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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (3 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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Me arrastré hacia atrás hasta meterme en la zanja. Tumbado como estaba, el agua de la zanja empezó a penetrar por la abertura de mis botas. Al poco rato las botas estaban llenas de agua. Pero no abrí la boca. Una de las historias preferidas de mi padre era la del niño espartano con el zorro bajo la camisa, no recuerdo por qué, que dejó que el animal le destrozara el estómago a mordiscos porque era demasiado valiente para gritar pidiendo auxilio. Unos pies mojados ni se comparan con eso. En el suelo circundante había unas trepadoras bajas. Sabía que tenía las piernas sumergidas en barro y agua, así que tiré de las trepadoras, me tapé la cabeza con ellas y me aplasté contra un lado de la zanja. Estaba perfectamente escondido.

Los hombres estaban cerca. Seguían parloteando —parecían felices—, y yo oía el siseo de sus antorchas, cuyas llamas sonaban como sábanas tendidas al viento... ninguna crepitación, sólo el aleteo del fuego. Levanté la vista. Esperaba ver a porteadores de antorchas con rostros enloquecidos, pero lo que vi casi me hizo chillar. El primero de la fila llevaba una enorme cruz negra.

La cruz no estaba hecha con tablas, sino con maderas redondeadas, dos gruesos postes atados. En los puntos donde se habían cortado las ramas había unas espantosas marcas blancas, como heridas ovaladas en la piel. Y, detrás del tipo de la cruz, aún más aterrador, un hombre transportaba un cuerpo humano, una cosa blanda, con la cabeza caída y los pies colgando, y los brazos moviéndose de un lado a otro. Llevaba aquel cadáver como quien lleva un saco de semillas. Era grande y suave y pesado, y sus miembros se mecían inermes de una forma horrible. A la luz de las antorchas, el rostro de su portador estaba amarillo. Sonreía.

No quise mirar más. Temblaba de frío.
Puedes sacar hielo del fuego
, decía Padre. Ahora lo creía. Aquel fuego me heló las entrañas.

Mantuve la cabeza baja y la boca cerrada, a pesar de estar cubierto de barro, mojado y mordido por los bichos. Llegué a sentir el calor y el olor de las antorchas... tan cerca pasaron. Después desaparecieron. Levanté lentamente la vista y vi el resplandor de sus antorchas en la arboleda con forma de barco que antes había atravesado. Las ramas de los árboles brincaban a la luz de los fuegos, y la fila saltarina de líneas y sombras calientes cruzaba hasta el fondo, donde reposaba resplandeciente.

Salí a rastras de la zanja, aparté las trepadoras y vacié las botas. Después, siguiendo la zanja, chapoteé hasta donde pude, crucé a gatas el terreno de espárragos y entré en la arboleda. La procesión ya había pasado los árboles. Todo cuanto quedaba era el olor de harapos empapados de gasolina y hojas quemadas. Allí estaba bien escondido. Podía verlo todo al resguardo de unas rocas.

Dos de los hombres estaban agachados. Debían estar atando al muerto a la cruz, porque, poco después, a la ardiente luz del círculo de antorchas, vi cómo levantaban la cruz con un hombre colgado, las muñecas dobladas, los dedos de los pies apuntando al suelo y la cabeza inclinada como una jarra.

Aquello tenía un aire maligno, y esperaba oír a los hombres gritar insultos asesinos. Pero no, todo estaba muy tranquilo, incluso alegre, lo que era peor, como cuando uno observa su propia pesadilla y no puede explicarlo. Durante mi zigzaguear a través de los terrenos, tenía tanto miedo de descubrirme y ser quemado vivo que se me olvidó para qué estaba allí. Pero, en el momento mismo en que levantaron la cruz, recordé que estaba buscando a mi padre. El recuerdo y la visión llegaron casi al mismo tiempo, y pensé en aquel instante que esa persona muerta y retorcida era mi viejo.

Me senté donde estaba, me llevé las manos a los ojos y traté de dejar de llorar, pero seguí gimoteando hasta sentir la cabeza muy pequeña y muy mojada. Pensé, sin saber por qué, que me echarían la culpa de todo.

Todo cuanto podía hacer era observar y escuchar. Me había acostumbrado al macabro espectáculo, y cuanto más miraba más responsable me sentía, como si fuera algo que había imaginado, un pensamiento maligno brotado de mi cabeza. El observar me hacía parte de aquello.

No tuve tiempo de preocuparme. Los hombres apagaron sus luces, todos a la vez. Tras los fuegos y las sombras y la cruz iluminada ya no quedaban más que camisas y sombreros —harapos esqueléticos, blancos como huesos, moviéndose sin cuerpos— y silencio, mientras los hombres, aquellos harapos, subían como espuma hacia mí.

Me incorporé y salí corriendo como alma que lleva el diablo.

¡Soy el último hombre!
Padre lo gritaba con frecuencia.

Era doloroso, de vuelta a la cama, a la casa oscura y sin cerrojos, no soñar, sino pensar. Me sentía pequeño y encogido. Padre, que creía que iba a haber una guerra en América, me había preparado para su muerte. Se había pasado el invierno diciendo:

—Ya viene... aquí va a pasar algo horrible.

