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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (6 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Al oír el jeep de Polski resonar metálicamente en el camino de entrada, Padre se levantó y dijo:

—Hora de irse al catre, Charlie.

Madre me llevó al piso de arriba y, una vez en el dormitorio, dijo:

—Llevo todo el día preocupada por ti. ¿Por qué estás tan triste?

—Creo que nos va a pasar algo —dije.

—¿Qué quieres decir?

—Algo horrible.

—Cuando eres joven —dijo Madre—, el mundo te parece imposible. Parece grande y extraño, incluso amenazador. Si piensas demasiado en ello, empiezas a preocuparte.

—Pero Papá no es joven.

Madre me miró fijamente.

—Y está preocupado —dije.

—No —dijo Madre—. Pero ahora tiene muchas cosas en la cabeza. Ya le he visto otras veces así. Pensativo. Se le ocurren cosas maravillosas. Algún día, pronto ya, nos enseñará su nuevo invento.

—Nos
va
a pasar algo —dije.

—Algo bueno —dijo Madre—. Ahora duérmete, cariño.

Cuando apagó la luz, quise rezar. Cerré fuerte los ojos, pero no llegó nada. No sabía cómo hacerlo. Pensé
por favor
, pero ésa fue toda la oración de que fui capaz. Y las voces de abajo, su eco, avivaban los latidos de mi corazón. Fui a la puerta, salí al descansillo superior de la escalera, oí los resoplidos de Padre.

—¡Me tiene confundido, Doctor! ¡No sé si estoy sordo o ciego! Esta mañana le enseñé el modelo operativo de una planta congeladora que cuesta una miseria. Le volvió la espalda y dijo que tenía que regar los tomates. Y aquí le tengo ahora, probablemente perdiéndose su programa favorito de la tele, pidiéndome...

—Le dije que me intevesaba —dijo Polski, la voz sobresaltada.

—Debo estar más sordo que una tapia —dijo Padre—, porque no oí absolutamente nada.

—Y sigo intevesado.

—Su interés y diez centavos valen menos que una taza de café frío —dijo Padre.

Miré entre los barrotes de la barandilla. Padre recorría el salón de arriba abajo a grandes pasos. Polski estaba sentado en un taburete bajo. Se sentaba como las niñas en el retrete, las piernas juntas y la cabeza adelantada.

—El almacén vefrigerado se ha llenado con lo que han cortado hoy —dijo Polski—. Lo que quievo saber es qué voy a hacer con lo que covten mañana y pasado mañana.

—Puede seguir quemando fusibles —dijo Padre—. Así se entretendrá.

—Tiene que haber alguna forma de aprovechar el cobertizo. Quievo decir aislarlo y meter un vefrigerador donde ahova está el heno. Podría contratar carpinteros, pevo el problema es la vefrigeración. Si usted fuera capaz de solucionarlo, salvaría toda la cosecha.

—No entiendo. Esta mañana le enseñé un dispositivo perfecto para refrigeración y no se le ocurrió otra cosa que largarse en su tartana. ¿Cómo lo llamó usted? Ah, sí, lo llamó artefacto. Me quedé de una pieza. ¡No veía artefactos por ninguna parte! Doctor —dijo Padre con gran benevolencia—, sigo de una pieza.

—Esa heladeva es una gran idea —dijo Polski—. Pero ando buscando algo más concreto. El almacén vefrigerado que me hizo el año pasado fue suficiente pava la cosecha del año pasado. Pevo este año tenemos una cosecha extraordinavia y hay que actuar conforme a ello. Entiéndame bien, no estoy pidiendo vemedios milagrosos...

—Aislar un cobertizo no es problema —dijo Padre—. Pueden meter lana mineral entre las paredes con mangueras. Pero en ese cobertizo hay mucho espacio libre. ¿Cuánto? Diez mil pies cúbicos. .. quizá más. Necesitaría refrigeración en niveles múltiples para conseguir una temperatura uniforme, porque, si no, congelaría algunos y asaría los demás. Ventiladores, termostatos, espirales. Me está usted hablando de una milla de tubo de cobre, por no hablar de los cables y el material eléctrico.

