Es un burro. Por eso le picó la hiedra.
—Le he visto rascarse —dijo Clover.
—Es como una enfermedad —dijo April—. ¡Apártate... no quiero coger tu enfermedad!
No soportaba tener que ir allí sentado con aquellos niños tontos e ignorantes, y la disparatada forma en que Padre conducía entre las hermosas colinas, y los prados, sembrados con flores tan relucientes que no habían perdido un solo pétalo, me hacía pensar que en cualquier momento nos aplastaríamos contra un muro de ladrillo. Esperaba algo repentino y doloroso, porque en los últimos días todo había sido muy extraño. Los niños no lo sabían, pero yo había estado con Padre, le había oído hablar sin que él lo supiera y había visto cosas que no concordaban con lo que yo sabía. Incluso cosas familiares, como aquel espantapájaros... lo habían levantado como un demonio y me había aterrorizado.
—Nos va a pasar algo —dije.
—Me siento rara cuando dices eso —dijo Clover.
No les conté lo que se me había ocurrido mientras Padre compraba en Springfield. Padre era un hombre decepcionado. Estaba furioso y asqueado. Pero, si se proponía hacer algo drástico, se ocuparía de nosotros. Siempre entrábamos en sus planes.
Cuando llegamos al pueblo llamado Florence, paró a un lado de la carretera y gritó:
—Charlie, ven conmigo. Los demás quedaos donde estáis.
Ya habíamos estado allí, hacía poco más de un mes, comprando semillas. Hoy volvimos al mismo almacén de semillas. Dentro del almacén, la atmósfera era seca y sutil. Olía a bolsas de arpillera. Y el polvo de las semillas y las vainas se insertaba en mi sarpullido y despertaba el picor.
—Ustedes otra vez.
La voz venía de detrás de una fila de gruesos sacos. Salió un hombre, sacudiéndose el polvo del delantal. Tenía arrugas profundas en la cara y su mirada se posó de inmediato en mi sarpullido.
—Mr. Sullivan —dijo Padre, entregándole un papel—, necesito cincuenta libras de cada una de éstas. Híbridos, las variedades de mayor rendimiento que tenga y, si están tratadas contra el mildiú, mejor que mejor. Las quiero selladas en bolsas impermeables, de las robustas. Las necesito hoy. Es decir, ahora mismo.
—Sí que va usted al grano, Mr. Fox —el hombre sacó unas gafas del bolsillo del delantal, sopló en los cristales y, tras ponerse las lentes, examinó el papel—: Puedo hacerlo —miró a Padre por encima de las lentes—. Pero usted y Polski van a tener mucho trabajo si pretenden sembrar toda esta semilla. ¿No le parece un poco tarde?
—En Australia es invierno —dije Padre—. En Mozambique están recogiendo calabazas, y en Patagonia recogen las hojas con rastrillo. En China se están poniendo el pijama.
—No sabía que los chinos llevasen pijama.
—No llevan otra cosa —dijo Padre—. Y, en Honduras, están todavía labrando.
—¿Cómo dice?
Pero Padre hizo caso omiso de él. Estaba escogiendo sobres en un estante de semillas de flores marcado
Burpee
.
—Dondiego de día —dijo—. Les encanta el sol, y me recordarán Dogtown.
Entre sacos de semillas, bolsas y cajas de equipo para camping nos quedaba muy poco sitio a los niños en la trasera de la camioneta. Me espantaba la carga que nos esperaba, pero, al llegar a casa, Padre dijo:
—Dejadlo todo donde está. Le echaré una lona impermeable encima por si llueve.
—Papá, ¿vamos a algún lado? —preguntó Clover.
—Claro que sí, bollito.
—¿De camping? —preguntó Jerry.
—Más o menos.
—Entonces, ¿por qué no estamos haciendo las maletas? —preguntó April.
—El hecho de que no hagamos las maletas no significa que no vayamos a ningún lado. ¿Has oído hablar alguna vez eso de viajar ligeros? ¿Alguna vez eso de dejarlo todo y largarse?
Yo estaba en la cocina, con Madre, escuchando. Pregunté:
—Mamá, ¿de qué habla? ¿Adónde vamos?
Se acercó a mí, me cogió la cabeza y la apoyó en la pechera de su delantal.
—Pobre Charlie —dijo—, cuando algo te ronda por la cabeza pareces un viejito. No te preocupes, todo irá bien.
—¿Adónde? —pregunté otra vez.
