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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (15 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Se calló en el momento en que una ola golpeó el costado de babor, desplazando de lado el comedor y salpicando más sopa de todos los cuencos. El capitán perdió el equilibrio y tuvo que sujetarse al picaporte.

—Algo como eso —dijo Padre—. Mire, no es un buen momento para el orgullo. Ya sabemos que el mundo no es perfecto. La estupidez innata de los objetos inanimados, ¿no se dice así? Las oraciones de Gurney Spellgood no están funcionando. Creo que dios trata de decirnos que nos ayudará si nos ayudamos nosotros mismos. No sirve de nada decir que no nos preocupemos, porque estamos en el Caribe y, corríjame si me equivoco, aquí las pequeñas tormentas se convierten en grandes y malignos huracanes. Eso que se oye por el ojo de buey no es un avión Jumbo, es el viento.

—Esta retrasando la cena, amigo mío —dijo el capitán.

—Jolines —dijo Padre (nunca en mi vida le había oído decir «jolines»)—, nadie va a ser capaz de tragársela y dejarla dentro mucho tiempo, así que poco importa. Pero, como estaba diciendo, este barco está escorado, ¿me equivoco?

—Es un pequeño problema de distribución de peso.

—La pelota de ping-pong no se ha movido, así que llamémoslo escora. Es difícil mover la carga cuesta arriba, ¿verdad?

—Usaremos poleas.

—Confiesa que se ha desplazado —dijo Padre.

—Es un problema sin importancia.

La lluvia, impulsada por el viento, sonaba en el ojo de buey como agua en una plancha caliente.

—Mejor que mejor —dijo Padre—, porque yo tengo una solución sin importancia. Supongo que el problema está en la bomba, el compartimiento sellado con unas cuantas toneladas de la Corriente del Golfo, imposible redistribuir el peso. Capitán, creo que puedo ayudarle.

—Lo dudo.

—Estoy seguro. Me gustaría participar. Y, si no soy capaz de enderezar este barco, si no se queda satisfecho de mi trabajo, puede desembarcarme con toda mi familia en el primer puerto.

—Podría ser Cuba.

El capitán se pasó la mano por la boca. ¿Sonreía?

—Esa posibilidad —dijo Padre— debería sin duda tentarle.

El capitán permaneció en silencio. El viento y la lluvia parecían petardos en el ojo de buey. Finalmente, miró con fiereza a Padre, pero se dirigió a los otros:

—Ustedes son testigos. Si este hombre me hace perder el tiempo, pagará por ello.

—No tiene nada que perder.

—Usted es el único que hay aquí con algo que perder. Usted y su familia... Dios les ayude.

—Estos señores no tienen nada que objetar.

—Mr. Fox, le tomo la palabra. Venga a verme después de cenar y le daré una oportunidad. Pero más le vale comer bien, porque por la mañana podría encontrarse en un país extraño donde se desayuna con gente como usted.

El capitán Smalls salió dando un portazo. Se hizo el silencio. Nadie sabía adónde mirar.

—¿No les dije —exclamó Padre— que este barco estaba patas arriba? ¡Todas las letras de mi sopa están al revés!

Pero nadie se rió. La tormenta había empeorado, y ahora todo el mundo sabía por qué se inclinaba el barco. Unos camareros tambaleantes sirvieron el resto de la comida, sujetando las bandejas a dos manos en vez de con la punta de los dedos.

Después oí, desde el servicio que separaba los dos camarotes, una discusión sobre mí. Padre quería que le acompañase. Decía que era educativo. Pero Madre dijo que no. No quería que me pasara la mitad de la noche despierto y quizá golpeándome la cabeza en la sala de máquinas. Padre dijo que yo sabía más sobre reparación de bombas que aquellos salvajes, pero no lo decía en serio, quería a alguien que le hiciera compañía. No le gustaba trabajar solo. Necesitaba a una persona que escuchara sus discursos. Yo no podía haber ayudado gran cosa en el trabajo, todavía me dolían las manos de la ascensión por los obonques.

—Nos has metido en un buen lío, Allie —dijo Madre—. Ahora sácanos de él —le hablaba como si fuera Clover.

—El que está metido en un buen lío es el capitán —dijo Padre, tan confiado como de costumbre—. Normalmente no me habría ofrecido para ayudar. Me gustaría ver cómo se ríe por el lado contrario a la cara. Pero me preocupa la seguridad de los pasajeros, y creo que ya va siendo hora de que este barco se mueva como debe. Aquí está mi caja de herramientas. ¿Dónde anda mi gorra de béisbol? No puedo hacer nada sin mi gorra de béisbol.

Antes de irse —con el mismo aspecto de todas las mañanas cuando trabajaba para Polski—, se asomó a nuestro camarote y me dijo:

—¿Algún mensaje para tu amigo?

Se alejó por el pasillo sin esperar respuesta, golpeando las paredes con su caja de herramientas a cada sacudida del barco.

Entonces supe que sólo lo hacía por mí, porque el capitán me había invitado al puente, porque me había encantado el sonar, y porque el capitán le había gritado delante de mí: «¡Le falta un tornillo!». Ya había demostrado que podía citar de la Biblia mejor que Gurney Spellgood, y era un adversario demasiado temible para Mr. Bummick, pero ahora intentaba capitanear mejor que el capitán.

