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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (2 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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—¿Crees que eso está mal? Ni mucho menos. Son los espacios vacíos los que nos salvarán. Ni mariquitas, ni polis, ni maleantes, ni atracadores, ni inhaladores de pegamento, ni bombas aerosol. Yo no estoy perdido como ellos —y señalaba a los salvajes—. Conozco la salida.

Tocaba las piezas de la bomba con los dedos, como un médico reconociendo a un niño para detectar inflamaciones, sin parar de hablar sobre espacios vacíos y salvajes. Levanté la vista y los vi. Parecían salir a rastras del yermo que acababa de describir. Les observamos mientras se dirigían hacia los cultivos de arriba, y, aunque yo sabía que sólo iban a cortar espárragos, me parecía que andaban buscando dedos que cercenar.

—Vienen del lugar más seguro de la tierra... Centroamérica. ¿Sabes lo que tienen allí? Energía geotérmica. Todo el fluido que necesitan está a cinco mil pies bajo tierra. Es el ombligo de la tierra. ¿Por qué se vienen aquí?

Y los salvajes cruzaban los terrenos, agachados y aleteando. Tenían zapatos enormes y cabezas diminutas y encogidas entre los hombros, y, al pasar junto al bosque, asustaron a los cuervos, provocando un tumulto de graznidos. Los pájaros remontaron el vuelo como guantes negros proyectados desde un tendedero, elevándose hacia atrás e hinchando las plumas a cada batir de ala.

—En su lugar de origen no hay tele. Ni videoporquerías niponas. Pásame esa aceitera. Aquí arriba la naturaleza es joven. Pero el ecosistema de los trópicos es enormemente viejo y no ha cambiado desde que empezó el mundo. ¿Por qué creen que nosotros tenemos las respuestas? Fe... ¿eso decías? ¿Consiste la fe simplemente en tocar «Ven a Jesús» en La bemol?

Sujetó la llave en la rosca del tubo saliente, metió el pico de la aceitera en la junta de los tubos y echó un chorro. Liberó el tubo con ambas manos y suspiró.

—No, señor. La fe consiste en creer en algo que sabes que no es verdad. ¡Ja!

Metió el meñique entre las gotas oxidadas del cuerpo de la bomba y extrajo una válvula de bronce y un chorro de agua.

—En el lugar de donde vienen esos salvajes no se puede beber el agua. Está llena de bichos. Lombrices. Algas. No tienen el buen sentido de hervirla y purificarla. Nunca oyeron hablar de filtros. Los gérmenes se les meten en el cuerpo y ellos se ponen verdes, como las algas, y se mueren. Los que quedan se imaginan que aquello no sirve para nada... arañas del tamaño de perritos, mosquitos, serpientes, inundaciones, pantanos, caimanes. Ni la menor noción sobre energía geotérmica. ¿Para qué cambiarlo si uno puede venir aquí a hacerse pedazos? Dadme los desdichados desechos de vuestras hirvientes costas. Tomad una Coca-Cola, ved la televisión, vivid de la Seguridad Social, conseguid dinero gratuito. Convertios en criminales. En este país, el crimen es rentable... los atracadores llegan a ser los cimientos de la comunidad. Terminarán todos atracando y dando tirones de bolsos.

El agua ya salía de la bomba, y los circuitos internos sonaban y medían.

—No pienso volver a Northampton. Es demasiado trastorno. Estoy harto de toparme con gente que quiere lo que yo ya he tenido y rechazado. Charlie, he tenido todos los dólares que he querido. Por no hablar de la educación. El poli de esta mañana, ese Controlador de Novillos, tiene instrucción, y no quiere más que lo que le enseñan en la tele. ¡No le mandaría ni a comprar bocadillos! Yo he tenido todo eso... lo que la gente codicia. No funciona, y es irritante oír cómo lo alaban los ignorantes.

Me miró, haciendo una mueca.

