Authors: Gonzalo Giner
—Por supuesto. En menos de diez minutos la señora García tendrá todo lo que ha pedido en su suite. Lo suyo le llegará a la vez. ¡Que lo disfruten!
Fernando colgó y abrió su bolsa de viaje para coger una carpeta donde guardaba toda la información que hasta el momento había conseguido reunir sobre los familiares del fallecido carios Ramírez. No era mucho. Sólo había localizado al tal Lorenzo Ramírez a través de un buscador de internet. Tras una única conversación, el 28 de diciembre, habían concertado la entrevista para la mañana del día siguiente. Con ese apellido había tenido que emplearse a fondo hasta localizar uno que había nacido en Jerez de los Caballeros y que, actualmente, dirigía la cátedra de Historia Medieval de la Universidad de Cáceres. Encontrar después su teléfono resultó una tarea bastante complicada. La universidad estaba cerrada por vacaciones y fue en uno de sus artículos, tras leerse unos cuantos, donde lo obtuvo, pues estaba al lado de sus datos profesionales. Se sentó en un confortable sillón y empezó a repasarlos mientras esperaba que llegase su cena.
Mónica se había desnudado y estaba disfrutando de una reconfortante ducha. Desde sus ocho salidas, el agua se repartía por todo su cuerpo procurándole un relajante efecto. Los nervios y la tensión del viaje parecían ir desapareciendo poco a poco. Se enjabonó todo el cuerpo con el gel del hotel y luego dejó que el agua la aclarara sin ninguna prisa.
Fernando estaba abriendo el sobre que había llegado a la joyería a última hora de la mañana desde Ámsterdam. Con las prisas por dejarlo todo arreglado en la tienda antes de salir de viaje, lo había guardado sin abrirlo, pensando hacerlo más adelante y con más tranquilidad.
Lo leyó con rapidez. Se quedó asombrado. Según exponía el informe, el brazalete databa de entre el siglo XVI y mediados del siglo XIII antes de Cristo. Habían identificado también el oro como una variedad muy común de las tierras altas del Nilo, bastante semejante en su composición al encontrado en otras joyas descubiertas en las tumbas faraónicas de esa época.
«¡Un brazalete egipcio! —pensó Fernando—. ¿Qué historia acumulará y por cuántas manos habrá pasado antes de caer en las mías?» Le resultaba tan asombroso pensar que tenía tal antigüedad como incomprensible la relación que podía tener con su padre. ¿Por qué le llegaría ese antiquísimo brazalete? Fernando buscaba algún detalle en la vida de su padre que le ayudara a encontrar una respuesta, pero no terminaba de dar con nada que le llamase la atención. Los recuerdos que conservaba de él no eran muy distintos de los habituales entre un niño y su padre: sus caricias, alguna que otra riña, los cuentos antes de dormir, sus tardes en la platería... A medida que fue creciendo descubrió en él nuevas facetas: la del trabajador infatigable y responsable, la del obstinado y perfeccionista, y sobre todo —muy por encima de las demás—, la del padre exigente. Desde pequeños les enseñó a entender el valor que tenían todas las cosas. Su negocio atravesó malos momentos, algo antes y, sobre todo, después de la Guerra Civil, lo que les llevó a vivir con estrecheces. Lo que hacía más increíble que hubiera llegado a hacerse con un brazalete egipcio de incalculable valor.
Llamaron a la puerta. Fernando se levantó y abrió a un camarero que traía un carrito con la cena. Le despidió con un flamante billete de diez euros y cerró la puerta, dejando el carrito en el salón, cerca de los sillones. Levantó la campana. El contenido consistía en un aromático jamón de bellota. Dentro de una caja redonda de mimbre apareció un pequeño queso del Casar, el más delicioso queso de Extremadura. Había pedido lo mismo para Mónica. Miró el reloj. Ya eran las once y media.
Se sentó en uno de aquellos confortables sillones blancos y empezó a pensar en ella mientras se comía el jamón. Recordaba el día que llegó para realizar una entrevista. La joyería tenía cada vez más ventas y necesitaba la ayuda de un experto en gemología que le sacase trabajo, para así dedicarse él más a otros asuntos. Había empezado a invertir en negocios inmobiliarios y estaba descuidando las compras y la tasación de las piedras. Necesitaba una persona cualificada que se dedicase de lleno y que se ocupara un poco de la gestión de la tienda. Mónica fue la tercera persona que entrevistó esa tarde.
Hacer entrevistas de trabajo era la peor de las pesadillas que uno podía desear a su peor enemigo. Resultaba un ejercicio agotador por el esfuerzo mental que había que invertir en captar, durante una breve conversación, hasta el más mínimo detalle que coincidiese con las características requeridas para el puesto, identificando a la vez los posibles defectos del candidato para el trabajo.
Las dos entrevistas anteriores le habían llevado una hora cada una. Cuando entró en la salita Mónica, la suma del esfuerzo le estaba empezando a pasar factura. La verdad es que desde el primer momento le gustó mucho, y no sólo por su impecable aspecto. Su expediente era perfecto. Había sido la número uno de su promoción y, tras finalizar sus estudios, había hecho un posgrado en el Instituto Gemológico de Basilea, uno de los más prestigiosos del mundo. Hablaba perfectamente inglés y francés, y todo eso con sólo veinticuatro años. Lo único que le faltaba era experiencia, ya que prácticamente acababa de regresar de Suiza y ésa era su primera entrevista.
