La cuarta alianza (18 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: La cuarta alianza
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El freire se acercó hacia Pierre y cogiéndolo cordialmente del brazo le separó del grupo, dirigiéndose hacia el refectorio donde les aguardaba un sobrio almuerzo.

—Aprovechándome un poco de vuestra presencia y oficio, me preguntaba si podríais dedicarme un rato, tras el almuerzo, para aconsejarme sobre un nuevo proyecto que tenemos para ampliar nuestra hacienda. ¿Lo haríais por mí? —Deseaba interrogarle a solas, sospechando que Pierre no estaba allí por su propia voluntad.

—Nada me agradaría más que ayudaros.

Llegaron a un amplio refectorio, donde habían servido unas hogazas de pan negro y un variado surtido de verduras cocidas. Dispuestas entre los platos, unas jarras de barro con vino. Mientras daban buena cuenta de la comida, Esquivez le contó cómo era la vida diaria en aquella heredad del Temple, cuál era el trabajo que desempeñaban los monjes y el producto principal de la hacienda: un excepcional vino, muy afamado en todo Segovia, que vendían para enviar el dinero obtenido a Tierra Santa.

Terminaron el almuerzo y salieron al claustro. Esquivez encargó a un monje que acompañara y enseñara la hacienda a los dos templarios, mientras él y Pierre iban a estudiar el proyecto de la nueva obra. Pedro Uribe trató de evitarlo sin ningún éxito. No le hacía ninguna gracia que Pierre se quedase a solas con Esquivez, pero aquel hombre resultaba bastante convincente.

Pierre y Esquivez entraron en un austero despacho y éste cerró la puerta tras de sí. El freire no perdió un segundo.

—¡Pierre, sé perfectamente quién eres! —Aquella entrada pilló al constructor completamente de sorpresa—. Seguro que sabes que Juan de Atareche es íntimo amigo mío, pero dudo que sepas que también sé bastantes cosas de ti, a través de él. He maquinado este encuentro para estar a solas y así darte la oportunidad de hablar con sinceridad. —Le invitó a sentarse—. Para tu tranquilidad, debes saber que también conozco a Pedro Uribe y que tengo de él unas pésimas referencias. Algo muy raro está pasando y necesito que me lo expliques. Cuenta con toda mi discreción y ayuda.

Pierre trató de sobreponerse con rapidez a aquellas afirmaciones tan rotundas y, tras un breve silencio, buscó sus ojos. Encontró en ellos la confianza que necesitaba y comenzó a hablar:

—Nuestro amigo Juan de Atareche está muerto —dejó caer la noticia y estudió la reacción de Esquivez.

—¿Muerto?, ¿Cómo es posible? —Sus ojos empezaban a humedecerse—. Sé que estaba muy enfermo, pero no que hubiera muerto...

—Hace unos días murió en su encomienda. Pude verle unas horas antes de que sucediera, pero debes saber que no murió de forma natural.

Esquivez le cortó, ahora completamente bañado en lágrimas.

—¿Quieres decir que su muerte fue provocada? —Se enjugó las lágrimas con un pañuelo blanco que sacó de un bolsillo interior.

—Digamos que la aceleraron, pues antes ya estaba agonizando. Sé que el que precipitó su muerte fue Pedro Uribe.

—¡Ese malnacido! ¡Tendrá valor para presentarse aquí mintiendo y disimulando después de lo que ha hecho! —Apretaba los puños con fuerza—. Seguro que tú sabes para qué ha venido aquí y qué negras intenciones tiene.

Pierre le narró todos los acontecimientos ocurridos en Puente la Reina: la pista que Atareche le dejó dibujada en sus sábanas; su huida tras descubrir el cadáver; sus deducciones sobre el contenido del mensaje y cómo había llegado a la conclusión de que Juan quería dirigirle hacia allí para encontrarse con su amigo. Luego siguió con los detalles de su captura, en pleno centro de Segovia, por Pedro y su ayudante. Le habló de cómo logró saber lo que buscaban, un cofre y un pergamino, y por qué sospechaban que habían sido escondidos en la iglesia del Santo Sepulcro.