No dudé de que lo consiguiera. Nunca le había visto fracasar. La gente a veces entendía mal a Padre, porque fruncía el ceño cuando bromeaba y se reía cuando hablaba en serio. También le daba a uno la información que necesitaba, como «eso es un pescante». Pero quienes le conocíamos jamás dudábamos de él. Si algo había que Padre no supiera, era precisamente esto: a nosotros no necesitaba probarnos nada. En aquel entonces, yo pensaba que le gustaba arriesgarse. Sin embargo, ¿cuál es el riesgo de un hombre fuerte? Él no conocía el miedo, así que nosotros estábamos seguros. Yo era el muchacho del cuento del Reverendo Spellgood. Creía en Padre. No tenía miedo.

Durante toda la noche, el barco recibió el impacto de las olas y el viento, y el sonido era como si rocas de pedernal chocaran contra el casco. Me golpeé la cabeza contra el marco de mi camastro, y April y Clover lloraron. Me despertaron para decirme que no podían dormir. Yo escuchaba el agua embravecida. En ocasiones, parecía como si corriera ruidosa por el suelo y los pasillos y estuviéramos bajo el mar. En todos los sueños de aquella noche terminé ahogado. La mañana era oscura, y el barco aún cabeceaba y se bamboleaba. Pero ya no había tensión. El cabeceo era un movimiento fácil, no por súbitos estadios de caída, todas las olas golpeando un costado, y las cubiertas ya no estaban inclinadas. Era un movimiento más libre, menos atorado, un azote de serrucho que desplazaba lentamente mis lápices de un lado a otro de la mesa de nuestro camarote.

Padre no estaba a la hora del desayuno. El Reverendo Spellgood dio la entrada a su familia en el «bendecid, Señor, los alimentos que vamos a tomar», y los Bummick comieron en silencio. Madre cascó un huevo pasado por agua con el dorso de la cuchara como si quisiera producirle una conmoción cerebral.

—Papá por lo menos no nos hace cantar —dijo.

Pero él entró cantando. La puerta del comedor se abrió, y Padre entró siempre con su gorra de béisbol. Tenía el rostro pálido y sin afeitar, y en su nariz había manchas de dedos grasientos. Cantó:

—¡Bajo el bam,

bajo el bú,

bajo el árbol de bambú!

—Amén hermano —dijo el Reverendo Spellgood.

—Puede usted llamarlo el poder de la oración, Gurney, pero yo lo llamo hidrostática. ¡Sería capaz de comerme un caballo!

Nos contó lo que había hecho. Trabajó hasta medianoche reparando una bomba. «Los cojinetes destrozados», dijo. Después sacaron el agua del compartimiento. Pero con ello sólo se corrigió ligeramente la escora. La tripulación, bajo su supervisión («fue divertido, como estar de vuelta a lo de Polski murmurando con los salvajes»), había variado la dirección de la bomba para vaciar un depósito de lastre y después había movido con un torno los
containers
de carga desplazados. «En uno de ellos había un Toyota nuevo, un Landcruiser, enorme y estúpido, una de esas pesadillas niponas.» No terminaron el trabajo hasta el alba, pero el barco ganó velocidad y dejó de guiñar.

—Tu amigo el capitán se fue a la cama a eso de las cuatro, cuando todavía había dificultades —Padre me guiñó un ojo—. No pudo soportar la tensión. ¿Qué te había dicho yo sobre su coraje de madrugada?

El camarero le trajo café y huevos. Padre se dirigió a él en español. El hombre le escuchaba rechinando los dientes. Después, padre nos dijo:

—Le he dicho que no tiene nada de qué preocuparse. Lo he arreglado todo ahí abajo. A partir de ahora supongo que navegaremos bien. Por lo que a mí respecta, me voy al catre. Sonríe, Madre.

—Estaba pensando en el pobre capitán. La verdad es que a veces te pones muy prepotente.

Padre apoyó los codos en la mesa y susurró:

—Era maravilloso ver cómo los hombres obedecían mis órdenes. En cuanto arreglé la bomba se pusieron de mi lado. Madre —dijo, y la palidez de su rostro me asustó—, ¡podía haberse organizado un motín ahí abajo!

Dormido Padre, el barco se quedó más tranquilo. A lo largo del día se suavizaron las nubes, la tormenta perdió fuerza y la voz del Reverendo Spellgood predicando superó en volumen el canto del viento en los obenques. Cuando salió el sol, era un sol tropical que abrasó toda la humedad del barco. Padre apareció bien entrada la tarde. Estaba afeitado y bien vestido, y salió a pasear por la cubierta de popa. Tanto los Spellgood como los Bummick le preguntaron cuándo llegaríamos. Padre comentó varias posibilidades. Disfrutó de sus elogios, se dirigió a los tripulantes llamándoles por sus nombres y bromeó con ellos en español.

El capitán Smalls no bajó del puente. No invitó a nadie a cenar con él. De hecho, no volvimos a verle.

