—¿Hay alguna filtración? —preguntaba Padre. Pero no la había. La cabaña seguía seca. Era la única satisfacción de Padre... la cabaña no dejaba pasar el agua. Presumía de ello mientras llovía.
—Hay agua por debajo de la parte de delante —decía yo.
—La proa —decía Padre—. Debajo de la proa.
Empezó a decir cosas como «vete a proa» y «vete a popa».
—Estamos amarrados a ese árbol —decía—. Si el cabo se rompe o el árbol se cae, cogeremos la piragua. Jerry, friega la cubierta.
Una poderosa corriente cruzaba la laguna. Padre se aterraba de sólo mirarla. Entre sus músculos y sus ebulliciones flotaban arbustos arrancados de raíz y ramas y cocos y frutas negras y animales muertos e hinchados... todo ello desplazándose velozmente hacia el riachuelo y el mar.
La tierra se había ablandado hasta hacerse pantanosa. Los árboles hundían sus troncos en agua, los senderos habían desaparecido, y el agua seguía subiendo. Lo que una vez fue un campamento que abarcaba una considerable extensión de la ribera de la laguna ya no era más que una estrecha isla: nuestra cabaña en una barra de fango. Más de un arroyo se había abierto camino por las márgenes de la laguna. En el laberinto de cenagosos canales no se veía un alma. Los pájaros volaban a nuestro alrededor. Padre los maldecía desde la cabaña ladeada. Quería matarlos a todos. Decía que el mundo se había ahogado.
Hizo una lista de cosas que necesitábamos: cadenas, poleas, abrazaderas para una rueda de paletas y pedales, madera para pasarelas, lona, más semillas, cámaras de neumático, tiras de latón, tela metálica, sal.
—¿Semillas? —dijo Madre—. ¡Si no hay dónde plantarlas!
—Hidropónica —dijo Padre—. Cultivadas en agua. Piénsalo.
Dijo que estaba seguro de que la mayor parte de las cosas que necesitábamos estarían tiradas en la playa al lado de Mocobila. Tan pronto como la lluvia amainara pensaba hacer una salida en la piragua para echar un vistazo a la Costa de los Mosquitos.
—¿Y si nos morimos? —preguntó April.
—Hay cosas peores.
—¿Qué es peor que morirse? —dijo Clover.
—Convertirse en carroñeros. —Padre golpeó su lista con la palma de la mano—. Ya está empezando a ocurrir. Yo he robado este papel, he robado este lápiz. Pero yo no necesito estas porquerías. Vosotros sí.
—A lo mejor envían un destacamento a buscarnos —dijo Clover.
—¿Quién?
—La gente.
—¿Qué gente? ¿Crees que ahí abajo hay un guardacostas esperando que lancemos señales de alarma? ¿Destacamentos con gabardina buscándonos? No... todos han sido torpedeados. Créeme, Bollito, somos los últimos que quedamos.
—Allie —dijo Madre— ¿por qué no nos vamos todos juntos? Podríamos bajar por el riachuelo, podríamos...
—¡Bajar el riachuelo! —Padre hizo una mueca de desagrado—. Con la corriente, las ramas rotas, la fruta podrida. No pienso hacer tal cosa.
—¿Por qué no?
—Porque yo no soy una rama rota. Río abajo van las cosas muertas. Lo de ese riachuelo es un funeral en procesión. Si nos rendimos a la corriente estamos perdidos. —Señaló con el muñón del dedo en dirección a la costa—. Todo tiende a ir hacia allí. Pero tenemos que combatirlo, porque ahí abajo está la muerte.
—Podríamos vivir en Brewer. Tú lo sabes.
—Como salvajes. Como carroñeros. Antes me muero que convertirme en uno de esos pájaros comedores de basura. ¿Una mano por delante y otra por detrás? ¿Yo? No, Madre, yo hago cosas. Y si no puedo sobrevivir así, me iré en una llamarada... me convertiré en una antorcha humana. Así no me cogerán los pájaros. ¡Ja!
—¿Y nosotros qué? —dijo Clover.