—Ya ve usted que entiende el problema.

—No quiso ni mirar mi «Bañera de Gusanos»... la heladera que le enseñé esta mañana.

—Es demasiado pequeña.

—Un modelo a escala siempre es pequeño.

—Yo necesito algo cien veces más grande.

Ncsito lgo
: Polski empezaba a tragar saliva.

—No entiende su funcionamiento.

—No quiero incendios.

—Se arruinará pagando facturas de electricidad. Diez mil pies cúbicos. ¿Cuántos kilovatios? Costavá una fortuna —y repitió—:
Una frtuna
.

—Deje ya de intentar ahovarme dinero, Mr. Fox.

—No es el dinero lo que me preocupa, es esa actitud de despilfarro. Esa actitud, Doctor, está haciendo trizas este país.

—Yo no manejo el país (
mnejo
), y no hay vazón para eternizarnos sobre este asunto. Me hago cargo de que hay muy poco tiempo, pero necesito más espacio de almacén refrigevado y confío en que usted sabrá cómo hacerlo.

—Me estoy preguntando todo el tiempo, pensando en voz alta, ya me entiende, me estoy preguntando todo el tiempo qué sentido tiene esto.

—El sentido que tiene —dijo Polski— es que este año, maldita sea, hay demasiados espárragos. Este es el sentido que tiene.

—¿Lo está cortando demasiado aprisa o vendiéndolo demasiado despacio?

—No estoy vendiendo nada en absoluto... lo venden otros. Por eso está tan bajo el precio.

—Escuche, ¿se decide usted a almacenar o a vender? Se lo pregunto porque no entiendo de estas cosas. Soy un manitas, no un economista.

Agazapado sobre el taburete, Polski volvió el rostro fruncido hacia Padre y dijo en tono amargo y provocador:

—Lo vendevé cuando suba el precio, no antes. Mientras tanto, hasta la última espiga que corte sevá almacenada en frío.

—Es la cosa más repugnante y asquerosa que he oído en mi vida —dijo Padre.

—Simplemente un negocio.

—Entonces, es un negocio sucio. Está creando una escasez de espárragos, ¡y no puede ni almacenarlos! Así que el precio subirá, aunque el precio es bastante justo. Muy bien, no es tan malo como atracar un banco, pero sí lo bastante malo. En mi opinión es algo tremendamente parecido a robar los cepillos de las limosnas en las iglesias.

Padre se cernía sobre Polski con una sonrisa pavorosa:

—¿Y qué saca de ello? Unos pocos cuartos, un par de pantalones nuevos, un reloj de pulsera de latón que se ve de noche, quizá uno o dos coches viejos. ¿Le parece que vale la pena?

—Todo agricultor que se precie de serlo vigila el mercado —dijo Polski, apretando las rodillas.

—Una cosa es vigilar y otra manipular —dijo Padre.

Y al punto se volvió ferozmente amistoso:

—Póngase cómodo, Doctor. No tiene por qué espachurrarse así. La silla de detrás suyo tiene un sistema hidráulico.

—Estoy cómodo donde estoy, gracias.

—Se lo digo porque se ha sentado en mi aparato masajeador de pies.

Polski se puso en pie de un salto.

Levantando el taburete, con forma de bota, Padre dijo:

—Es horrible cómo la gente descuida sus pies. ¿Ve esta hendidura? Basta con meter aquí el pie y mover los dedos. Suficiente para poner en marcha los dedos mecánicos de dentro. Aunque parezca extraño, funciona ¿Quiere hacerles un favor a sus viejos y cansados pies?

Polski declinó el ofrecimiento y se sentó en la silla, parecida a un sillón de dentista. Aunque lo hizo con la mayor delicadeza, la silla se inclinó contra su voluntad, le abrazó y, levantándole las piernas del suelo, giró hasta ponerle frente a Padre.

—Sistema hidráulico —dijo Padre.

Siempre tenaz, proyectando hacia delante la mandíbula como si le estuvieran sacando una muela, Polski dijo:

—Tengo una finca de qué ocuparme y algo así como veinte toneladas de producto que vender. Tengo que hacerlo de la mejor maneva posible.

