Toda la oscuridad había rezumado de los árboles matinales, transformándose en barro y agua.
Y el alba nos mostró que estábamos solos. Por la noche, la jungla era alta y la oscuridad goteaba de su lóbrega frescura. Pero el día era allí amarillo pálido, roto por árboles famélicos, con puntos calientes. Estábamos a la orilla de un río, y el follaje nocturno se había transformado en algas frágiles y cabezudas. Delante nuestro, donde esperábamos ver jungla, había agua, el Wonks, donde se desangraba toda la oscuridad.
—Madre—. Su voz era tan frágil como aquella luz.
No pude soportar la visión de su rostro blanco como el de una cabra, la sangre bajo su barba, los pegajosos crecientes de sus ojos casi cerrados. Caminé hasta el río con Jerry, levantando los pies sobre las raíces. Vi una gran rana en el suelo. Quería ensartarla en una lanza. Pero después de ver a Padre no pude hacerlo. En vez de ello busqué yautia y guayabas.
—No quiero que se muera —dijo Jerry.
Oímos voces y volvimos la vista hacia el jeep. Dos indios miraban por las ventanillas. Debieron reconocer el jeep de Spellgood, porque sonreían y hablaban con Madre. Nos acercamos mientras ella se bajaba.
—Búsquenme un barco —dijo—. Y agua. Y comida ¡Deprisa!
Sólo la cabeza de Padre estaba viva. Lo supimos cuando le tumbamos en el suelo. Se confirmó cuando Madre le lavó la herida. Su cabeza estaba viva, pero su cuerpo era como un saco de palos y semillas. La bala le había entrado por un lado del cuello y le había reventado la nuca. No tenía el hueso roto, pero había hebras rojas y grasa en la herida desgarrada, y a su alrededor un moratón negro, como un gran caracol de carne. Madre cerró la herida con algodón que le hirvieron los indios y después le echaron sobre un tablón y lo bajaron al río. Le llevaban con los pies por delante, como portaféretros, porque creían que estaba muerto.
Madre le tumbó con la cabeza levantada en la proa de la barca, una barca plana de caña alargada. Para entonces el llanto de las gemelas había atraído a otros indios, que se plantaron en la grava de la orilla, mirándonos y sin hacer preguntas. Algunos de ellos corrieron en busca de más tarros de fríjoles y arroz —lo llamaban comida inglesa— y wabul y tazones de café. Uno de los indios dijo a Madre que no era ni bueno ni malo que Padre hubiera muerto —todos nos morimos, el mundo es así, no se puede hacer nada, consuélese.
—Usted cree en eso —dijo Madre— pero yo no, así que no me pida que lo haga. Limítese a sacarme de aquí y devuélvale al predicador las llaves de su coche.
Era lo que habría dicho Padre. Había adoptado su firmeza, con un ingrediente de pánico. Nos puso rápidamente a buscar palas de remo y pértigas y dio órdenes a los indios. Aunque no tenía el olfato de Padre para los dispositivos ingeniosos, sabía cómo hacer que esos indios montaran un toldo para su cabeza. Y cuando un indio insistió en venir con nosotros, le dijo firmemente que le agradecía su oferta pero que no quería su ayuda.
—Y no voy a quedarme aquí un minuto más.
Uno de los indios había hablado de servicios religiosos —más por presunción que por piedad. Eran ese tipo de gente que Padre llamó en cierta ocasión «indios rezadores».
—Yo no rezo —dijo Madre.
Partimos en la barca de fondo plano, Madre a popa sosteniendo la caña, las gemelas en el asiento central con la comida, Jerry y yo remando a proa, a ambos lados de Padre.
—¿Vamos río arriba?
Padre sabía que estábamos a flote. Hizo un esfuerzo para mirar por encima de los costados, pero no lo logró.
—Sí —dijo Madre—. Río arriba.
Pero nos llevó hasta la corriente y viró río abajo.
