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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (46 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Yo quería que Mr. Haddy hablase. Guardó silencio. Padre dio un paso hacia él. El cuerpo de Mr. Haddy decía que no, pero su rostro dijo sí.

—Confiese, Meloncete —dijo Padre, y otro trueno sacudió la laguna.

—Algo oí hablar de eso —dijo Mr. Haddy.

—¡Que han sido arrasados!

—Sí, Padre.

—Y usted tiene miedo —dijo Padre. Miraba a Mr. Haddy a la cara.

—Eso seguro.

—Por eso —dijo lentamente Padre, sonriendo— por eso digo que esto es el futuro.

La cabaña-barca en tierra, el bote de remos, la bomba de compuertas que solo siete hombres podían mover, el huerto de diminutas plantas, la montaña de chatarra, las moscas; las ratas saltarinas y los monos aulladores tamborileando
¡Gung! ¡Gung! ¡Gung! ¡Gung!

Cuando alguien sufre y tiene miedo, sus enfermedades se hacen evidentes y sus heridas destacan. En la frente de Mr. Haddy vi una depresión que nunca había notado.

—Antes de irse —dijo Padre— mire a su alrededor, dígame qué ve.

Mr. Haddy miró a uno y otro lado, tragó saliva y dijo:

—¿Habla de ese montón basura, Padre?

—Montón de basura, tiene razón —me susurró Jerry—. Este sitio es un basurero. Por eso quería irme. ¿Tú no?

—Veo un poblado próspero —decía Padre—. Veo críos sanos. Maíz en los campos, tomates en las tomateras. Peces nadando y bombas gorjeando. Camas grandes y blandas. Madre tejiendo en un telar. Pavos silvestres que te comen de la mano. Monos que recogen cocos. Un taller para hacer cuerdas. Una caseta para ahumar. ¡Actividad total! Eso veo. Y el que...

Mr. Haddy ya empezaba a alejarse. Ahora se apresuraba, impulsado por la fuerza de las palabras de Padre. No eran más que palabras. Ninguna de las cosas de que hablaba existía. Un instante después, Mr. Haddy ya no estaba, y Padre nos hablaba a nosotros.

—... el que no lo vea no tiene nada que hacer aquí.

Al poco rato ya estaba con la cuerda en el fueraborda. Como si quisiera estrangularlo.

Yo pensaba en Mr. Haddy, tropezando con sus grandes pies ruidosos en la oscuridad, cuando Jerry repitió:

—¿No, Charlie? ¿No querrías irte con él?

—No —dije.

—Papá está loco.

La forma en que lo dijo me puso la carne de gallina.

—Por eso quiero irme —dijo. Empezó a sollozar, pero bajó la cabeza. No quería que yo le viera.

—Si no le ayudamos, moriremos todos —dije.

—¡Yo no quiero ayudarle!

Jerry se sentía mal. Alegaba que Papá le perseguía y favorecía a las gemelas. Papá siempre le estaba diciendo «estás horrorosamente sucio». Le llamaba haragán. Le hacía trepar a los árboles. De todos nosotros, el más enfermo de retortijones había sido Jerry, y se le notaba... mejillas pálidas, pelo largo y polvoriento, cuello escuálido y cicatrices donde se había rascado las picaduras de las pulgas.

El tiempo había afectado a Padre. Se había hecho más callado con el calor húmedo y el silencio de la laguna. Al empezar los truenos empezó a reñir con Madre. Estaba de mal humor, gritaba, la tomaba con Jerry. Sabía que Jerry le llamaba «Padorro» y no dejaba en paz al pobre crío. Jerry estaba furioso y se sentía impotente.

—Quiero volver a casa —dijo. Era la palabra prohibida.

—Esto es nuestra casa —le dije. Le dije que, como Norteamérica había sido destruida, escapamos justo a tiempo. No quedaba nada, solo lo que se depositaba en la playa cercana a la laguna de Brewer.

—Eso lo dice Papá.

—¡También Mr. Haddy lo dice!

