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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (38 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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—Casa Maywit terminada —dijo—. La hice mierda. Parece esqueleto, pero no veo ninguna hormiga.

Padre estaba de espaldas. Tenía una azada en la mano. Cavaba y pensaba.

—No me gustan esos amigos, Padre —dijo Mr. Haddy.

—No tan alto, Melón.

—Están sentados debajo del conacaste.

—Muy bien —dio Padre—. Quite el techo y el suelo de su casa y dígale a Harkins que haga lo mismo. Si no encuentra a Peaselee, haga también su casa, techo y suelo. Estamos infestados. Vamos a arreglar esas casas. Charlie, busca a Jerry, coge una bolsa de estiércol de gallina y extiéndelo por el almacén refrigerado. Mójalo hasta que apeste. Atranca con tablones la bodega y el cobertizo. Dile a Madre lo que estás haciendo...

Nos dio más instrucciones y, cuando terminó, había mencionado todas las edificaciones de Jerónimo excepto una.

—¿Y «Niño Gordo»? —pregunté.

—No lo toquéis. Simplemente aseguraos de que el fuego está apagado.

Mr. Haddy miró a Padre con sonrisa de conejo.

—Porque las hormigas comen todo y tiramos las casas, no hay sito para que los amigos se queden.

—Más o menos —dijo Padre—. Quiero desactivar la situación pacíficamente.

A la hora de almorzar, Jerónimo había cambiado: casa Haddy sin techo ni suelo, casa Maywit ídem, escalinata de Peaselee arrancada y rota, otras casas destejadas, bodega atrancada, almacén refrigerado atrancado y cubierto de estiércol, casa de baños atascada y llena de estiércol, bombas desmontadas... todo arruinado, dijo Padre, «en bien de la fumigación». Nuestra casa seguía entera, y también «Niño Gordo», pero todo lo demás estaba a cielo abierto o atrancado.

—Es la guerra contra las hormigas.

Mr. Peaselee y Mr. Harkins no habían regresado, lo que fue probablemente una bendición, porque sus casas estaban en estado muy lamentable y les habría disgustado verlas así. Madre dijo que la Señora Kennywick había bajado a Boca del Pantano para quedarse allí con su hermana... el martilleo y los golpes eran demasiado para ella. Los zambus seguían ocultos, pero yo sabía que, aunque no los viéramos, ellos nos observaban entre los recovecos y grietas de la espesura.

La decisión de Padre de desmontar la mayoría de los edificios habitables había sido drástica. Pero no era sorprendente, y ninguno de nosotros se preocupó. Sabíamos a qué velocidad era capaz de construir una casa, le habíamos visto hacerlo. Él decía a menudo que la destrucción y la creación eran madre e hija. Había desmontado por completo la
Little Haddy
y la había montado de nuevo, dándole una forma más esbelta para que pudiera remontar el río. Confiábamos en su rapidez y en su ingenio. Pero, después de tantos meses para ponerlo en marcha, ¿quién podía haber sospechado que Jerónimo iba a ser silencioso y convertido en un barrio destartalado en una sola mañana?

Los tres hombres habían desaparecido en la jungla con sus armas. Volvieron a comer.

Padre ya estaba de buen humor. Los recibió cordialmente y les llenó los platos de comida.

—Si salen inmediatamente después del almuerzo —dijo—, pueden llegar hasta Bonito Oriental. Allí hay un colmado chino, Hermanos Ling. Todas las latas de carne que quieran, y probablemente algo de ron. Mishla y música de radio. Un buen lugar para chicos de ciudad como ustedes...

Yo me encontraba en un rincón de la Galería, con Clover, April y Jerry.

—¿Qué ha hecho Papá con las casas? —preguntó Clover.

—Las ha reventado —dijo Jerry—. Las ha hecho pedazos. Charlie y yo echamos caca de gallina en el almacén refrigerado.

—Tiene peor pinta que cuando llegamos —dijo April.

