La Costa de los Mosquitos (53 page)

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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Jerry ya estaba despierto y dispuesto a hacer cuanto yo le dijera.

Salimos furtivamente por la escotilla que rompió Mr. Haddy la noche que me dio las bujías y la gasolina. Estábamos anclados al otro lado del amplio río, algo más arriba de Guampu. Oíamos el generador y veíamos las luces de Guampu. Pero incluso sin las luces había luna suficiente para ver que la piragua ya no estaba en su sitio.

Jerry me acercó la boca a una oreja y dijo:

—Se la ha llevado.

—A lo mejor la soltó —susurré— para evitar que nos fuéramos.

—Vamos nadando.

Nos deslizamos al agua por un costado de la barca y nos dirigimos hacia la otra orilla, nadando a braza y dejándonos llevar por la corriente para no hacer ruido. Todas las luces de la misión estaban encendidas y guiñaban amistosamente. Yo había pensado que jamás volvería a ver la luz eléctrica. El único ruido que oíamos era el pedaleo del generador, más abajo.

Nos encaminamos a los bungalows, amparándonos en cuantas sombras encontrábamos, para después acercarnos de puntillas a la casa más grande, donde veíamos una luz temblorosa. Era el salón de los Spellgood. Estaban todos dentro, mirando la televisión, tan hipnotizados como los indios que veían el programa religioso en la iglesia. Los Spellgood comían helado en grandes cuencos, acercando las cucharas a sus rostros azules. Reían de vez en cuando. Era un programa de marionetas, una rana verde de trapo y un cerdo de goma con cabello sedoso, a las que un hombre de verdad, bien trajeado, hablaba como si fueran seres humanos... el tipo de programa que sacaba a Padre de sus casillas.

Emily Spellgood estaba tumbada en el suelo. Aunque solo tenía un año más que cuando la vi por última vez, estaba mucho más grande y más flaca. Tenía el pelo corto y llevaba pantalones vaqueros y playeras. Al ver lo bien vestida que iba me inquieté. Jerry y yo teníamos el pelo largo. Estábamos cubiertos de barro del río. Por toda vestimenta llevábamos unos pantalones cortos, empapados. Me sentí como un salvaje. No quería quedarme.

Los Spellgood disfrutaban con el programa de marionetas, e incluso Jerry se reía. Le hice sentarse bajo la ventana conmigo para decidir lo que íbamos a hacer.

Permanecimos allí, escuchando el programa y los comentarios de los Spellgood. Pasados unos veinte minutos, el programa llegó a su fin. Entonces se produjo una discusión, y hubo montones de sugerencias.

—Vamos a poner
Invasores del Espacio
—dijo uno de los pequeños Spellgood—. ¡Quiero lanzar tu módulo al hiperespacio!

—No, pongamos otra vez los teleñecos. Me encanta la parte de los bebés cantando. Son monísimos.

—¿Por qué no ponemos
Star Trek
? —dijo Emily—. Así sabremos si han salido de la trama temporal.

—No —dijo Gurney Spellgood—. Ya es muy tarde. Necesitamos algo más sano.

Metió una cassette en la caja negra y se inició un programa con música de órgano y prédica, llamado «Cruzada Mundial por Cristo». Todos repitieron helado y cantaron los himnos televisivos.

—Vamos a pasarnos toda la noche aquí —dije.

—Me da igual —dijo Jerry. Parecía un lobezno—. Al menos es real. Me gustaría que Padre viera esto. Por cierto ¿dónde andará?

Estaba a punto de decir
Me alegro de que no esté aquí
, cuando la puerta corrediza se abrió ruidosamente. Se oyó el roce de suelas de playera en el porche, como si pasaran una goma de borrar. Alguien había salido. Me arrastré hasta el porche y vi a un niño como de la edad de Jerry mirando soñadoramente a los insectos que se amontonaban sobre las luces... uno de los Spellgood pequeños.

Estaba tan limpio y tan elegante con su pantaloncito y su camiseta blanca que me dio una buena idea. Me solté el pelo —me llegaba hasta los hombros— y me agaché en la sombra al pie del porche. Silbé bajito. El niño dio un respingo.

