Por la mañana surgían vapores de la fría ebullición de la laguna, los nudos de raíces, la hierba aplastada y los árboles rotos. La tierra estaba cubierta de lombrices rosadas. Parecía conmocionada por las doce horas de espesa lluvia; yacía contusa e inmóvil.
La mayor parte de los brotes de nuestro huerto estaban pegados al barro, aplastados como sellos, cuando no flotaban en los canales que habíamos abierto. Toda nuestra plataforma de surcos se había deslizado lateralmente y yacía amontonada en la orilla. El huerto estaba inundado... los brotes más pequeños anegados, los más grandes caídos, exponiendo los pálidos pelillos de sus raíces. La laguna estaba repleta de palitos, hojas arrancadas y ramas.
—Apostaría —dijo Padre— que somos las únicas personas secas de todo el país, cuando no de todo el mundo.
—Nos llueve en el patio y se cree que todo el mundo se ha mojado —susurró Jerry—. ¿Por qué no podemos irnos?
Llevé a Jerry aparte y le enseñé el barril de gasolina y las bujías.
—Con ese fueraborda podemos salir de aquí pitando —dijo Jerry. Hacía semanas que no se le veía tan contento—. Podemos encontrar a Mr. Haddy... ¡nos llevará a casa!
—No podemos volver a casa —dije—. Ha desaparecido. Papá tenía razón...
—¡No!
—Me lo ha dicho Mr. Haddy. No me iba a mentir. No llores, por favor.
Pero ya había empezado. Se llevó un brazo a la cara para ocultarlo.
—Iremos a otra parte —dije—. Iremos al poblado de Brewer o a algún lugar de la costa, mejor que éste. —Seguí hablándole así para que dejara de llorar, y después le hice jurar que guardaría el secreto de la gasolina y las bujías.
Clover estaba con Padre en la orilla.
—Nuestro hermoso huerto se ha arruinado —decía.
—Con este sol, no tardará en levantarse —dijo Padre, y nos hizo cavar zanjas para drenarlo.
De la noche a la mañana, los árboles que rodeaban la alguna habían cogido un color verde brillante, sus hojas lavadas por la lluvia. Resplandecían con el mismo brillo que la pintura fresca. Todo el color gris había desaparecido de la zona, y bajo el cielo azul la laguna era de color azul oscuro. La tierra era negra. Los bocinazos de los pájaros rebotaban en el agua.
Parte de la madera de la montaña de chatarra se había esparcido, pero después de que Jerry y yo la recogiéramos y apiláramos, el barril de gasolina quedó tapado. Metí la bolsa de las bujías debajo de la almohadilla de mi hamaca. ¿De qué nos iban a servir si Padre estaba dispuesto a quedarse? Pero la tormenta no había movido el motor fueraborda de su sitio. Fue lo primero que comprobé por la mañana. Seguía fijado a su estaca, bien envuelto en plástico, como un jamón.
Padre dijo que el desperdicio de energía era admirable... la naturaleza enloquecida, empapándolo todo. Un inmenso y demente despilfarro de agua, como una tentativa de asesinato que un hombre de ingenio podía frustrar simplemente metiéndose en su cabaña impermeable... tanto trabajo para nada, porque seguíamos vivos.
—¡No estaba escrito que muriéramos!
Todos estábamos aterrados por la tormenta, todos menos Padre. Él estaba impresionado por la forma en que había destruido los árboles, y se maravillaba contemplando las raíces expuestas. Calculaba que en una noche habían caído seis pulgadas de agua. Era admirable. Y qué decir de los arbustos azotados. Y de la velocidad. Podía construirse una máquina que trabajase con la lluvia —la lluvia recogida haciendo girar una turbina, el mismo principio que la rueda hidráulica, pero más eficiente, sin resistencia. Sólo que la lluvia no era de fiar, porque el mundo era imperfecto. La naturaleza intentaba quemarte, después matarte de inanición, después ahogarte, y te hacía cavar un huerto como un salvaje, con un palo. Te sorprendía y te hacía temer que algo saliera mal. Ese temor convertía a la gente en chiflados religiosos en vez de crear innovadores.