El guiso apresurado de aquel río era como la prisa de la marea creciente, pero continuo. El agua en movimiento tenía allí un aspecto extraño, con remolinos en las orillas más muertas y tranquilas. La última vez que habíamos bajado un río era en Río Sico, cuando huíamos de Jerónimo. Pero el Sico era un arroyo comparado con el Wonks, y además habíamos bajado en la estación seca Nos movíamos por el centro de la corriente e íbamos deprisa. Prácticamente no había necesidad de remar, sólo para estabilizar la embarcación en los recodos.
Padre creía que estábamos aún en el Patuca, río arriba. Estaba contento... su cabeza estaba contenta, el resto de él era un saco de arena.
—Remad fuerte —dijo—. Lejos de la costa, lejos de los salvajes. Ahí abajo está la muerte. Mirad, la Costa de los Mosquitos es la costa de América. Ya sabéis lo que eso significa.
Le dábamos agua y wabul, pero él se resistía a comer. Decía que quería pasar hambre hasta que le volvieran las fuerzas.
—Inválido no os sirvo de mucho —dijo—. Algo me pasa en las piernas.
Y también en los brazos... no los podía mover. Le abanicábamos para quitarle las moscas de la cara.
Tenía la gran cabeza sujeta en el nicho de la proa como una cabra con ronzal y nos hablaba delirante mientras bajábamos velozmente el río, diciéndonos que estábamos salvados porque íbamos río arriba. De vez en cuando lloraba.
Lloraba más cuando veía pájaros. Al principio eran pájaros inofensivos, loros y crascos, pero él deliraba y se transformaban en bestias crueles. Crecían. Les salían penachos y garras. Después nos sobrevolaron las cigüeñas, más tarde los halcones pescadores y finalmente los buitres, lo que él más detestaba. Nunca habíamos visto buitres como aquellos. No eran gris sucio sino más bien negros, enormes, con las puntas de las alas semiabiertas, cuellos pelados y picos ganchudos. Se cernían sobre nosotros sin batir las alas, como cometas malignas, con aspecto débil y paciente en el cielo estival.
—¡Echad a esos pájaros!
Era su antiguo horror a los carroñeros, pero ahora que no podía mover los brazos los temía más. También temía otras cosas. La forma en que la barca se inclinaba... inválido, no podía nadar. La forma en que las moscas se acumulaban en sus párpados. Los ruidos inesperados. El fuego. Y no consentía que le dejaran solo. No soportaba que nos detuviéramos. Cuando el primer día nos paramos en un pueblo ribereño llamado Susca en busca de vendas y agua potable, hizo que Jerry y yo nos quedáramos con él hasta que Madre regresara. No le sorprendía que hubiera pueblos, ni que nos cruzáramos con barcos, ni los gritos de los miskitos.
—Aquí están los últimos restos de vida humana... río arriba.
Pero habíamos bajado quince millas y nos dirigíamos hacia la costa.
—Cubridme —dijo—. Nos hizo mover el toldo para no ver a los buitres que nos seguían. Y dijo que odiaba el cielo vacío.
—Si estuviera en la cárcel, jamás miraría por la ventana.
Decía que teníamos suerte. El río era un laberinto.
—Fácil entrar, difícil salir.
Cuando estaba despierto deliraba y cuando dormía aullaba en sueños. Siempre tenía espuma en los labios.
¿Fácil entrar? No habríamos podido ir río arriba con aquella corriente aunque lo hubiéramos intentado. Por la noche atracábamos cerca de los pueblos. Algunos eran misiones moravas, indios rezadores y gente de Pennsylvania. No, Norteamérica no había sido destruida. Madre pedía comida y agua y medicina. La gente era amable. Le daban todo lo que quería. Paramos en Wiri-Pani y en Pranza, y en un lugar llamado Kisa-laya donde vimos vagones embarrados. Le dijeron a Madre que sólo estábamos a tres días de la costa, Cabo Gracias a Dios, que ellos llamaban El Cabo.