—¡Arderemos todos! Ser los últimos en partir no es deshonroso. Significa que hemos demostrado lo que queríamos.
Seguía sonriendo. Su rostro brillaba como si ya estuviera lleno de brasa por dentro.
Como suponíamos que hablaba en serio, la risa de Madre nos sorprendió.
Padre la retó con sus ojos ardientes.
—Allie, estamos demasiado mojados para arder —dijo ella.
—Tengo combustible. —Abrió mucho la boca en son de burla. Su mirada era salvaje.
—¡No tenemos nada!
—Gasolina —siseó Padre—. Nos bañaremos en ella y apretaremos el interruptor. Una cerilla y
¡whuf!
Fue como si le hubiera dicho a Madre que tenía un arma. Ella tartamudeó al hablar.
—Aquí no hay gasolina.
—Un barril lleno.
Madre no dijo nada.
—Lo encontré en el barro. Algún idiota lo abandonó, pero debía estar muy ocupado ahogándose. El barril llegó a nuestras riberas. Lo tengo amarrado a un árbol. —Sonrió al ver nuestros rostros asustados—. No es deshonroso morir como uno ha elegido.
Jerry me miró. Sacudí la cabeza a ambos lados. No quería que le dijera a Padre que Mr. Haddy nos había traído la gasolina.
—Charlie tiene bujías —dijo.
—Charlie no tiene semejante cosa.
—Enséñaselas, Charlie.
Saqué la bolsa de la hamaca y se la entregué a Padre. Desgarró el plástico y las probó con la uña del pulgar.
—Las encontré en el barro —dije, mirando de soslayo a Jerry y desafiándole a negarlo.
Padre sudaba. Se aproximó a mí. Le ardía la cara, tenía los labios blancos y agrietados. Creí que iba a pegarme, o a preguntarme dónde las había encontrado —el lugar exacto— y a acusarme de mentirle. Pero vaciló. Quizá se avergonzaba de sí mismo por haber hablado de suicidarnos bañándonos en gasolina. Abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiera hacerlo, Madre gritó:
—¡Allie!
Padre se volvió hacia ella.
Con el miedo asomando a los ojos, Madre exclamó:
—¡La casa se ha movido!
Padre lo notó —todos lo notamos— en el momento en que abría la boca. Fue un ligero topetón, una llamada de atención bajo las tablas del suelo, un empujón lateral bajo nuestros pies. Padre ya había soltado la risa y me había olvidado. Corrió afuera.
—¡Tal como lo había planeado! —gritó.
Esa noche nos despertó un trueno que hizo temblar la cabaña. Pero aquel rugido de cañón era el motor fueraborda vibrando en la viga donde estaba asegurado. El eco retumbó sobre la laguna y el pantano circundante. Padre paró el motor y oí a los murciélagos y el aleteo regular de la lluvia y a los monos respondiendo a su ruido.
Y estábamos a flote. Lo sentía... el agua sustentaba la cabaña y nos inclinaba en las hamacas. La laguna creciente había levantado la pequeña cabaña impermeable, transformándola en una barcaza. Al llegar la mañana el agua nos rodeaba por todas partes, y el cenagoso resplandor de la laguna nos iluminaba. Los árboles estaban lejos, pero nuestro cabo de amarre aún nos unía al árbol solitario que emergía del agua. Estábamos fuera de la corriente, el fueraborda asegurado a la barandilla de la pequeña cubierta de la parte posterior de la cabaña. La piragua, con el barril de gasolina y algo de chatarra rescatada por Padre, estaba amarrada detrás... a popa, como Padre me recordó.
—¿Quién tenía razón?
—Cogió a Madre por la mano—. No podría morirme aunque lo intentara —añadió.
—¿Y si hace agua? —dijo Madre.
—¡Troncos por debajo! ¡Somos estables... somos insumergibles! ¡Tal como lo había planeado!
Madre estaba junto al infiernillo, friendo pescado para el desayuno.
—«Remolcador Annie» —dijo Padre—. Ahora voy a comer. Me he estado reservando para este momento... ¡ya puede llover!