—Está avergonzado —dijo Padre—. Es natural. Supongo que cree que tengo educación universitaria.

Emily Spellgood me perseguía de cubierta en cubierta. Me dio un sedal que había robado a uno de sus hermanos. Padre había logrado impresionar hasta a aquella muchacha presumida. Me pasé el resto del tiempo pescando, con ella a mis espaldas. Pesqué unos cuantos de los planos y huesudos, y uno con aletas rígidas y erguidas, parecidas a alas, y otro purpúreo como un pensamiento.

—Tengo que ir al baño —dijo Emily.

La sangre se me agolpó en el rostro. Fingí dificultades con mi aparejo de pesca y me puse a manipularlo.

—¿Tienes novia, Charlie?

Dije que no.

—Yo podría ser tu novia.

Tenía un aspecto triste, vulgar y solitario. Y era unas pulgadas más alta que yo. Le dije que bueno, pero tenía que guardar el secreto.

Me puso una mano en la pierna y apretó. Era la primera vez en mi vida que me tocaba una chica, y mi pierna dio tal respingo que creí que se iba a desarticular. Ella abrió mucho los ojos y susurró:

—Ahora voy al baño a pensar en ti.

Se fue corriendo, y yo esperé. La piel me picaba tanto que temí me hubiera vuelto el sarpullido de la hiedra. Apenas veía lo suficiente para pescar. Pero, cuando volví a verla, estaba rezando cerca de la plataforma del torno.

Eso fue el día en que llegamos a La Ceiba. El mar era plano y verde, y la tierra que se veía detrás de una cordillera, negra y azul, coronada de nubes como rollos de humo. A medida que nos acercábamos al muelle, las nubes se hundieron más en las montañas y en las hileras de árboles, revelando una cordillera almenada por picos, unos como los puntiagudos lomos de monstruosos lagartos, otros parecidos a molares.

S
EGUNDA PARTE

L
A CASA DE HIELO DE
J
ERÓNIMO

10

Siete pelícanos de plumas oscuras y moteadas volaban bajo sobre el verde mar, formados como un escuadrón de tijeras de podar.

—Detesto esos pájaros —dijo Padre.

También había gaviotas y buitres.

—En las costas algo hay que atrae a los carroñeros —añadió.

En la playa había una vaca y en el muelle vagonetas de ferrocarril. El pueblo de La Ceiba era bajo y tenía un aspecto amarillo y apiñado. Cientos de hombres recibieron nuestro barco, pero no para darnos la bienvenida, sino para discutir entre sí. Todo era anticuado. «Podéis pasar, chicos. Llevad vuestras mochilas», dijo Padre, pero estábamos tan alarmados por el ruido y el calor que esperamos a que acabara su conversación con el oficial portuario y cargara sus herramientas y sacos de semillas en la carreta de un negro. Entonces, le seguimos con Madre, quien parecía estar conteniendo el aliento.

Los Spellgood, siempre cantando sus himnos, fueron recibidos por una tropa de pequeñas coristas negras vestidas de rosa y cubiertas con sombreros de paja echados hacia atrás. Los Bummick se fundieron en abrazos con gente que tenía exactamente el mismo aspecto que ellos: un niño, una mujer y dos ancianos vestidos de caqui. Había lanchones de madera a motor amarradas al muelle, y en ellas cargaban cajas de sopa deshidratada y sacos de arroz. En lugar de cabinas tenían toldos de lona, y nombres como «Little Haddy» y «Lucy» y «Island Queen».

Nunca había visto a tanta gente sin hacer otra cosa que estar sentada o de pie llamando a nombres. Pero donde el muelle se unía a la carretera principal vendían cestos de fruta y bolas de grasa envueltas en hojas verdes. Había una negra gruesa, con un vestido desgarrado y una cacatúa blanca posada en el hombro. Calzaba zapatillas azules sucias y vendía naranjas. Padre compró seis naranjas y nos preguntó:

—¿Cuánto costaban éstas en el centro comercial de Springfield?

—Treinta y nueve centavos cada una —dijo Clover.

—Pues acabo de comprar seis por veinticinco. Me parece que no nos hemos equivocado.

Padre se introdujo entre el gentío, y Madre dijo:

—Me encanta verle feliz. Mirad cómo va.

Se encaminó rápidamente hacia la playa, y, cuando le alcanzamos dijo:

—No puedo imaginar a nadie invadiendo este pueblo. Realmente no puedo imaginar lanchones de desembarco en esta playa. ¿Puedes tú, Madre?

—¿Para qué iban a tomarse el trabajo de hacerlo?

—A eso me refiero.

Dijo que quería bajar y sentir la arena entre los dedos de los pies. El negro se quedó en la carretera, con nuestras pertenencias en la carreta. Tenía aspecto de estar acostumbrado a esperar. Pasamos junto a un edificio bajo y alargado, situado de cara al océano. Delante del mismo, en la playa, un muchacho armado de un rifle observaba a otros dos muchachos que cavaban un hoyo profundo en la arena. Padre dijo que los que cavaban eran presos: el edificio bajo era la Prisión Central.

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