—¿Quién eres? —dijo—. Pero no estaba inquieto.

—Soy una amiga de su hermana, Emily
. —Susurrando me las arreglaba para imitar la cantarina voz de una niña.

—¿Cómo te llamas? —dijo, en inglés.

—Rosa
—dije con voz chillona—.
¿Emily a casa?

—Está viendo la tele.

Le dije, de nuevo en hispanoindio chillón, que quería hablar con ella.

—No debías estar aquí —dijo—. Los twahkas no tienen permiso para venir de noche.

Fingí lloriquear y dije tristemente (
estaba
triste):

—Lo siento mucho, chico. Voy a mi kamp.

—Bueno, espera un segundo —dijo—. ¡Emily! —gritó, y entró en la casa.

Emily salió unos segundos después. Mientras me buscaba en la oscuridad, me levanté y dije:

—Soy yo. Charlie Fox, del barco bananero, el que mató la gaviota. No te preocupes, no voy a hacerte daño. ¿Te acuerdas de mí?

Puso cara de tonta y dijo:

—¿Qué haces aquí? Esto sí que es raro.

—Éste es Jerry —dije, porque acababa de salir de detrás de la casa, como un lobo—. Vamos río arriba, con la familia. Tenemos problemas.

Se acercó a mí y dijo:

—Oye ¿qué te ha pasado? Estás todo sucio. Y más pequeño. ¿Pasa algo malo? ¡Tienes mucho pelo!

Gesticulé pidiéndole silencio.

—¿Podemos hablar donde nadie nos oiga? —dije.

Pero era tarde. Gurney Spellgood estaba en la ventana.

—Más bajo, Emily. —Entonces me vio y dijo:

—Señorita, sus padres se estarán preguntando dónde anda. Mañana tendrá todo el tiempo que quiera para hablar.

Por encima del porche sólo se me veía la cabeza, lo que fue una suerte, porque no llevaba camisa. Pero tenía el pelo largo como una india.

—Está bien, Papá —dijo Emily—. Son un par de twahkas que quieren bautizarse.

—Dios os ama —dijo Spellgood—. Tómales los nombres, nenita, y dales una ducha y un poco de limonada en polvo.

—Seguidme —dijo Emily. Se rió por lo bajo y nos condujo campo a través hasta la iglesia, que estaba oscura. Pasamos al otro lado y nos sentamos bajo un árbol.

—Se ha creído que erais indias. ¡Yo también! ¿Qué pasa? ¿Tenéis problemas o algo así?

—Algo así —dije—. Llegamos esta tarde.

—Teníamos un bautismo en Pautabusna. Allí sí que es espeso. Fuimos todos en el avión. ¿Habéis visto nuestro avión? ¡Es una Cessna Directorial, nueve asientos! Papá tiene permiso. Tiene quinientas horas de vuelo. Es fantástica, con radio y ventiladores y de todo.

—¿Cómo la conseguisteis? Quería decir
tal como está el mundo
.

—Dádivas. La compramos en Baltimore. Papá la trajo volando. Nosotros volvimos en el
Unicorn
. Pensé que a lo mejor también ibais vosotros. Os busqué, de veras. ¡Oye, las cosas que me pasaban por la cabeza cuando pensaba en ti eran de clasificación X! ¿Por qué tienes el pelo...?

—Emily —dije—. ¿Qué tal está Baltimore?

—Ahora está un poco raro. Cerraron la autoiglesia de Papá. No podían pagar los impuestos... iba poca gente. Por eso le dieron el avión.

—¿Norteamérica sigue en su sitio? —dijo Jerry.

—¿Estás chiflado, o qué? —rió Emily—. ¡Oye, este crío sí que es raro!

—Mi padre dice que Norteamérica ha sido arrasada. Sólo quedamos nosotros. Porque estamos aquí. Eso dice.

—¡Qué idiotez! —dijo Emily.

