Read La cruzada de las máquinas Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
Cuando la Yihad fracasó en su intento de derrotar el planeta sincronizado de Bela Tegeuse y las máquinas pensantes volvieron a atacar Salusa Secundus y fueron expulsadas del planeta, Iblis convenció a Serena para que no diluyera su poder delegando en otras personas ni pusiera en peligro su seguridad por actividades políticas tan insignificantes como acuerdos comerciales o leyes menores. Debía limitar sus apariciones públicas a asuntos de gran importancia. Sin la inspiración de Serena Butler, insistió Iblis, la humanidad no tendría voluntad para luchar. Así que ahora se dedicaba a dar inspiradores discursos, y la gente se lanzaba de cabeza a sacrificar su vida por la causa… por ella.
Sin embargo, a pesar de las precauciones de Iblis, cuando Serena se disponía a hablar ante el Parlamento durante una asamblea, un año después de aceptar el cargo de virreina, estuvo a punto de morir en un atentado. El culpable fue ejecutado y el comandante de la Yipol, Yorek Thurr, encontró una cantidad inusual de tecnología avanzada entre los efectos personales del atacante. Por primera vez, la Liga se encontraba frente a la realidad de los espías de Omnius —los traidores humanos— infiltrados en los mundos de la Liga.
Hubo un gran revuelo, y la gente no acababa de entender qué podía llevar a una persona a jurar voluntariamente lealtad a las amorales máquinas pensantes. Pero Iblis habló ante una gran multitud en la plaza conmemorativa de Zimia:
Yo mismo he visto a esclavos humanos criados en los Planetas Sincronizados. No es ningún secreto que el primero Vorian Atreides y yo fuimos sometidos a un lavado de cerebro para que sirviéramos a Omnius. Es posible que haya personas más egoístas y traicioneras a las que ofrezcan atractivas recompensas: un cuerpo neocimek, o incluso planetas enteros y esclavos. Debemos estar alerta en todo momento.
El miedo a que hubiera espías de las máquinas infiltrados en los planetas libres dio un fuerte impulso a la formación de la Yipol, una fuerza de seguridad que supervisaba las actividades internas buscando comportamientos sospechosos.
Tras el intento de asesinato a Serena, ésta fue trasladada inmediatamente a la Ciudad de la Introspección, donde, por motivos de seguridad, se vio obligada a llevar una vida aún más aislada.
Aquel viejo complejo se construyó siglos atrás, a raíz de una idea que en parte surgió del debate acerca del budislam y el posterior exilio de los esclavos zensuníes y zenshiíes, que durante generaciones habían vivido con grandes dificultades en Salusa, antes de su éxodo a planetas no catalogados y que no formaban parte de la Liga. Ahora, los seguidores de las diferentes facciones de estas religiones acudían allí a estudiar los escritos antiguos, obras religiosas y archivos filosóficos. Los eruditos analizaban toda clase de venerables enseñanzas, desde las misteriosas runas muadru que se habían encontrado dispersas en planetas no habitados hasta las indefinidas tradiciones navacristianas de Poritrin y Chusuk, el haiku del Zen hekiganshu de Delta Pavonis III y las interpretaciones alternas de los sutras coránicos de las sectas zensuní y zenshií. Las variaciones eran tan numerosas como las comunidades de humanos repartidas por incontables planetas…
Serena oyó pasos sobre el sendero de gemagrava y al alzar la vista vio que su madre se acercaba. Escoltando a la abadesa hasta su presencia iban tres jóvenes mujeres de ojos brillantes ataviadas con túnicas blancas con adornos carmesí, como si los bordes se hubieran mojado con sangre. Las guardianas eran altas y musculosas, su expresión reflejaba una paz pétrea. Unas capuchas de delicada malla dorada les cubrían la cabeza. Cada una de ellas llevaba el pequeño símbolo de la Yihad pintado sobre la ceja izquierda.
Catorce años atrás, cuando el comandante de la Yipol descubrió por primera vez a los leales a Omnius que secretamente conspiraban contra Serena, Iblis creó un cuadro especial de mujeres para proteger a la sacerdotisa de la Yihad. Las
serafinas
eran como una combinación entre amazona y virgen vestal, ayudantes cuidadosamente seleccionadas por el Gran Patriarca para que atendieran todas las necesidades de Serena.
Livia Butler caminaba lo bastante deprisa para ir por delante de las tres serafinas. Serena se apartó del altar de su hijo, sonrió y besó formalmente a la anciana en la mejilla.
Livia tenía el pelo blanco, muy corto, y vestía una túnica larga y simple de fibras de color crema. Llevaba a sus espaldas una vida llena de tragedias y experiencia. Tras la muerte del hermano de Serena, Fredo, la madre se retiró de la propiedad de la familia para buscar solaz y sabiduría en Dios. A causa de su prolongado matrimonio con el anterior virrey, aquella solemne mujer aún seguía de cerca los acontecimientos políticos y de otra índole, y analizaba las consecuencias que la Yihad tenía para el mundo real, en lugar de limitarse a las cuestiones morales y esotéricas que tanto fascinaban a la pensadora Kwyna.
