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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (44 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Encontramos más utensilios de pesca de los que podíamos usar, y cuerda y harapos y jarras de plástico, y terrenos de alquitrán, y remos y palas de canoa y ollas y sartenes. Un día encontramos una escalera de mano de seis pies, y en días sucesivos dos asientos de retrete.

Era como carroñear en el basurero de Northampton, pero yo no me atrevía a usar la palabra carroñear cuando Padre andaba cerca. Igual que en Northampton, la costa estaba siempre llena de pájaros, y a veces teníamos que espantarlos de los depósitos para registrarlos bien. En aquella playa había buitres, y un día horrible Padre mató a un buitre con un tirador sin más fin que enseñarnos cómo el resto de los buitres se alimentaba de él.

—Así era en Northampton —dijo Padre.

—¿Quieres decir en el basurero? —dijo Jerry.

—En la ciudad —dijo Padre—. ¡Todos esos escolares!

Vimos a los buitres arrancar pedazos sangrientos de carne del pecho del animal muerto, mientras sus alas temblaban como un paraguas roto.

Tanto la madera que encontrábamos como la mayor parte de los accesorios habían sido lavados y blanqueados por el mar. El metal estaba cubierto de herrumbre o de percebes, pero Padre disfrutaba rascando con arena cacerolas erizadas. Restauró las ollas, montó los asientos de retrete en nuestra nueva letrina y nos hizo sandalias con goma de neumáticos.

Yo estaba contento de que estuviéramos solos. Así nadie veía nuestros ridículos pantalones cortos ni nuestras sandalias caseras, ni el depósito de chatarra que teníamos en Laguna Miskita. El zambu Childers no volvió a pasar por allí.

—Aquí funciona una especie de darwinismo industrial —decía Padre—. Las cosas que llegan a esta playa son restos indestructibles que han sobrevivido a las tempestades y a las mareas y a la mordedura del mar. Están indemnes... han soportado la prueba de la atmósfera y el tiempo. Usándolas establecemos una colonia indestructible. El típico náufrago Crusoe vive como un mono. Pero yo no soy idiota. Fijaos en esos asientos de retrete. Eso es selección natural. No tienen tapa, pero son eternos.

Apartaba de una patada las muñecas de plástico sin brazos, las alpargatas desaparejadas y los trozos de poliuretano. Increpaba a los chalecos salvavidas desgarrados y a las latas de aerosol herrumbrosas. Nos acostumbramos a oírle decir «Mirad, un perno de argolla en perfectas condiciones...».

Madre decía que era una urraca. Yo creí que lo decía por la voz, pero era por la limpieza de playas, la recolección de chatarra. Traía al campamento cosas sin utilidad práctica —un freno de caballería, un interruptor eléctrico—, diciendo «su utilidad nos será revelada...».

Aparte de sus reflexiones sobre los Estados Unidos («¡Fue terrible!» —¿por qué sonreía?), no había cambiado. Pero nuestras circunstancias habían cambiado mucho. Teníamos casa y comida y rutina, pero la vida era difícil. Estábamos todo el día ocupados. Padre decía que una actividad total era buena... la labor de supervivencia te mantenía sano. Pero enfermábamos a menudo con retortijones y fiebres y nos picaban las pulgas de arena, y nos quedábamos postrados en nuestras hamacas. Madre nos quitaba piojos y liendres del pelo. Cada vez que nos cortábamos se nos infectaba la herida y teníamos que restregarla con agua de mar caliente.

Padre no estaba jamás enfermo.

—No presumo. Simplemente, no me rindo. Lo combato. Manteneos limpios y nunca estaréis enfermos.

Habíamos llegado a Laguna Miskita con una pastilla de jabón. Padre no quiso decirnos de dónde la había sacado. Supuse que se la había levantado al indio miskito de Río Sico, después de la ducha. El jabón se acabó enseguida. Pero en Mocobila había una tienda regentada por un criollo llamado Sam. Padre le llamaba Tío Sam. Vendía harina y aceite y cabezas de hacha y anzuelos a los zambus locales. Padre evitaba pasar por la tienda.