—¡Entonces lo saben! —le interrumpió Esquivez, contrariado, pensando en voz alta—. Y te mandó a ti para ponerme sobre aviso. Voy entendiendo... —Se rascaba el mentón pensando en cómo quitarse de en medio a Uribe y a su ayudante de la forma más discreta. Pierre cortó sus pensamientos.

—Por tu reacción, entiendo que esos objetos existen de verdad.

—Por supuesto que existen y están bien escondidos. —Se levantó e inició una serie de nerviosos paseos a su alrededor, que Pierre seguía volviendo la cabeza de un lado a otro.

—Ellos saben lo que son, pero no lo que contienen. ¿Qué hay dentro que tanto interés despierta hasta en la misma sede del Temple?

—¿También Acre está al corriente de todo esto?

Afortunadamente, y para descanso de su cuello, Esquivez se había quedado parado frente a él.

—Eso me comentaron ayer. ¿Qué puede ser tan importante para movilizar a tanta gente y de tan alta jerarquía? —Pierre ardía en deseos de conocer más detalles.

—No te lo puedo contar ahora. Confía en mí. —Estrechó su mano—. Llegado el momento, y te aseguro que va a ser pronto, lo sabrás, mi estimado amigo Pierre. Ahora debemos buscar a tus captores y seguirles el juego.

—¿Y qué debo hacer yo?

Esquivez parecía tener un plan y Pierre deseaba saber cuál iba a ser su papel. Esquivez, brevemente, le explicó que les dejaría acudir a la iglesia para inspeccionarla. Les acompañaría al principio para mostrarles los detalles más importantes del templo y luego les dejaría solos, aunque se quedaría cerca y a la espera. Pierre tenía que estar en torno a una hora aparentando estudiar el templo, después debía conseguir que Pedro subiese a la segunda planta del edículo.

—Verás que hay una trampilla en el techo. Los objetos están tras ella. Una vez allí, tú sólo espera a que yo llegue. Entraré por una puerta lateral, sin que nadie me advierta, y el resto corre de mi cuenta.

Pedro Uribe estudió a fondo el rostro de los dos hombres, preguntándose de qué podrían haber hablado tanto rato, pero no notó nada especial. Le informaron de que partirían de inmediato al templo, atendiendo a sus deseos. Sus caballos ya estaban ensillados. Les acompañaría el propio comendador Esquivez. De camino, Uribe se acercó al caballo de Pierre y lo separó del resto para hablar un momento a solas.

—Pierre, te veo demasiado tranquilo. Espero que sepas cumplir tus promesas y que no hables más de la cuenta. ¿Has conseguido que nos deje un buen rato a solas en el templo?

—Ha comprendido que necesito hacer muchos cálculos para captar su estructura y que, para ello, es esencial que nadie nos moleste durante un buen rato.

—¡Bravo, Pierre! Reconocí que no te faltan recursos. ¡Perfecto! Estoy a un solo paso de conseguir mi cofre y mi papiro.

Pierre le miró asqueado ante el descarado gesto de avaricia con que había pronunciado «mi cofre y mi papiro».

Al final de una cuesta divisaron el perfil de la iglesia del Santo Sepulcro. Pierre iba estudiando su peculiar estilo a medida que se iban acercando. El templo era estrictamente dodecagonal, con tres ábsides en su cara sur y una torre cuadrada de dos cuerpos en su cara oeste. Sobria en su decoración exterior. Los canecillos sin labrar, a diferencia de otros muchos templos románicos de su época.

