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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (56 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Escogimos un lugar protegido en un bosquecillo de palmeras al borde de la playa, volcamos nuestra barca y acampamos. Y Padre lloró. Cada vez que intentaba hablar rompía a llorar. Era la vista del mar, la Costa de los Mosquitos. Sus lágrimas decían que le habíamos engañado, que le habíamos fallado, que le habíamos traído a morir a ese lugar. Algunos indios de piel negra venían en cayucos a mirarnos. Padre los echaba a gritos. Madre caminó hasta Cabo Gracias, el poblado, y trató de encontrar un médico. La gente decía que los médicos estaban río arriba, en las misiones, o en La Ceiba, o Trujillo... no allí. Dijo a la gente que buscaba un barco que nos subiera por la costa. Pero todos los barcos iban hacia el sur, a Bluefields y Puerto Cabezas y la Laguna de las Perlas. Se rieron cuando les dijo que no tenía dinero.

Matamos una tortuga y asamos la grasienta carne sobre el fuego, mientras los buitres se contoneaban no muy lejos, batiendo las alas y observándonos. Nos estábamos muriendo en la Costa de los Mosquitos, sobre la arena caliente, entre carroñeros y tortugas. Era peor de lo que había dicho.

Norteamérica se había salvado —los moravos nos habían confirmado las palabras de los Spellgood—, pero estaba muy lejos, por lo que poco importaba. El infierno es aquello que uno no puede obtener. Los mejores recuerdos que teníamos eran los de la vida en la jungla. Ya era tarde para volver. Remontar el río sin un barco a motor era imposible, y el mar vasto e inexpresivo nos hacía sentirnos pequeños y solitarios. Habíamos huido hasta la costa, pero éramos más náufragos que nunca, aferrados a un recorte de playa. Estábamos cansados y vacíos y apenas hablábamos. Padre podía mover los brazos, pero sus piernas seguían siendo inútiles. Yacía en la playa mirando a las olas, a las tortugas, a los pájaros. Todas las mañanas, al salir el sol, veía monstruos jadeando entre la espuma.

A lo lejos se veían veleros, marisqueros y pescadores. Pero ninguno se acercaba lo bastante como para que viéramos si Mr. Haddy se encontraba entre ellos. Ningún barco atracaba en esa playa, y Padre había ahuyentado a los negros. Las gemelas estaban demasiado enfermas para levantarse. Se sentaban con Padre bajo la barca.

Madre era nuestra única esperanza. Todos los días caminaba hasta Cabo Gracias, tres millas entre las palmeras, para pedir medicinas y telas para las vendas de Padre. «No soy un mendigo», decía, «no acepto el no como respuesta». La gente la llamaba Tiíta y decía que estaba loca. Jerry y yo cogíamos huevos de tortuga y leña. Escuchábamos a Padre suplicar que le llevaran río arriba, aplastábamos las moscas que se le posaban encima.

—¿De qué lado está el río? —preguntaba con un hilo de voz.

Hablaba como un niño pequeño, de vivir a cuatro patas adentrado en Mosquitia y de hacerse a la mar en un cedazo. Por lo general no decía nada. Miraba. Los pensamientos le fruncían el ceño. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos y le caían silenciosas por las mejillas.

Cinco días de esa vida nos debilitaron más que el río, y la costa nos pareció un gran error. Las criaturas de la playa, única vida que en ella había, se alimentaban unas de otras. Nos movíamos de un lado a otro cubiertos de harapos. Cuanto más tiempo llevábamos allí, más temíamos al océano. Nunca nadábamos por miedo a las tortugas, y permanecíamos a cubierto por miedo a los pájaros.

Cuando dormía soñaba con comida. Soñaba con dulce de chocolate y leche fría. Soñaba con nuestra cocina de Hatfield, con las noches en que iba a oscuras hasta la nevera y la abría para refrescarme y mirar las repisas iluminadas, el queso, la leche, el bacon, un tarro de gelatina de uva, una jarra de agua, un pastel, una jarra de jugo de naranja. La cocina estaba oscura, pero el interior de la nevera estaba iluminado y lleno de comida limpia.

Un día, mientras soñaba precisamente eso, los gritos de Jerry me despertaron, y nunca me olvidaría de esa interrupción. Jerry había visto un velero que venía del sur. El viento era de tierra. El barco viró lejos y entró con una ola, arriando su vela gris, hasta encallar en la playa.

—¡Es un barco, Papá!

Padre se incorporó y miró a Jerry correr hacia el velero.

—A lo mejor es Mr. Haddy —dije.

—¿Dónde está Madre?

Las gemelas estaban dormidas a su lado. Dormían cogidas de la mano.

—Vete a ver quién es —dijo Padre. Me miró disimuladamente, con su mirada cobarde, que era débil y necesitada de consuelo y dispuesta a olvidarse de todo con tal de escapar... su mirada de culpa, que tenía una insinuación de tristeza y odio a sí mismo. Le vi la cara. Sólo más tarde me percaté de su expresión.

—Tómate tu tiempo —dijo—. Enseguida voy.

Le dejé con las gemelas y corrí por la playa. Jerry ya había llegado al velero. Hablaba con su tripulante, que tenía tortugas hacinadas en torno al mástil y encima de la bodega, como tapas de escotilla. No era Mr. Haddy, pero estaba dispuesto a hablar. Se le había roto la escota mayor y necesitaba cuerda. Hablaba de la cuerda cuando oímos el grito.

—Las gemelas —dijo Jerry.

Era un chillido infantil, débil, quejumbroso y patético. —¡Madre! ¡Madre! ¡Madre! ¡Madre!