—No me importa —dijo Jerry. Se rascó las picaduras. Nunca había tenido tal aspecto de enfermo—. Siento que Mr. Haddy se haya ido. No volverá nunca.

—¿No ves que tenemos que confiar en Papá?

—Yo no confío en él. No es más que un hombre que duerme en nuestra cabaña.

No pude levantarle el ánimo. Y como su rabia me hacía dudar, una vez —en secreto, mientras Padre construía un gallinero para los pavos silvestres que pretendía domesticar— pregunté a Madre qué había pasado en los Estados Unidos. ¿Habían sido destruidos?

La pregunta la entristeció. Sin embargo, respondió:

—Espero que sí.

—No —dije.

—Sí. —Me apartó el pelo de los ojos y me abrazó—. Porque si es así, somos las personas más afortunadas del mundo.

—¿Y si no es así? —pregunté.

—Entonces estamos cometiendo un espantoso error.

Era demasiado grande para su regazo. Me arrodillé a su lado y creí por un instante que los martillazos de Padre y los truenos eran el sonido de su corazón.

—Pero sí es —dijo—. Ya oíste a Mr. Haddy.

Y había oído los truenos. Pero también ellos eran una promesa sin pruebas. Madre me estaba pidiendo que la creyera. Era como el tiempo, como ese período de truenos que era todo un estruendo repentino, promesas de lluvias y tormentas. Nadie sabía cuándo llegaría, ni cómo sería, ni cuánto tiempo tendríamos todavía que regar nuestro pobre huerto de plantitas volcadas. Nadie sabía nada.

25

Cuando llegó la lluvia, era tan espesa que parecía querer castigarnos por haber dudado de los truenos... y entonces creí en todo. No caía pesadamente, sino como espadas de hierro procedentes del cielo negro, cortándonos la espalda y retorciendo ramas en los árboles. Penetraba en la arena, crujía contra las rocas, batía el mar y rugía estruendosa más allá de la espuma. Más que agua, parecía una nube de cuchillas y gruesos perdigones.

Ese día estábamos en la playa.. Jerry, Padre y yo, buscando alambre para el gallinero. Al este se vieron cinco torbellinos, después otros cinco, y el banco de nubes reventó y se lanzó sobre nosotros, negro y azul, derramando goterones duros, mientras las capas de lluvia se dirigían temblorosas hacia nosotros y unos chaparrones densos como estropajos silbaban hacia la playa.

La gorra de Padre salió volando y sus ropas batieron, tiñéndose de negro y adhiriéndose a sus músculos. Su barba se desplomó. Un manantial pareció abrirse a sus pies mientras la lluvia arrancaba guijarros del suelo. Empezó a gritar casi simultáneamente. Levantó los puños. Le escuchamos con cuidado, e incluso Jerry se mostró obediente... nada de «Padorro» en ese instante. No lo esperábamos, pero Padre parecía satisfecho y casi asfixiado por los gruesos perdigones que azotaban su rostro.

—¡Eso es! ¿Qué os había dicho? ¡Recoged ese alambre... moveos!

Atravesamos la barra arenosa y tomamos el camino de nuestra laguna, luchando contra el viento que soplaba en la jungla. Padre cinglaba enloquecido y sonreía mientras la lluvia se derramaba en el riachuelo. Cuando salimos de la estrecha corriente había tres pulgadas de agua en la piragua. Desde allí vimos el chaparrón caer como un látigo sobre la laguna, arrancando terrones.

—El viento está rolando —dijo Padre—. Es una tormenta rotatoria.

—Ya no tendremos que regar el huerto —dijo Jerry.

¿Dónde estaba el huerto? ¿Dónde estaba la cabaña? La laguna se había oscurecido. La espuma de las olas destacaba como un margen blanco sobre la orilla. Entonces lo vi. Bajo los árboles inclinados, entre el resplandor silbante de la lluvia, yacía el desorden de nuestro campamento, empapado y teñido de negro, mientras todo se movía a su alrededor... ramas voladoras, jirones de hojas, puños de agua.

