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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (8 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Otros mercenarios recorrían arroyos llanos y amplios, colocando hileras de minas terrestres destinadas a eliminar la vanguardia de los mek de combate. Cada mercenario llevaba un escudo Holtzman que protegía su cuerpo mediante una barrera invisible. Los robots contaban con armas arrojadizas, balas y agujas punzantes, pero los escudos los protegían de estos ataques. Los mercenarios lucharon cuerpo a cuerpo entre los robots.

Zon Noret había dado instrucciones muy precisas a cada uno de ellos.

—Vuestra misión no es destruir al enemigo, aunque obviamente sería bueno causarle algunos daños. —Sonrió—. Vuestra misión es disparar al azar, lo suficiente para conseguir que las máquinas sigan adelante. Provocadles, azuzadles, convencedles de que los nativos del planeta piensan resistirse a la ocupación. Eso se nos da muy bien.

Pero aquella ineficaz resistencia tan bien ensayada también debía hacer creer al batallón robótico que los humanos no tenían nada mejor esperando allá delante. Los guerreros independientes de Noret tenían que ser cuidadosamente incompetentes.

Los robots siguieron adelante, impulsados por su programa interno.

Cuando el sol derramaba sus primeras luces sobre el paisaje, en la casa donde había dormido, Vergyl Tantor iba pegado a la pared, sin tenerse apenas en pie. La casa olía a vómito y diarrea. Muchos de los soldados se lamentaban al sentirse traicionados, se tambaleaban, tenían arcadas y apenas podían moverse. Al llegar a la puerta, Vergyl pestañeó y tosió. Los lugareños zenshiíes salieron de sus casas perfectamente frescos.

Vergyl dijo con voz jadeante:

—Nos… nos han envenenado.

—Se os pasará —dijo el granjero de la barba—. Ya os avisamos. Los extranjeros no son bienvenidos aquí. No queremos tener nada que ver con esa guerra vuestra contra las máquinas demoníacas. Marchaos.

El oficial yihadí se balanceó, y tuvo que aferrarse al tosco marco de la puerta para mantenerse derecho.

—Pero… ¡moriréis todos esta mañana! No es a nosotros a quienes quieren, es a vosotros. Los robots… —Le dieron arcadas otra vez y se dio cuenta de que los lugareños debían de haber tomado alguna medicina o antídoto.

Entonces su comunicador emitió una señal: una llamada urgente. Vergyl apenas fue capaz de carraspear antes de responder. Los escuadrones dispersos de yihadíes y los equipos de exploración informaban que los intrusos robóticos ya habían salido de su nuevo asentamiento. Los mercenarios de Ginaz ya se habían interpuesto en su camino para aguijonearlos. El asalto estaba a punto de empezar.

—¡Las máquinas se acercan! —gritó Vergyl con voz ronca, tratando de levantar a sus hombres—. ¡Todo el mundo a sus puestos! —Sin hacer caso de los lugareños, Vergyl volvió dentro y empezó a sacar a los soldados a rastras. Todos iban vestidos como granjeros para que no se notara que eran yihadíes, pero su ropa estaba empapada de sudor y manchada de vómito.

—¡Levantaos! ¡Despertad! —Empujó a uno de sus hombres, apenas consciente, hacia el emplazamiento más próximo de la artillería—. A vuestros puestos.

Entonces vio con horror que los centinelas estaban doblados por las convulsiones, junto a las armas. Corrió como un muñeco roto, tratando de reunir todo el equilibrio y la velocidad que pudo para llegar al edificio más cercano, donde habían apostado un gran lanza proyectiles. Miró aquella pesada arma. Un artillero tambaleante entró detrás de él y Vergyl trató de activar el sistema. Se frotó sus ojos cansados. Parecía que la mira telescópica no funcionaba bien.

Su artillero volvió a manipular los mandos, abrió el panel y dejó escapar un grito de sorpresa y desaliento.

—Alguien ha cortado los cables… no tenemos energía.

De pronto Vergyl oyó unos gritos desgarrados que provenían de otros emplazamientos donde habían apostado sus armas en el asentamiento.

—La gente a la que tratamos de ayudar nos ha apuñalado por la espalda —exclamó furioso.

La ira le dio la fuerza suficiente para superar el mareo por un momento. Vergyl salió tambaleándose para hacer frente a los granjeros, que estaban allí con expresión satisfecha.

—¿Qué habéis hecho? —gritó con voz bronca—. Estúpidos, ¿qué habéis hecho?

7

El futuro, el pasado y el presente están entrelazados, son el tejido que forma cualquier punto en el tiempo.

De
La leyenda de Selim Montagusanos
, poema zensuní

En pie, justo en la entrada de la enorme cueva tribal, Selim Montagusanos miraba el tranquilizador mar de dunas de Arrakis, esperando el momento en que el sol asomara por el horizonte. Esperó, y entonces notó que su pulso se aceleraba, porque la luz dorada se derramó como metal fundido sobre el desierto ondulado, purificador e inevitable, como sus visiones, como su misión en la vida.

