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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (37 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Como no habíamos hablado a Padre de El Acre, no podíamos decirle que el agua de manantial de nuestro estanque lo mantenía lleno hasta rebosar sobre la hierba circundante.

El huerto de Jerónimo estaba verde y producía fríjoles y tomates y maíz, tallos de maíz a veces tan altos como algunos de los aleros. Pero las bombas seguían jadeando. Padre dijo que había sido imbécil al creer que el río seguiría fluyendo. Era tan poco de fiar como cualquier otra cosa de este mundo imperfecto. Habló otra vez de una perforación, no la geotérmica, sino una simple perforación hasta el subsuelo acuífero. A todo el que llegaba esos días se le ponía a cavar el agujero.

El trabajo era duro, y no mucha gente estaba dispuesta a mover tierra a cambio de un pequeño bloque de hielo o un saco de semillas híbridas. Padre predijo que los Maywit no tardarían en regresar y que Jerónimo funcionaría a toda máquina. Llevaba diciéndolo tres semanas.

Un día dijo a Madre:

—Querida, te vas a quedar a cargo de Jerónimo.

—¿Vas a algún lado?

—No. Pero tengo que pensar en mi Agujero.

Detestaba el río y su hedor, y no hablaba más que de su Agujero. «Voy a trabajar en mi Agujero», decía por la mañana temprano. Y a todos los visitantes les pregunta «¿Qué va usted a hacer por mi Agujero?». Siempre estaba dentro del Agujero o en el borde, la cara roja como un tomate, maldiciendo el río y el clima y tratando de imaginar la forma de construir una máquina para mover tierra.

—Digamos que el mismo principio de una aspiradora, pero que pueda cavar y chupar al mismo tiempo, ponerle dientes y pulmones, agarraderas...

Se quejaba de tener que trabajar con herramientas de hombre de las cavernas. ¡Si tuviera la ferretería...! Cavaba con los zambus. No hacía otra cosa. Si el maíz tenía tizoncillo o los tomates gusanos o los fríjoles se pudrían, nos decía a los niños que nos ocupáramos de ello. No había agua. Él seguía cavando. El trabajo se apoderó de él como una fiebre.

—Jamás me paro antes de llegar a mi destino —decía.

Cerró «Niño Gordo». El rugido y las gárgaras del hacedor de hielo nos eran tan familiares que, cuando una mañana apagó el fuego, sentí como si se me parara el corazón. Tuve que contener el aliento para oírlo. «Niño Gordo» ya no estaba mojado y goteando. Parecía muerto, y Padre se quedó un poco rígido, como su invento.

—¿Y el hielo? —dijo Madre.

—¿Y mi Agujero?

El Agujero se iba haciendo más profundo. Tenía anchura suficiente para cuatro hombres de pie trabajando con palas. Parecía la apertura del agujero del volcán de Padre, y a su lado había una pirámide de tierra y roca.

—Lo que demuestra, si es que necesita demostrarse, que hasta con herramientas primitivas y un poco de músculo se puede hacer algo constructivo con este chapucero mundo que hemos heredado.

Pero no había llegado al agua. Dejamos de recibir visitas. El trabajo era demasiado duro. Padre cavaba su agujero y prácticamente no comía y decía «si al menos tuviera la ferretería...».

Las bombas ya no sacaban más que un hilillo verde del exprimido río. Teníamos que regar el huerto a mano, echando cubos de agua a la represa que alimentaba las zanjas de riego. Madre se metía hasta las rodillas en el barro del río y los cuatro niños, componentes de lo que Padre llamaba la «Brigada del Cubo», hacíamos una cadena de cubos de agua desde la orilla.

Un día, poco después de amanecer, cuando la «Brigada del Cubo» se entregaba a su trabajo, Madre levantó la vista y dijo:

—Mr. Haddy tiene una prisa tremenda.

