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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (93 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Desde el interior de la jaula, Serena dijo:

—Soy el líder de esta Yihad. Yo inspiré a la humanidad cuando las máquinas pensantes asesinaron a mi hijo. Decenas de trillones de personas me miran buscando guía, visión, esperanza.

—Según nuestros cálculos, vuestra población es mucho menor.

—¿Y acaso son siempre exactos tus cálculos? ¿Habías previsto que nos resistiríamos con tanto empeño? —
¿O lo que estoy a punto de hacerte?

—Erasmo me ha contado muchas cosas de ti, Serena Butler. Aún no sabría decir si está encariñado contigo o decepcionado.

Erasmo. Aquel nombre la llenaba de espanto. Respirando rápidamente, recordó un mantra que su madre le había enseñado en la Ciudad de la Introspección.

—No tengo miedo, porque el temor es la pequeña muerte que me mata una y otra vez. Sin miedo, solo puedo morir una vez.

A su lado, oyó que Niriem seguía el canto silencioso; las otras serafinas también añadieron sus voces.

Una de las paredes curvas se fundió y dejó al descubierto a un robot con una capa ridículamente pomposa. A su lado había un joven. El rostro de metal líquido del robot adoptó una sonrisa complacida de bienvenida.

—Hola, Serena.

El esqueleto de la jaula se deshizo como hielo en el suelo de metal flexible, dejándola libre… y expuesta. Serena quería gritar. Siempre había pensado que Erasmo había muerto en la Tierra.

—Ha pasado mucho tiempo. —La amplia sonrisa del robot la enfureció. Erasmo avanzó y su acompañante siguió sus pasos obedientemente. El joven, que tendría unos dieciséis o diecisiete años y tenía el rostro cubierto de pelusilla, la miraba con expresión burlona.

—Te odio. —Serena escupió a la cara del robot, enturbiando la perfección de su expresión. Hizo un esfuerzo por controlarse y dijo con voz amenazadora—: Tú, Erasmo, tú personalmente iniciaste la Yihad al matar a mi hijo.

—Sí, algo he oído de eso. —Hablaba con voz erudita, distante—. Aunque nunca he entendido cómo algo tan pequeño pudo… —La voz del robot se perdió, y pareció como si su mente se entregara al recuerdo. Y entonces dijo—: No acabo de ver cómo un bebé insignificante pudo causar tanto revuelo. Si las cifras son correctas, billones de humanos han muerto en tu guerra santa contra las máquinas. Piensa en las cifras: ¿no os habría salido más barato no hacer caso de la muerte de tu vástago?

Serena no podía, más y, consciente de que no tenía nada que perder, se arrojó contra él y empezó a golpearle con los puños, como hizo cuando el robot tiró a su hijo por el balcón.

Pero Erasmo la aferró con fuerza, tranquilo y férreo, y la apartó de su lado, haciendo que se magullara la cara y los brazos al caer al suelo. Serena trató de ponerse en pie.

El robot enderezó su capa y se volvió hacia su joven acompañante.

—Gilbertus, esta es la humana fanática e irracional que me sirvió en otro tiempo en mi villa. Ya te he hablado de ella.

El joven asintió.

—Le prometo que yo no le decepcionaré.

Serena miró al joven con expresión furiosa. Aunque era humano, la miraba como si fuera un insecto en una bandeja de disección, con curiosidad, pero sin manifestar ningún tipo de emoción.

—¿Es tu nuevo juguete? —preguntó a Erasmo—. ¿Otra víctima inocente de tus experimentos?

El robot vaciló, y pareció algo abochornado.

—No, Gilbertus es… mi hijo.

Las máquinas pensantes la estuvieron estudiando y provocando durante lo que a Serena le parecieron horas.

La jaula de metal líquido donde estaban confinadas Serena y sus serafinas, al igual que el conjunto de la ciudadela central, era un organismo mecánico que podía transformarse. De hora en hora, según el capricho de Omnius, la celda adoptaba diferentes aspectos, desde una malla de aleometal a los barrotes de antiguas prisiones en campos de concentración invisibles.

En aquel momento, la cárcel parecía extenderse cientos de metros, sin ninguna barrera visible, aunque Serena sabía que estaban ahí. Ya no le importaba la forma que tuviera la jaula. Sin embargo, en una muestra más de la crueldad de las máquinas, su entorno se metamorfoseó y se convirtió en una réplica exacta de los jardines de la propiedad de los Butler en Salusa, donde Serena había pasado tantos días felices con su familia y había jurado su amor a Xavier en un banquete de bodas.

La exactitud de la réplica demostraba que había espías en los mundos de la Liga; sin duda la información había sido entregada a Omnius por humanos traicioneros que trabajaban para él. La sola idea de que una persona de carne y hueso sirviera voluntariamente a Omnius le revolvía el estómago.

El recuerdo del banquete volvió a su mente: los intérpretes salusanos, que anudaron lazos en los arbustos y deleitaron a todos con sus encantadoras danzas populares; las mujeres con faldas vaporosas y los hombres ataviados como orgullosos pavos reales. Y Xavier, que vestía un impecable uniforme de la Armada. Estaba tan guapo, tan feliz ante la perspectiva de que compartieran sus vidas…

Los ojos de Serena se nublaron, pero no quería darle a Omnius la satisfacción de verla llorar, y se contuvo.

