Por el camino del pueblo llegamos a la carretera principal, aplanada, y doblamos a la izquierda. No habíamos recorrido media milla cuando la carretera empezó a llenarse de baches y piedras partidas. Más adelante, había un puente sobre un río. Era un puente ferroviario, pero no había otro. Los coches pasaban por turnos. Madre esperó y después cruzó por los tablones y raíles del puente, construido con vigas. Por debajo de nosotros, las mujeres lavaban ropa en el río, que allí era de color cacao.
Al otro lado del puente, la carretera desaparecía por completo. Era primero un vasto charco de barro que se filtraba por el marco de la portezuela, después una pista estrecha, y finalmente nada parecido a una carretera, simplemente el lecho seco de un río donde las rocas eran más altas que nuestro parachoques delantero.
—Fin del trayecto —dijo Madre.
Estábamos a una milla de La Gardenia.
Probamos otras carreteras. Una terminaba en la playa, otra en la orilla de un río —el mismo río de antes—, una tercera se transformaba en cantera, parte de una montaña. Al final de dos de las carreteras, unos perros famélicos y ladradores saltaban sobre nuestras ventanillas. Era un pueblo de caminos sin salida.
—No tengo intención de darme por vencida tan fácilmente —dijo Madre.
Nos dirigimos hacia Tela, por la carretera del Oeste. Las laderas de las montañas estaban cubiertas de esbeltas palmeras, y, más abajo, allí donde el terreno era llano, había plantaciones de bananos y toronjales y campos de puntiagudas piñas. Madre detuvo el coche para que pudiéramos estudiar el crecimiento de los plátanos, pero, al bajarnos, vimos un grupo de buitres en la hierba alta del arcén. Eran calvos y observaban a un perro que mascaba las costillas rosadas de una vaca muerta. El perro se había abierto camino a mordiscos por debajo de la superficie de piel plegada. Madre dijo que debía ser una vaca atropellada por un coche y después apartada a un lado de la carretera, sobre la hierba. A cada poco, un buitre salía a saltos del grupo —había veintitrés en la congregación— y picoteaba los pedazos de carne colgante tratando de arrancarlos. Pero el perro, gruñendo sin dejar de masticar, mantenía a los buitres a la expectativa, y aquellos pájaros de espantoso aspecto se limitaban principalmente a mirar fijos, como brujas con birrete. Sus alas eran como faldas arrastradas por el suelo.
Más adelante, en la misma carretera, vimos un perro muerto. Cinco buitres hurgaban ferozmente en un agujero en su barriga. Los buitres aletearon y brincaron a un lado para dejar pasar el coche. Después volvieron al cuerpo del perro. Clover y April dijeron que se estaban poniendo malas y preguntaron si no podíamos regresar. Eso hicimos, sin llegar a ver Tela.
Aquello era Honduras, al menos de momento. Perros muertos y buitres, una playa sucia y gallineros y carreteras que no llevaban a ningún lado. La vista desde el barco había sido como un cuadro, pero ahora estábamos dentro del cuadro. Era todo hambre y ruido y crueldad. Al lado de aquello, las toronjas apenas importaban, y la claridad del sol sólo empeoraba la situación. ¿Para eso nos había arrancado Padre de casa?
De vuelta en La Gardenia, encontramos a Padre sentado en el porche con otro hombre, uno que yo nunca había visto. Al ver a Madre, el hombre se levantó nervioso y, al hablar, escupió saliva.
—Estaba hablando con su esposo —dijo—. Está loco.
—Loco como un zorro —dijo Madre.
Se oyó un trueno y la lluvia cayó hirviente sobre el techo. Era inesperada y vertical, y al caer dejaba pequeñas marcas en la arena.
—Es la mujer más guapa que he visto en mi vida —dijo el hombre.
—No es usted muy viejo. Será por eso —dijo Madre, llevándose a los niños.
—Tú quédate —dijo Padre—. Te presento a Mr. Weerwilly. Estamos hablando sobre propiedad inmueble.
—Bien, bien —dijo el hombre.