Llegaron hasta la puerta principal, donde dos templarios, armados con largas espadas, coraza y yelmos, guardaban el templo. Tras mandar que abriesen las puertas entraron todos en completo silencio. Pierre observó la decoración de la puerta principal, que constaba de un gran arco abocinado con tres arquivoltas apoyadas sobre seis columnas. Alguno de sus capiteles presentaban decoraciones vegetales, motivos humanos o animales, que no tuvo tiempo de reconocer. Le gustaba interpretar las esculturas que decoraban los templos, tanto en los canecillos como en los capiteles. Tenía como uno de sus más preciados libros una edición original del
Bestiario
, un libro que se había hecho muy popular en esos años. En él se explicaba a los no iniciados cada uno de los significados de esas esculturas.

—Señores, ésta es la famosa iglesia de la Vera Cruz, que conocíais como la del Santo Sepulcro. Cambió de nombre coincidiendo con el envío de un
lignum crucis
por el papa Honorio III. —Gastón de Esquivez se colocó en el centro del pequeño grupo para explicar las características del edificio—. Nuestro bien más preciado se encuentra en el interior del edículo central.

Apuntó con su dedo a un bello relicario de plata que contenía un fragmento de la Santa Cruz y que reposaba sobre un pequeño altar. Ambos se encontraban en el centro de una pequeña cámara dentro del edículo, en su planta baja. A la cámara se accedía por cuatro puertas, cerradas a media altura por unas sobrias verjas de hierro.

Pierre observó que el edículo constaba de dos cuerpos. En el inferior se localizaba el
lignum crucis.
AI cuerpo superior se accedía por una escalera lateral. Comprobó que el cuerpo principal del edículo se unía en un arco de medio punto al techo del deambulatorio. Intentó encontrar esa tercera altura a la que se refería la pista dada por Atareche, pero no acababa de ver ninguna otra por encima del segundo nivel del edículo. Debía de estar tras la trampilla a la que había hecho referencia Esquivez.

Se arrodillaron ante el relicario para rezar unos minutos. Después, el grupo recorrió el resto del templo admirando su bella decoración. Sobresalían sobre todas las demás obras de arte dos frescos que decoraban dos de sus tres ábsides. El del centro estaba presidido, tras su altar mayor, por un bello crucifijo de madera de grandes dimensiones. En el mismo ábside, y sobre un pedestal, se encontraba un sagrario bastante deteriorado. Ya habían recorrido toda la iglesia, cuando Gastón se acercó hacia Pierre.

—Pierre, como ya hemos terminado de verlo, podéis ahora quedaros el tiempo que necesitéis para estudiarlo con detenimiento. Confío en que vuestro buen oficio os sirva para tomar ideas con vistas a vuestro nuevo templo. Si necesitáis cualquier cosa, avisad a los monjes guardianes. Daré orden de que os atiendan en todo lo que podáis necesitar.

Salió del templo cerrando la puerta tras de sí, dejando solos a Pierre y a Pedro. Lucas, por orden de Pedro, se había quedado acompañando a los guardianes para asegurarse de que no les molestasen en un buen rato.

—¡Manos a la obra, Pierre! Para ganar tiempo vamos a buscar por separado.

Pedro se dirigió hacia los ábsides, inspeccionando en ellos hasta la más mínima rendija. Comprobaba piedra a piedra, cerciorándose de que no ocultaran ninguna cavidad que pasase inadvertida a simple vista.

Pierre empezó por el extremo opuesto, simulando hacer otro tanto, agotando el tiempo previsto antes de subir a la segunda planta. Se preguntaba cómo conseguiría Esquivez, a su edad, frenar las posibles reacciones de Pedro cuando descubriese la estratagema. Tras un rato subió por las escaleras hacia el segundo piso del edículo. Su estructura era también dodecagonal, y en cuyo centro se alzaba un pequeño altar labrado en piedra y sobre él un Cristo yaciente.