Pero la cabaña todavía rozaba el fondo, y cuando se mecía con nuestros movimientos notábamos el roce del banco de barro bajo nosotros, el fondo de la cabina resbalando sobre un suelo blando. Padre, tras ingerir un enorme desayuno, sacó la pértiga de la piragua y empezó a impulsarnos hacia aguas más profundas.
—En cuanto lleguemos a la costa —dijo Jerry— voy a buscar a Mr. Haddy. Nos llevará a vela hasta La Ceiba. Podemos coger el barco bananero.
—Papá —dijo Clover—, Jerry dice que vamos a la costa.
—¿Quieres morir, muchacho?
—Pero si estamos a salvo... —dijo Jerry— tú mismo lo has dicho.
—Cualquiera puede bajar flotando hasta la costa —dijo Padre, hundiendo su pértiga—. Eso lo podía haber hecho sin necesidad de motor. Pero aguanté. Luché —empujó—. Yo no estoy hecho para criar verduras. Yo soy un inventor... hago cosas, Jerry. Pero esa Costa de los Mosquitos no tiene arreglo. Es el borde del precipicio. Un paso en falso y estás perdido —siguió hundiendo la pértiga, impulsando la cabaña flotante hacia aguas más profundas—. Ahí abajo está la muerte. Escombros. Carroñeros. Comedores de basura. Todo lo roto, lo podrido y lo muerto está en esa corriente, atraído por la costa. Y la costa es el lugar más cercano a los Estados Unidos ¿cómo vamos a saber si no está ya envenenada? Desde el principio he luchado contra la corriente —y empujó—. De momento es un empate. No he cedido una sola pulgada. ¿He dicho alguna vez «muy bien, derivemos y que Dios nos ayude»? ¡Jamás! Por eso estamos ganando.
—No hay dónde ir —dijo Jerry—. Tú nos lo dijiste.
—¡Estás sacando ese comentario de su contexto! —Padre hundió la pértiga en el lodo y se apoyó en ella—. Me estás citando mal. ¿Verdad Charlie?
—Si no vamos a la costa —dije— ¿adónde vamos?
—¡Yo hago cosas! ¡Yo tengo mapas en la cabeza! En esos mapas hay más lugares seguros de los que podríais soñar en toda vuestra vida. Fíjate en la casa que hice. ¡Flota! Fíjate en este fueraborda —pasó la cuerda por la rueda de arranque y lo puso ruidosamente en marcha— ¡funciona! ¡Algún idiota lo dejó tirado! Fíjate en nosotros, Madre... sólo calamos un pie de agua, un pie y medio como mucho. Con esta embarcación podemos ir a cualquier lado. Podemos escapar de esos pájaros. Ahí abajo se están muriendo todos, pero nosotros vamos a vivir. ¿Crees que voy a ser tan tonto como para arriesgarme a que nos ahoguemos todos, cuando el mundo entero es nuestro?
Y diciendo esto, y otras cosas, dirigió la cabaña tierra adentro, hacia el Patuca, gobernando contra corriente.
R
EMONTANDO EL
P
ATUCA
—Os he salvado de una muerte cierta —dijo Padre.
Sí, estábamos vivos en aquel mundo de agua.
—¿Qué vais a hacer vosotros por mí?
¿Qué podíamos negarle? Le debíamos todo.
—Tendréis que hacer lo que yo diga.
¿De qué otra forma podíamos retribuirle?
—Río arriba —dijo—. Río abajo es una alcantarilla.
Pero, aun suponiendo que fuera cierto, ello no nos hacía el camino más fácil. Cada milla recorrida parecía un error, porque ya no éramos libres. Era como la muerte lenta de los sueños en que uno está atrapado e intenta gritar sin cuerdas vocales. Nadie dijo nada.
En el transcurso de un día, nuestras circunstancias habían cambiado. Habíamos dejado de ser una familia mal avenida y agobiada por la lluvia, aferrándose con manos sucias a una barra de cieno y temiendo peores inundaciones, para transformarnos en gentes de río. Nuestra principal preocupación era no rasgar nuestro casco en alguna roca sumergida, porque en ese caso nos hundiríamos como un plomo. Jerry y yo manejábamos el escandallo a proa. El escandaloso estruendo del motor fueraborda limpiaba los árboles de monos —aquí eran babuinos de cara blanca y monos de cola curvada— y asustaba a todo menos a las mariposas.
