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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (32 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Esos eran los olores y aromas de la primera hora de la mañana, hierba empapada de rocío y pétalos mojados, y se sobreponían a los olores civilizados de Jerónimo. Todo era negro bajo el negro cielo. Las estrellas, que a medianoche parecían un derrame de perlas rotas, ya no brillaban a esa hora; eran agujeros de luz, como ojos entrecerrados bajo máscaras negras.

Padre nos había despertado a Jerry y a mí. Nos dijo que nos vistiéramos.

—Ya estamos listos —dijo.

Esperamos en la oscuridad de pie en la hierba mojada cercana al fogón de «Niño Gordo», bostezando y tiritando.

—Llevo horas levantado arreglando esto —dijo Padre. Yo veía el resplandor de su puro, pero nada más—. Apenas he dormido.

—Padre no necesita dormir —dijo Mr. Maywit.

También a él le había soltado el discurso.

A medida que mis ojos se acostumbraban a la oscuridad fui viendo a Mr. Maywit refunfuñando al lado de un bloque de hielo. Era casi tan grande como el iceberg que Mr. Haddy había remolcado río abajo hacía dos días. Algo en la gesticulación nerviosa de Mr. Maywit me dijo que él no venía con nosotros. Se afanaba demasiado en el trabajo, sin aliento, pero parloteando con Mr. Peaselee, como si estuviera impaciente por vernos marchar, un poco como echándonos.

La rebanada de hielo —en la oscuridad parecía un grueso terrón de tocino— estaba a punto de quedar envuelta en una manopla de hojas de banano. Estaba amarrada sobre un estrecho trineo. El trineo tenía un par de patines a los lados y estaba aparejado para ser arrastrado por hombres provistos de arneses.

—Que nadie me hable de ruedas —dijo Padre. Pero nadie había mencionado las ruedas.

Deslizando unas sobre otras las hojas de banano para ponerlas sobre el bloque de hielo, Mr. Maywit y Mr. Peaselee hablaban entre ellos. El puro de Padre brillaba poderosamente.

—Las ruedas son para caminos empedrados. No llegan a ninguna parte en las pistas de montaña. Demasiado ineficientes. O se rompen o se hunden en el lodo. Pero este Deslizador —era el nombre que había dado al trineo— planeará sobre los baches.

El hielo ya no relucía como tocino. El paquete estaba terminado. Parecía granito, la jiba de una lápida. Mr. Maywit y Mr. Peaselee se hicieron a un lado, los ojos abiertos como platos.

—¿Qué deciden? —dijo Padre—. ¿Vienen con nosotros?

—No puedo —Mr. Maywit vacilaba y retrocedía—. Soy el Super de Campo.

Padre se rió en su cara.

—¡Casi se olvida! —exclamó—. Pues ya que es el Super de Campo, me va a fregar las alcantarillas. Las quiero tan limpias que puedan comerse. ¿Dónde se ha metido usted, Mr. P.?

—¿Padre? —murmuró Mr. Peaselee, saltando de su posición en cuclillas a posición de firmes.

—¿Viene usted?

—No, hombre —dijo Mr. Peaselee—. Allí siempre problemas. Contrabandistas. Soldados. Ladrones. Gente del lado de Nicaragua. Arriba en esas montañas tienen cabuces, eso seguro.

—Déjese de cuentos, usted no sabe qué es un problema —Padre dio la espalda a los criollos—. ¿Dónde están mis hombres de jungla, dónde están mis exploradores?

—Aquí, Padre.

Era un gruñido oscuro y bajo, cercano. Los zambus estaban junto a nosotros como árboles negros, escuchando desde el primer momento, Francis Lungley, John Dixon y Bucky Smart. Ahora veía sus cabezas moviéndose contra los puntos estrellados del cielo.

—Pónganse el arnés y en marcha —dijo Padre—. Vuelva a la cama, Peasie. Que duerma bien.

