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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (2 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Aquel punto muerto orbital no se parecía en nada a los juegos que a Vor le gustaba practicar con sus hombres cuando estaban de patrulla o a los divertidos desafíos que él y el robot Seurat se planteaban hacía años, durante sus largos viajes estelares. Aquel tedioso impasse no dejaba lugar a la diversión.

Vor había estado estudiando patrones de comportamiento.

Pronto, la flota robótica se lanzaría contra ellos como pirañas en una órbita retrógrada. El, orgullosamente ataviado con su uniforme verde oscuro salpicado de púrpura —los colores de la Yihad simbolizaban la vida y la sangre derramada —daría órdenes para que las naves de su flota centinela activaran los escudos Holtzman y estuvieran atentas a un posible sobrecalentamiento.

Las naves robóticas —cubiertas de armas— eran penosamente predecibles, y los hombres de Vor hacían apuestas para ver cuántas veces dispararían.

Vor observó cómo sus fuerzas se desplazaban para colocarse en posición, como él les había indicado. El hermano adoptivo de Xavier, Vergyl Tantor, capitaneaba la ballesta de vanguardia y se colocó en posición. Vergyl había servido en el ejército de la Yihad durante los últimos diecisiete años, siempre bajo la atenta mirada de Xavier.

Allí nada había cambiado desde hacía más de una semana, y los hombres empezaban a impacientarse. Pasaban ante el enemigo una y otra vez, pero poco podían hacer aparte de hinchar el pecho y desplegar su plumaje de combate como aves exóticas.

—Vaya, a estas alturas las máquinas ya tendrían que haber aprendido —masculló Vergyl por el comunicador—. ¿Todavía esperan que cometamos algún error?

—Solo nos están probando, Vergyl. —Vor evitaba la formalidad de los rangos y la cadena de mando porque le recordaban demasiado la rigidez de las máquinas.

Horas antes, cuando los caminos de las dos flotas se cruzaron brevemente, las naves robóticas habían lanzado una andanada de proyectiles que toparon contra los inexpugnables escudos Holtzman. Vor ni siquiera había pestañeado mientras observaba aquellas explosiones inútiles. Durante unos momentos, las naves enfrentadas se confundieron en un revoltijo caótico y luego pasaron de largo.

—De acuerdo, dame el total —dijo cuando todo acabó.

—Veintiocho impactos, primero —informó uno de los oficiales del puente.

Vor asintió. Siempre había entre veinte y treinta proyectiles, aunque él había calculado unos veintidós. El y los oficiales de las otras naves se felicitaron y se lamentaron en tono amistoso si habían perdido por uno o dos disparos; luego se pusieron de acuerdo para recoger las ganancias de la apuesta. Las horas de guardia pasarían de los ganadores a los perdedores, y generosas raciones circularían de un lado a otro entre las naves.

La misma operación se había repetido ya casi treinta veces. Pero en aquella ocasión, mientras las dos partes enfrentadas se acercaban, Vor tenía un as en la manga.

La flota de la Yihad permaneció en perfecta formación, con una disciplina digna de las máquinas.

—Allá vamos. —Vor se volvió hacia los hombres del puente—. Preparados para el encuentro. Escudos a máxima potencia. Ya sabéis qué hay que hacer. Lo hemos ensayado muchas veces.

Una intensa vibración se extendió por la cubierta, debida a las capas de fuerza protectora alimentada por grandes generadores acoplados a los motores. Cada comandante se encargaría de controlar cuidadosamente que no se produjera un sobrecalentamiento en los escudos, porque provocaría un fallo generalizado del sistema. Pero, de momento, las máquinas no sospechaban nada.

Vor vio cómo la ballesta de vanguardia se desplazaba por la ruta orbital.

—Vergyl, ¿estás preparado?

—Hace días que lo estoy, señor. ¡Vamos allá!

Vor consultó con sus especialistas en destrucción y táctica, dirigidos por uno de los mercenarios de Ginaz, Zon Noret.

—Señor Noret, imagino que ya habrás desplegado todas tus… ratoneras.

La señal fue la respuesta.

—Todos en posición, primero. He enviado las coordenadas exactas a cada una de las naves para que podamos evitarlas. La pregunta es: ¿se darán cuenta las máquinas?

—¡Yo las distraeré, Vor! —dijo Vergyl.

Las naves enemigas se acercaban al punto de encuentro. Aunque las máquinas pensantes no tenían sentido de la estética, con sus cálculos y sus eficientes diseños de ingeniería resultaban unas naves de curvas precisas y cascos impecablemente lisos.

Vor sonrió.

—¡Adelante!

Mientras el grupo de Omnius avanzaba como un banco de peces imperturbables y amenazadores, de pronto la ballesta de Vergyl salió disparada a gran velocidad, lanzando misiles gracias a un nuevo sistema que permitía activar y desactivar los escudos de la proa en una secuencia de milisegundos, coordinada con gran precisión para que los proyectiles cinéticos salieran sin obstáculos.