—Pero pasarán semanas antes de que nadie plante un huerto, y para entonces el nuestro estará florecido.
Madre dijo que los daños la asustaban... tendríamos que luchar para salvar el huerto.
—Me gustan las buenas peleas —dijo Padre.
La mayor parte de las plantas se levantaron en el transcurso del caluroso día, como él había previsto. Hasta los pequeños brotes obedecieron las órdenes de Padre, y lo que por la mañana temprano parecía la ruina de un huerto anegado había empezado de nuevo a crecer.
Ahora lo importante, dijo Padre, era proteger las plantas. Lo peor no era la cantidad de lluvia, sino su furia... el viento, los torbellinos, la erosión.
—Si no tenemos cuidado, las plantas saltarán de sus agujeros —dijo—. Pero
tendremos
cuidado.
Cortamos tallos de bambú y pusimos collares a algunas de las plantas, apuntalando otras con barro para mantenerlas verticales. Padre preguntó si no era un sistema ingenioso.
—Me lo creeré cuando tengamos verduras —dijo Madre.
—¡Paciencia!
Poco antes de anochecer, las nubes se aproximaron flotando y las primeras gotas nos aporrearon. Padre nos mandó a Jerry y a mí a trabajar desnudos en la reparación del huerto, y así lo hicimos, hundidos hasta los tobillos en barro mientras la lluvia nos azotaba la espalda.
—Nos trata como esclavos —dijo Jerry—. Me gustaría poner en marcha ese fueraborda y escapar de aquí.
—Ya hemos escapado —dije yo.
—Aunque Norteamérica haya ardido, aunque esté destruida... es mejor que esto. Esto es un basurero apestoso. Quiero volver a casa.
—Pero el huerto ya está bien —dije—. Cuando crezca, todo será distinto.
—¿Por qué siempre estás de parte de Papá?
—Tenía razón sobre la lluvia... ¡tenía razón sobre el huerto!
—Sigue lloviendo —dijo Jerry. Los truenos le hacían arrugar la cara y sonreír asustado. Las gruesas gotas de lluvia resbalaban sobre nuestra pequeña cabaña.
Al día siguiente la mitad del huerto había desaparecido. Algunas de las plantas flotaban en la laguna, donde habían sido arrastradas con los desechos de la tormenta, y otras yacían rotas en sus surcos. Los collares de bambú no habían servido de nada. Sólo para magullar a las plantas bajo el peso de la lluvia.
—No hay manera —dijo Madre.
—Me das risa —dijo Padre—. ¡Hablas como si tuviéramos una alternativa! Hacemos lo que podemos. No podemos hacer otra cosa. El huerto es nuestra única esperanza, Madre. ¿Tienes una idea mejor?
—¿Por qué no hacemos las maletas y nos vamos, sin más? —dijo Madre.
—No hay nada que empaquetar —dijo Padre—. Ningún sitio donde ir.
—Está el poblado de Brewer. Mr. Haddy dijo...
—Meloncete está muy ocupado muriéndose. Todos lo están, menos nosotros. —Había cogido una pala y estaba limpiando los surcos y replantando los fibrosos brotes—. Arrimaos a mí, hermanos, o también vosotros moriréis —dijo al ver que le mirábamos.
Jerry se arrodilló y dijo:
—Le odio.
Clover le oyó.
—Voy a contarle a Papá lo que has dicho.
—Quiero que se lo cuentes, guarra. Quiero ver cómo se vuelve loco.
Clover se echó a llorar. Corrió hasta Madre.
—¡Jerry me ha insultado!
—Les importa un bledo —decía Padre. Tiró la pala y desempaquetó el fueraborda. Lo hizo girar con la cuerda mientras aceleraba, ahogándolo.