—Papá nos lo dirá cuando esté preparado —dijo.
¡No tenía ni idea! Sabía tan poco como nosotros. En ese momento me sentí muy cerca de ella; en mi sangre había una solución de amor y tristeza. Pero había algo más, porque ella estaba perfectamente serena. Su lealtad a Padre me dio fuerzas. Aunque no eliminó nada de mi tristeza, su fe me hizo creer y me ayudó a compartir su paciencia. Y, sin embargo, la compadecí, porque me compadecía a mí mismo por no saber realmente más de lo que sabía.
Por la tarde, Padre parecía relajado. No hizo el menor ademán de trabajar. Se pasó dos horas al teléfono, cosa muy rara (no su forma de catequizar, sino el tiempo).
—¡Le hablo desde Hatfield, Massachusetts! —gritaba al teléfono, como si estuviera pidiendo auxilio.
Normalmente habríamos estado en la camioneta, recorriendo la granja, pero esa tarde estábamos libres. Nos mandó a jugar y a montar en bicicleta y, cuando acabó en el teléfono («¡Estamos de suerte!»), se metió en su taller y recogió sus herramientas, sin parar de silbar un instante.
A eso de las cuatro entró en la casa. Al poco rato salió con un sobre en la mano. Seguía silbando. Me dijo que se lo llevara a Polski.
Cuando llegué, Polski estaba regando su jeep con la manguera, las manos protegidas por manoplas de goma.
—Tu sarpullido tiene mejor aspecto —dijo—. ¿Tienes algo para mí?
Le entregué la carta. Cerró la manguera y dijo:
—Pensaba darte veinticinco centavos por lavar el jeep, pero esta mañana no te he visto por ningún lado.
Abrió el sobre y extendió el brazo para leer la carta. Vi en ella las audaces curvas de la hermosa escritura de Padre, un mensaje corto. Me dolía que Padre, al no permitirme asistir a la escuela, impidiera que aprendiese a escribir como él. Yo sabía que había aprendido su elegante caligrafía en la escuela, y cada vez que la veía me sentía débil y estúpido.
Polski había empezado a escupir y suspirar.
—¡Maldita sea! —dijo—. Conque esas tenemos...
El color de su rostro era gris de carne vieja. Yo quería marcharme, pero él me dijo:
—Ven aquí, Charlie. Quiero decirte algo. ¿Quieres una galleta? ¿Y un buen vaso de leche?
Dije que bueno, aunque habría preferido los veinticinco centavos por lavar el jeep o simplemente permiso para marcharme, porque la actitud amistosa de Polski, como la de Padre, siempre llevaba aparejada una pequeña conferencia. Subimos al porche. Me hizo sentarme en la mecedora y dijo:
—Ahora mismo vuelvo.
Miré por encima de los campos de espárragos, y vi el río y los árboles bajo la dorada luz de la tarde. Nuestra casa, pequeña y solemne, reposaba en su rectángulo de jardín. Tenía el techo de oro, y el techo del porche era una ceja y la pintura tan blanca como la sal.
Polski apareció con un vaso de leche y un plato de galletas de chocolate cortadas como patatas fritas. Bebí un poco de leche y cogí una galleta.
—Coge otra —dijo—. Coge todas las que quieras.
Entonces, supe que la conferencia iba a ser larga.
Me observó mientras me comía dos galletas. Parecía hacerle gracia la forma en que las masticaba, y sentí como si el crujido me saliera por las orejas.
—Hace tiempo que quería decirte algo, Charlie —dijo. Se detuvo y se acercó a mí, también sentado en la mecedora, tan cerca que tuve que dejar el vaso de leche—. Tu padre cree que soy tonto —dijo.
Yo no dije nada. Lo que él decía era una verdad a medias, y la verdad entera era peor.
Respondió a mi silencio asintiendo con un movimiento de cabeza, como si lo tomara por una afirmación, adoptó un gesto de boca entre la sonrisa y la admonición, y dijo:
—Mucho antes de que tú nacievas, en Massachusetts, ahorcaban a los asesinos convictos. Suena hovible, pero la mayovía lo mevecía. Había por aquí un hombre, de nombre Mooney. Le llamaban Avaña Mooney, supongo que te figurarás por qué...
Yo no me figuraba por qué le llamaban así, pero tenía en la cabeza la imagen de un hombre peludo a cuatro patas, con los ojos negros y saltones. Polski seguía hablando.