No había acabado de pronunciar esas palabras cuando un país entero surgió resplandeciente. Y Padre parecía diminuto y corría de un lado a otro, como una cucaracha cuando se enciende la luz.

—¡Sí! —exclamó Jerry.

—Caray, yo que creía que
mi
Papá era raro.

—Que se incendió toda entera —dije—. Eso cree.

—Estuvimos allá hace tres meses. Sigue igual. Una chulada. Aprendí
roller disco
. Pero tuvimos que volver aquí. Si no fuera por el avión sería un verdadero asco. Menos mal que trajimos cassettes nuevas. Tenemos un vídeo, con juegos. Y
Rocky
. Y además Papá nos deja verla. Dice que tiene un mensaje sano. Es de boxeo... ese tío tan chulo.

Jerry empezó a pegarme.

—Lo sabía —dijo—, mentía desde el principio. ¡Mentiroso! Yo me voy a casa. ¡Yo no voy río arriba en ninguna barca!

—Tu hermano es cantidad de raro.

—Emily —dije—, estamos en un mal lío.

—¿De verdad? Es increíble.

—¿Nos ayudarás?

—¡Claro! Quiero ayudaros. Oye, he pensado mucho en ti. Podéis quedaros aquí.

—No. Tenemos que bajar a la costa.

—Papá os puede llevar en el avión. ¡Sólo se tarda hora y media!

—¿No hay ninguna otra forma?

—El río.

—Por ahí vinimos. Mi padre nos seguiría. ¿No hay carreteras?

—Sólo una. Está ahí. —Levantó una mano y señaló hacia la oscuridad del otro lado del río—. Llega hasta Awawas, en el Wonks. Ahí tenemos el jeep, en el otro lado. Es un Toyota Landcruiser. Tracción a las cuatro ruedas. Es verde, con tapicería negra. Hacemos bautismos en Awawas. El Wonks es una chulada de río. Por ahí se puede llegar a la costa. Hay un montón de barcos.

—Emily —dije—, si nos das las llaves de ese jeep, podemos escaparnos. Mi madre nos llevará a ese sitio que dices...

—Awawas.

—Sí, y entonces podemos dejar el jeep y bajar el río de algún modo.

—¿No se pondrá como loco vuestro padre si no le lleváis?

—Ya está loco —dijo Jerry.

—Que haga lo que quiera —dije yo—. Es cosa suya.

—¿No le tenéis miedo?

—Cuando creía que tenía razón... sí, le tenía miedo. Ahora que sé que se equivoca, ya no. ¿Tú tienes miedo a tu padre?

—El mío tiene un fusil —dijo Emily—. Es un Mossberg de repetición. Y además tiene mira telescópica. Es para los comunistas. Por aquí hay millones de comunistas. Oye, si te reinases te quedaría el pelo bastante majo, como James Taylor.

—Danos las llaves del coche, por favor. Lo cuidaremos bien.

—No es un coche... es un Landcruiser. Oye ¿de verdad dice tu padre que Norteamérica ha desaparecido? Es increíble ¿sabes? La gente del barco hablaba mucho de él. Decían que era cantidad de raro. Es el pasajero más raro que han tenido en su vida ¡Oye, espero que no te moleste que diga eso! Si alguien dijera eso de mi padre me echaría a llorar, aunque es bastante verdad. Todo el mundo decía que vivíais con zambus y andabais por ahí desnudos y trepando a los árboles. Quería escribirte una carta. Oye ¿te gusta mi pelo? Me ricé al calor, pero Papá me obligó a cortarme los rizos. No son sanos. ¿Queréis un poco de dinero? He estado ahorrando. Os puedo dar catorce dólares. Jolín, ojalá fuera un chico...

En ese instante, creando un silencio que fue como un ruido sordo y poderoso, todas las luces de Guampu se apagaron. Fue como si una tapadera negra hubiera caído repentinamente sobre la misión. El petardeo del generador había cesado. Empecé a oír ranas.

—Siempre pasa lo mismo —dijo Emily—. Se habrá acabado la gasolina.

Se oían grandes voces procedentes del bungalow.