Al verle estuve a punto de hablarle de las bujías y la gasolina. Pero había dicho
nada que empaquetar, ningún sitio donde ir
. Sólo conseguiría enfurecerle más. Me preguntaría de dónde las había sacado, y por qué, y cómo. Me gritaría si mencionaba a Mr. Haddy. Lamenté la visita de Mr. Haddy, que me había echado aquel secreto sobre las espaldas.
—Eso es para mantenerse cuerdo —dijo Jerry.
Miré a Padre mientras tiraba de la cuerda del fueraborda.
—No funciona —dijo Jerry, y se echó a reír.
Nos concentramos en lo que quedaba del huerto. Pero al bajar a la orilla vi que no era la lluvia lo que había causado más daños. El nivel de la laguna había subido, como predijo Mr. Haddy, sumergiendo las plantas que se encontraban cerca del borde del agua. Jerry quería decírselo a Padre, para demostrarle que se había equivocado, pero antes de poder hacerlo empezó de nuevo a llover. Nos desnudamos y nos pusimos a achicar. Ese día llovió cinco veces. A mediodía estaba tan oscuro que tuvimos que usar velas en la cabaña para ver nuestros cangrejos.
Hacía unos pocos días, todo era polvo y árboles grises. Ahora nos rodeaba una vorágine de barro y agua. Había ranas donde antes no existían, y serpientes, y huellas de animales por todos lados. Los lagartos cubrían la orilla con sus huellas, como un pentagrama, con pequeñas notas por encima y por debajo de las líneas de sus colas. Había más pájaros y cangrejos de mar y de río; la lluvia los había despertado a la vida. Los atrapábamos fácilmente. Madre los cocía en el infiernillo. Pensé que podríamos sobrevivir sin el huerto.
Una mañana, Padre entró disimuladamente en la cabaña. Tenía el pecho y la parte anterior de ambos muslos cubiertos de barro, y cieno en las manos, en la nariz, goteando de la barba. Estaba enfadado. No quería que le viéramos. Pero nos quedamos mirándole, y hasta Madre se sorprendió.
—Flexiones de brazos —dijo, cogiendo con un movimiento brusco la cuerda del fueraborda.
—Los carroñeros han vuelto —dijo, levantando la vista.
Las gaviotas grises y los gruesos pelícanos volaban tierra adentro para alimentarse de las criaturas salidas del barro. Los buitres les siguieron, pero en vez de cazar buscaron ramas donde posarse y esperaron. Padre gritaba a los pájaros para asustarlos. Ellos le devolvían los gritos. Odiaba a los carroñeros. Decía que odiaba sus ojos locos y sus asquerosos picos, la forma en que se lanzaban sobre su alimento, la forma en que se disputaban la basura. Como si quisiera vengarse de ellos —pero ¿qué nos habían hecho?—, los cazaba con anzuelos cebados, los desplumaba y los asaba. Se los comía. Su hambre era de odio. Utilizaba su grasa para el motor fueraborda y dejaba la sangre y las plumas en el barro. Una mañana vimos que había matado un buitre y lo había colgado en un árbol, bien alto. Allí quedó, linchado, hasta que los otros pájaros lo despedazaron.
—¿Sabéis por qué odio a los carroñeros?
—Allie, por favor —decía Madre, dándole la espalda.
—Porque me recuerdan a los seres humanos.
Negaba que la laguna estuviera creciendo. Aunque el borde del agua había inundado la mayor parte del huerto, cubriendo los cimientos de la caseta de ahumar, se negaba a admitir que la laguna crecía. Decía que la tierra se estaba asentando.
—Es un efecto de hundimiento. Por eso impermeabilicé la cabaña. ¡Ya me lo esperaba!
Hundió a martillazos un marcador en el fango, al borde de la laguna. A la mañana siguiente el marcador había desaparecido, sumergido o arrastrado por el agua. Padre dijo que un buitre carroñero lo había tomado por una cagada y se lo había comido.