Cohetes de alta intensidad impactaron contra la nave enemiga más próxima y Vergyl se desvió; cambió el rumbo y arremetió contra el grueso de las naves robóticas como un toro salusano en estampida.

Vor dio la orden de dispersarse y el resto de naves rompieron la formación y se dispersaron. Para quitarse de en medio.

Las máquinas, en un intento por responder a aquella situación inesperada, poco pudieron hacer aparte de abrir fuego contra las naves de la Yihad protegidas por los escudos.

Vergyl volvió a arremeter con su ballesta de vanguardia. Tenía orden de vaciar las baterías de su nave en un ataque suicida. Uno tras otro, los misiles detonaron contra las naves robóticas; provocaron daños significativos, pero sin llegar a destruirlas. Por los comunicadores no dejaban de oírse vítores.

Pero la táctica de Vergyl no era más que una maniobra de distracción. El grueso de las fuerzas de Omnius seguía la ruta fijada… directos hacia al campo de minas espacial que el mercenario Zon Noret y sus hombres habían puesto en órbita.

Las gigantes minas de proximidad estaban revestidas por unas películas que las hacían prácticamente invisibles a los sensores. Unas naves de reconocimiento y unos escáneres muy precisos habrían permitido detectarlas, pero el ataque furioso e inesperado de Vergyl había desviado la atención de las máquinas hacia otro lado.

Las dos naves de vanguardia estallaron al chocar contra una hilera de potentes minas. Las detonaciones abrieron boquetes en las proas, los cascos y las cámaras inferiores de los motores. Las naves afectadas perdieron el rumbo envueltas en llamas; una de ellas chocó contra otra mina.

Sin acabar de entender todavía qué pasaba, otras tres naves colisionaron contra minas espaciales invisibles. Entonces el grupo de combate robótico se reorganizó. Haciendo caso omiso de los ataques de Vergyl, las naves restantes se dispersaron y desplegaron sensores para detectar la posición de las minas, que retiraron con disparos precisos.

—Vergyl… sal de ahí —transmitió Vor—. Las demás ballestas, reagrupaos. Ya nos hemos divertido un poco—. Se recostó en su asiento de mando con un suspiro de satisfacción—. Que cuatro kindjal de reconocimiento salgan a comprobar la magnitud de los daños que hemos causado.

Abrió una línea de comunicación privada, y la imagen del mercenario de Ginaz apareció en pantalla.

—Noret, tú y tus hombres recibiréis una medalla por esto. —Cuando no llevaban ropa de camuflaje para colocar minas o realizar otras operaciones clandestinas, los mercenarios vestían uniformes diseñados por ellos mismos, de color oro y carmesí. El oro simbolizaba las sustanciosas sumas de dinero que recibían; el carmesí, la sangre que derramaban.

A sus espaldas, el dañado grupo de Omnius seguía con su patrulla orbital, impertérrita, como tiburones buscando comida. Numerosos robots habían salido de las naves y se arrastraban como piojos por la parte exterior de los cascos efectuando reparaciones.

—No parece que les hayamos hecho mucho daño —dijo Vergyl cuando su ballesta se reunió con el grupo de la Yihad. Parecía decepcionado; luego añadió—: Pero no nos quitarán Anbus IV.

—¡Desde luego que no! En los últimos años hemos dejado que se quedaran demasiadas cosas. Ya va siendo hora de que le demos la vuelta a esta guerra.

Vor no acababa de entender por qué en aquella ocasión las fuerzas robóticas esperaban tanto para provocar una escalada en el conflicto. No era lo habitual. Como hijo del titán Agamenón, él —más que ningún otro humano en la Yihad— sabía muy bien cómo funciona la mente de los ordenadores. Cuanto más lo pensaba, más inquieto se sentía.

¿Soy yo quien se ha vuelto demasiado predecible? ¿Y si los robots solo quieren hacerme creer que no van a cambiar de táctica?

Con el ceño fruncido, abrió la línea de comunicación con la ballesta de vanguardia.

—¿Vergyl? Tengo un mal presentimiento. Envía unas naves de reconocimiento para que comprueben la superficie del planeta y levanten un mapa. Creo que las máquinas están tramando algo.

Vergyl no cuestionó la intuición de Vor.

—Estaremos atentos, primero. Si han movido aunque sea una roca, lo descubriremos.

—Sospecho que será mucho más que eso. Están tratando de hacer trampa a su manera. —Vor echó un vistazo al cronómetro, consciente de que hasta dentro de unas horas no tendría que preocuparse del siguiente encuentro orbital. Se sentía inquieto—. Entretanto, Vergyl, estás al mando. Yo bajaré a la superficie para ver si tu hermano ha conseguido hacer entrar en razón a nuestros amigos zenshiíes.

2

Para comprender el sentido de la victoria, primero debes definir quiénes son tus enemigos… y tus aliados.