—Éste es mi hijo mayor, Charlie.
Mr. Weerwilly me miró ladeando la cabeza y dijo:
—Pero yo soy alemán, así que te llamo Karl. ¿Sabes Karl? Este hombre está loco.
Miré a Padre. Sonreía. Dije que no.
—¡Sí! ¡Está loco! Le digo que éste es un país asqueroso. Dice que le gusta mucho. Eso es una locura. Mira, Karl, ésta es la última colonia del mundo, y yo soy en ella un campesino. ¿Cuántos alemanes hay? No más de veinte. Pero miles de norteamericanos ¡miles!
—No en Jerónimo —dijo Padre.
—Cree que Jerónimo es maravilloso —dijo Mr. Weerwilly—. Eso es una locura. No conoce Jerónimo. Jerónimo no es maravilloso. Es mejor que La Ceiba, eso sí. ¿Cuatrocientos dólares por acre? aquí sería mucho más.
—Ya le has oído, Charlie —dijo Padre, posando la mirada en Mr. Weerwilly.
—Cuando llega la carretera, el precio sube —dijo Mr. Weerwilly—. Yo no tengo dinero. Soy un campesino. Tengo que venderle mi tierra —se echó a reír—. Pero ¿qué piensa hacer en Jerónimo?
—Pienso hacer lo que quiera.
—No quiere gran cosa.
Aquel hombre y su voz estentórea me disgustaban. Su lengua espesa le llenaba la boca e interfería con sus palabras. Me puso la mano bruscamente en la rodilla, mientras la saliva volaba de sus labios balbucientes.
—Yo trabajo con las manos —dijo—. La compañía frutera tiene máquinas. Si quiero limpiar tierra o algo, tengo que usar un machete. La frutera tiene bulldozers. La frutera puede lanzar insecticidas con helicóptero. Yo todo lo que tengo es una pequeña bomba. La frutera paga demasiado al trabajador, dos
lempira
al día. ¿Qué puedo hacer yo? Por un racimo de bananas sólo me dan un
lempira
. Sólo un dólar. Un centavo por una naranja y una toronja, ¡un centavo! —hizo gárgaras con la cerveza—. Por eso me muero de hambre.
Ptui
—dijo.
—No se muere de hambre —me dijo Padre—. Tiene mi dinero en el bolsillo.
—Está usted loco —dijo Mr. Weerwilly.
—Creo que me voy para adentro —dije.
—Vete, Karl —dijo Mr. Weerwilly—. Adiós.
—Quédate donde estás —me dijo Padre—. Pregúntale si tiene mi dinero en el bolsillo.
Empecé a preguntar, pero Mr. Weerwilly me hizo una mueca fea y grotesca y me oprimió la pierna.
—¿Sabes por qué me gusta este hombre, Karl? Porque odia la frutera. Y porque no es un misionero. Y sabe hacer cosas.
—¿Cosas? —dije.
—¡Cosas! —insistió Mr. Weerwilly—. Me dice cómo puedo subir el agua a mis terrazas. Ni siquiera mis amigos me dicen eso. Así que me gusta. Y también porque paga al contado.
—Eres testigo, Charlie —dijo Padre—. Recuérdalo.
—Pero somos distintos —dijo Mr. Weerwilly—. Usted es un imperialista norteamericano. Me quita mi tierra. Yo soy un pobre comunista, sólo un pequeño campesino. Tengo que vendérsela. Ahora sólo me queda la casa y unos pocos árboles.
Mr. Weerwilly siguió hablando. Se repetía y balbuceaba y escupía y bebía cerveza. El tiempo pasaba despacio. ¿Por qué se empeñaba Padre en tenerme allí sentado, con la lluvia salpicando a nuestro alrededor?
—Ya oyó a la señora —dijo Padre—. Como un zorro.
—Y aquí puede usted comprar comida por nada. Para vestir sólo necesita una camisa. Puede conseguir una chica por cinco
lempiras
.
—Ojo con la lengua, Weerwilly —dijo Padre, haciéndole una mueca salvaje.