—Ahora sí que se han enfadado. Estaban viendo «Cruzada para Cristo». Oye ¿os he contado lo del vídeo? Es un Sony. Papá predica en él. Puede celebrar servicios hasta cuando no está aquí, como hoy. Los twahkas se ponen como locos al verlo... les gusta más que la predicación de verdad. ¡A veces sólo se quedan cuando Papá sale en la tele! Ahora todos quieren bautizarse, para ver...

—Emily, si no nos consigues las llaves...

—No te preocupes, gallina —dijo, poniéndose en pie—. Voy a buscarlas. Además, en la oscuridad será más fácil. Más os vale no chocar. ¡Esto sí que es raro, recaramba! —dijo, alejándose.

En cuanto se fue, Jerry empezó a protestar. ¿Y si no encontraba las llaves? ¿Y si Papá nos andaba buscando? Lloró, rió, la emprendió a puntapiés con la hierba crecida.

—¡Papá es un asqueroso... un mentiroso! —dijo—. ¿Qué vamos a hacer?

—Volver a casa.

—Hatfield está muy lejos. Tú ni siquiera sabes conducir. A lo mejor deberíamos quedarnos aquí. Le odio, le mataría. —Me cogió por la mano—. Charlie, tengo miedo.

—Antes dijiste que no.

—Esa niña tiene razón. Está loco de verdad.

Emily regresó agitando una linterna y haciendo sonar las llaves.

—Hay un corte de corriente —dijo—. Papá está como una fiera. Acaba de hacer revisar el generador. La iglesia mandó un tío desde Teguci.

Se alumbró la cara con la linterna. Estaba más blanca. Se había pintado los labios y llevaba polvo verde en los párpados. El grasiento rojo de sus labios la hacía parecer mayor de lo que era. Sonrió.

—¿Te gusta? —preguntó.

Tenía puntitos rojos en los dientes. Me asustó y me excitó.

—Oye, estaba pensando. No tenéis por qué iros tan deprisa. Podríais quedaros una temporada. A lo mejor conocer a algunos twahkas. Los hay chulos de verdad. Podríamos ir en avión. ¿Y no queréis ver un poco la tele?

—Mi padre nos mataría —dije.

—Es increíble... peor que el mío. Oye ¿por qué llora tu hermano?

—No te preocupes por él. Pero recuerda... todo esto es secreto. No hables a nadie de nosotros. Tienes que jurarlo. Jura con la mano en el corazón que no se lo dirás a nadie... ni siquiera a tu padre.

—No me chivaré, de veras.

—¿Y si preguntan?

—Papá ya os ha visto. ¡Cree que sois indias! No es la primera vez que se llevan el jeep. Siempre están haciendo locuras así. Le echaré la culpa a los twahkas. Será fácil.

Nos acompañó hasta la orilla. Cuando nos íbamos a meter en el agua, me dijo que quería besarme. Como no me sentía capaz de hacerlo mientras Jerry miraba, le dije que empezara a nadar. Cuando oí el chapoteo la besé en la mejilla. Me agarró y puso su boca sobre la mía. Tenía los labios suaves, nuestros dientes se rozaron; me hundió los dedos en la espalda y me clavó los huesos en el cuerpo. Mantuve los brazos caídos.

Aunque me preocupaba el regreso a la barca, tenía tal urgencia por huir de sus besos que el río me parecía fácil. Pero el río estaba frío. Miré atrás, vi su lucecita, y sentí ganas de volverla a besar.

29

Cuando subimos a bordo, Madre estaba despierta y esperaba en pie fuera del camarote.

—¿De dónde venís, niños?

Trataba de estar enfadada, pero parecía asustada. Es fácil saber cómo se siente la gente por la forma en que hablan en la oscuridad. Primero lo noté con Emily, después con Madre.

—Allí —dije—. Fue idea mía, así que no le eches las culpas a Jerry.

—Busqué la piragua, pero no la vi—. ¿Dónde está Papá?

—Creía que estabais con él. Yo estaba vigilando. De pronto se apagaron todas las luces.

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