—Es un mundo imperfecto —dijo.

Ahora miraba con una mueca a su dedo cortado.

—¿Qué hacen los rusos mientras esa gente ve la tele? Están haciendo experimentos muy interesantes con el agua. Le quitan el gas, todas las burbujas, incluso el oxígeno y el nitrógeno. Una vez aplanada, la sellan en tarros, como el melocotón en conserva. La dejan descansar un tiempito. Después, cuando usan este agua para las plantas, éstas crecen dos o tres veces más aprisa... monstruos grandes y sanos. Las judías se salen de sus palos, las calabazas son como globos, las remolachas como pelotas de voleibol.

Señaló el agua.

—Sólo estoy pensando en voz alta. ¿Qué te parece? ¿Crees que hay problemas con la lluvia? Di algo.

Dije que no sabía.

—¿Crees que alguien debería hablar con Dios para que repensara el tiempo? Te lo digo yo, Charlie, es un mundo imperfecto. América está anquilosada.

Ahuecó la mano bajo el chorro que salía del tubo y se la llevó a la boca. Tragó ruidosamente.

—Para esos salvajes, esto es como champán.

Por el ruido de sus labios se diría que es algo maravilloso.

—Cosas que tú y yo damos por hechas, como el hielo. En su país, no lo tienen. Si vieran un cubito de hielo, probablemente creerían que es un diamante, o una especie de joya. Sin hielo... tampoco parece el fin del mundo. Pero piensa en ello. Imagina qué tipo de problemas tienen sin la refrigeración adecuada.

—A lo mejor no tienen electricidad —dije.

—Claro que no —dijo Padre—. Estamos hablando de la jungla, Charlie. Pero puedes tener refrigeración sin fluido. Todo lo que necesitas es succión. Pon en marcha un vacío y ya tienes refrigeración. Escucha, puedes sacar hielo del fuego.

—¿Por qué no lo saben?

—Ni por asomo —dijo—. Por eso son salvajes.

Empezó a armar la bomba.

—Deben sufrir todo tipo de enfermedades —dijo. Señaló con la llave la dirección que habían tomado aquellos hombres.

—Esos... están enfermos.

Sentía por ellos al mismo tiempo fascinación y rechazo, y me comunicaba estos sentimientos, contándome algo interesante y después advirtiéndome que no me interesara demasiado. Yo me preguntaba cómo sabía tantas cosas de aquellos hombres a quienes llamaba salvajes. Alegaba que las sabía por experiencia, por haber vivido en lugares salvajes, entre gente primitiva. Usaba la palabra salvajes con afecto, como si por ello les quisiera un poco. Sentía por naturaleza un respeto por lo silvestre. Lo veía como un desafío particular, algo que podía arreglarse con una idea o una máquina. Sentía que tenía respuesta a casi todos los problemas, siempre que alguien quisiera escucharle.

Los cuervos regresaron al bosque, primero lanzados hacia las copas de los árboles, después en cautelosos círculos, finalmente picando hasta posarse.

—¿Esos hombres son peligrosos? —pregunté.

—No tan peligrosos como el americano medio —respondió—. Y sólo cuando se enfadan. Se conoce cuando se enfadan porque sonríen. Esa es la señal, como los perros.

Se volvió hacia mí con una amplia sonrisa. Supe que quería que le preguntara más.

—Y después, ¿qué?

—Se convierten en animales. Asesinos. Los animales parece que sonríen justo antes de morderte.

—Esos hombres ¿muerden?

—Te pondré un ejemplo. ¿Sabes cómo lo hacen? ¿Cómo te matan? Te lo voy a decir, mi querido Charlie. Te ahuecan.

Ajuecan
, dijo, y, al oírle, sentí como si cien afiladas garras me tiraran de la cabellera.

—Por eso hace falta valor para ir allí... y no simple energía, sino valor del de las cuatro de la madrugada. ¿Quién lo tiene?