—Quiero ir a El Acre —dijo Clover.

—No podemos hacer eso —dije.

—Charlie es un miedica.

—No lo soy. Papá no nos dejará. Quiere que le ayudemos.

—No hay nada que hacer aquí. Está todo cacoide.

—Haddy cree que esos hombres son criminales —dijo Jerry— y que van a matar a alguien con sus pistolas.

—Si estuviéramos en nuestro campamento, no podrían matarnos —dijo Clover—. No nos encontrarían.

—Y si lo intentasen —dijo April—, caerían en una de las trampas.

Era un día perfecto para nuestro campamento, y en nuestro estanque había más agua que en todo Jerónimo. Habría dado cualquier cosa por pasarme la tarda nadando allí. Quería irme de Jerónimo y después volver y encontrarme con que los hombres se hubieran ido y las casas estuvieran reconstruidas.

Pero, cuando se lo estaba diciendo a los chavales, Madre interrumpió:

—Cuchichear es de mala educación.

Padre hablaba con los hombres. Inesperadamente, se puso de pie y dijo:

—Estos caballeros quieren saber cómo perdí el dedo. ¡Una historia interesante!

Se inclinó sobre los hombres y empezó a ladrar en castellano:

—Era nuestra primera noche en Jerónimo. Estábamos recluidos en estas soledades, convencidos de que estábamos bien preparados. Teníamos mosquiteros, sacos de dormir, tiendas de campaña, éramos verdaderos guerrilleros. Nos fuimos todos a la cama y nos dormimos. Pero yo tuve mi sueño del timbre de la puerta, mi pesadilla de tocar el timbre. Estaba en la puerta del infierno y trataba de entrar. Oprimía el timbre y, aunque al despertarme, traté de sacarlo. ¡Sólo que ya no había un dedo, sino un muñón! Algo se había zampado mi dedo por la noche... una rata, un murciélago, un armadillo, un pécari. Aquí hay bichos.

Enseñó el muñón a los hombres.

—¡Esto es lo que me quedaba! Menos mal que no había sacado la mano entera... ahora llevaría un garfio.

Los hombres examinaron el muñón. Yo no podía determinar si le habían creído, pero Padre había contado su historia vigorosa y correctamente.

—¡Fíjense en las marcas de los dientes! Desde que oscurece, este lugar se llena de bichos. Ya no están en las montañas, muchachos... esto es la jungla.

—Hemos estado en la jungla.

—No tan salvaje. Esto no es Olancho, ni Teguci. La gente de aquí desciende de piratas y de caribes caníbales. ¿Arañas del tamaño de un perrito? ¿Buitres que te pelan los huesos? ¡Esto es la Costa de los Mosquitos! Por eso les aconsejo que vayan río abajo, donde pueden cerrar las puertas y las ventanas. Si alguien durmiera aquí a la intemperie, por la mañana no quedaría nada de él, ni siquiera los huesos.

El dentudo se volvió hacia sus amigos.

—Por ejemplo —preguntó Padre—, ¿dónde piensan dormir esta noche?

No respondieron.

—Más les vale que sea bajo techo y lejos de aquí. ¡Podrían perder algo más que un dedo!

Trabajamos toda la tarde cavando el agujero y sellando las casas y lamentando no estar en El Acre. Los tres hombres hablaban entre sí. Estaban inquietos, nos miraban mientras trabajábamos. Sus ojos destacaban, ardientes y nerviosos, en sus rostros enfermos, y se movían bruscamente, como los lagartos, agachándose cada vez que miraban a su alrededor.

Cada vez que miraban a Padre, éste levantaba el muñón del dedo y decía:

—¡No tardará en oscurecer!

Se alejaban arrastrando los pies, sin hacerle caso, y su indiferencia irritaba a Padre.

—Les estoy dando una oportunidad —decía, casi suplicante—. Les estoy ofreciendo mi cayuco. Sería mejor que se marchasen. Aquí oscurece muy aprisa.