En aquellos momentos, su rostro reflejaba una gran preocupación.
—Acabo de oír el discurso del Gran Patriarca, Serena. ¿Sabías que está apremiando otra vez al ejército, que está incitando a que haya nuevos y sangrientos ataques?
Livia miró por encima del hombro a las tres esculturales serafinas, que estaban demasiado cerca, sobre la plataforma de piedra que había ante el altar. Con un gesto, Serena les indicó que se apartaran. Ellas así lo hicieron, aunque no fueron muy lejos; permanecieron junto a la plataforma, atentas, desde donde podían oírlo todo. Conocía a dos de ellas muy bien; la tercera serafina era nueva, y acababa de graduarse después de un riguroso programa de aprendizaje.
Serena contestó con aquellas consabidas palabras.
—Los sacrificios son necesarios para conseguir la victoria definitiva, madre. Mi Yihad ya hace veinte años que empezó, pero no avanza con la suficiente intensidad. No podemos seguir en este impasse interminable. Debemos redoblar nuestros esfuerzos.
Los labios de Livia se contrajeron en una tenue línea, no exactamente de disgusto.
—He oído que el Gran Patriarca ha dado esas mismas razones, y prácticamente con las mismas palabras.
—¿Te sorprende? —Los ojos de color lavanda de Serena llamearon—. Los objetivos de Iblis son los míos. Como sacerdotisa de la Yihad no puedo perder el tiempo con la política y los juegos de poder. ¿Acaso cuestionas mi buen juicio o mi entrega a la humanidad libre?
Con voz calmada, Livia dijo:
—Nadie cuestiona tus motivos, Serena. Tu corazón es puro, aunque duro.
—Las máquinas han entumecido mi capacidad de amar. El robot Erasmo me la arrebató para siempre.
Livia se acercó con tristeza a su hija y le rodeó los hombros con un brazo. Las serafinas se pusieron tensas y llevaron las manos a sus armas ocultas. Ni Serena ni Livia les hicieron caso.
—Hija mía, el amor humano es infinito. No importa cuántas veces lo entregues, que te lo arrebaten o que seas tú quien lo ofrezca; el amor siempre vuelve, igual que la flor sale de un bulbo, el amor aparece y llena tu corazón. —Serena inclinó la cabeza y escuchó las reconfortantes palabras de su madre—. Mañana es el cumpleaños de Octa. El de Octa y… el de Fredo. Yo también perdí a mi hijo, Serena, así que sé muy bien qué sientes. —Y se apresuró a añadir—: Tu hermano tuvo una muerte distinta, claro.
—Sí, madre… y después de aquello te retiraste a la Ciudad de la Introspección. Tú precisamente tendrías que entenderlo.
—Oh, y lo entiendo, pero yo no he dejado que mi corazón se convierta en piedra, que el amor desaparezca de mi interior. Me dedico en cuerpo y alma a tu padre, a Octa y a ti. Ven conmigo y verás cuánto han crecido sus hijas. Ya tienes dos sobrinas.
—¿Xavier no estará?
Livia frunció el ceño.
—Está luchando contra las máquinas en Anbus IV. Tú misma le enviaste. ¿No te acuerdas?
Serena asintió con gesto distraído.
—Hace tanto tiempo que está fuera… Seguro que desea volver para la fiesta de Octa. —Alzó la cabeza—. Pero la Yihad debe prevalecer sobre los asuntos personales. Cada uno de nosotros hace su elección, y debe ser consecuente.
Con mirada triste, Livia dijo:
—No estés resentida porque se casara con tu hermana. No puedes pasarte la vida deseando que las cosas hubieran sido distintas.
—Por supuesto que me gustaría que las cosas hubieran sido distintas, pero tal vez mi sufrimiento es lo que la humanidad necesitaba para reaccionar. De otro modo, jamás habríamos tenido el impulso suficiente para revolvernos y librarnos de las ataduras que nos imponían las máquinas pensantes. —Meneó la cabeza—. Ya no estoy celosa de Octa, ni estoy resentida con Xavier. Sí, en otro tiempo le amé (era el padre de Manion), pero en aquel entonces yo no era más que una cría. Tonta y soñadora. A la luz de los acontecimientos posteriores, semejantes preocupaciones parecen tan… triviales.
Livia la reprendió.
—El amor nunca es trivial, Serena, incluso cuando no lo quieres.
La voz de Serena se volvió débil, muy distinta al poderoso y apasionado instrumento que empleaba ante las multitudes que acudían a escucharla.
—Madre, temo que el daño que sufrió mi alma tarde más de una vida en curar.
Livia cogió a Serena del brazo y se volvió para guiarla por el sendero de gemagrava.
—Sea como fuere, hija, ese es el tiempo que tienes.
De pronto, Serena vio algo blanco que se movía cerca de donde estaban sus guardianas. Una de las serafinas gritó y se lanzó sobre una de sus compañeras, la más nueva, que se movió con extraordinaria rapidez y sacó una larga y brillante daga de plata.