Un día, Tío Sam nos vio limpiando la plaza y preguntó a Padre si sabía algo de generadores. Se le había reventado el suyo. Padre se lo arregló, pero no quiso aceptar dinero. Finalmente, tras mucha insistencia de Tío Sam, Padre aceptó una caja de jabón para ropa, color queso. Padre dijo que era lo único que no teníamos en Laguna Miskita.

—Cuando se haya terminado ya habré pensado en alguna manera de hacerlo yo mismo —dijo. Nos recordó que en Jerónimo hacíamos jabón con grasa de cerdo—. Bueno para vuestras enfermedades. ¡Comestible!

Aquello no era el bosque húmedo fluvial y la jungla que habíamos empezado a apreciar en Jerónimo. Era un lugar costero y bajo, salino, caliente, lleno de moscas escuálidas. No había tapires ni nutrias, solo lagartos y animales con aspecto de ratas y aves marinas que se convertían en grasa al asarlas. No matábamos pájaros por su carne dura, sino por su plumón, porque Padre quería almohadas blandas. Estábamos rodeados de ciénagas cubiertas de árboles muertos. Los árboles eran grises y desnudos. En los puntos donde se había caído la corteza nacían hongos. Al anochecer, las ciénagas se llenaban de silbidos de murciélagos. Había cocoteros. Padre nos retó a Jerry y a mí a trepar por ellos y cortar los cocos. Jerry tenía miedo a la altura, se echó a llorar antes de llegar a la mitad y cuando bajó me dijo que Padre era «un mierdoso».

—Si no cooperas con él te va a coger odio —le dije yo.

—Quiero que me odie —dijo Jerry.

A veces pensaba que ahora que estábamos solos nos conocíamos mejor unos a otros y nos queríamos menos. Padre sabía que éramos débiles, que teníamos miedo. No había donde esconderse. Teníamos nostalgia de El Acre.

La estación seguía siendo seca. ¿Dónde estaba la lluvia? A las tres semanas de haber llegado nos apercibimos de que el agua de Laguna Miskita había bajado aproximadamente un pie por semana. En los bajíos asomaban barcas rotas, cayucos agujereados, calaveras de vaca y espinas de peces cubiertas de barro negro. Un día aparecieron las bordas de un bote de remos, perfiladas como una ventana de iglesia contra la superficie de la laguna. Lo arrastramos a tierra y descubrimos que llevaba adosado un motor fueraborda cubierto de fango. Padre desmontó el motor y empezó a limpiarlo, pieza a pieza. Decidimos usar el bote como bañera.

—Estos botes de misionero no sirven para otra cosa.

Madre dijo que no tenía sentido hurgar en un viejo motor fueraborda cuando había tanto que plantar. Las semillas empezaban a germinar en sus cajas planas. Pronto habría que plantarlas en hileras.

Aquello degeneró en discusión. Si los niños llegamos a estar cerca, no habrían berreado como lo hicieron. Pero estábamos en la piragua pescando anguilas. Usábamos una red circular con plomos, como la que lanzaba al mar aquél hombre que vimos nuestro primer día en La Ceiba. Entonces le compadecí. Pero ahora éramos como ese pobre pescador.

Desde la calita donde estábamos oímos a Padre decir:

—No pienso tirar este Evinrude. Nunca se sabe si podrá servirnos.

—Habló la urraca.

No les veíamos. Sus voces se deslizaban sobre la superficie de la laguna. Los ecos rotos nos llegaban desde los árboles muertos y la orilla, donde los jacintos que el descenso del agua había dejado en tierra comenzaban a marchitarse.

—Esa urraca te ha salvado la vida, Madre. Si no fuera por mí estaríais todos muertos.