—Esta farsa me hace perder demasiado tiempo —dijo finalmente la supermente—. Serena Butler, debes cambiar de opinión y aceptar los términos que propusieron los pensadores.

—Fíjate bien en lo que hace —le dijo Erasmo a Gilbertus Albans.

Serena dio un bufido.

—No te atreverás a hacerme daño, Omnius. Mi gente me considera invencible, por eso debo hacerte frente yo sola y exigir la inmediata liberación de todos los esclavos humanos que tienes en tus dominios. Soy el equivalente a la supermente para la raza humana, aunque no soy como tú Omnius, ¡yo tengo alma y tengo corazón! Por eso no puedo fracasar.

Las serafinas permanecían junto a su sacerdotisa, tensas y expectantes. Niriem la miraba con gesto suplicante.
Pronto.
Si pudiera hacer que las máquinas mordieran el anzuelo…

—Si no aceptas los términos, haré que te maten. Tu muerte causará un gran daño a vuestra causa. Verán que no eres invencible.

Serena alzó el mentón.

—No puedes matarme. Prometiste inmunidad al representante de los humanos.

—Prometí inmunidad con la condición de que un humano viniera a aceptar el acuerdo. Y tú te niegas a hacerlo, por tanto has roto las condiciones. Ya no estoy obligado a cumplir mi palabra.

Erasmo estudió a la hermosa Serena, atrapada en el interior de la proyección holográfica de la propiedad de los Butler. A pesar de su carácter independiente y desafiante, aquella mujer había sido el objeto de estudio más interesante que había tenido… además de Gilbertus. Él y Serena podían haber logrado tantas cosas juntos… Pero ¿qué estaba haciendo, por qué provocaba a Omnius de aquella forma?

El joven Gilbertus seguía observando, como se le había indicado, con los ojos brillantes.

—¿Qué le va a pasar?

El rostro de metal líquido de Erasmo cambió para mostrar una sonrisa forzada.

—Eso depende de ella. Es imposible predecir el resultado.

—Todo esto es una farsa —dijo finalmente Serena—. Y no cambiaré de opinión.

—Por favor, sacerdotisa —susurró la jefa de serafinas, acercándose a ella en medio de las imágenes bucólicas de Salusa Secundus—. ¿No hay otra solución?

—Conoces muy bien la respuesta, Niriem.

Serena no dejó de sonreír en ningún momento, con los brazos cruzados sobre el pecho.
Mi vida no importa, salvo en la medida en que ayude a asegurar nuestra libertad. Mi muerte hará mucho más por la causa que todas las palabras y discursos que podría haber dado en años venideros.

Iblis Ginjo se ocuparía de lo demás. Omnius, siempre tan lógico e inconsciente, jamás sabría qué había provocado el cambio.

Cuando Erasmo vio la sonrisa inexplicablemente beatífica del rostro de Serena, se sintió turbado.
¿Qué es lo que se me escapa?

Durante años, en un intento por buscar una explicación racional a la caótica Yihad, Omnius había manifestado curiosidad por el fanatismo religioso de los humanos. Erasmo había tratado de enseñarle, compartiendo con él las lecciones que sacaba de sus investigaciones, pero para un ordenador era difícil asimilar conceptos intangibles.

Al retener a Serena, la supermente estaba tratando de demostrar algo a los desafiantes hrethgir que seguían luchando contra la maravillosa civilización que Omnius había creado. Su gente la veía como alguien indestructible, como una fuerza impulsora, una mezcla de profeta y salvadora. Era el equivalente humano de la supermente. Serena sabía que sin ella los yihadíes se volverían débiles y vacilantes. ¿Por qué arriesgarse de aquella forma?

Y ¿por qué insiste en sonreír como si controlara la situación? Seguro que sabe que mantener esa actitud solo puede llevar a su ejecución.

—La decisión está tomada —dijo Omnius, y sus ominosos robots de combate se adelantaron—. Matad a Serena Butler y a sus acompañantes.

Las serafinas se pusieron tensas, dispuestas a dar sus vidas en defensa de la sacerdotisa. Serena se permitió una sonrisa fugaz, extrañamente aliviada. Erasmo se dio cuenta.

De pronto el robot tuvo una intuición. En la historia, esa clase de ejecuciones no amedrentaban a los fanáticos religiosos. Simplemente, creaban mártires. Aquella intuición se convirtió en certeza. Conclusiones y consecuencias encajaron en su sitio.

El concepto de martirio no era fácil para las máquinas pensantes, pero Erasmo lo había descubierto durante sus investigaciones históricas y culturales. A veces, cuando fracasaban totalmente, algunos humanos se hacían más fuertes. Si Serena Butler se salía con la suya, sin duda despertaría más virulencia entre los humanos de la que suscitó la muerte de su hijo. La Yihad iría a más.