Selim saludó al nuevo día aspirando una bocanada de aquel aire tan seco que le quemaba en los pulmones. El amanecer era su momento favorito del día, cuando acababa de despertar de una noche cuajada de sueños misteriosos y de portentos. Era el mejor momento para culminar tareas importantes.

Un hombre alto y demacrado se acercó; siempre sabía dónde encontrar a su líder al amanecer. El fiel Jafar tenía una mandíbula poderosa, mejillas hundidas y unos ojos muy azules por los años de dieta rica en especia. El teniente esperó en silencio; Selim era consciente de su presencia. Finalmente, Selim dio la espalda al sol naciente y miró a su amigo y seguidor más respetado.

Jafar le tendió un pequeño plato.

—Te he traído melange para la mañana, Selim, para que puedas ver mejor en la mente de Shai-Hulud.

—Nosotros le servimos, y a nuestro futuro, pero nadie puede comprender la mente de Shai-Hulud. Nunca des eso por sentado, así vivirás más tiempo, Jafar.

—Como tú digas, Montagusanos.

Selim cogió una de las obleas, hechas de especia mezclada con harina y miel. Sus ojos también reflejaban el profundo azul de la adicción, pero la especia sagrada le había ayudado a seguir con vida, dándole energía incluso en momentos de gran tribulación y privaciones. La melange era como una maravillosa ventana al universo, y proporcionaba a Selim visiones que le ayudaban a entender el destino que Budalá había elegido para él. Él y su tropa de exiliados del desierto cada vez más numerosa seguían una llamada más importante que cualquiera de sus vidas individuales.

—Esta mañana habrá una prueba —dijo Jafar, y su voz profunda sonó totalmente neutra. El sol recién nacido dejó al descubierto huellas secretas aparecidas durante la noche—. Biondi desea probarse a sí mismo. Hoy intentará montar a un gusano.

Selim frunció el ceño.

—No está preparado.

—Pero él insiste.

—Morirá.

Jafar encogió los hombros.

—Pues entonces morirá. Es el camino del desierto.

Selim dejó escapar un suspiro de resignación.

—Cada hombre debe saber enfrentarse a su conciencia y probarse a sí mismo. Shai-Hulud es quien decide en última instancia.

Selim apreciaba a Biondi, aunque la impaciencia y la temeridad del joven eran más apropiadas para un extraplanetario del puerto espacial de Arrakis City que para la monotonía de la vida del desierto. Con el tiempo, Biondi tal vez se convertiría en un valioso miembro de su grupo, pero si no era capaz de estar a la altura de sus capacidades, entonces sería un peligro para los demás. Mejor descubrir ahora si ese era su punto débil y no arriesgar las vidas de los fieles seguidores de Selim.

—Miraré desde aquí —dijo Selim.

Jafar asintió y se fue.

Hacía más de veintiséis años estándar, Selim había sido falsamente acusado de robar agua de uno de los almacenes de su tribu; y como castigo fue exiliado al desierto. Manipulados por las mentiras del naib Dhartha, los que antes eran sus amigos lo persiguieron desde las cuevas; arrojándole piedras e insultándole, hasta que se adentró en las dunas traicioneras, donde supuestamente debía morir devorado por uno de los
demonios gusanos
.

Pero Selim era inocente, y Budalá le había salvado… con un propósito.

Cuando un gusano de arena se acercó para devorarlo, Selim descubrió el secreto de cómo montar a aquella criatura. Shai-Hulud lo llevó lejos de su aldea y lo depositó cerca de una estación botánica de investigación abandonada, donde encontró comida, agua y herramientas. Allí, Selim tuvo tiempo de mirar en su interior y comprender cuál era su verdadera misión.

En una visión inducida por la melange, medio asfixiado entre el denso polvo rojo que había aflorado por una explosión de especia, supo que debía evitar que el naib Dhartha y sus parásitos del desierto recolectaran y distribuyeran la melange en los mundos exteriores. Durante años, él solo había atacado numerosos campamentos y había destruido la especia que los zensuní recogían. Se había ganado una reputación, y el nombre de Montagusanos.

No mucho después empezó a reunir seguidores.

Jafar fue el primero, hacía dos décadas. Renunció a la protección de su pueblo cerca de Arrakis City para buscar a aquel hombre capaz de montar a las grandes bestias del desierto. Selim lo encontró bajo un cielo deslumbrante, estaba medio muerto, deshidratado, quemado por el sol, desfallecido de hambre. Cuando levantó la vista y vio al proscrito delgado y endurecido, Jafar habló con voz entrecortada a través de sus labios agrietados, no para pedir agua, sino para hacer una pregunta:
¿Eres el Montagusanos?
.

Selim llevaba cinco años solo —demasiado solo—, dedicado a una misión sagrada demasiado importante para un solo hombre. Cuidó de Jafar hasta que recuperó la salud y le enseñó a montar a Shai-Hulud. En los años que siguieron, los dos hombres reunieron un grupo de seguidores, hombres y mujeres insatisfechos con las normas estrictas y la injusticia de la vida en las colonias zensuníes de las cuevas. Selim les hablaba de su misión de frenar el cultivo de especia y ellos escuchaban, hechizados por el brillo de sus ojos.