Las gemelas no tenían nada que hacer. Se ponían enfermas de inquietud, y llegaron a vomitar de miedo por la velocidad que llevábamos. Madre no se movía de la popa. Llevaba un sombrero de paja de Susca. Aguantaba la larga caña sin mirar a derecha ni izquierda, con los ojos fijos mirando río abajo por encima de la cabeza de Padre.
Sólo hablaba con las gemelas, y estaba demasiado lejos de Padre para responder a las cosas que éste decía. Yo quería decirle que no había pretendido hacer daño a Padre, sólo huir con los otros. Habíamos huido, pero en la peor forma posible, bajando un río desconocido con las niñas enfermas. Llevábamos la cabeza de Padre a la costa.
Cada cinco millas encontrábamos un poblado donde unos indios con voces de locos nos gritaban cosas en inglés. Los indios se iban haciendo más negros a medida que nos acercábamos a la costa, y los buitres que se cernían sobre nosotros mayores y más malignos. Algunas veces, de noche había caimanes. Bajaban correteando de la orilla y bajaban contra corriente. Pero eran cobardes, no atacaban, y cuando nos tocaban con el morro hacíamos antorchas con harapos. La repentina luz solía asustarles, y las llamas cerca de sus verdes narices siempre lo hacían.
El río era más oscuro y más sinuoso cuanto más nos acercábamos a la costa, y el terreno pantanoso, por lo que veíamos garzas como camisas colgadas sobre los postes de las cercas. Hacía más calor. Con el calor, Padre deliraba más. Su delirio me hacía recordar de nuevo cómo en Jerónimo, trepando por el interior de «Niño Gordo», había tenido una visión fugaz de su mente. Había visto lo enmarañada que era. Las sinuosas curvas de las tuberías me habían dejado perplejo. Había hecho lo que él mismo era. Sus delirios provenían de aquellas órbitas y circuitos, de aquel armario repleto de tubos y válvulas y repisas y carretes... el hacedor de hielo, su dolor de cerebro.
De lo que más hablaba era de la imperfección del mundo. Bien, yo me lo sabía de memoria. Pero había más.
—Estoy herido. —Lo decía una y otra vez, como si acabara de descubrirlo y le costara creérselo—. No me puedo mover... no puedo hacer nada.
—Te pondrás bien —decía yo.
—El hombre surgió de un mundo defectuoso, Charlie. Por consiguiente, yo soy imperfecto. ¡Qué se le va a hacer! El cuerpo humano está mal diseñado. La piel no es lo bastante gruesa, los huesos no son lo bastante fuertes, el pelo es escaso, ni garras ni colmillos. ¡Si nos sueltan nos rompemos! Mira, ni siquiera somos simétricos. Un pie más grande que el otro, zurdos o diestros, nuestras narices moquean. Fíjate dónde tenemos el corazón. No fuimos hechos para andar derechos... nuestra postura expone las partes más sensibles del cuerpo, el corazón y los genitales. Deberíamos andar a cuatro patas, tener más pelo, resistir mejor el frío y el calor, tener rabo. Me gustaría saber qué le pasó a mi rabo. Tuve que hacerme inventor... era demasiado débil para vivir de cualquier otra forma. Fíjate en mí. Mira de qué me han servido setenta y cinco flexiones de brazos al día. Sí, señor, a partir de ahora voy a vivir a cuatro patas. Para eso estoy hecho ¡a cuatro patas!
Seguía y seguía hablando así mientras bajábamos veloces el río, bajo las bandadas de mariposas y las sombras rotas de pájaros tan altos en el cielo que tenía que tumbarme de espaldas como Padre para verlos bien.
—Otra gente lo tiene peor. Las mujeres, Charlie, están en baja forma. Rezuman, gotean. Es terrible cómo rezuman los cuerpos de las mujeres. Toda esa sangre. Toda esa grasa inútil. Siempre llevan esos cuerpos encima. No me extraña que estén tan locas, sabiendo para qué son. Es humillante tener un cuerpo con errores de diseño. Creí que era el hombre más fuerte del mundo. No soy más que pulpa. La debilidad te hace más listo, pero por muy listo que seas no te salvarás si la suerte te es contraria. Voy a decirte quién heredará el mundo: los pájaros carroñeros. Están adaptados, tienen todo a su favor. Se nutren del fracaso. Ahora el cielo de Norteamérica está negro de carroñeros. Se ciernen ahí arriba, simplemente esperando. ¡Quitádmelos de encima! ¡Tengo arena en los ojos! ¡Estoy vivo, Madre, pero no veo!