Trabajamos al aire libre hasta que el cielo se puso del color de la llama de camping gas y nos encaminamos a cenar a casa.

—No me negarás —dijo Padre— que esto es mejor que el colegio.

2

Aquella noche abrí los ojos en la oscuridad y supe que mi padre no estaba en casa. La sensación de que alguien falta es más fuerte que la sensación de que hay alguien cerca. No era sólo que no oyera sus ronquidos silbantes (por lo general sonaba como una de sus propias válvulas de expansión), ni siquiera que todas las luces estuvieran apagadas. Era una sensación de vacío solitario, como si, en el lugar donde debiera haber estado el cuerpo de mi padre, hubiera un agujero de aire con perfiles de momia. Y temí que aquel hombre imprevisible estuviera muerto o, peor que muerto, ahuecado y vagando como un fantasma por la finca. Supe que se había ido, y me sentí lleno de preocupación y culpabilidad —tenía trece años—, responsable de él.

Aunque no había luna, la casa podía registrarse fácilmente, porque no tenía cerraduras. Padre era contrario a cerrar las puertas. He dicho que estaba en contra, pero quiero decir que nos amenazaba con pegarnos si lo hacíamos. El que anda detrás de una puerta cerrada no trama nada bueno, solía decir. A menudo gritaba desde el otro lado de la puerta del cuarto de baño:

—¡No hagáis barricadas!

Se había criado en un pequeño pueblo pesquero de la costa de Maine —él lo llamaba Dogtown—, donde cerrar las puertas era algo desconocido. Decía que, en los años que pasó en la India y en África, siempre se atuvo a la misma norma. Nunca llegué a saber con seguridad si había estado en aquellos lugares. Me crié en la creencia de que el mundo entero le pertenecía, y de que todo cuanto decía era cierto.

Era grande y atrevido en todos sus actos. Lo único corriente en él era que fumaba cigarros y llevaba siempre una gorra de béisbol.

Me asomé primero al dormitorio y vi un cuerpo tumbado en la cama de bronce, una sábana desordenada al otro lado... Madre. Estaba seguro de que él se había ido, porque siempre colgaba el mono en un poste de la cama, y no estaba allí. Bajé las escaleras y recorrí las habitaciones. El gato dormía en el suelo, como un patín volcado. Me detuve en el recibidor y escuché. Como era primavera, había un fuerte olor a lilas y tierra removida, y una leve brisa. Afuera, se oía un tumulto de grillos y, dentro, había un grillo atrapado, frenético, cantando inquieto. Salvo por ese grillo, la casa estaba tan muda como si la hubieran enterrado.

Tenía mis botas de goma al lado de la puerta. Me las puse y, aún en pijama, tomé el sendero en busca de mi viejo.

Estábamos rodeados de terrenos labrados. A los bordes de los terrenos había arboledas cortadas para romper el viento. El maíz y el tabaco habían germinado ya, y, aunque era más fácil pisar entre los surcos, me mantuve en el sendero, con los brazos delante de la cara para resguardarme de las ramas. No eran las ramas lo que detestaba, sino las telarañas cruzadas que se me pegaban a las pestañas. Los bosquecillos estaban llenos de charcos de lodo, y, aquella noche, se oían las rubetas de primavera, esas resbaladizas ranitas, brillantes como cebos de pesca, que trinaban como locas. Los árboles eran azules y negros, gigantescos como brujas. Y él ¿dónde estaba?

Cuando salí de la casa, me sentía arropado por la oscuridad, pero a medida que me alejaba, la oscuridad disminuía. La tierra era ahora de color amarillo barro. Algunos árboles eran cenicientos, con las copas extendidas como espinas de hierro, y el cielo gris plomizo. Vi algunas nubes. Una tenía forma de hogaza, y supuse que la luna estaba detrás porque su aspecto era aceitoso y brillante, como si ocultara una ciudad industrial en los cielos.