Salimos del claro, Padre abriendo camino, los zambus tirando del trineo, Jerry y yo detrás. Padre seguía hablando.

—Problemas, dice el hombre. Yo no llamo problema a un ángulo de cuarenta y cinco grados, y de poco me sirve un puñado de inservibles. Podría tener a ese mestizo rendido a mis pies. Escasez de combustible, desempleo, prevaricadores en Washington y atracadores detrás de cada esquina. Niños de primer grado inhalando pegamento, mofetas en todos los pulpitos, ancianas acaparadoras, sinvergüenzas encorbatados, inflación de dos dígitos y el pan a dos dólares. Eso sí que son problemas. Ríos muertos, ciudades que parecen Calcuta, eso es de verdad un problema. Nadie sale a pasear porque teme que le pinchen en las costillas, así que se queda en casa y los otros entran por la ventana. Maníacos homicidas de diez años merodeando por ciertos barrios. ¡Van a la escuela! El país entero se está desangrando,
desangrando...

Seguía hablando cuando entramos en el oscuro sendero que salía de Jerónimo, y los pájaros remontaban el vuelo al oír su voz.

—Nuestro futuro tecnológico está en las manitas de los nipones, y dejamos que los chinitos se ocupen de nuestras manufacturas. ¿Y qué pasa con esos camelleros advenedizos que doblan como locos el precio del petróleo cada dos semanas? ¿Alguien ha hablado de problemas?

Las ramas de los helechos tapaban las estrellas, y el sendero era tan estrecho que las hojas mojadas depositaban el rocío en nuestros brazos. A la luz del día, aquel sendero era como un túnel verde, pero de noche era el gollete de una cueva. Padre seguía hablando de los Estados Unidos. «Me saca de quicio», decía. Seguíamos su voz y el trineo crujiente. Al poco rato empezamos a subir, y poco después Jerry me dijo que le dolían las piernas. Las mías temblaban debido al desacostumbrado esfuerzo de ascensión y tenía los pies mojados, pero, en vez de decírselo, le llamé espacoide y nenaza —era lo que Padre habría dicho— y me sentí más fuerte.

El sendero zigzagueaba entre mortecinos pelotones de árboles. Era la primera vez que pasábamos por allí. En las curvas cerradas, los zambus gritaban
«¡Hop! ¡Hop!¡Hop!»
y movían el trineo de lado. Padre tenía razón. Las ruedas no habrían servido de nada. Se habrían atascado entre las rocas sueltas y la tierra blanda. Y Jerry y yo teníamos suerte. El trineo se movía tan despacio por las curvas que podíamos detenernos y recobrar el aliento. Los patines del trineo dejaban huellas profundas, y, en las partes más escarpadas del sendero, oíamos los gruñidos apagados de los zambus.

—Por no hablar de los rusos —decía Padre.

Rompía el alba, elevando el cielo y descubriendo los árboles a nuestras espaldas. Ya no parecía jungla tan cerrada, salvo cuando el aire gris, justo antes de que la luz del sol se estrellase en las copas de los árboles, se llenó del silbante chillido de los pájaros y el paso apresurado de serpientes o quizá pacas o ratones, en cualquier caso el correteo de pequeñas criaturas a ambos lados del sendero. En la oscuridad me había sentido como si estuviera cavando, pero el sol trajo el verde al sendero, haciendo que me sintiera diminuto en la pendiente apenas arbolada. Jerry y yo nos habíamos retrasado. Cuando alcanzamos el trineo, vimos que Padre y los zambus se habían detenido y bajaban la mirada hacia el valle.

—Pues ahí no hay ningún problema —dijo Padre.