Salía corriendo de la jungla en dirección al agujero de Padre. En Jerónimo nadie corría nunca. Algo grave había ocurrido.

—¡Peaselee dice que algunos tipos en el sendero!

Lo dijo a gritos, asomado al agujero.

Se quedó mirando. Padre salió y echó la pala a un lado.

—¿Qué les había dicho? Son los Maywit.

Corrió a decírmelo.

—¿Dónde está?

—Sigue corriendo. Tal vez en Boca-del-Pantano ya.

Padre vio que le observábamos.

—Que nadie diga una palabra. No podemos culparles de haberse marchado. Nos alegramos de que estén de vuelta. Haremos como si nunca se hubieran ido... lo habrán pasado mal. ¿Piensan que esto está seco? Comparado con la sequía que tienen ahí fuera, está empapado. Miren, para cualquiera que haya probado Jerónimo, el mundo es terrible. Esta pobre gente va a necesitar toda la simpatía que pueda dárseles. Sean amables con ellos. ¡Tenemos más manos para mi Agujero!

—Podría ser gente en busca de hielo —dijo Madre.

—Sé que son los Maywit —dijo Padre.

Pero esta vez Padre se equivocaba. Los que venían por el sendero no eran los Maywit.

—Hombres —dijo Madre, levantando la vista. Nos apiñamos detrás de ella—. Son tres, Allie.

—También a ellos les esperaba —dijo Padre, pero su voz se había enfriado—. Son esclavos.

—Entonces, ¿por qué llevan armas, Papá? —preguntó Clover.

Los zambus parecían aterrados.

—Cabuces —oí decir.

20

En ese momento, supe cómo se sentían la gente de Sevilla, los criollos del río y los indios de la montaña o cualesquiera otros que nos vieran a los Fox salir de la jungla. Entrábamos así en sus poblados, grandes y extraños y no requeridos. Así que nos merecíamos aquella visita, aunque ello no hacía las cosas más fáciles.

Los tres espantapájaros no iban vestidos como en el poblado indio de Olancho. Llevaban camisas manchadas de sudor y pantalones sucios y botas. No los habíamos elegido nosotros, nos habían elegido ellos. Eso mismo veían los salvajes. Venían directamente hacia nosotros, sin mirar a derecha ni izquierda. Vestidos, tenían peor aspecto que semidesnudos, como los habíamos visto en el poblado. Uno de ellos llevaba un rifle en bandolera y los otros dos empuñaban pistolas. Escuchaban y parpadeaban, entre estúpidos y rabiosos, como si estuvieran cazando gatos.

La cara de Padre se torció en una mueca. No era de preocupación. Estaba haciendo un rápido cálculo mental, sumando, restando, calculando posibilidades, despejando las ecuaciones de lo que podían querer. Reconocí las ropas de los hombres: eran las que las mujeres indias lavaban en el río. Los zambus los observaban desde el borde del agujero con sus ojos redondos de mirlo.

—Diles que dejen sus armas, Allie.

—Déjame ocuparme de esto.

Padre se adelantó para recibirles y les dijo en castellano.

—¿Cómo les va?

Los hombres le sonrieron, pero sus manos no se movieron. Echaron un vistazo a Jerónimo, manteniéndonos en silencio con sus armas. No llevaban insignias, pero su ropa era toda igual y parecía de uniforme. El pelo largo y la barba les daba aspecto de hermanos. Yo los recordaba altos, pero allí ya no lo parecían; eran de la altura de Madre. Uno de los que llevaba pistola llevaba también un cinto con una gran hebilla de bronce. Parecía más inteligente, menos violento que los otros dos, pero quizá era porque a los otros les faltaban varios dientes. Y el del rifle llevaba una mano vendada; era un vendaje asqueroso que sólo podía cubrir una infección.