—Ya te buscaré algo que hacer, Jerry —dijo Padre—. Esta lluvia nos ha vuelto a poner en marcha. —Cogió a Jerry por un brazo y gritó—. ¡Ahora me crees!

La lluvia golpeaba el rostro de Jerry, pero la mano de Padre estaba bajo su mandíbula, exponiéndolo a la furia desatada.

—Sí —dijo Jerry, y su boca se llenó de agua—. ¡Sí, por favor!

Las persianas de la cabaña estaban bajas y cerradas. Madre y las gemelas estaban dentro, pero el ruido de balas de la lluvia en el techo era tan fuerte que no oíamos las voces de los demás. Con las ventanas cerradas, el aire era pesado y asfixiante. Nos sentamos cruzados de piernas, comimos pescado y eddos y escuchamos a la lluvia azotar nuestro campamento y reventar sobre la cabaña. Padre sonrió y sus labios se movieron para pronunciar unas palabras.

—Estamos perfectamente secos.

Madre frunció el ceño, como diciendo que todo era espantoso.

—¡Ingrata! —gritó Padre por encima de la tormenta. Hubo ruidos toda la noche... el roce de tablas sueltas que el viento arrancaba del montón de chatarra, el estrépito de los árboles cayendo en las cercanías, el hirviente golpeteo del agua en las tiras de latón de las paredes de nuestra cabaña. Me excitaba, mi corazón latía poderosamente. El sonido de mi corazón me mantenía despierto. Supuse que la lluvia había ahuyentado a las ratas del montón de chatarra. Estaban desesperadas, apiñadas en torno a la cabaña, los lomos negros y mojados moviéndose con un torrente de grasa, y roían nuestras paredes. La tormenta ampliaba enormemente el terreno. No estábamos en la orilla de una laguna. Éramos una mota en la inmensidad de Honduras, al borde de su violenta costa.

Las persianas se tensaban, amenazando abrirse. Era la presión del viento levantándolas y haciendo sonar los goznes. Los cuatro niños dormíamos en la parte posterior de la cabaña. Los otros estaban dormidos. Yo seguía despierto, como la noche que huimos de Jerónimo, y esta otra noche el frenético sonido de la lluvia era como fuego... llamas crepitando sobre la casa, llenando el aire del ceniciento hedor del barro. Me presioné el corazón para calmarlo, para poder respirar y dormir.

Una de las persianas temblaba más que las otras. La cogí para estabilizarla y me golpeó el dedo gordo. Cuando quité la mano, las tablillas empezaron a traquetear espantosamente, y antes de que pudiera asegurarla, toda la persiana se levantó, astillando una tablilla y arrancando algunos tornillos del portacandado. La lluvia entró como un disparo por la ventana. Quise coger la temblorosa persiana y una cosa fría y mojada se cerró sobre mi mano. Antes de que pudiera gritar, otra cosa fría y mojada penetró buscándome la boca.

—No chilles —dijo una voz burbujeante.

Primero pensé que era Padre, con alguna loca idea nocturna. Los dedos agrios me tocaban los dientes.

—Papá —dije.

Pero era Mr. Haddy, los ojos saltones, el rostro goteando en la ventana. Me soltó y susurró:

—Deprisa, ven aquí.

Salí al exterior, vestido únicamente con los pantalones cortos. Era una de las ideas de Padre en Jerónimo... en la lluvia llevar cuanto menos ropa mejor, porque la piel se seca antes que la ropa.

Mr. Haddy estaba de pie en el barro con los brazos colgando. No le veía claramente, pero oía el golpeteo de la lluvia en su sombrero.

—Reventé vuestra escotilla —dijo.

—Me ha asustado. —Temblaba de frío. La lluvia me caía encima pinchándome la piel.

Cogiéndome de la mano y acercando tanto su cara a la mía que la lluvia goteaba de una a otra, Mr. Haddy dijo:

—Tú no dices a Padre que he venido con este —un relámpago le tiñó la cara de púrpura, los labios de negro y los dientes de azul-infierno.

