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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (33 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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—¡Hay reducción! Charlie, idiota ¿por qué no has dicho nada? Vamos, en marcha antes de que se haga pedazos.

Y se lanzó hacia adelante, diciendo:

—¡Deberíamos haberle puesto una cubierta de goma!

Los zambus suspiraron y se colocaron de nuevo los arneses.

A media tarde aún no habíamos llegado al collado. Pero Padre gritaba tanto que los zambus tropezaban. Y hacían tanto esfuerzo por complacerle que chocaron contra una roca que desplazó brutalmente el trineo. Con un gruñido casi humano, el bloque de hielo se rompió en dos mitades, cortando la manopla de hojas y partiendo el trineo.

—Fantástico —dijo Padre sin alzar la voz—. Justo lo que necesitaba. Muchas gracias, caballeros. No, no se molesten por mí. Sólo voy a dar urna vuelta a la manzana. Ustedes quédense aquí, y, si tienen ganas de recoger los pedazos, les prometo que no les estorbaré —sonrió débilmente a todos.

Desapareció. Un minuto después, le oímos chillar detrás de una roca.

Francis Lungley me miró alarmado.

—Está furioso —dije—. Más vale que arreglen esto.

Los zambus soltaron el hielo y, murmurando entre ellos, hicieron dos trineos. Pasó casi una hora antes de que pudiéramos ponernos en marcha, Padre y Bucky arrastrando con sus arneses un trineo mientras Francis y John tiraban del otro. Fue peor que antes, porque Padre estaba enfadado y el nuevo esfuerzo le hacía gruñir mientras tiraba y gritaba. El hielo roto había disminuido al derretirse y los dos equipos se movían más aprisa por la pista. Pero no nos acercábamos a la cúspide. Jerry y yo corríamos por delante, oyendo la jadeante respiración de los hombres detrás de nosotros.

La siguiente subida nos llevó hasta una hoya en la montaña, cubierta de flores blancas y de abejas. La pista descendía por primera vez (aunque subía por el otro lado), y permitió a Padre y a los zambus relajarse un poco. Cuando nos alcanzaron, Padre dijo:

—Tenéis las manos y el cuello asquerosos. ¿Qué os pasa, niños? ¿Es que no podéis estar limpios nunca?

Le explicamos que nos habíamos frotado jugo de moras en la piel para ahuyentar a las moscas y las abejas. Era el truco que Alice Maywit nos había enseñado en El Acre. El jugo de mora era un buen repelente de insectos. También los zambus lo usaban, aunque en su piel negra no se veía el oscuro jugo.

Padre estaba muy picado, las manos y el cuello llenas de marcas. Creí que me iba a agradecer la información. Era un remedio natural y era gratuito. Pero no podía soportar su aspecto.

—¿Creéis que me asustan unas pocas picaduras? —dijo—. ¡Ja! Si os asustan las picaduras, entonces es que no tenéis nada que hacer aquí.

Un enjambre de abejas le rodeó mientras hablaba. Las ahuyentó a manotazos.

—¡Saben cuando uno tiene miedo! ¡Huelen el miedo!

Un poco más tarde, una abeja le picó en la oreja. El lóbulo se hinchó. Oscilaba como la barba de un pavo. Dijo que no lo notaba. Teníamos el sol por delante, cayendo al otro lado de la montaña que subíamos. Nos deslumbraba, pero había perdido la mayor parte de su calor. Me pregunté qué ocurriría cuando se pusiera del todo, porque, desde que vivíamos en Jerónimo —ya casi siete meses—, siempre habíamos regresado a casa al ponerse el sol. Pero no habíamos llegado al poblado. Jerónimo estaba a varias horas de camino, detrás de nosotros. Padre y los zambus seguían gruñendo en sus arneses, arrastrando los dos trineos.

—Tendremos que volver a casa a oscuras.

—¡No podemos volver a casa hasta haber entregado este hielo!

—¿Entregarlo dónde?