Al poco rato lamenté haber salido de casa con tanta prisa. Las botas me bailaban en los pies y chapoteaban ruidosas. Los mosquitos me picaban a través del pijama. Las zarzas me arañaban los brazos. Debí haberme puesto el sombrero... se me metían bichos en el pelo. De cuando en cuando, tenía la sensación de llevar a alguien detrás. Me volvía rápidamente para afrontar las muecas cadavéricas de los árboles sin corteza o los amenazadores huesos de los dedos de las ramas muertas. Ese era uno de mis temores. El otro era pisar un zorrillo y que me empapara con su hedor. Entonces tendría que enterrar el pijama en un agujero y regresar a casa completamente desnudo.

La arboleda se hizo menos espesa. Vi varios árboles perfilados contra el cielo, y una hilera delante de un terreno amarillento. Un montón de rocas me advirtió dónde estaba. Era un terreno elevado, imposible de labrar. Se estrechaba y subía al final de la arboleda, de modo que el conjunto parecía una nave. Visto de lado, a la luz del día, era una goleta de proa rocosa, con la carga en cubierta y treinta frondosos mástiles, embarrancada en los campos de espárragos entre cortavientos que parecían islas.

Casi todo aquel terreno se dedicaba al cultivo de espárragos. La cosecha estaba lista y se empezaba a recoger. Es una cosecha de curioso aspecto, porque no crece en surcos. Los campos son tan llanos y lisos como un aparcamiento. Desde lejos no se ven plantas de espárragos, pero, si uno se acerca mucho, ve las espigas —ni flores, ni hojas—, sencillamente unas velas gruesas y verdes que salen del suelo por todos lados. Desde donde yo me encontraba no veía más que la tierra lisa y apisonada y su brillo mate, como la ondulación de un mar sin olas. Y, allende esos campos, la negra cinta de la noche, donde temía se hallara mi padre.

También había luciérnagas. Eran canijas, poco luminosas, menos que la llamarada de una cerilla, se encendían y apagaban cambiando constantemente de sitio. Tenían luz propia, pero no iluminaban nada, y eran como estrellas mortecinas, poco dignas de confianza, muriendo en la oscuridad.

Pero un racimo de lucecitas lejanas no se apagó. Titubeaban, eran antorchas, y, cuando estuve seguro de que aquellos fuegos tenían hombres debajo, me encaminé hacia ellos atravesando los campos de espárragos, pisoteando y rompiendo las espigas al hundir las botas en la corteza de tierra.

Cuando estuve más cerca, vi que las altas llamas titubeaban, alineadas —una procesión de gente en fila india, las antorchas más altas que las cabezas, las llamas ondeando como banderas. Aunque la luz me mostraba sus sombreros de ala ancha, no les veía el cuerpo. Salían del bosquecillo de pinos donde se encontraba el viejo edificio que llamábamos la Casa de los Monos.

Hombres con antorchas marchando de noche entre los cultivos del valle... nunca había visto nada parecido. Era una serpiente de llama, y me pareció oír una especie de sonajero, judías agitadas en el interior de una lata. Pero sentía más curiosidad que temor, y me había escondido tan bien y estaba todavía tan lejos que aquello no representaba una amenaza.

La procesión avanzaba al otro lado de un muro de piedra, entre cultivos... a un lado maíz tierno, al otro espárragos. Tenía que quedarme donde estaba. Me imaginé que, si me veían, me atacarían y me quemarían. Esta idea, unida al conocimiento de que me hallaba seguro donde estaba, me excitó notablemente. Corrí agachado hasta una zanja, me tumbé boca abajo y miré lentamente.

Entonces, cambiaron de dirección y vinieron hacia mí. ¿Me habían visto correr? Mi corazón casi cesó de latir cuando las antorchas cruzaron torpemente una puerta en el muro. Dios mío, pensé, me van a quemar.

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