Estábamos por encima de Jerónimo y veíamos sus techos de bambú, las columnas de humo de leña mezcladas con la bruma y esteras de niebla matinal extendidas sobre los campos. La luz del sol, que alcanzaba de lleno la elevada pendiente donde estábamos, no había llegado aún a Jerónimo. Pero su estructura se veía claramente incluso en el caldo brumoso. Sus senderos empedrados se cruzaban entre los huertos como una estrella perfilada en una bandera a cuadros. Desde allí arriba parecía maravilloso, ni pueblo ni granja, simplemente una colonia de edificaciones impecablemente situadas sobre un río como una vena azul enroscada en el músculo de la jungla. Más a lo lejos, el humo ascendía de las zanjas forestales de otros claros.

—Se acaban de levantar —dijo Padre, al ver movimiento de gente en Jerónimo—. Ahí va uno a hacer pis, probablemente Meloncete.

Vi la camisa de saco de harina de Mr. Haddy.

—Adormecidos en un engañoso sentido de seguridad —dijo Padre—. Es culpa mía. «Contrabandistas. Ladrones.» Naturalmente, Mr. Peaselee desea volver a la cama. ¡Sabe que está en el Valle Feliz!

—Ahí está la Señora Kennywick —dijo Jerry.

Se movía pesadamente hacia el gallinero.

—A dar de comer a las gallinas, a limpiar el maíz —dijo Padre.

«Niño Gordo» era una torre de brillante tapa que reflejaba los primeros rayos del sol con sus pecas de latón. No se parecía a nada que se viera en millas y millas, una maravilla en un valle ya de por sí lleno de maravillas.

—Madre —dijo Francis, juntando los dedos para apuntar a la pequeña figura que tendía la ropa.

—A pleno rendimiento —Padre me golpeó la espalda.

Pero Madre no estaba a «pleno rendimiento». Se tomaba las cosas con calma y siempre nos preguntaba si teníamos hambre o estábamos cansados o queríamos algo. Gracias a su estímulo, exploramos el bosque y establecimos nuestro campamento selvático de El Acre. Padre nos trataba como adultos, lo que significaba que nos ponía a trabajar. Pero éramos niños —nostálgicos la mitad del tiempo y temerosos de la oscuridad y no muy fuertes. Madre lo sabía. Siempre era Padre quien, en un lugar que podía haber sido un reino de cocoteros, sol y pereza, nos reunía y nos graznaba que rindiéramos.

Iba a ser un día entero de camino, y yo sabía que con Madre habría sido distinto. Aunque Padre dijera cosas como «trabajo para ti» y «dime qué debo hacer», él estaba al mando. Había logrado que Jerónimo fuera un éxito —era todo obra suya—, y lo sabía. Sin embargo, en ocasiones como aquélla, yo echaba de menos la presencia de Madre. Ella habría caminado detrás del trineo, con nosotros. Le habríamos hablado de las esperanzas que llevábamos a la espalda, como paracaídas. Con Padre escuchábamos y sudábamos.

—Una milla más de esta cuesta sinuosa, a ojo de buen cubero —dijo Padre, mirando hacia la cima de la colina—. Habrá que seguir arrastrando el viejo Deslizador. En cuanto lleguemos allí, será todo cuesta abajo.

Señalaba lo que parecía la cúspide de una montaña. Era una cúspide que se veía desde Jerónimo. Una hora más tarde, cuando la alcanzamos, vimos que no era una cima, sino la ladera de otra subida. La montaña parecía interminable.

—Quiero descansar —dijo Jerry—. ¿Me esperas, Charlie?

—A Papá no le va a gustar. No debemos sentarnos mientras los demás hacen todo el trabajo duro.

Jerry estaba rojo y sofocado y empapado a causa del calor. Tenía las manos sucias y sus flacas piernas arañadas por las zarzas que crecían al lado del camina Le dije que me adelantaría a preguntar a Padre. Compadecía a Jerry, pero yo también deseaba descansar.

—Jerry quiere parar —dije—. Está cansado.

—Dice
que está cansado.

Padre seguía hablando. Llamó a los zambus.

—Almorzamos arriba. Después, gozaremos de un hermoso deslizamiento postprandial por detrás de este tapón y endiñaremos este monolito congelado en aquellas ignorantes soledades.

Francis Lungley gruñó.