Las terribles lluvias tormentosas y la ruina de nuestro huerto eran una memoria de pesadilla. Pero en el preciso instante en que creímos que nos habíamos salvado y podíamos alcanzar el refugio y la seguridad de Brewer en una de sus cabañas elevadas con forma de campanario, Padre dio la vuelta y se puso a luchar contra la corriente.
Jerry dijo que parecía peligroso.
Yo le dije a Padre que estaba asustado.
—Allie —dijo Madre— ¿por qué no probamos suerte en la costa? Al menos sabemos lo que hay allí.
Padre dijo que éramos unos salvajes. Esa forma de pensar había condenado a muerte a la Tierra. ¿Queríamos perdernos? Lo peligroso no era lo desconocido, sino lo conocido. Sólo los que se están ahogando se aferran a los restos del naufragio, dijo. Los que se ocupaban de buscar lo desconocido estaban salvados... pero ¿quién se ocupaba de tal cosa? ¡Claro que era difícil remontar un río inundado con una embarcación pesada y un solo motor! ¡Eso demostraba que valía la pena!
Había acertado en otras cosas, así que nos mostramos de acuerdo, y pronto nos encontramos asintiendo a todo cuanto decía.
—En los Estados Unidos, los dentistas tenían intereses en las fábricas de caramelos —dijo—. Los médicos eran propietarios de hospitales. Detroit financiaba pozos de petróleo. ¡Norteamérica estaba afectada por un cáncer irreversible! Yo vi que todo iba cuesta abajo. ¿Por qué no se dio cuenta nadie más?
Un día nos cruzamos con una lata de aerosol insecticida. Padre no se preguntó de dónde venía... bastante trabajo tenía con quejarse amargamente. Y tarros de plástico, corriente abajo. Seguía lamentándose. Se quejaba de los gordos, de los políticos, de los bancos, de los cereales de desayuno y de los carroñeros. Los gallinazos y los buitres volaban en círculos sobre nuestras cabezas. Los espantaba a gritos, maldecía a las máquinas.
—No veo llegar el día en que pueda soltar este fueraborda... transformarlo en el picador de carne que en realidad es.
Decía que todas las máquinas eran cavatumbas. Se las dejaba solas un minuto y ellas mismas se enterraban. Sólo servían para eso... para hacer agujeros.
—Una vez tuve un agujero.
Se relamía, congratulándose.
—¡Hice hielo con fuego!
Impuso a nuestra cabaña flotante el nombre de
Francis Lungley
, después lo cambió por el de
Presidente Fox
y finalmente rascó
Victoria
en un costado con un clavo. Dijo que era el mundo. Tenía veintisiete pies de largo y seis de ancho. Él ocupaba con Madre el «Camarote Principal» (el infiernillo, la silla, la cama de plumas de pelícano). Tras desprenderse del lastre que suponían unos maderos que tiramos por la borda o utilizamos como combustible, nuestra embarcación se movía más fácilmente en el agua, con la recia elegancia de un barco de canal o de una de las barcazas a motor del valle del Connecticut. En cuanto pasamos la intersección, donde las ramas rozaban contra el techo, nos metimos en el riachuelo, manteniéndonos en el centro de la corriente. A cualquier sitio, decía Padre, siempre que fuera contra corriente.
Entramos en el Patuca el primer día. Nos apercibimos con sorpresa de que el gran río pasaba al otro lado del pantano, al este de nuestra Laguna Miskita... no más de cuatro horas de petardeo sobre el agua. Pero el río se ocultaba. No lo vimos hasta estar prácticamente encima. Padre dijo que no le sorprendía lo más mínimo. ¡Había acertado una vez más! La lluvia lo había hinchado hasta cubrir sus riberas rojas y penetrar entre los árboles, tan silencioso y tan ancho que en algunos sectores parecía casi inmóvil.