—No puedes presumir de Jerónimo. Para empezar, pusiste nuestras vidas en peligro.

—¿Quién diablos está hablando de Jerónimo?

—Salvar nuestras vidas... eso has dicho.

—Jerónimo fue solo un error de apreciación. Allí fui demasiado ambicioso. Creí que el hielo era la solución. Pero ahora sé que la única respuesta es la autoconservación. ¡Os salvé la vida
llevándoos
a Jerónimo!

—¡Nos volaste en pedazos!

—Os saqué de los Estados Unidos. Norteamérica se ha hundido, Madre. Hablo literalmente.

—¿Cómo lo sabes?

—Ésta es la prueba.

Algo que no veíamos sonó como un cencerro.

—Basura —dijo Madre.

—Botín del buscador de playa. Son los detritos de una civilización muerta... la parte que flota. América se ha sumergido, y todas estas cosas han flotado hasta nuestra costa solitaria.

—Es una explicación loca.

—De acuerdo. Pero el mundo ha enloquecido. Y nosotros vinimos aquí, ¿conoces un sitio mejor?

—¡Allie, nos vas a matar aquí!

Su voz se estremeció, ampliada por el agua. Nos quedamos en la calita, aferrados a la red y los remos, escuchando.

—Mamá está armando un lío. Es todo culpa suya —dijo Clover.

—Tú también eres una mierdosa, Clover —dijo Jerry—. Mamá tiene razón. Esto es asqueroso. Ojalá le dé un golpe en la cabeza.

—Quiero escaparme de esta porquería de sitio —dijo April.

Les dije que se callaran todos o volcaría la canoa y tendrían que volver a nado.

—¿Y si Papá tiene razón? —dije. Y escuchamos.

—Os estoy haciendo la vida tolerable —decía él—. ¡Más que tolerable! Esto es un lecho de rosas comparado con la devastación que dejamos atrás.

—¿En Jerónimo?

—¡En los Estados Unidos! ¡Ya no quedan más que carroñeros! Somos la primera familia, Madre. Sabemos lo que pasó allá arriba. En cuanto tengamos los cultivos en tierra, seremos autosuficientes.

—Tu huerto es imaginario. Tus gallinas son imaginarias. No hay ningún cultivo. No hemos plantado nada ¡Hablas de ganado y de tejidos! Aquí no hay más que basura de la playa. Todo lo que haces es jugar con ese motor. Mírate, Allie. No pareces humano.

Era lo mismo que yo había pensado cuando el zambu Childers llegó con su camisa limpia. Así que también Madre lo había notado...

—Te estoy pidiendo que mires al futuro —dijo Padre—. Usa tu imaginación. Demostraré que tengo razón. Pero no soy un tirano. No te retendré aquí contra tu voluntad. Si no estás satisfecha, puedes...

Eso fue todo. Escuchamos, pero todo lo que oímos fue el golpeteo del agua contra los costados de la piragua y el trompeteo de las garzas. Salimos de la calita y vimos que el patio estaba vacío y el fuego abandonado. La montaña de madera y metal de la playa parecía el depósito de una tormenta en la línea de la marea.

Entonces vimos a Padre. Estaba solo y llevaba unas botas desparejadas, una alta y una baja. No dijo nada. ¿Adivinó quizá que habíamos oído la disputa?

Se había puesto a remover la tierra del huerto de la orilla, justo al borde de la laguna. Nos unimos a él y, sin pronunciar palabra, le ayudamos a hacer los surcos para las semillas. Trabajamos cabizbajos y avergonzados el resto de la tarde.

Madre apareció al caer la noche. Nos abrazó. Dijo que había estado paseando. Pero no había donde pasear. Tenía las piernas llenas de barro hasta las rodillas y erizos vegetales en el pelo. Y tenía la cara sucia. Había llorado.

—Date una ducha —dijo Padre—. Te sentará de maravilla.

—Mamá ¿cuánto tiempo vamos a quedarnos en este sitio? —preguntó Jerry.