Era espantoso tratar de remar con los gritos de Padre en los oídos. Pero era tan malo que apenas notaba los tirones del río, y me liberaba de pensar demasiado sobre los que nos ocurriría al llegar a la costa.
Padre insistía en tener la cabeza tapada. Llevaba un capuchón, como un condenado y sudaba por dentro. No veía los patos remontando el vuelo, ni los chorlitos juguetones, ni los flamencos, ni las aves marinas que nos recibían cerca de poblados con nombres ingleses como Living Creek o Doyle. Pasaba largos períodos callado. Sus silencios siempre habían sido peores que sus alaridos. Pero ahora pensábamos que se había muerto. Seguía exhalando muerte. Sabíamos que estaba vivo por su piel, por la forma en que le picaban los insectos.
Los jejenes se le echaban encima. Las cucarachas de concha de tortuga de la barca le mordían. La fiebre le estremecía. Deliraba y se debatía y se abrió la herida.
—La naturaleza está torcida. Yo quería ángulos rectos y líneas rectas. ¡Hielo! Ay, ¿por qué gotean todas? Te cortas al abrir una lata de atún y te mueres. Un pinchazo en el pie y se te derrama la vida por un dedo. ¿Para qué sirven los alces? Ponerse a cuatro patas y vivir. A cuatro patas vas protegido. Eso o alas.
Su voz atravesaba el capuchón de condenado como un estampido y caía sobre el río rebosante.
—Escuchadme, gente. ¡Que os crezcan alas y jamás os atraparán!
El río se ensanchó y la corriente perdió fuerza. Teníamos que remar vigorosamente para avanzar. Con ciénagas a ambos lados, no había donde atracar la barca, y la última y calurosa noche la pasamos remando. Justo antes del amanecer vimos una señal luminosa —un faro— y oímos el rumor de las olas en la playa de la desembocadura. Estábamos en El Cabo.
—¿Qué es eso?
Reconocía el sonido.
—¡No!
Por primera vez levantó los brazos. Se quitó la máscara de un tirón.
—Charlie —dijo—, no me mientas. Dime dónde estamos.
Me agaché. No podía hablar. Y tuve que apartarme, porque me rechinaron los dientes y algo violento en mi interior me instaba a arrancarle la oreja de un mordisco.
—Buitres —dijo, y después la frase terrible—. ¡Cristo es un espantapájaros!
Parecía, no obstante, que todos los temores de Padre se hacían realidad. Lo había predicho. El cielo estaba espeso de pájaros... feos pelícanos, gaviotas y buitres. Volaban en círculos y ascendían, planeaban paralelos a la gran curva de la playa tropical. Y a veces bajaban apresuradamente y se alimentaban, porque sobre la espuma de los rompientes había grandes tortugas marinas, con picos de loro y cuellos bolsudos.
Los caparazones de las tortugas estaban cubiertos de moluscos. Otros grupos de tortugas subían torpemente por la plataforma de arena, y otras habían llegado ya a las pequeñas dunas. Ponían huevos marrones, cerrando y abriendo los ojos con expresión de tristeza, los picos cubiertos por la saliva jabonosa de su esfuerzo.
No hacían el menor ruido. Sólo los pájaros chillaban, y cuando una tortuga caía en la arena de espaldas, empujada por una ola traidora, los buitres se lanzaban sobre su cuello expuesto y lo arrancaban de la concha. Los restos eran para las gaviotas. La luz del sol hacía la pesadilla aún más espantosa... la masa de caparazones de tortuga aleteando por la playa y soltando huevos en la arena, los pájaros sobrevolando, el poderoso oleaje. Era el infierno costero prometido por Padre.