De acuerdo con las repetidas visiones de Selim, las actividades de los mercaderes extraplanetarios y los recolectores zensuníes trastocarían la paz del planeta desértico. Aunque el marco temporal era impreciso y se perdía en un futuro lejano e incierto, la difusión de la especia por la galaxia acabaría por llevar a la extinción de todos los gusanos y a una crisis de la civilización humana. Sus palabras resultaban atemorizadoras, pero cuando lo veían cabalgando con orgullo en lo alto de la curva montañosa de un gran gusano de arena, nadie podía dudar de sus palabras ni de su fe.

Pero ni siquiera yo comprendo a Shai-Hulud… el Viejo Hombre del Desierto.

Cuando fue exiliado, el joven y pícaro Selim no tenía ningún deseo de convertirse en líder. Pero, después de décadas viviendo de su ingenio y tomando decisiones en nombre del grupo de seguidores que dependían de su dirección para sobrevivir, Selim Montagusanos se había convertido en un general seguro de sí mismo y lúcido; había empezado a creer en el mito de que era un demonio del desierto, indestructible. Aunque su vida estaba dedicada a la conservación de los gusanos, no esperaba que el caprichoso Shai-Hulud le mostrara gratitud…

De forma inesperada, Jafar volvió a la cámara haciendo tanto ruido que Selim se apartó de la abertura de la ventana y vio que su amigo traía a una recién llegada. Estaba sucia y flaca, pero sus ojos oscuros brillaban con una expresión altanera y desafiante. Los polvorientos cabellos castaños estaban muy cortos. Bajo los ojos, las mejillas estaban quemadas, pero por lo demás, parecía en buen estado. La joven seguramente había tenido la precaución de cubrirse el cuerpo para protegerse de los estragos del sol. Una cicatriz blanca con forma de media luna atravesaba su ceja izquierda, un detalle exótico en un rostro de una belleza natural.

—Mira lo que hemos encontrado en el desierto, Selim. —Jafar estaba muy derecho, con expresión estoica, impertérrita, pero Selim percibió un destello de humor en sus profundos ojos azules.

La joven se apartó de aquel hombre alto, como si quisiera demostrar que no necesitaba su protección.

—Mi nombre es Marha. He viajado sola, te buscaba.

—En su rostro apareció una expresión de inseguridad y respeto, lo que hizo que pareciera inesperadamente joven—.¡Me… me siento honrada de conocerte, Selim Montagusanos!

Selim le sujetó el mentón y le hizo alzar el rostro para que le mirara. Estaba delgada y sucia, pero tenía grandes ojos y facciones fuertes.

—Eres muy poca cosa. No nos servirás para el trabajo duro. ¿Por qué has dejado a tu gente?

—Porque son todos unos idiotas —espetó ella.

—Descubres a muchos idiotas cuando conoces a la gente.

—Yo no lo soy. He venido para unirme a ti.

Selim arqueó las cejas, divertido.

—Ya veremos. —Se volvió a mirar a Jafar—. ¿Dónde la encontrasteis? ¿Hasta dónde ha conseguido acercarse?

—La cogimos bajo la Aguja. Había acampado allí, y no sabía que la habíamos estado vigilando.

—Os había visto —insistió en decir ella.

La Aguja estaba muy cerca del asentamiento. Aunque estaba impresionado, Selim no dejó que se notara.

—¿Y has sobrevivido en el desierto tú sola? ¿A qué distancia está tu aldea?

—A ocho días de camino. Llevaba comida y agua, y he cazado lagartos.

—Querrás decir que robaste comida y agua en tu aldea.

—Me la había ganado.

—Dudo que vuestro naib lo vea de la misma forma. No es probable que tu gente vuelva a aceptarte.

Los ojos de Marha destellaron.

—No, no es probable. Huí de la aldea del naib Dhartha, igual que hiciste tú hace años.

Selim se puso rígido y la estudió.

—¿Sigue controlando a la tribu?

—Les enseña que eres malvado, un ladrón, un vándalo.

La risa de Selim fue seca, sin pizca de humor.

—Quizá tendría que mirarse en un espejo. Su traición lo convirtió en mi enemigo de por vida.

Marha parecía cansada y sedienta, pero no se quejó, no pidió su hospitalidad. Se llevó la mano a la garganta y tiró de un collar con un hilo metálico del que colgaba una colección tintineante de fragmentos de metal.

—Fichas de especia de los extraplanetarios. El naib Dhartha me mandó a trabajar en la arena, a arañar la especia y recolectarla para entregarla a sus amigos mercaderes de Arrakis City. Ya hace tres años que estoy en edad de casarme, pero ninguna mujer zensuní (ni ningún hombre) puede buscar pareja hasta haber reunido cincuenta fichas. Así es como el naib Dhartha mide nuestra utilidad para la tribu.

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