P
RIMERO
X
AVIER
H
ARKONNEN
,
lecciones de estrategia

Desde el éxodo de las sectas budislámicas de la Liga de Nobles siglos atrás, Anbus IV se había convertido en el centro de la civilización zenshií. Darits, su ciudad principal, era el centro religioso de aquella secta aislada e independiente, normalmente menospreciada por los extranjeros, que consideraban poco valiosos los escasos recursos del planeta y a aquellos fanáticos religiosos.

Las masas de tierra de Anbus IV estaban surcadas por mares inmensos y poco profundos, algunos de ellos de agua dulce, otros muy salados. Las mareas provocadas por las lunas cercanas hacían que los mares se desplazaran sobre el paisaje, arrastrando a su paso las capas superiores de tierra entre los abruptos cañones, erosionando la arenisca y creando con ella cavernas y anfiteatros. Los zenshiíes habían construido sus ciudades al amparo de los profundos salientes de roca.

Los ríos se desplazaban de un mar poco profundo a otro, impulsados por las mareas. Los habitantes de aquel lugar habían desarrollado de forma excepcional las matemáticas, la astronomía y la ingeniería para predecir las subidas y bajadas de estas mareas. Los mineros del cieno conseguían una gran riqueza mineral cribando las aguas fangosas que discurrían entre los cañones. La parte baja de los ríos proporcionaba grandes extensiones de tierra fértil; solo había que saber plantar y cosechar en el momento adecuado.

En Darits, los zenshiíes habían construido una enorme presa en una garganta situada entre cañones de roca roja; un gesto desafiante para demostrar que su fe e ingenuidad bastaban para contener el poderoso curso del río. Detrás de la presa se había formado un enorme pantano de aguas azules. Allí, los pescadores zenshiíes utilizaban delicados esquifes y grandes redes para complementar con la pesca el grano y las verduras que se cultivaban en la llanura aluvial.

La presa de Darits no era una simple pared, estaba adornada con dos inmensas estatuas de piedra, talladas por artesanos diestros y leales. Aquellos monolitos gemelos, de cientos de metros de altura, representaban las formas idealizadas de Buda y Mahoma, con las facciones desdibujadas por el tiempo y un concepto idealista del respeto.

Los fieles habían instalado voluminosas turbinas hidroeléctricas, a las que impulsaba la fuerza de la corriente. Junto con las numerosas placas solares que cubrían las mesetas, la presa de Darits generaba energía suficiente para abastecer a todas las ciudades de Anbus IV, que no eran grandes según los estándares de otros mundos. En todo el planeta tan solo había setenta y nueve millones de habitantes. Y a pesar de ello, la infraestructura tecnológica que permitía conectar los diferentes asentamientos a las líneas de comunicación y la red energética hacía de aquel el más evolucionado de los refugios budislámicos.

Ese era justamente el motivo por el que las máquinas pensantes lo querían. Con un esfuerzo mínimo, Omnius podía convertir Anbus IV en una avanzadilla y desde allí prepararse para lanzar ataques a mucha mayor escala contra los mundos de la Liga.

La Yihad de Serena Butler llevaba más de dos décadas en pleno apogeo. En los veintitrés años que habían pasado desde la destrucción atómica de la Tierra, las mareas de la batalla habían pasado muchas veces de la victoria a la derrota para ambos bandos.

Pero, hacía siete años, las máquinas pensantes habían puesto sus miras en los Planetas No Aliados, más fáciles de conquistar que los mundos de la Liga, tan bien defendidos y densamente poblados. En los vulnerables Planetas No Aliados, los comerciantes dispersos, los mineros, los granjeros y los refugiados budislámicos rara vez eran capaces de reunir las fuerzas suficientes para oponerse a Omnius. En los primeros tres años, cinco de dichos planetas fueron doblegados por las máquinas.

En Salusa Secundus, el Consejo de la Yihad no supo entender por qué Omnius se molestaba en conquistar lugares tan insignificantes… hasta que Vorian vio que seguían un patrón: dirigidas por los cálculos y proyecciones de la supermente electrónica, las máquinas pensantes estaban rodeando los mundos de la Liga como una red, acercándose más y más, preparando el golpe de gracia que darían contra la capital.

Poco después de que Vorian Atreides —con el apoyo de Xavier— exigiera que la Yihad dedicara su potencia militar a defender los Planetas No Aliados, un contraataque masivo e inesperado de la Yihad consiguió arrebatar Tyndall de manos de las máquinas. Cualquier victoria era bienvenida.

Xavier se alegraba de que el ejército de la Yihad hubiera llegado a Anbus IV a tiempo, gracias al aviso de un comerciante de esclavos de Tlulax llamado Rekur Van. El comerciante había estado saqueando aquel mundo junto con sus hombres, secuestrando zenshiíes para venderlos después en los mercados de esclavos de Zanbar y Poritrin. Cuando ya había terminado, el esclavista topó con una patrulla de robots que estaban levantando mapas y analizando la superficie del planeta, el paso previo para que las máquinas se lanzaran a una conquista. Rekur Van volvió a toda prisa a Salusa Secundus y comunicó la mala noticia al Consejo de la Yihad.

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