—Tienen problemas, eso seguro —dijo el barquero, dirigiéndose a la voz.

Cuando llegamos al campamento, las gemelas estaban despiertas. Padre había desaparecido, pero se veía la huella honda de su cuerpo en la arena, como un rastro de lagarto, las marcas de las manos a ambos lados. A cuatro patas. —¡Madre!

El grito ahogado venía del otro lado de la duna.

Se había arrastrado hasta una distancia considerable del campamento, apresurándose. Yacía en una pendiente de arena. Se dirigía hacia el oeste, donde estaba la desembocadura del río. Pero ahora estaba inmóvil. Tenía cinco pájaros encima —buitres—, y le atacaban la cabeza, dándole feroces picotazos en el cuero cabelludo y proyectando sus horrendas sombras sobre él. Tenían pedazos de su carne en los picos. Los pájaros levantaron la vista hacia mí. Les había interrumpido, gritando y agitando los brazos.

No estaban asustados. La victoria les había quitado el miedo. Vacilaron, saltaron a un lado, me dejaron ver la cabeza de Padre. Cogí un palo que había en la arena, pero mientras avanzaba, uno de los buitres se inclinó, picó y desgarró, como un niño que se lleva algo más porque de todas formas le van a reñir, pero aquel se llevaba su lengua.

Q
UINTA PARTE

L
A
C
OSTA DE LOS
M
OSQUITOS

31

Podíamos haber seguido allí hasta morir de hambre. Todos los días se moría algún barquero de la costa. Pero la muerte de un hombre blanco era noticia... un misionero, decían. Se corrió la voz hasta llegar a Mr. Haddy. Este se acercó por curiosidad, y cuando vio quién era se quedó con nosotros. Cuando le vimos llorar, sus lágrimas nos recordaron que nosotros no habíamos llorado. El agotamiento había sido más fuerte que la aflicción.

Y pronto las brisas que nos habían abrasado en la playa de las tortugas bajo el Cabo Gracias a Dios nos empujaban hacia el norte, frente a la Costa de los Mosquitos. Navegamos con buen viento y un cargamento de tortugas agonizantes.

Tras la muerte de Padre el tiempo cambió. Los días eran largos e ininterrumpidos como una frase sin comas, y nos sentíamos perdidos.

En algunos momentos casi esperábamos verle aparecer, aunque sabíamos que había muerto... esperábamos verle asomar por popa y brincar a bordo y gritarnos, como había hecho el día que se rompió el pasador en el Patuca. Las aves marinas se posaban en el barco. Al verlas oía los aullidos de Padre en el viento. El que más esperaba la aparición de Padre era Mr. Haddy. Nos hacía estar alerta. Ni una sola vez hablamos de él, ni una sola palabra.

Pasamos frente a Catarasca, y cuando llegamos a Mocobila apenas la reconocimos desde el mar. Pasamos frente a la barra de Brewer, donde habíamos carroñeado, Paplaya y Camarón. Sentí que nos encaminábamos a casa. También sentí que podíamos morir en cualquier momento. No merecíamos más suerte de la que habíamos tenido, no hablábamos de la muerte de Padre.

Por la noche navegábamos con las velas llenas, y de día el calor nos abrumaba. El barco subía y bajaba en el agua verde, llevándonos de un lado a otro.

Había creído en Padre, y el mundo me había parecido muy pequeño y muy viejo. Él había desaparecido, y ahora apenas creía en mí mismo, y el mundo era ilimitado. Una parte de nosotros había muerto con él, pero la parte de mí que quedaba le temía más que nunca y le seguía esperando, seguía oyendo su voz gritando «Seré el primero que maten... ¡Soy el último hombre!» Era el viento, las olas, todos los pájaros, cada grito procedente de la costa. Como él, pensaban en voz alta.

Un día, al amanecer, vimos las luces de La Ceiba. Pero el viento no soplaba en la buena dirección. Nos alejó y nos llevó más al oeste, pasadas las chozas, y después nos empujó hacia atrás hasta que no tuvimos más remedio que atracar cerca de unas palmeras, en una playa como aquella que dejábamos atrás, a trescientas millas de distancia, donde Padre yacía enterrado entre huevos enterrados. En ésta no había nada. Desperdicios de coco, basura marina, chozas sobre pilotes, pelícanos, una vaca... otra soledad. Padre no estaba allí, pero su voz aún clamaba sobre nosotros.

La aflicción es un sentimiento tardío, cuando la tristeza se sedimenta y hace de la memoria algo pesado y sin esperanza. Era demasiado pronto para que sintiéramos otra cosa que la impresión de alivio, los restos de dolor. Nos habían desollado vivos y estábamos en carne viva. Habíamos atravesado un fuego y aún ardíamos.

No, él no estaba allí. Pero el dolor era tan fuerte que no podía llorarle.

Arriamos las velas. Subimos el barco a la playa y caminamos entre las palmeras. No poseíamos más que lo puesto. Pero Mr. Haddy era rico en tortugas. Ayudó a Madre a caminar, tocándole por primera vez el brazo y después poniéndolo bajo el suyo, sustentándola orgulloso.

Al otro lado de las palmeras había una carretera asfaltada, un coche viejo, un conductor. Pronto estuvimos dentro, de vuelta a La Ceiba, y a casa. El mundo estaba bien, ni mejor ni peor de como lo habíamos dejado... aunque después de lo que nos había dicho Padre, lo que veíamos nos parecía esplendoroso. Era extraordinario incluso allí dentro, en el viejo taxi, con la radio puesta.

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