—Muy fácil. Véndalo y tendrá sitio para más. Lo que pierde en precio lo gana en cantidad y aún sale ganando. Es más sano que estrangular por completo el mercado. Pero no, eso no le interesa, porque apunta muy alto... con trabajadores esclavizados. ¿Beneficios? Yo no hice esa silla ni fabriqué el masajeador de pies para retirarme con cincuenta mil dólares al año. Lo hice por el lumbago y el dolor de pies, y, si de paso puedo aliviarle a alguien el dolor, mejor que mejor. Así soy yo. Pero usted quiere engañar el mercado y hacerse de oro. Eso no es hacer negocios, es robar.

—No vine aquí a discutir la ética de la explotación agrícola, Mr. Fox. Tengo un problema, y parece que usted tiene la solución. Por favor, ¿no le importavía dejarse de tontevías?

Polski se había puesto verde. Estaba sufriendo.

—Estuvo usted muy frío con mi heladera —dijo Padre.

—No parece práctica.

—Si cree eso, es que no está en contacto con la realidad. Es el invento más práctico del mundo. Y funciona con cualquier cosa... no sólo petróleo, sino también gas metano sacado de una solución de estiércol crudo de gallina, y por aquí no falta eso. Además, aunque lleva un poco más de tubería, no tiene ni un solo cable.

—¿Cuánto tiempo se tardavía en montarlo?

—Dos patadas. Dijo que el dinero no importaba.

—Una cantidad razonable.

—No se eche atrás —dijo Padre.

—¿Estaría dispuesto a instalar un fogón vefrigerador, seguro? ¿Para el exceso de producción?

Padre vaciló antes de responder. Era la primera vez en mi vida que le veía vacilar. Supuse que estaba calculando mentalmente.

—Me están dando verdaderas ganas de probar —dijo.

—Es su oportunidad, Fox. Nos haría un favor a los dos.

Padre miró al techo del salón y dijo:

—Veo una gran planta refrigeradora y almacén en frío. Tiene siete u ocho niveles, el tamaño de dos cobertizos y un poco más, con las pasarelas dentro, y los reflectores y el aislamiento fuera. Parece una catedral, con la chimenea por aguja ¿Qué es ese bulto del suelo? Es su unidad de energía, la ferretería principal, los tubos de gusanos, los depósitos de refrigerante, el suministro de calor. Todas sus tuberías y depósitos están bajo tierra, cubiertos de plomo, para caso de guerra nuclear, accidentes y fuerza mayor. Su chimenea tiene deflectores y serpentinas para conservar el calor y redirigirlo hacia el suministro principal, el fuego en sí, reciclando el calor, por decirlo así. Pero hay pérdida de calor, siempre la hay, y por eso hemos construido conductos en la chimenea. Esta pasa por una parrilla, y ahí tiene usted sus incubadoras. Esa es su batería de ida y vuelta... su fábrica de huevos, sus pasillos recalentados para los pollos y pollitos que en el futuro le suministrarán combustible. Gas metano. No se desperdicia nada. Tiene su refrigeración. Tiene su hielo. Tiene su calor. Venda los huevos que no necesite y desayúnese los demás. Refrigere sus verduras. Utilice su estiércol de gallina para metano. Es una máquina de movimiento perpetuo. Lleve un conducto hasta su casa, y tendrá aire acondicionado... fresco en verano, caliente en invierno. Barato, fácil de manejar, sin desperdicios, sin fallos y rentables. Sólo hay un problema.

Polski había salido de la silla furtivamente, como un mapache huyendo de una trampa aún abierta. Miraba a Padre con una expresión dulce y esperanzada, sonriendo tristemente a medida que padre iba describiendo la visión de su planta refrigeradora. Con voz insegura, tras aclararse la garganta, Polski dijo:

—¿Qué problema?

—Que no quiero hacerle un favor. Usted solo quiere esta cosa para engañar a la gente y subir los precios y estrangular el mercado.

Me pareció que Mr. Polski estaba a punto de llorar.