—¿Cómo llegó hasta aquí?

—Pértiga y remo —babeó—. Tú eres un buen chico, Charlie, eso seguro.

Me dio la impresión de que tenía mucha hambre y me iba a morder.

—El riachuelo no es lo bastante ancho para unos remos.

—Está subiendo.

Vi su bote de remos en la orilla.

—Entre en la cabaña a secarse —dije.

—¿Padre dentro?

—Sí.

—Yo no entro. —Chapoteó hasta la orilla—. Tengo un paquete de carga para ti.

Levantó un barril de la popa del bote y lo dejó caer en el barro. Después se acuclilló al lado y sacó una bolsa de plástico del bolsillo y me la entregó.

—Esto es bujías y gasolina-aceite. Cógelas.

—Está lloviendo, Mr. Haddy.

Fue cuanto pude decir. Medianoche, tormenta, y él había roto una persiana y me había tapado la boca con la mano... para traerme aquello. ¿Para qué?

—Lloviendo, eso seguro. Por eso vengo aquí.

—Papá está dormido.

—Esperaba que lo estuviese.

—Él enfadado conmigo. —Mr. Haddy hizo rodar el barril por la orilla, lo echó sobre el montón de basura y apoyó un tronco encima—. Esto para el motor fueraborda de Padre.

—¿Qué hago con ello?

—Tú no dices de dónde vienen. Tú dices que los has encontrado. Charlie, ¿tú quieres que yo muera?

—No.

—Entonces no menciones Haddy —dijo—. Ahora ayúdame a echar mi bote al agua.

Arrastramos el bote hasta el agua y Mr. Haddy se subió a él. Un relámpago estalló entre los árboles en el extremo opuesto de la laguna. Un resplandor amarillo azulado se hinchó en el cielo, temblando como un tubo fluorescente, e iluminó las feas nubes. Mr. Haddy ya se doblaba sobre sus remos.

—Se va llenar. Todos los ríos van subir y vuestro huerto se va ahogar. Va haber agua por todas partes. Entonces a lo mejor Padre arregla su motor fueraborda y bajan a Brewer. Le cuidamos. Os llevo todos al Wonks. Pescamos y atrapamos tortugas.

—No quiere que le cuide nadie.

—¿Queréis ahogaros?

—Padre no permitirá que nos ahoguemos. Tiene un plan. Quiere que llueva. En la cabaña está seco. Esto es nuestro hogar.

—¡Gung!

—Ese baduino te ha oído, Charlie.

Los monos aulladores tamborileaban bajo el rugido de los truenos al otro lado de la laguna, y el estallido y la crepitación de la lluvia hacían de la tierra una cueva profunda y llenaban el cielo de rocas peligrosas, demasiado grandes para ser vistas. Y rodeándonos por todas partes, entre la humedad y el ruido, había una oscura urdimbre de monos.

Eso me hizo recordar algo.

—Mr. Haddy —dije— ¿es verdad lo de los Estados Unidos? ¿Arrasados?

—¡Oí! ¡Oí! ¡Todas partes! ¡Mira... —pero no había nada que ver— ...se está inundando!

—¿Está usted seguro? ¿Dónde lo oyó? ¿Quiere decir que no queda nada...?

Se está inundando
, repetía una y otra vez, presa de terror. Agitó los brazos. Los remos, levantados, me ayudaban a percibir las superficies.

—¡Todo desaparecido!

Fue lo último que oí. Metió los remos en el agua dio media vuelta al bote y se metió remando en la lluvia, profiriendo ahogados gruñidos. Se alejó de la orilla. Se llevó consigo la laguna y todos los árboles, dejándome plantado bajo los pinchazos de la lluvia vertical. La negrura de la noche me envolvía por arriba y por abajo. La lluvia se cerró sobre Mr. Haddy y el culatazo de sus remos. Parecía un hombre penetrando a remo en una montaña.

No quedaban más que lluvia y aullidos de monos en una fosa de oscuridad sin fisuras.
¡Gung! ¡Gung! ¡Gung! ¡Gung!

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