Miré la carga de los trineos. El aislamiento de hojas de banano bailaba como la ropa de un hombre en el cuerpo de un niño. Ya no quedaba mucho hielo.

—¿Por qué no pensé en ponerle una cubierta de goma? ¡Esos dos bufones insistieron en esas inútiles hojas de banano!

Y la mitad del sol ya se había ocultado, un segmento de fruta fría, iluminando con sus últimos rayos el rostro bronceado de Padre. Azuzó a los zambus, como si quisiera alcanzar al sol en la cúspide. Pero la puesta de sol fue más rápida, y, mientras tiraban de los trineos por la pista, la rebanada de sol guiñó tras las rocas y su resplandor crepuscular se convirtió en un cielo rosado y polvoriento.

La obstinación de Padre le abandonó en aquel preciso momento. Despojándose de su arnés, subió por el sendero para enseñarle los dientes a la decadente luz.

—Muy bien —dijo—. Acamparemos.

—¿Dónde vamos a dormir? —preguntó Jerry.

—Pero hombre, aquí mismo, al otro lado de la calle, en el Holiday Inn. Los niños podéis tumbaros un rato en la piscina, mientras yo tomo un par de habitaciones. ¿Queréis cama doble? Yo, sí, desde luego, y además espero que tengan aire acondicionado y tele en color...

Caminaba en círculo, mordiendo un nuevo puro mientras hablaba.

—... barbacoa, ping-pong, hamburguesas de queso y un pianista mariquita en el bar. ¿Quieres unas cuantas monedas de veinticinco para la máquina de los discos, Jerry? ¿Te apetece oír algo?

Jerry lloraba. Se había arrodillado para atarse una sandalia y, así agachado, apoyó la cabeza en la otra rodilla y sollozó en silencio. Le compadecí. Lo único que había hecho era preguntar dónde íbamos a dormir, y Padre insistía en burlarse de él con su discurso sobre el Holiday Inn y la ducha caliente y el largo reposo.

—Ahí va Charlie a comprarse un polo. ¡Ten cuidado al cruzar la calle, hijito!

Yo sabía que Padre estaba decepcionado por no haber podido llegar hasta el poblado indio, así que, en vez de enfurruñarme y llorar como Jerry, decidí hacer algo útil.

—Voy a buscar madera para hacer un colgadizo —dije.

—¿Le oye, Fido? Nos va a enseñar a hacer un campamento. Igual que nos enseñó a ahuyentar los bichos. Hay que quitarse el sombrero ante estos chavales.

—Charlie sabe cómo —dijo Francis.

—Es un cabestro —dijo Padre—. Le tiene sorbido el seso.

Se veía bien claro que Padre no había previsto pasar la noche fuera. Habíamos consumido casi toda la comida. No teníamos tiendas ni mosquiteros ni lámparas ni mantas, y sólo un juego de utensilios de rancho. La bolsa de agua estaba casi vacía. Pero varios elementos jugaban a nuestro favor: era la temporada seca, por lo que no nos iba a llover encima, allí arriba había menos insectos y, a lo largo del día, habíamos visto pacas y pájaros en la montaña que podíamos comer. Padre se había movido deprisa esperando vencer a la montaña, pero habíamos fracasado y caía la noche.

—¡No se queden ahí parados! —gritó Padre a los zambus. ¡Improvisen!

Los zambus encendieron una fogata mientras Jerry y yo construíamos un colgadizo con palos que encontramos no lejos de allí. Después, cogimos hierba seca y nos hicimos una cama y tratamos de no molestar a Padre, que maldecía mientras cortaba un arbolillo con su cuchillo.

Los campamentos provisionales no eran su fuerte, y se sorprendió al ver lo rápido y bien que Jerry y yo montamos nuestro colgadizo. No tenía que ser impermeable, sólo era para protegernos del viento que ganaba fuerza a medida que oscurecía. Cuando Padre vio nuestra cama-nido de paja dijo:

—¿Vais a poner un huevo?