Los robots de combate avanzaron, sacaron sus armas, brazos de bordes afilados y cuchillas. Iban a hacer pedazos a las víctimas. Serena alzó levemente el mentón, como si diera la bienvenida a la muerte.

—¡Alto! —gritó Erasmo. Ataviado con su voluminosa capa real, el robot independiente se abrió paso y alzó un brazo metálico para detener el golpe que habría matado a Serena Butler—. Esto es exactamente lo que quiere.

Los robots de combate titubearon. Las serafinas se arrojaron sobre las máquinas, pero Omnius inquirió con voz atronadora:

—Erasmo, explícate.

—Pretende convertirse en una mártir. Quiere que la matéis para que los humanos os odien aún más. Así jamás resolveréis la crisis.

—Erasmo, tus conclusiones son ilógicas e incomprensibles.

—Sí, Omnius. Pero recordad, estamos tratando con humanos.

Los robots de combate levantaron sus armas y se apartaron de Serena y las serafinas.

—¡No podéis deteneros ahora! —gritó Serena.

Serena se había lanzado a aquella confrontación arriesgándolo todo. Pensaba que podía hacer que las máquinas siguieran sus predecibles patrones. Pero Erasmo había arruinado sus planes, como había hecho con tantas otras cosas.

Serena se volvió y miró a su jefa de serafinas, que le dijo:

—Lo siento, sacerdotisa. —Lágrimas ardientes caían por su rostro. Se movió con demasiada rapidez para que los robots pudieran adivinar lo que pretendía—. El Gran Patriarca me dio instrucciones.

Los ojos de Serena se abrieron con desmesura cuando la guerrera se abalanzó sobre ella. Niriem había estado esperando como una serpiente, con los músculos en tensión, y en aquel momento saltó. Serena lo entendió enseguida: incluso conociendo su plan de incitar a las máquinas para que la mataran y pusieran así de manifiesto su maldad, Iblis Ginjo no podía dejar al azar el éxito de la misión.

Él nunca dejaba nada al azar.

Aspiró con fuerza, y en ese momento un pie de Niriem impactó contra su cuello, partiéndolo de forma instantánea. La jefa de serafinas giró con un fuerte impulso y su puño golpeó a su víctima en la sien, destrozando el cráneo como la endeble cáscara de un huevo.

Sin un solo sonido, ni siquiera un débil gemido de dolor, Serena cayó muerta. En sus labios se insinuaba una serena sonrisa de resignación.

Omnius calló, confuso, sorprendido. La ilusión desapareció, dejando al descubierto los muros metálicos de la elevada ciudadela y los robots centinelas.

Las cinco serafinas, sabiendo que estaban condenadas, siguieron sus últimas instrucciones. Se arrojaron todas juntas contra los robots, aullando. No tenían más armas que sus propios cuerpos, pero Niriem y sus compañeras destruyeron a veintiséis robots centinela y robots de combate antes de que las máquinas acabaran con ellas.

Cuando terminó la carnicería, Erasmo permaneció junto a Gilbertus Albans contemplando la escena. Serena estaba muerta en el suelo, con una expresión casi pacífica.
¿Qué sabe esta mujer?
Incluso muerta, parecía convencida de su victoria.

El joven pupilo del robot estaba pálido. Aunque nunca se le habían enseñado las emociones y había crecido al cuidado del robot, Gilbertus parecía tener una humanidad innata. Estaba mirando a la sacerdotisa.

—Me siento profundamente apenado, padre. —El joven parecía debatirse con sus pensamientos—. Pero sobre todo me siento furioso. Era valiente y admirable. Esto no tendría que haber ocurrido.

Erasmo asintió con su cabeza plateada.

—Es exactamente lo que esperaba que sintieras como humano. Omnius nunca entenderá por qué dices estas cosas, pero yo sí. Cuando el tiempo lo permita, exploraremos tus sentimientos más en profundidad.

Finalmente, los robots de combate que quedaban volvieron a sus posiciones y la voz atronadora de la supermente emergió de las paredes.

—¿Por qué ha hecho esto, Erasmo? Explícamelo.

El robot caminaba a un lado y a otro, ordenando sus pensamientos.

—Estoy preocupado, Omnius. Muy preocupado.

A pesar de la trágica escena que habían presenciado, el robot independiente sospechaba que las cosas habían salido exactamente como Serena quería. Erasmo temía las consecuencias. Sin quererlo, era posible que hubieran desatado el arma más peligrosa de todas.

103

Yo controlo la forma en que vivo mi vida. Cómo me recordará la historia ya es otra cosa.

A
URELIUS
V
ENPORT
, testamento administrativo
privado,VenKee Enterprises

El desastre les golpeó cuando volvían a los astilleros de Kolhar.

Aurelius Venport ocupaba el asiento del pasajero, e iba sumido en sus pensamientos, mientras Zufa pilotaba aquella nave convencional a través de un cinturón de asteroides próximo a Ginaz. Los escudos Holtzman les protegían del impacto de pequeños residuos, pero el sistema se sobrecalentaba con frecuencia a causa de las largas horas de uso. Aurelius esperaba que no tuvieran que pasar mucho más en medio de aquel cinturón.

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