Estaba inquieto y parlanchín. Decía que veía los signos por todas partes. En los precios altos, el mal humor, las terribles preocupaciones. En la estupidez y codicia de la gente, y en su gordura porcina. En las ciudades se cometían crímenes sangrientos, y los criminales escapaban al castigo. No iba a ser una guerra como las demás, decía, sino más bien una guerra en la que ninguna de las partes era completamente inocente.

—Gordos idiotas peleando con criminales flacos —decía—. Para odiar a unos y temer a los otros. Daño cerebral a nivel nacional. ¿De quién fiarse?

Parecía repugnarle, y, en las profundidades de aquel invierno blanco, se le vio a veces muy pesimista. Un día, los tubos de Tiny Polski se congelaron, y llamaron a Padre para que los desbloqueara. Estábamos de pie en la nieve, al borde de un pozo recién excavado, conectando los tubos a la «Caja de Truenos» de Padre para deshelarlos. (Aquel artefacto era invento suyo, y estaba orgulloso de él —patente pendiente—, aunque la primera vez que lo usó casi mata a Mamá Polski, que tenía la mano en un grifo electrificado cuando Padre dio paso al fluido.) Observó cómo los tubos se calentaban, soltando vapor. En el interior, el hielo se rompió, agitándose y traqueteando como si fuera grava. Escuchó complacido los ruidos del deshielo en los tubos, y se volvió hacia mí desde el borde del pozo, recubierto de nieve.

—Cuando llegue, seré el primero al que maten. Siempre matan a los listos primero... los que temen que se la den. Después, sin nadie que les detenga, se harán pedazos unos a otros. Convertirán este hermoso país en un agujero.

No había desesperación en sus palabras, sólo reconocimiento de la evidencia. La guerra era segura, pero él aún tenía esperanzas. Decía que creía en sí mismo y en nosotros.

—Os sacaré de aquí... haremos las maletas y nos iremos. Dando un portazo.

Le gustaba la idea de alejarse, de partir, de empezar en un lugar vacío, sólo con su cerebro y su caja de herramientas.

—Seré el primero al que se carguen.

—No.

—Siempre se cargan primero a los más listos.

Yo no podía negar tal cosa. Él era el hombre más listo que yo conocía. Tenía que ser el primero en morir.

Hasta ver la procesión de medianoche y el cuerpo muerto en la cruz no había podido imaginarme cómo se las iban a arreglar para matarle. Pero aquella noche fue suficiente. Ahora estaba convencido, y estaba solo. El hombre más fuerte que conocía había sido atado a dos postes y abandonado en un maizal. Era el fin del mundo.

—¡Soy el último hombre, Charlie!

Las horas oscuras pasaban. Pronto amanecería y tendría que enfrentarme a todos y decirles que Padre lo había predicho. Tumbado en la cama, pensé que Padre había dicho que el país estaba condenado. Había prometido salvarnos y sacarnos de aquí antes de que fuera demasiado tarde. Pero ya no estaba, yo era demasiado débil para salvar a los otros y, en el sueño que finalmente tuve en la parte más fría de la noche, conducía a Madre y a las gemelas y a Jerry a través de campos ardientes, bajo un sol herido y un cielo de color sangre, todos vestidos de harapos, y mucho humo, y nada de comer. Dependían de mí, y sólo yo sabía, pero temía decirles, porque ya era tarde, que les llevaba por el mal camino.

En el cielo amoratado, rojo y negro, el rostro burlón de Padre, diciendo, cuando ya habíamos caminado y caminado:

—¿Dónde te has metido, hijito?

Me tapé los ojos. Seguía soñando, doliente, con Madre y los niños detrás, delante el desastre, sin escapatoria.

—¿Dónde te has...?

Me desperté y vi su rostro, bronceado y enfadado, y me senté porque creí que me iba a pegar... miedo porque estaba muerto, después miedo porque se inclinaba sobre mí. Su cigarro me confirmó que no soñaba. Estaba demasiado sobresaltado para llorar.

—He tenido un mal sueño.

Y pensé: todo ha sido un sueño... los hombres de las antorchas, el cadáver en la cruz, los salvajes risueños, el sol y el cielo heridos. Estaba muy contento. La luz del sol blanqueaba las cortinas de mi dormitorio, los pájaros me chillaban a mí.

—Has debido soñar con hiedra venenosa —dijo Padre—. Es el caso más grave que he visto en mi vida.

A medida que lo iba diciendo me empezaba a picar. Sentía la cara tirante y en carne viva, y también los brazos.

—No te toques, se te va a extender. Sal del saco y ponte algo.

Se dispuso a salir de la habitación, y mientras me ponía la ropa dijo:

—Has andado tonteando por los arbustos... eso es lo que has hecho.

El tablón suelto del umbral me confirmó que todo estaba en orden. Olí café y bacon, y oí a las gemelas chillar, y en mi vida había estado más contento. Entré en el cuarto de baño. En el espejo, mi cara parecía una granada, y tenía los brazos y los hombros inflamados con el sarpullido de la hiedra venenosa. Me embadurné de loción de calamina y corrí a la cocina.