Cortó cinco arbolillos, diciendo: «¡Yo voy a hacerme un refugio como es debido!». Empezó a atarlos, pero, antes de que pudiera terminar su primera estructura, había oscurecido del todo, lo cual fue una pena, porque su refugio habría sido mucho mejor que el nuestro si lo hubiera terminado. Finalmente, lo rompió de una patada, diciendo: «¡No vale la pena!». Viéndome recoger unas plantas, dijo:

—¿Cortando flores, Charlie? Eso está muy bien, las puedes meter en tu cuaderno de recortes. Madre se quedará encantada.

Le dije que eran yautias y que sus raíces eran tan sabrosas como las zanahorias.

—Eddos —dijo Bucky.

Era el nombre que daba a la yautia. Había ensartado una paca con un palo afilado y la estaba asando sobre el fuego con el mismo instrumento.

—No tengo hambre —dijo Padre—. Y, además, yo no como ratas ni hierbajos.

Nos miró mientras comíamos y nos contó que, cuando viajó por Europa oriental, siempre se encontró con la desagradable sorpresa de que la cubertería estaba sucia. Los cuchillos estaban mugrientos, las cucharas manchadas y entre las puntas de los tenedores siempre había restos de la comida de la víspera. En cierto lugar, se había encontrado un pelo en la leche. Siguió describiendo la cubertería asquerosa e hizo reírse a los zambus, pero yo no dejaba de pensar cuán extraño era encontrarse en cuclillas en un monte hondureño, comiendo con los dedos paca y yautia quemadas mientras Padre se quejaba de los tenedores sucios de Bulgaria. Normalmente nunca hablaba de comida, y decía que era indecente alabarla mientras se consumía. Pero esa noche en el momento no habló más que de las horrendas comidas que había tenido que sufrir y de las cuberterías mal lavadas.

Después, nos dijo que le estábamos derritiendo el hielo y nos ordenó apagar el fuego.

Los zambus obedecieron. Se habían hecho sus camas detrás de unos cortavientos bajos de ramas. No eran los hombres a los que yo estaba acostumbrado en Jerónimo. Allí en la montaña se habían vuelto más callados y más simples, y con un aspecto un poco salvaje.

—Yo no estoy cansado —dijo Padre cuando Jerry y yo nos metimos a gatas en nuestro colgadizo—. Voy a quedarme aquí sentado al fresco hasta que estéis dispuestos a moveros.

Se sentó con las piernas cruzadas cerca del hielo. Había combinado los dos bloques para concentrar el frío. El resplandor caliente de su puro me decía que estaba refunfuñando, tal vez pensando en las cuberterías sucias. Pero también sospeché que vigilaba el hielo. Nos había dicho que no lo tocáramos. Los zambus murmuraron un rato y después suspiraron y se quedaron como troncos en el suelo. «Ojalá estuviera Madre», dijo Jerry, pero no tardó en dormirse.

El viento zumbaba en los arbustos y se arrastraba sobre las rocas y la hierba seca. Era el único ruido, el viento, pero más tarde empecé a oír otro ruido mezclado a aquel zumbido. Era un
plink-plink-plink
, como si alguien golpeara la tecla más alta de un viejo piano. Era el hielo derritiéndose, gotas de agua cayendo en la sartén de latón del juego de utensilios de rancho. Me dolía la tripa de hambre y tenía sed, y el ruido del agua me daba aún más sed.

Saqué la cabeza del colgadizo y vi a Padre al otro lado del fuego apagado, sentado frente al bloque de hielo. El bloque, con su torpe cobertura, tenía como una cuarta parte del tamaño que había tenido por la mañana, pero perfilado contra el cielo estrellado conservaba su aspecto de lápida, y Padre parecía un cadáver blanco salido de la tumba. La luz de las estrellas daba a su rostro un aspecto de calavera y le hacía los brazos huesudos.

—¡Quiero dormir en mi propia cama! —chilló.

Traté de pensar en algo que decir. Finalmente decidí no pedirle agua.