Los hombres jugaban con Clover y April bajo el conacaste.

—¿Dónde duermo yo, Padre? —preguntó Mr. Haddy.

—Tengo una cama para usted —dijo Padre, y al punto gritó a los hombres:

—¡Apártense de esas niñas!

Cogió un martillo de orejas y se acercó a ellos, pasando junto a las casas desgarradas o atrancadas.

—No me importa que se queden ahí, pero no les pongan las manos encima a mis hijos.

—Son unos niños muy inteligentes.

—Tienen a padres inteligentes.

—Sí. Nos han estado contando las maravillas que sabe usted hacer.

—Yo no les dije nada, Papá —dijo Clover—. Ha sido April.

—Clover presumía —dijo April— de tu perforación para sacar energía geotérmica de los volcanes.

—Eso es un agujero para agua —dijo Padre—. Esta estación seca nos ha convertido en zambus. Lo único que hacemos es luchar por conseguir agua. Cerrad el pico, niñas, y hacer algo útil.

Los hombres se alejaron furtivamente en dirección al río. Les perdimos de vista y pensamos que se habían ido, pero al anochecer regresaron. Era la hora en que los mosquitos y los murciélagos despertaban y echaban a volar. Los hombres se palmoteaban la cabeza, se frotaban los tobillos y se hacían agujeros en las camisas de tanto rascarse.

El humor de Padre había cambiado en su ausencia. Refunfuñaba mordiendo su cigarro. No nos dirigió la palabra, limitándose a caminar murmurando. Llevó sus herramientas a «Niño Gordo» y se subió a una escalera de mano, desde la cual martilleó las paredes superiores, cerca de la escotilla. Pero, cuando vio otra vez a los hombres, se echó a reír. Ya había oscurecido. Mr. Haddy trajo una lámpara del barco. Unos frágiles insectos se deslizaban por el tubo de cristal de la lámpara. Yo miraba, con Jerry a mi lado.

Padre seguía riéndose.

—Soy tonto —dijo—. Me dijeron que esto les gustaba y no les creí. Pero ahora me he convencido del todo. Hablaban en serio. Piensan pasar aquí la noche, ¿no es así?

—Sí.

—No me sorprendería que decidieran quedarse dos noches, o más. Tal vez hasta que lleguen las lluvias y empecemos a plantar... ¡para lo que aún faltan semanas!

—Nos quedaremos hasta que estemos preparados. Entonces, nos iremos.

Al decirlo, el hombre ponía cara de insecto, de ésos que se instalan en una vaina de fríjol y excavan hasta hartarse de comida. Los insectos hacen pequeños movimientos tentativos, pero no tienen más expresión que unos alicates. Aquellos hombres eran así... labios como pinzas y ojos como remaches. Insectos.

—Yo no soy un salvaje —dijo Padre—. No voy a cogerles y hacerles mis prisioneros. Se han quedado porque han querido. Pero ya es de noche —cogió la lámpara y la acercó a sus rostros, guiando a los insectos a las proximidades de sus ojos de insectos—. Ya no pueden ir a ningún lado.

Los hombres miraban fijamente los mosquitos y las polillas saltarinas.

—Sería idiota irse ahora. No tenemos gran cosa, pero lo que tenemos es suyo. Esta invasión... miren, una termita en la hierba, ¿ven sus mandíbulas?... nos han dejado sin apenas casas. Pero podemos proporcionarles alimento y refugio.

—Es un hombre muy sensato.

—Hago lo que puedo.

—Comprende la situación.

—Cuando les vi ahí arriba en ese... ¿era un poblado twakha?, pensé que eran prisioneros.

Los hombres sonrieron, golpeándose las mejillas y las orejas para ahuyentas los insectos. Padre les estaba torturando con la lámpara al lado de sus rostros.

—¡Esclavos!, pensé.

Los hombres rieron, sin dejar de espantar insectos.