Comparada con los otros dos entrevistados era la mejor con diferencia. ¡Un diamante en bruto, nunca mejor dicho! Pensó que podría enseñarle el oficio sin tener que luchar con ningún vicio adquirido y, además, él se beneficiaría de su reciente aprendizaje de las nuevas tecnologías. Sin dudarlo, ese mismo día la contrató.
—Buenas noches, Fernando. Primero, quiero decirte que has acertado plenamente con lo que me has pedido y, también, gracias por el champán. No tenías por qué. —Él le restó importancia—. Y por cierto, el mensaje que me ponías,
carpe diem
, si no recuerdo mal quiere decir algo así como «disfruta del momento» o «aprovecha intensamente cada día», ¿es cierto?
—Eso es exactamente lo que significa. Con ello sólo he tratado de contribuir, un poco, a que se cumpla esa expresión durante tu estancia en este maravilloso hotel.
—¡Eres muy amable! Te aseguro que lo estás consiguiendo.
A esto siguió una larga pausa que se mantuvo hasta que la voz de Fernando surgió de nuevo por el auricular.
—Hace un rato me estaba acordando de tu primer día en la joyería; la tarde en que te entrevisté. Nunca me has contado qué sensaciones tuviste.
—Pues mira qué casualidad —respondió ella—, mientras me estaba duchando también lo recordaba. Reconozco que ese día estaba muy nerviosa. Era mi primera entrevista de trabajo y sabía que tenía delante de mí a uno de los más famosos joyeros de Madrid. Querías cubrir un puesto que, desde el principio, supe que me venía como anillo al dedo. Recuerdo que estabas sentado en tu despacho, y que te encontré guapísimo. De ningún modo encajabas con la idea que me había hecho. Supuse que me iba a encontrar a un venerable anciano y, al verte, me costó un rato ponerme en situación para no quedarme como una tonta mirándote a lo ojos. Cuando, escasamente pasados diez minutos, me dijiste que contabas conmigo para empezar al día siguiente, me quedé estupefacta. En ese momento me veía como una cría llena de inseguridades, aún las sigo teniendo, y tú vas, y sin apenas saber nada de mí, me dices que soy la mejor para ese trabajo y me contratas. No te puedes hacer una idea del impacto que tuvo en mí. —Llevaba un buen rato hablando sola y pensó que debía estar aburriéndole—. ¡Menudo rollo que te estoy metiendo! —Él lo negó—. Bueno, lo mejor es que lo dejemos por hoy. Me apetece dormir. ¡Mañana tenemos un intenso día por delante!
Se despidieron. Después, ambos dieron cuenta de lo poco que quedaba en las bandejas con la cena y se acostaron. Mónica se llevó una copa llena del burbujeante champán a la cama, para saborearlo. Su mirada se dirigía hacia la puerta que la separaba de Fernando. ¿Por qué no se le ocurriría abrirla? Se la terminó de un trago, apagó la luz y se dispuso a dormir.
Cuando Mónica se despertó la luz del día atravesaba las grandes cortinas que cubrían los ventanales. Se estiró complacida disfrutando de aquellos últimos minutos en la cama. Una vez levantada, buscó en el armario la ropa que había decidido ponerse para ese día. Se asomó a un ventanal, tras descorrer las grandes cortinas, y contempló el paisaje. Una espesa neblina cubría el pueblo. Tenía pinta de hacer bastante fresco. Sintió un escalofrío y pensó que ir con una falda corta como la que se acababa de poner no iba a ser una buena decisión. Buscó nuevamente en el armario y encontró un pantalón de pana negra y un jersey de cachemira de cuello alto, negro también. Se cambió y se sentó a esperar a que Fernando la recogiera para desayunar. Casi al instante llamó a su puerta, vestido con unos pantalones vaqueros y un jersey azul marino.
—¡Buenísimos días, Mónica! ¿Cómo te encuentras esta mañana?
—¡Humm, totalmente descansada, pero con hambre!
—Pues si ya estás preparada bajamos a desayunar. ¿Te parece?
Fernando miró el reloj. Eran las nueve de la mañana. Si no se entretenían demasiado con el desayuno, calculaba que, saliendo a las nueve y media, llegarían a Jerez de los Caballeros antes de la hora. Allí había quedado con el único descendiente del misterioso Ramírez.
Entre uno y otro café se acordó de la carta de Holanda y se la enseñó para ponerla al corriente de la enorme importancia y antigüedad del brazalete. Terminaron el desayuno y preguntaron en recepción cómo tenían que hacer para llegar hasta Jerez de los Caballeros. El recepcionista les dibujó la mejor ruta en un pequeño mapa local. Salieron del parador y arrancaron el coche a las nueve y media.