—¿Tú qué miras? —dijo furioso—. Es la primera vez desde la creación que se derrite hielo aquí. ¡Nada menos! ¡Y tú dices que no es nada!

18

Me desperté cansado y con la ropa húmeda, y recordé que aún nos encontrábamos en la montaña: Padre, zambus y hielo. Padre había caído de lado, dormido con los brazos cruzados y la gorra de béisbol aplastada contra la mejilla. Pero se despertó enseguida y negó incluso haberse adormilado. Dijo que se había aburrido de oírnos roncar. «¡No, no hemos fracasado!», añadió, y me indicó que llenara la bolsa de lona con el agua que había goteado en la sartén del juego de utensilios para rancho.

—No hace falta que se pongan los arneses.

Se asomó por debajo de la funda del bloque de hielo. Metió los terrones de hielo en las mochilas. Cada terrón era del tamaño de una pelota de rugby, moteado de pedazos de hoja partida y con la textura putrefacta de la esponja dura. Era cuanto quedaba del gran bloque de hielo que habíamos arrastrado desde Jerónimo.

—No me digan nada. No me pregunten nada. No quiero oír una sola palabra. ¡Vamos, en marcha!

Salió a toda velocidad sendero arriba, con la mochila subiendo y bajando, golpeándole la espalda,
zas-zas
. Francis Lungley le seguía con la otra mochila, después iban Bucky y John, y Jerry y yo haciendo lo que podíamos por no distanciarnos. Yo llevaba la bolsa de agua alargada. Se me metía entre las rodillas y me impedía correr.

Era un amanecer claro y fresco, muy luminoso, con paquetes de nubes que destacaban contra la montaña como fantasmas de caballas muertas. Más arriba, Padre se había detenido junto a una roca que asomaba. Pensé que nos estaba esperando, pero después vi que había llegado a otra elevación. Era la última. Por debajo de nosotros —aunque era una meseta y no el valle profundo que esperábamos—, se extendía toda Honduras.

Un mundo tan vacío... Nunca había pensado que las extensiones desiertas pudieran tener un aspecto tan triste.

Era una tierra muy distinta a la que conocíamos: jungla ilimitada, volcanes. No se veía el océano. Tampoco se veían río ni agua. Era una superficie de copas de árboles sobre la que se deslizaban los pájaros. Su enormidad me hacía sentirme pequeño e insignificante. Ni humo, ni carreteras, nada que indicara que alguien viviera allí. Era Olancho, pero eso no era más que un nombre. Era de cualquiera.

—Parece tan desolado —dije.

—¡Tú no has visto Chicago!

Las copas de los árboles se extendían a nuestros pies hasta el horizonte, y el verdor ininterrumpido daba tal profundidad al paisaje que apenas parecía una selva. Era un océano rebosante de hojas silvestres, una marea tan alta que había llegado a la cúspide de la montaña. Padre le estaba sonriendo, pero era Padre quien nos había dicho que las mareas más profundas engañaban con su quietud: si metías un pie, la resaca te arrastraba hasta ahogarte.

—A partir de ahora es todo cuesta abajo.

No había sendero. Padre emprendió la marcha, corriendo paralelo a la diminuta corriente de un pedregoso arroyo.

Los zambus dijeron que teníamos que fijarnos en las abejas. Los indios del sector eran apicultores y siempre tenían colmenas cerca de sus chozas. Y perros —semisalvajes—, también tenían perros. Pero olimos el humo antes de ver abejas o perros y, cuando el arroyo se transformó en un riachuelo, supimos que teníamos que estar cerca de un poblado. El bosque era más oscuro —estábamos bajo el océano de árboles que habíamos visto, y seguíamos bajando. Mis sentidos me decían más de lo que podía explicarme lógicamente. El olor a agua estancada y humo de leña y carne quemada, y un olor más piloso, sucio y rancio a letrinas y perros, todo revuelto. Era un caldo apestoso que yo asociaba con establecimientos humanos, no el nuestro, sólo otros. La limpieza de Jerónimo había educado mi nariz para percibir esos fuertes olores.

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