—Pero eran huéspedes de aquellos indios —dijo Padre—. Y ahora son nuestros huéspedes. Miren...

Un mosquito se había instalado en el brazo de Padre. Lo dejó quedarse ahí un momento y lo aplastó con la mano. Enseñó a los hombres el mosquito aplastado, la mancha de sangre.

—¡Muerto! Pero no me da lástima. Esa sangre no es suya, ¡es
mía
!

Los hombres dieron un paso atrás. Padre se había limpiado la sangre con el muñón del dedo.

—¡Esto es Mosquitia! —exclamó.

—Tiene usted razón. Aquí hay más bichos que en las montañas de Olancho.

—La Costa de los Mosquitos está llena de sorpresas —dijo Padre—. Por eso nos gusta, ¿verdad, Mr. Haddy?

—Yo duermo en mi lancha, Padre.

—Hágalo, Meloncete. Charlie, llévate a Jerry a casa u os comerán vivos.

Nos encaminamos hacia la casa, único edificio que quedaba entero en todo Jerónimo. Jerry me cogió de la mano. Estaba preocupado, tenía la mano húmeda. Movía la cabeza de lado a lado para espantar a los mosquitos.

—Y ustedes, caballeros, pueden usar la caserna.

—¿De qué caserna habla? —preguntó Jerry. Padre había dicho la palabra en inglés—. No tenemos ninguna caserna.

La lámpara oscilaba. Padre conducía a los hombres hacia «Niño Gordo». En mitad del círculo de luz y polillas, levantó la escalera hasta la escotilla de entrada.

Unos minutos más tarde, Padre entraba hablando por la puerta corrediza de la Galería.

—Quieren comida. Ponía en este balde, Madre, y yo se la llevaré.

Dejó caer el balde ruidosamente y Madre echó wabul con un cucharón. Después, hizo paquetes de fríjoles y arroz, los envolvió en una hoja de banano y los metió en una cesta.

—Se nos han colgado —dijo.

El rostro de Padre era inexpresivo. Su larga nariz estaba pelada del sol. Fijó los ojos en el suelo donde comíamos. Era como si hubiera recorrido todos los posibles humores de aquel confuso día y no le quedara ninguno. Levantaba los pies y los dejaba caer planos, moviéndose por la habitación como un ganso.

—¿«Colgados» de nosotros? No se nos ha colgado nadie. Si yo creyera cosas como ésa, aún seguiríamos en Hatfield —hablaba en voz baja y cruzaba de un lado a otro la habitación a grandes pasos—. A una persona con un mínimo de chispa no se le cuelga nadie, ni tiene por qué soportar un solo minuto de opresión. Lo hemos demostrado, Madre. Todos elegimos nuestras jarras de truenos y nos sentamos en ellos y acechamos con las consecuencias.

Madre sonreía.

—Jarras de truenos —dijo Padre—. Así llamábamos en Maine a los orinales.

Era pasada la medianoche y aún hacía tanto calor que la hierba y los árboles estaban repletos de insectos chillones. Las ranas croaban en el río, y se oía la corriente chupando las hierbas. Esos fueron los ruidos que oí unos segundos después de despertarme. Padre me tapaba la cara con las manos. En la oscuridad, pensé que era uno de los hombres que venía a estrangularme.

—Ponte los zapatos y sígueme.

Aunque no llevábamos luz, el reflejo de la luna en el claro me permitía ver las casas vacías y los montones de madera arrancada de techos y suelos. Jerónimo había estado igual hacía unos meses, cuando lo estábamos construyendo... estacas violáceas en un cráter vacío y el poderoso crepitar de la jungla.

Padre llevaba un grueso tablón bajo el brazo y nada más. Era un arma muy incómoda, suponiendo que fuera un arma. Nos acercamos al almacén refrigerado. El olor a estiércol húmedo de gallina lo cubría todo. Padre se arrodilló en la hierba y respiró hondo varias veces, como si las estuviera contando.

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