Padre apuntó rabiosamente con su dedo reventado y Mr. Weerwilly dio un respingo. Supongo que el hombre confundió el dedo romo de Padre asomando de su puño con el cañón de una pistola. Las manos de Mr. Weerwilly se acercaron a su camisa.
—Charlie —dijo Padre—, pregúntale a este hombre dónde tiene el contrato.
Hice la pregunta.
—Gracias —dijo Mr. Weerwilly—. Me ayuda a recordar esta cosa —sacó un sobre de debajo de la camisa y lo dejó caer ruidosamente sobre la mesa.
Padre lo abrió. Pero yo no le miraba. Miraba fijamente a Mr. Weerwilly. Cuando se abrió la camisa para sacar el sobre, su mano había rozado una pistolera de cuero negro que llevaba sujeta con una correa al pecho.
—Cuánta prisa tiene.
—Parece un diploma de Harvard —dijo Padre.
—En español —dijo Mr. Weerwilly.
—Sé leer —dijo Padre.
Yo no podía apartar los ojos del bulto de la pistolera en la camisa de Mr. Weerwilly.
—Cree que quiero engañarle.
Padre lo leyó cuidadosamente, pasando el muñón del dedo sobre la página. Después dijo:
—Ha sido un placer negociar con usted.
Mr. Weerwilly acabó su cerveza y eructó. Se levantó, me cogió por el pelo y me hizo girar la cabeza hasta que quedamos frente a frente. Me miró con su horrenda sonrisa y dijo:
—Puede que no esté tan loco.
Después, se echó a reír, acariciando el bulto de su camisa.
Cuando se marchó, Padre dijo:
—Gracias por quedarte, Charlie. Es un caso triste, ¿no te parece? Estaba borracho. Creo que no pensaba dármelo. Podía haberse marchado con mi dinero. —Padre dobló el papel y lo introdujo de nuevo en el sobre—. Estaba haciéndose el duro.
—Tenía una pistola —dije.
—En efecto. Creía que podía tomarme el pelo.
—¿No estabas asustado?
Me cogió la mano tiernamente. La suya estaba caliente y gomosa y temblaba en la mía.
—No —dijo.
Me soltó y cogió el sobre.
—Conseguí lo que quería.
—¿Un pedazo de tierra?
—Jerónimo —dijo Padre.
—¿Un pueblo?
—Bórrate esa sonrisa de la cara —dijo—. Es un pueblo pequeño.
La lluvia golpeaba en el techo y azotaba el seto de hibisco, moviendo las flores de arriba abajo. Ennegrecía la arena y tamborileaba en el techo del Chevrolet de Tosco, mientras los truenos retumbaban sobre el mar color de tinta.
—Aunque, eso sí —dijo Padre—, yo seré el alcalde.
Seguimos sentados hasta que cedió la lluvia, momento en que se nos unieron Madre y los chicos. Tosco nos sirvió la cena en el mismo porche.
—Hemos visto una vaca muerta —dijo Jerry, y le contó a Padre cómo se la comía el perro en el arcén, vigilado por buitres «con picos como peladores de patatas». Clover y April describieron al perro muerto en la carretera y a los buitres que se empujaban unos a otros para arrancar a picotazos pedazos del cadáver.
—Le picaban y le picaban hasta que me puse mala —dijo Clover.
—Padre no está muy impresionado —dijo Madre.
—No soporto esos pájaros.
Madre le describió las carreteras, cómo se pasaba sobre baches y zanjas, cómo había que cruzar un puente de ferrocarril sobre raíles resbaladizos y tablones sueltos, y cómo después había demasiadas rocas y no se podía seguir, cómo una carretera llevaba a una cantera y otra al mar, y cómo las carreteras no eran carreteras, y cómo en menos de una milla se tropezaba uno con árboles, o con un perro, generalmente muerto. Las carreteras no llevaban a ninguna parte.
—Brindo por eso —dijo Padre.
—Y la gente —dijo Clover— va al baño en la calle. Sí —protestó, porque April soltó una risita—. ¡Yo vi a uno!