Padre me guiñó un ojo.

—Hay que hablarles en su idioma.

Pero ¿dónde era arriba? Aquellas cimas eran tan falsas como las de más abajo. Desde ellas sólo se veían otras cimas. Volviendo la vista atrás, veíamos la sucesión de pendientes encorvadas que nos habían parecido cimas de montes hasta haberlas escalado. Habíamos subido al trasero de la montaña, sólo para ver, a millas de distancia, sus hombros iluminados por el sol.

—Después de esto, será todo cuesta abajo —decía Padre en las partes más escarpadas.

El bloque de hielo oscilaba, y su manopla de hojas crepitaba mientras avanzaba arrastrado. Aunque no los veía, oía el resuello de los zambus, ronco y regular como el roce de una sierra en un tronco.

Estábamos acostumbrados a la sombra húmeda de nuestros propios árboles, a la orilla del río, plagada de bichos, a los huertos llanos y frescas oquedades de Jerónimo. Allá arriba los árboles eran escasos y abrasados por el sol, y las pendientes, rocosas. No había ni sombra ni refugio. Oíamos ladridos de perros y, de cuando en cuando, olíamos humo. Pero no veíamos a gente. Padre seguía hablando, seguía prometiéndonos el almuerzo y prediciendo que pronto iba a ser todo cuesta abajo.

Jerry y yo no tardamos en caminar sobre barro; el agua se salía del trineo de bambú y caía como una llovizna al suelo. El hielo se estaba derritiendo aprisa: la parte inferior de la manopla de hojas de banano, todo el aislamiento, estaba negro de humedad. El ángulo de la pista era tan agudo que el trineo no se arrastraba regularmente, sino a tirones, y a cada tirón el agua volaba sobre los patines.

Yo me arrastraba con Jerry detrás del trineo. Los zambus se doblaban en sus arneses. Resollaban con su ruido de sierra. El sudor les goteaba del mentón y sus rostros se contraían en espantosas muecas. Así agachados, forcejeando para avanzar, prácticamente de rodillas, ya no parecían hombres. La brutalidad de su carga los había transformado en animales que sufrían, con cara de perro y dedos amoratados. Sus orificios nasales estallaban y sus ojos bizqueaban, hundidos. Sus cuellos, cubiertos de espuma, les daban un aspecto tan temible que no nos atrevíamos a decirles que el hielo se estaba derritiendo. Y sabíamos que, si se lo decíamos a Padre, le daría un ataque.

Hacía rato que la hora del almuerzo había pasado. Padre se había adelantado para echar un vistazo a lo que había más allá. Cuando volvió y dijo «vamos a parar a almorzar», supusimos que nos encontrábamos cerca de la cima de la montaña.

Jerry y yo llevábamos el almuerzo en nuestras mochilas. Lo extendimos sobre una roca —sándwiches de tomate, maíz cocido, guayabas, plátanos y jugo de Jungla— mientras Padre describía cuánto más útil sería un funicular en aquel tortuoso sendero.

—Proyectar una serie de trípodes sosteniendo un cable para subir y bajar pasajeros y carga por la montaña —dijo—. No sería más difícil que construir un telesquí.

Y mientras los zambus jadeaban y Jerry lloriqueaba por sus pies doloridos, Padre galopaba por la pendiente diciendo:

—Por secciones, eso es. Subir algunos pilones hasta aquí y montar poleas. El carro simplemente pasa por encima de esos pequeños acantilados. Con un sistema de piñones bien engranados se podría hacer funcionar manualmente desde arriba o desde abajo, o contrapesarlo con otra línea en dirección contraria y hacerlo autooperante. Así, el peso descendente subiría la tolva hasta la cima. La roca donde nos estamos desgastando las suelas de los zapatos no es una roca cualquiera, es lastre en potencia. ¡Pero rediez!

Se había acercado a saltitos hasta el trineo para admirar su tamaño y había visto que el hielo se estaba derritiendo.

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