Tres ventanas se abrían en sus laterales; la más grande estaba enfrente del altar mayor. Desde ella veía a su enemigo dedicado en alma y cuerpo a la inspección de cada rincón de la parte baja. La bóveda de esa capilla estaba enervada al estilo árabe. En su arranque contaba con nueve pequeñas ventanitas por las que entraban unos chorros de luz. A gran altura, y un tanto oculta, estaba la trampilla de madera que atrajo de inmediato su atención.

Asomándose a una ventana llamó a Pedro para que fuera a verla. En pocos segundos estaba en el edículo, mirando hacia arriba, en la dirección que Pierre señalaba. Pierre estaba muy nervioso, esperando la inminente llegada de Esquívez, que parecía retrasarse más de lo calculado.

—Pedro, creo que detrás de esa trampilla está lo que buscamos. Para llegar necesitaremos un tablón o una escalera. He visto que había un madero colgando por fuera de esa ventana, la que da al altar. Intenta cogerlo. Nos puede valer.

Pedro fue muy decidido hacia la ventana. Se asomó, sin encontrar ningún madero. Se estaba volviendo cuando vio la cara sonriente de Esquivez. Sus dos manos le empujaban hacia el vacío. Pedro, horrorizado, intentó agarrarse a los lados; pero no encontró asidero y cayó con todo su peso. Se estampó contra el suelo.

Pierre no había visto entrar a Esquivez, ni el momento en el que éste había aprovechado para empujarle, pero la velocidad y el resultado de los hechos le habían dejado paralizado. Odiaba a Pedro Uribe por lo que le había hecho a su amigo Juan, y por motivos propios, pero no había pensado que Esquivez diese al asunto una solución tan violenta, aunque, una vez hecho, tampoco le molestaba demasiado.

—¡Éste ya no podrá mortificarnos más...! —Miró satisfecho a Pierre—. Del otro, nos encargaremos más adelante.

Bajaron para comprobar su estado. Al llegar, vieron que no se movía. Estaba bañado en sangre y aparentemente no respiraba. Al mismo tiempo, advertido por el fuerte ruido, Lucas quiso saber lo que pasaba y entró corriendo. Su mirada recayó primero en el difunto Uribe y a continuación en la del comendador Esquivez, que permanecía junto a Subignac al lado del cadáver.

Gastón trató de agarrarlo, pero éste salió a toda velocidad hacia la puerta exterior. Esquivez gritó para advertir a los guardianes cuando Lucas ya los había superado y saltaba a lomos de un caballo. Partió al galope en dirección opuesta a Zamarramala.

Tras alcanzar el exterior del templo, Esquivez observó cómo el huido desaparecía entre unas lomas. Ordenó su persecución, aunque preveía el fracaso del intento.

—¡Maldita sea! —exclamó enfurecido—, si esto llega a oídos de nuestros superiores empezaré a tener verdaderos problemas.

Miró hacia el horizonte, tratando de ver si, por suerte, sus hombres conseguían capturar al monje. Poco más podía hacer ya. Pierre, a su lado, le observaba, imaginando la crítica situación en la que se hallaría al freire templario en cuanto se supiera lo que acababa de hacer. Sintió lástima por él. Estaba abatido.

—¡Vamos a sacar el cuerpo de Pedro! Lo enterraremos en un lugar discreto antes de que vuelvan mis hombres.

Pierre tuvo que poner doble esfuerzo en el trabajo, pues Esquivez no gozaba de buenas condiciones físicas y resoplaba tanto que parecía que se le iba la vida en ello. Lo subieron con mucha dificultad en uno de sus caballos y partieron hacia un lugar que Esquivez conocía, por lo visto lleno de cuevas, donde darle sepultura sin la presencia de miradas comprometedoras.

La tierra no estaba muy dura, pero excavarla con sólo una piedra convirtió el trabajo en una pesadilla para Pierre. Ante el lamentable estado físico en que había quedado Esquivez, ni se había planteado otra posibilidad que la de hacerlo a solas.

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