—Es bueno para el ruibarbo —dijo Padre.
—No hemos visto más que plátanos —dijo Clover.
—Aún sonríe —dijo Madre.
—Dales la noticia, Charlie.
—Papá ha comprado un pueblo —dije.
—Un pueblo pequeño —dijo él.
—Estás bromeando —dijo Madre.
—Aquí tienes la escritura —dijo él—. Y puedo enseñarte el lugar en el mapa. Aquí mismo está el nombre, en blanco y negro, es como del tamaño de South Hadley. Me lo vendió un alemán borracho. Intentó cultivar bananos allí. Hay unos cuantos salvajes, pero, aparte de ellos, no hay más que sol.
—Apuesto a que hay un perro muerto —dijo Jerry.
—Quizá un perro vivo —dijo Padre—. Pero no hay perrero. No hay policías, ni teléfono, ni electricidad, ni aeropuerto, ni nada. Es lo menos importante que un lugar puede ser. El alemán lo maldecía, pero a mí sus maldiciones me sonaban a alabanzas. Hablamos de empezar de cero. Pues bien, Jerónimo es cero.
—¿Cómo llegamos allí? —preguntó Madre.
—No me liéis con preguntas triviales —dijo Padre—. Pero ya he dicho bastante. Aparte del alemán, no hay una sola persona de aquí al Registro de la Propiedad que sepa adonde vamos. Desde ese punto de vista es mejor que una isla desierta —levantó el muñón del dedo—. Punto en boca.
En ese preciso instante llegó un coche a La Gardenia, deteniéndose en un charco. De él bajaron cuatro mujeres con vestidos abigarrados. Tenían el pelo largo y negro y llevaban bolso. Atravesaron el porche hasta llegar al bar situado en un extremo. Reconocí sus risas.
—Aquí llegan las damas de la noche —dijo Padre—. Se levanta la sesión.
Tosco se acercó a Padre cuando nos dirigíamos a nuestras habitaciones. Le dio una vez más las gracias por arreglarle el coche y repitió que podíamos usarlo cuantas veces quisiéramos.
—Es usted un caballero —dijo Padre.
—Pero ahora —dijo Tosco— ya no necesitan coche, ¿verdad? He oído decir que han comprado Jerónimo —se besó las yemas de los dedos—. Un lugar hermoso, Jerónimo.
El ruido nocturno fue peor que de costumbre y duró casi hasta el alba. Entonces miré por encima de la reluciente bahía hacia el muelle y vi que el
Unicorn
había zarpado.
La desaparición del barco blanco me produjo una sensación de impotencia y semiceguera, como si me hubieran quitado de la cabeza algo muy útil. Era la esperanza. Hasta entonces me había sentido seguro porque el barco estaba allí. Podíamos regresar a casa. Ahora me sentía abandonado.
A partir de ese momento no me aparté de Padre. Recurrí a todo tipo de excusas para acompañarle al pueblo. Permanecí pacientemente sentado en almacenes y colmados mientras él compraba el equipo que decía necesitaríamos en Jerónimo. Ferretería, según sus palabras, tubos y empalmes. Decía que la compañía frutera lo vendía barato. Yo hacía lo que él me decía, y por lo general terminaba en cuclillas a la sombra de un árbol con el hombre llamado Mr. Haddy, mientras Padre —inspeccionando repisas de hilo de cobre o viejas calderas— pronunciaba su habitual discurso de traficante en chatarra, alegando que les estaba quitando aquellas porquerías de encima sin la menor idea de lo que iba a hacer con ellas.
—Da pena tirarlo —decía, como si les compadeciera por poseer aquello y les fuera a hacer el favor de llevárselo.
Aunque ya había oído lo mismo otras veces, no me separaba de su lado. Nuestro último eslabón de unión con Norteamérica se había roto con la partida del
Unicorn
. Padre tenía parte de razón al acusarme de ponerme del lado del capitán Smalls. Había tenido la sensación de que aquel anciano se ocuparía de nosotros, y lo mismo había sentido a veces con Tiny Polski.