Entre los indios del poblado parecían nerviosos, casi apocados. Nos hablaron en susurros y nos trajeron comida y nos advirtieron sobre los indios que acechaban en cuclillas. Pero en Jerónimo no se comportaban con solapada astucia. Parecían fuertes, como si estuvieran acostumbrados a entrar en poblados y tomarlos. Se tomaban su tiempo. Ni siquiera respondieron a Padre hasta haber murmurado algo entre ellos.

—No pensábamos que les íbamos a encontrar.

Hablaba el de la hebilla de bronce. Los dientes le quedaban grandes en la boca, y ahora vi que no sonreía. Lo que ocurría era que sus dientes largos y amarillos le estiraban los labios.

—Pues aquí nos tiene —dijo Padre sin levantar la voz.

—¿Cuántos son?

—Miles...

Los hombres miraron rápidamente a sus espaldas.

—... contando las hormigas blancas. Estamos infestados.

—Estos hombres no me gustan —me susurró Mr. Haddy—. Eh, Lungley —añadió.

Pero los zambus habían desaparecido, saliendo del agujero y retrocediendo hasta el bosque.

—Llegan justo a tiempo para el desayuno —dijo Padre—. Madre, haz unos huevos revueltos para nuestros amigos —aún hablaba en castellano—. Tienen un largo viaje por delante.

Fuimos todos a la Galería, donde los hombres dejaron sus armas. Se sentaron en el suelo y comieron huevos con fríjoles, mientras Padre hablaba de las hormigas blancas. Las termitas, decía, se habían metido en todas partes: comida, plantas, hasta los techos y los suelos de las casas.

—¡Nos están comiendo vivos!

Era la primera vez que oíamos hablar de hormigas blancas, pero nadie le llevó la contraria en esa ocasión, porque nadie se la llevaba nunca. Los hombres escuchaban, devorando su comida. Cuando terminaron, se nos quedaron mirando con caras pálidas y escuálidas. La comida no les había dulcificado la expresión, sólo le dio más pinta de hambrientos y de peligrosos.

El hombre de los dientes que había hablado antes dijo que se habían quedado sin agua y después se habían perdido buscando agua. Habían acampado en la montaña.

—Ya sé cómo es —dijo Padre.

Madre recogió los platos y el mismo hombre —Dientes Grandes era el único que hablaba— dijo:

—Su marido nos dijo que tenía agua y comida. Nos invitó a venir. Nos dijo que tiene de todo. Ahí arriba, en la montaña, no tienen de nada.

—Es el final de la estación seca —dijo Padre—. Lo estamos notando. Todo está muerto o muriéndose. Hace semanas que no vemos lluvia. ¡Pero las hormigas blancas están engordando!

Nadie le recordó su baladronada de que Jerónimo era a prueba de termitas.

—Si seguimos así, tendremos que empezar a comer termitas.

El hombre de los dientes dijo «puaj». El solo pensamiento le daba asco.

—Chicos de ciudad —dijo Padre a Madre.

Los hombres seguían respirando con dificultad, como si aún tuvieran hambre.

—Ya ven, por aquí cuando no hay lluvia, no hay comida. Pregúntenselo a quien quieran. Estamos consumiendo nuestras últimas provisiones. Las hormigas nos han invadido. Nuestro río se ha convertido en un arroyuelo. La próxima vez que vengan será distinto.

—¿Dónde están sus zambus?

Padre arrugó la nariz.

—Probablemente pensaron que eran soldados... vieron sus cabuces.

—No le entiendo.

—Arcabuces... armas. Ahora están en Mosquitia —dijo Padre—. No tuve tiempo de decirles que son amistosos. Supongo que estarán mojando sus flechas en veneno, ¿verdad, Charlie?

Lo dijo sin darle importancia. Y yo supe por su voz lo que deseaba que dijera.

—Sí —respondí.

—¡Los han engañado bien! —se había puesto alegre. Les dio la espalda y miró hacia afuera de la Galería, hacia donde el río reposaba apestoso y casi inmóvil—. ¿Adónde se dirigen?