—No puede obligarme a vender esos espávagos —Polski miró vagamente en derredor, como si buscara un sitio donde escupir. Sin desfruncir los sabios, dijo—. Si supiera qué hacer con ellos...

—Cómaselos.

—Mr. Fox, está hablando demasiado y se va a quedar sin empleo.

—Mejor eso que escucharle, viendo qué empleo me ofrece.

—Siga hablando —dijo Polski—. Quizá tenga que prescindir de usted.

—Tenga cuidado. —Padre cruzó la habitación, sacó un puro de su humidificador y lo encendió, tomándose mucho tiempo. Cuando ya humeaba, lo contempló fijamente y dijo—. Me iré donde se me aprecie.

Polski ya no se dirigía a Padre y parecía hablar a sus pies.

—No quiero ponerle las cosas difíciles —dijo.

—Todos los que dicen eso quieren decir precisamente lo contrario. Suena a amenaza.

—Tómeselo como quiera.

—¡Madre! —exclamó Padre. Su grito hizo saltar a Polski—. ¡Me acaba de amenazar!

Madre, fuera cual fuera su paradero, no respondió.

—Ya sabía que me equivocaba viniendo —dijo Polski.

Se acercó a la puerta arrastrando los pies. En aquel momento le compadecí, tan pequeño de aspecto, al alcance de los trompetazos de humo de Padre, los hombros de la chaqueta cubiertos de arrugas de derrota, la cabeza diminuta traspasando el umbral. Yo había deseado que Padre hiciera las paces con Polski, que todo siguiera como antes. Ahora sabía que algo tenía que pasar.

Me fui gateando a mi habitación, preguntándome qué sería.

Lo siguiente que oí fue el arranque del jeep de Polski, a Padre murmurando «ahí queda eso» y, después, muy clara, como un mugido en un establo, la voz de Madre:

—Qué tonto eres.

—Madre, estoy contento.

—¿Qué es lo que quieres?

—Espacio para moverme. Acabo de darme cuenta.

—Allie, por favor.

Y Padre dijo:

—Nunca me ha gustado esto. Estoy harto de toda esta gente jugando al viejo Dan Beavers con sus mocasines de L. L. Bean y sus petos y sus sierras mecánicas japonesas, todos esos colonizadores de pacotilla con sus carromatos llenos de Twinkies y pan Bimbo y spray de queso de untar. ¡Saca los leños eléctricos y el barril de plástico, Dan, y vamos a hablar de autosuficiencia!

—Estás diciendo tonterías.

—Escucha —dijo Padre, pero ya no oí más.

6

Cuando, al día siguiente, Padre me dijo «vamos de compras», yo estaba seguro de que íbamos al basurero. Rara vez íbamos a comprar a las tiendas. Casi no lo necesitábamos; cultivábamos prácticamente cuanto consumíamos. En la finca de Tiny Polski había suficiente trabajo como para tenernos muy ocupados sobre el terreno, y además era peligroso ir de tiendas de día: los Controladores de Novillos o la policía podían pescarnos lejos del colegio.

—Tú acabarías en la escuela —decía Padre—, y yo en su equivalente aproximado, la cárcel. ¿Qué hemos hecho para merecer semejante castigo?

Yo deseaba secretamente ir a la escuela. Cuando veía a otros niños, me sentía como un viejo, o un monstruo. Y, también en secreto, prefería los pasteles de fábrica, como los Perros del Diablo y los Twinkies, al pan de plátano de Madre. Padre decía que los pasteles que vendían en las tiendas eran basura y veneno, pero yo sabía que en el fondo se oponía a ellos porque, las pocas veces que me cazó comiendo a escondidas, tuve que decirle que lo había pagado con dinero obtenido de Polski a cambio de pequeños trabajitos. Y Polski me decía que Padre era raro, lo que era otro secreto que tenía que guardar. Comprábamos sal, harina integral, fruta, cordones de zapatos y otras cosas pequeñas en Hatfield o en Florence, pero ir de compras significaba por lo general un viaje a los basureros y depósitos de chatarra de alrededor de Northampton, donde ayudábamos a Padre a husmear entre los venenosos montones de basura en busca del cable y el metal que usaba en sus inventos.

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