Las tormentas habían puesto orden en nuestro campamento. La destrucción lo había limpiado de cosas. El gallinero de los pavos silvestres había desaparecido antes de estar terminado. La letrina estaba en el arroyo. Las tablas para la pasarela estaban cubiertas de barro. La bomba para siete hombres se había desplomado... y tumbada parecía pequeña y sencilla.
Y la cabaña empezaba a hundirse. Al principio estaba alta sobre la orilla, descansando en su fondo impermeable. Pero ahora el barro rebosaba a su alrededor. Parecía uno de esos panteones familiares con varias puertas que están medio incrustados en el suelo de los cementerios antiguos.
Madre se inquietaba; decía que no podía cocinar de rodillas en el agua, y que qué iba a pasar si la cabaña simplemente seguía hundiéndose hasta que el barro entrara por las escotillas. Padre metió el infiernillo en la cabaña y le hizo una chimenea. La cabaña parecía más que nunca una pequeña barcaza, y la laguna ya empezaba a lamer su parte anterior.
—Allie, me pone nerviosa.
Padre cogió una cuerda y varias poleas y, utilizando un árbol como soporte, trató de arrancar la cabaña de la laguna. No pudo hacerlo a pesar de sus esfuerzos. La cabaña estaba firmemente atascada en el fango. La dejó atada al árbol.
—No debía pasar esto —dijo—. No tenía por qué atascarse.
Fijó troncos a los costados, al nivel del barro que rebosaba, para estabilizarla y evitar que se hundiera más. Dijo que era una pena que no tuviéramos tiempo de bajar a la costa —las tormentas debían estar depositando montones de cosas interesantes en la playa. Dijo que cuanto más bravos los mares, mejores cosas te daban: cadenas de hierro, barriles de acero, yardas de lona. Sólo las mareas ordinarias le traían a uno asientos de retrete.
Pero nos quedamos en Laguna Miskita tratando de afianzar el campamento. Cavábamos trincheras, achicábamos, pescábamos. Las tormentas nos asaltaban. Se acercaban sigilosamente y oscurecían el día. Enfriaban la atmósfera, obligándonos a meternos en casa. Nos robaban la madera, destrozaban las trincheras, llenaban todo de barro y excitaban a los monos. Después de las tormentas siempre venían las bandadas de carroñeros.
—Sacos de arena —decía Padre—. Si tuviéramos sacos de arena estaríamos mucho mejor. Seguro que abajo en Mocobila tienen montones. Allí no saben qué hacer con ellos. En la costa todo el mundo está muy ocupado muriéndose.
La lluvia y la laguna creciente nos robaban la mayor parte de nuestros bienes, y el viento se llevaba lo demás. Ya no quedaba prácticamente más que la cabaña. La montaña de chatarra se había esparcido, el barril de gasolina había desaparecido. Pero yo me alegraba de esto último. Ya no tenía un secreto que guardar. No me metería en líos, y de todas formas no había dónde ir. Jerry decía que Padre no tardaría en rendirse y nos llevaría al poblado de Brewer. No le quedaría otra alternativa. El campamento era un fracaso, Padre se había equivocado al esconderse en aquel remanso.
En el plazo de una semana desapareció el huerto. No quedó un solo brote. No había más semillas; vivíamos de cangrejos de tierra y eddos mojados. Siempre teníamos las piernas sucias. El barro se secaba en nuestros cuerpos y nos cubría la piel de copos grises. «Manteneos limpios», decía Padre, pero la ducha caliente que había fabricado tampoco tardó en desaparecer. La laguna había llegado a la mitad anterior de la cabaña, y por la noche la oía golpear como si fueran huesos bajo el suelo. La cabaña estaba inclinada hacia adelante, forzando el cabo de amarre. Durante las tormentas oía sus gruñidos.