—Esto es muy bonito.

Padre les miró a la cara.

—¡Está repleto de hormigas!

—No vemos ninguna hormiga.

—Naturalmente. Si las vieran, podrían matarlas.

—¿Dónde está ese hielo del que nos habló?

—Ahora no hacemos hielo. Fíjese en el río... parece una cloaca. Necesitamos toda el agua que tenemos para los cultivos.

—Ahora no hace hielo —dijo claramente a sus compañeros el hombre que hablaba.

—No queda mucho río —dijo Padre—. Pero hay bastante para que flote un cayuco. Este es el Bonito. Lleva al Aguan. Puedo hacerles un mapa. Es más o menos un día hasta la costa. Aquello les gustará.

—Nos gusta esto.

—Me encantaría tener sitio para ustedes. Pero la mayoría de las casas están infestadas de hormigas. Ustedes tienen suerte, en la costa no hay hormigas.

—Hay una casa vacía ahí al lado.

La casa abandonada de los Maywit. La habían visto.

—Esa casa no tiene techo —dijo Padre.

—Se equivoca.

Padre se volvió hacia Mr. Haddy y dijo:

—Oiga, Meloncete, ya le dije que arrancase ese suelo y el techo. Así que agarre la palanca y hágalo. Quiero que me saque hasta la última viga podrida.

El siguiente ruido que oímos fue el que hacía Mr. Haddy destrozando la casa de los Maywit con su palanca. Los crujidos y chirridos de los tablones, como cerdos sacrificados.

—Les ruego nos perdonen —dijo Padre—. Tenemos trabajo. ¡Sí señor, no estamos de vacaciones!

Los hombres le siguieron al exterior.

—Mi Agujero —dijo Padre—. Tendrán que quedarse aquí, a ras del suelo. No admito armas en mi Agujero.

—Arcabuz... cabuces —dijo el hombre del rifle, sonriendo.

—Echaremos un vistazo por ahí —dijo Dientes Grandes.

—Vayan río abajo. Verán un cayuco. Quédenselo, bajen hasta la costa.

—No es necesario.

—Lo dicen las hormigas.

Los hombres se encogieron de hombros.

—Les diré un secreto —dijo Padre—. Somos autosuficientes. Podemos alimentarnos. Pero no podemos alimentar a nadie más. Por eso les sugiero que sigan viaje.

—Estudiaremos su sugerencia.

De pronto, me di cuenta de que los hombres hablaban castellano de una forma que no había oído antes. Era culto, algunas frases eran nuevas para mí y no se tragaban palabras. Eran hombres con educación, y en un sitio donde todos hablaban un castellano mezclado con idioma criollo e inglés, parecían fuera de lugar. Yo no podía oír a los hombres hablar su perfecto castellano sin sospechar al mismo tiempo que estaban mintiendo. Pero también lo sospechaba Padre; jamás se fiaba de la gente con educación, y yo sabía que no soportaba a aquellos hombres.

—Muy bien. Les haré otra —dijo Padre. Su paciencia empezaba a agotarse—. Guarden esos cabuces. Me ponen nervioso. No les pregunto de dónde los han sacado. Sólo les digo que yo no he venido aquí para mirar por el cañón de una pistola. Y no me hace falta otro agujero en la nariz, ¿está claro? ¿Ven ustedes algún cerrojo en las puertas? ¿Ven cercas? ¿No? Porque éste es el sitio más pacífico del mundo. Y quiero que siga así.

Los hombres se limitaron a sonreír, sujetando bien sus armas.

—Agarra una pala, Charlie, y entra.

Bajamos al agujero.

—Creí que esos caballeros eran prisioneros de los indios. Parece que era al revés. ¡Pégame una patada, Charlie, soy un imbécil! —me dijo en un susurro.

Unos treinta minutos más tarde se oyó un ruido sobre nosotros. Era Mr. Haddy introduciéndose en el agujero.

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