Madre no respondió. Miró fijamente a Padre.

—Contéstale, Madre —dijo Padre.

—Lo que nos queda de vida —dijo ella.

Padre parecía satisfecho. Sonrió y dijo:

—Estamos de suerte. Parece que va a llover.

24

Unas tiras de nubes, color de pegamento, galopaban entre claros contra el cielo azul sobre nuestras cabezas, pero más allá de nuestra laguna, en la dirección de Brewer, un denso banco de nubes se formaba cada tarde. Se inmovilizaba y temblaba. Era gris y negro, con textura de estopa de acero. Tan grande como una montaña, flotaba espesándose hasta que la noche lo ocultaba.

Por la mañana, el banco de nubes había desaparecido y las tiras y volutas de nube destacaban como globos de gas contra un cielo limpio. La nube negra siempre volvía más tarde, con aspecto cada vez más cruel. La lluvia no caía.

Padre nos gritaba que le ayudáramos a plantar el huerto. Se iba enfureciendo a medida que transcurría el día. Decía que éramos unos holgazanes y unos lentos y que nunca aparecíamos cuando nos necesitaba. Estaba furioso con la lluvia. La había prometido y no había llegado. Gritaba a Jerry más que a ningún otro. Jerry tenía un nombre nuevo para él: «Padorro».

Esperábamos que la lluvia cayera en tromba como lo había hecho en Jerónimo... varas negras de lluvia batiendo los árboles. Pero solo recibíamos la visita cotidiana de la nube negra y vientos variables. Padre decía que en el mar caían chubascos y que de un momento a otro se derramarían sobre nosotros. Trabajábamos y esperábamos envueltos en un calor inmóvil, observando el cielo alto y oscuro sobre las copas de los árboles al este. La tormenta acechaba, vigilándonos desde sus colgantes pliegues. No se acercaba.

El agua seguía bajando en nuestra laguna. Las hojas de lirio se mecían al extremo de los largos tallos. La tierra estaba tan seca que el barro se había endurecido hasta hacerse tan pulido y rígido como el cemento. Teníamos que romper la corteza de barro y hacer canales para poner en tierra nuestras semillas —frijoles germinados y diminutas tomateras. Transportábamos el agua en cubos y la echábamos a los canales para mantener empapadas las raíces.

Ese era nuestro trabajo, la brigada del cubo de los niños, mientras Padre aparejaba la bomba mecánica. Fabricó una bomba que echaba agua en unas compuertas de madera, una serie de desagües con mango que atrapaban y subían el agua de la laguna hasta la orilla con gran aleteo y estruendo de tablas. Pero para hacer funcionar aquella bomba se necesitaban siete hombres, y Padre tronaba sin parar contra nosotros, así que seguíamos trabajando con los cubos.

—¿Por qué se queda ahí colgada? —decía, haciendo muecas a la nube negra—. ¿Por qué no llueve?

Aunque el transporte de agua y unas rápidas comidas eran nuestras únicas actividades, el calor nos secaba las zanjas y marchitaba algunas de nuestras plantas. Al anochecer comíamos mandioca y peces de barro y plátanos cocidos. Padre estaba muy reservado. Nunca le veíamos comer ni dormir.

—Estoy esperando a que mejoren las cosas. No pienso descansar hasta que todo esté mejor... y no vais a pescarme comiendo esa porquería. —Decía que si no comía no necesitaba dormir tanto.

Empleaba las horas nocturnas en reconstruir el motor fueraborda. Pulió las piezas y cortó segmentos para montar el pistón. Pero no teníamos gasolina ni aceite, y en el motor había cuencas vacías donde tenía que haber habido bujías. No parecía importarle. Lo engrasó con sebo de pelícano y tiró de la cuerda de arranque hasta que rechinó y se ahogó. Olía a pelícano asado.

Madre decía que el motor fueraborda era su juguete.

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