Livia se lanzó sobre su hija y la derribó. Al caer, Serena oyó muy cerca el sonido de ropa que se desgarraba y un jadeo ahogado, y vio un espantoso borbotón de sangre; casi en ese mismo momento sintió un fuerte golpe. Era su madre, que se había arrojado encima de ella para protegerla.
La tercera serafina se lanzó sobre la veloz guardiana con la túnica blanca, aferró la capucha de malla dorada que cubría el pelo de la traidora y, con un fuerte tirón, le echó la cabeza hacia atrás para partirle el cuello.
Aunque aún tenía el cuerpo de su madre encima, Serena vio una salpicadura escarlata en la túnica de una de las guardianas, muy distinta del carmesí que ribeteaba el uniforme blanco. La heroica serafina, la única que había sobrevivido, dijo con voz ahogada:
—La amenaza ha sido neutralizada, sacerdotisa. —Y enseguida recobró el aliento y se recompuso.
Temblando, Livia ayudó a su hija a ponerse en pie. Serena estaba perpleja: dos de sus guardianas escogidas yacían muertas en el suelo: su defensora, con la garganta rebanada, y la otra con el cuello roto. La traidora.
—¿Una asesina? —Miró a la mujer, que tenía la cabeza ladeada en un ángulo extraño.
—¿Cómo ha conseguido infiltrarse en nuestro grupo de adiestramiento? —quiso saber Livia.
—Sacerdotisa —dijo la serafina que quedaba—, debemos llevaros enseguida al interior de alguno de los edificios para poneros a salvo. Podría haber más atentados contra vuestra vida.
Las alarmas ya habían sonado, y otras serafinas con túnicas blancas acudieron enseguida al lugar buscando posibles amenazas. Se las llevaron a toda prisa hacia el edificio más cercano; Serena notó que sus rodillas temblaban.
Miró a la joven que le había salvado la vida. Llevaba la capucha torcida a causa del altercado, y Serena vio sus cabellos cortos y rubios.
—¿Niriem? Ese es tu nombre, ¿verdad?
—Sí, sacerdotisa. —Se puso bien la capucha.
—A partir de este momento, te nombro jefa de mis serafinas. Asegúrate de que el Gran Patriarca asigna a los mejores oficiales de la Yipol para investigar este asunto —dijo sin aliento mientras corría.
—Sí, sacerdotisa.
Dada la gravedad del incidente, Iblis tendría que intervenir personalmente y quizá tendría que sustituir a todas las serafinas… excepto a Niriem. Dejaría que fuera él quien descubriera qué había pasado. Todavía no acababa de creérselo.
Livia apremió a su hija para que entrara sin más dilación en el edificio principal del santuario, una casa solariega reconvertida con cúpulas y torretas.
—Siempre has sabido que existía ese peligro, hija. Las máquinas están por todas partes.
Los ojos de Serena estaban secos, su expresión era fría.
—Y jamás dejarán de conspirar contra nosotros.
Una vida entera no siempre es suficiente para que la persona alcance la grandeza. Para compensarlo, algunos nos hemos tomado más tiempo.
G
ENERAL
A
GAMENÓN
,
Memorias
Los mayores enemigos de la humanidad se reunieron en Corrin, el principal de los Planetas Sincronizados: cimek, robots y la misma supermente, Omnius.
Solo cuatro de los veinte titanes originales seguían con vida. Mil años atrás, temerosos de su naturaleza mortal, estos tiranos humanos habían colocado sus cerebros en cilindros blindados para que sus pensamientos, sus mentes y sus almas vivieran para siempre. Pero, en el transcurso de largos y violentos siglos, habían ido cayendo víctimas de infortunios o asesinatos, uno a uno. En los levantamientos más recientes, Barbarroja y Ajax habían sido asesinados.
El general Agamenón, líder de los titanes, se había resarcido de aquel agravio mil veces, matando a incontables humanos. Aplastándolos y dejando que se pudrieran donde caían o poniéndolos en montones para hacer hogueras con ellos. Su amante Juno lo había ayudado a planificar terribles y vengativas estrategias.
Había tantas formas de matar a los humanos…
Dante, el poco ambicioso pero diestro burócrata cimek, seguía sirviendo de forma discreta pero necesaria. El cobarde Jerjes, que originariamente permitió que Omnius se hiciera con el control de los titanes, se aferraba a la absurda idea de que podía recuperar el respeto de los demás.
Los titanes llegaron en cuatro embarcaciones fabricadas especialmente para ellos. Unos brazos manipuladores de la nave espacial de Agamenón instalaron su contenedor cerebral en una práctica forma metálica. Los mentrodos conectaron su mente a los sistemas móviles y Agamenón estiró unas extremidades de aspecto arácnido antes de avanzar bajo el cielo de color rojo sangre. Juno, Dante y Jerjes salieron de sus respectivas naves y siguieron a su líder hacia la opulenta villa de Erasmo, notablemente parecida a una propiedad que la Armada de la Liga había arrasado en su ataque a la Tierra.