Tomaron la carretera nacional, dirección Huelva, y a los pocos kilómetros se desviaron a la derecha, entrando en otra que les llevaba directamente hasta Jerez de los Caballeros. A los lados de la carretera la vista se perdía entre inmensas dehesas de encinas, donde pacían cientos de cerdos ibéricos y algunas vacas. El teléfono móvil empezó a sonar. Fernando comprobó en la pantalla digital que el número era el de su hermana Paula.
—Buenos días, Paula. ¿Por dónde andas?
—Ya voy de camino, querido. Acabo de pasar el pueblo de El Ronquillo. Si no tengo complicaciones, os veré justo para la hora de comer. ¿Cómo nos encontraremos?
Fernando pidió a Mónica que buscase en la guía algún restaurante para quedar. Localizó uno que tenía tres estrellas.
—Cuando llegues al pueblo, pregunta por un restaurante que se llama La Ermita. Allí estaremos hacia las dos de la tarde.
—¿Cómo van las investigaciones, hermanito? ¿Has averiguado algo nuevo?
Fernando repasó mentalmente lo que no le había contado todavía a Paula y le informó del más que sorprendente resultado del análisis del laboratorio holandés.
—Cuando nos veamos en el restaurante, ya te contaré todo lo que averigüemos en nuestra cita con el único descendiente que he podido encontrar del difunto amigo de padre. Espero que entonces pueda darte más información.
—¿Y dices que el brazalete es de origen y estilo egipcio? ¿Por qué crees que a padre le pudieron mandar un objeto tan antiguo y valioso? ¿Tú qué piensas, Fer?
—Por más vueltas que le doy, no termino de encontrar una respuesta. Me pregunto qué tuvo que ver nuestro padre con el difunto extremeño. Necesito saber quién era carios Ramírez y toda su historia. Sólo entonces podremos comprender qué tipo de relaciones pudo tener padre con él. La entrevista que vamos a mantener esta mañana va a ser muy importante.
—¿Vas con el manos libres?
—Sí, te estamos escuchando los dos.
—Bueno, pues coge el teléfono, que necesito preguntarte una cosa. —Fernando descolgó el aparato y siguió escuchando a Paula. ¿Qué se traería entre manos?—. ¿Has conseguido algún avance con Mónica que tenga yo que saber? Sólo tienes que decir sí o no.
—No mucho —contestó él, sopesando lo que decía.
—Tranquilo, ya te ayudaré un poquito.
—¡Ni se te ocurra meterte en medio! ¡Vale ya! ¡No sigas por ahí! No me da la gana seguir hablando contigo de tonterías. ¡Adiós! —Fernando colgó el teléfono y lo colocó en su soporte, un tanto molesto.
Mónica le miró llena de curiosidad, sin atreverse a preguntar.
—Mi hermana es incorregible. Sus cualidades artísticas, que reconozco van mejorando con el tiempo, no contrarrestan su manía por cotillearlo todo. Necesita controlarlo todo. Es superior a sus fuerzas. Cuando la vayas conociendo mejor te darás cuenta.
Ascendieron a un collado donde un cartel anunciaba el comienzo del pueblo. Fernando aparcó en la plaza de Santa Catalina, tras haber preguntado a un policía dónde podían encontrar el bar La Luciérnaga. El agente les indicó que darían con él a sólo dos calles de donde estaban.
Fernando miró el reloj del ayuntamiento. Marcaba las diez y media. Tenían todavía un rato para pasear y conocer algo del pueblo. No recordaba nada de su viaje de niño. Todo le resultaba completamente desconocido.
El bar La Luciérnaga se encontraba en uno de los laterales de la plaza, bajo un gran cartel luminoso, algo anticuado, de Coca-Cola. Al entrar en él todos sus clientes dejaron de hablar y les estudiaron de arriba abajo, sobre todo a Mónica, que esa mañana estaba especialmente atractiva.
Un camarero de barriga prominente, desde detrás de la barra, tras haberle preguntado por don Lorenzo Ramírez, les señaló a un hombre que estaba de espaldas, sentado a una mesa al fondo. Fueron hacia él.
—Buenos días. ¿El catedrático don Lorenzo Ramírez?
El hombre, al ver a Mónica, se puso de pie.
—Soy yo. Usted debe ser don Fernando Luengo. —Estrechó la mano a Fernando y se dirigió hacia Mónica, a quien besó cortésmente la mano tras ser presentada por Fernando como su ayudante—. Por favor, les ruego que tomen asiento.
Ayudó a hacerlo a Mónica y llamó al camarero, que no se perdía ni un detalle de aquellos visitantes.
—¿Desean tomar algo los señores?
El camarero aprovechó para limpiar con un trapo la mesa arrastrando los restos que había dejado algún cliente anterior. Mónica pidió una Coca-Cola Light y Fernando un café bien cargado. Don Lorenzo no pidió nada. Mónica empezó a estudiar al hombre. En torno a cincuenta años. Pelo totalmente blanco, un poco pronto para su edad, pensó. Nariz y barbilla prominente. Los ojos apenas se le veían detrás de los cristales graduados de sus gafas. Se había mostrado muy educado con ella y vestía bien, por lo que Mónica decidió, satisfecha de su análisis, que estaba delante de un caballero extremeño.