—Es un fantasma —dijo Jerry, al ver mi cara encalada.

—Pobrecito mío —dijo Madre.

Me puso un plato de huevos delante y me besó en la coronilla.

—Es culpa suya —dijo Padre.

Pero no era nada. Después de lo que había visto, un caso de hiedra venenosa era como la salvación.

—Termina de comer —dijo Padre—. Tenemos cosas que hacer.

Yo estaba deseando trabajar, llevar la caja de herramientas y pasarle la aceitera y ser un esclavo y hacer cualquier cosa que él quisiera. Merecía ser castigado. Quería olvidar aquellas antorchas y aquellos hombres. Volvía a tener trece años. Me había sentido como si tuviera cuarenta.

—Ven al taller cuando hayas terminado —dijo Padre.

—Pobre Charlie —dijo Madre—. ¿Dónde te has puesto la cara así?

—Estaba tonteando en los arbustos, Ma —dije en voz baja—. Ha sido culpa mía.

Ella sacudió la cabeza y sonrió. Sabía que estaba arrepentido.

—¡Mamá! —gritó Jerry—. ¡Charlie me está mirando con esa cara!

El taller de Padre estaba detrás de la casa; tenía lemas y citas escritos en pedazos de cartón y sujetos con chinchetas a los estantes, y herramientas, y rollos de alambre, y varias máquinas. Además de motores de todas clases y una pistola engrasadora y un torno, que daban al taller el aspecto de un arsenal, estaba su «Caja de Truenos» y un artefacto todo-uso al que llamaba su «Aplastaátomos».

En el suelo, había una caja de madera, del tamaño de un baúl puesto de pie, en la que había estado trabajando la mayor parte de la primavera. Dentro de ella no había ni cables ni motor. La había montado con un soplete. Estaba llena de tubos y parrillas y depósitos, tenía tuberías de cobre por debajo, y encima una portezuela que llevaba a una caja de lata. Olía a petróleo, y yo pensaba que debía de ser una especie de horno, porque tenía una chimenea llena de hollín, sujeta por abrazaderas a la parte superior. Padre dijo que teníamos que meter esa cosa en la furgoneta.

Traté de levantarla. No se movió un milímetro.

—¿Quieres herniarte? —dijo Padre.

Con el mayor de los cuidados, tomándose su tiempo, montó una polea y subimos aquella caja de tuberías adosadas a la furgoneta.

—¿Qué es?

—Una Bañera de Gusanos, o si prefieres una tolva. Lo sabrás cuando lo sepa el Doctor Polski.

Tomó la carretera interior y se acercó a la casa de Polski por las pistas de tractores de los bordes de los cultivos. Cuando pasamos el cortavientos que era como un barco, recordé que allí había visto la procesión de portadores de antorchas. Había visto a los hombres reunirse en aquel bosquecillo, y levantar el cadáver en la cruz. Esperaba que Padre tomase la desviación adecuada para asegurarme —por las pisadas o el maíz pisoteado— de que no lo había soñado. Padre torció a la derecha. Retuve el aliento.

¿Qué había en los terrenos labrados? Una cruz, un muerto colgado de ella, harapos negros y sombrero negro, una cara de calavera y manos rotas y pies retorcidos.

Me quedé helado, y no fui capaz de evitar un tartamudeo al preguntarle en un susurro qué era aquello.

Padre seguía conduciendo aprisa por las rodadas de la pista. No volvió la cabeza. Se limitó a esbozar una sonrisa y dijo:

—No me digas que nunca has visto un espantapájaros.

Pisó fuerte el acelerador.

—Y debe ser bueno de verdad.

Miré atrás y lo vi colgado en el campo desierto, sus viejas ropas llenas a rebosar de paja. El sudor hacía que el sarpullido me picase, y quería rascarme la cara.

—¡Porque te tiene bien asustado! —y se rió.

3

La versión era que Tiny Polski, a cuyos oídos habían llegado noticias de sus inventos, fue a ver a Padre y le suplicó que viniera a Hatfield. Por aquel entonces, vivíamos en Maine, no en Dogtown, sino en los bosques. Padre ensayaba un año de autosuficiencia, cultivando verduras, construyendo paneles solares y manteniéndonos alejados del colegio. Polski prometió dinero y una participación en la finca. Padre ni se inmutó. Polski dijo que tenía problemas especiales porque pretendía alargar por medios mecánicos la estación de cultivo, logrando incluso que la finca tuviera dos temporadas. Era una buena zona para criar a los niños. Un valle seguro y cordial, a muchas millas de cualquier parte. Así que Padre aceptó. Esa fue la historia que me contó. Pero yo sabía lo que había pasado. Las cosas no nos fueron bien en Maine. Padre no había querido fumigar las verduras con insecticidas... los gusanos se las comieron antes de que madurasen. La lluvia y las tormentas echaron por tierra el negocio de los paneles solares. Padre se negó a comer durante un tiempo, y le llevaron al hospital. Lo llamaba «El Palacio de los Timbres», pero salió sonriente y diciendo:

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