Authors: Gonzalo Giner
—En su mayoría, las cartas iban dirigidas a otros comendadores templarios; como a un tal Juan de Atareche, de la encomienda de Puente la Reina, en Navarra. También, a seis templarios franceses de las regiones del Languedoc, Champaña y el Rosellón. Dos destinatarios más eran ingleses y otro más catalán, un tal Joan Pinaret, de la encomienda de Begur, y por último, a un italiano. El dato definitivo, que nos sirvió para identificarlos como integrantes de ese grupo secreto, resultó ser un pequeño detalle que aparecía en los correos de Gastón de Esquivez y que éste ponía al final de cada uno de sus nombres y sólo en ellos. Eran dos simples letras, «FL.», que aparentemente no tenían ninguna relación con sus siglas o con alguna otra abreviatura más o menos clásica. Tras dar muchas vueltas a su posible significado, finalmente las pudimos relacionar con las iniciales en latín de
filii lucis
o «hijos de la luz», en castellano. Lo que me ayuda a conectar con tu segunda pregunta acerca de la clase de grupo que constituyeron aquellos doce personajes. —Lucía adoptó un gesto lleno de trascendencia, consciente de lo que iba a decir—: ¡Fernando, estoy segura de que se trataba de una comunidad esenia en pleno siglo XIII!
—Lucía, vayamos por partes. Llevo varias veces oyéndote hablar de los esenios. Lamento mi ignorancia, pero no sé mucho de ellos. ¿Me puedes explicar quiénes eran, o son, los esenios?
—Tienes razón, Fernando. Debo empezar por el principio. Dejemos de momento a nuestro amigo y a su grupo, y te cuento lo que sé de los esenios. Pero antes, si quieres, nos tomamos otro café. ¿Lo quieres solo? —Se incorporó en el sillón y cogió su taza, a la espera de su contestación.
—¡Sí, solo! Pero, por favor, corto de café.
Lucía retomó la conversación explicándole que los esenios habían sido un grupo no muy numeroso, que integraban una de las ramas filosóficas del judaísmo, en convivencia con las otras dos oficiales: los saduceos y los fariseos, unos dos siglos antes de Jesucristo y hasta unos setenta años después. Durante sus inicios, habían formado comunidades estables en muchos pueblos de Samaria, Judea o Galilea. Pero, en torno a ciento ochenta años antes de nuestra era, se escindió una secta que decidió ir a vivir al desierto y en las inmediaciones del mar Muerto.
—Casi se puede afirmar —especificó Lucía— que con ellos se inicia una de las formas clásicas de ascetismo religioso: la vida eremita. Ésta consiste, básicamente, en aislarse del mundo para vivir en oración, en lugares como cuevas o parajes naturales, pero viviendo en comunidad y no completamente solos, como lo hacen los anacoretas.
»Los esenios construyeron en el desierto, dentro de las montañas, auténticos monasterios excavados en la piedra. Dentro de las cuevas vivían juntos, renunciando a los bienes de esta tierra, rechazando todo contacto sexual, compartiendo la comida, predicando el amor fraterno y tratando de hacer el bien. También dedicaban gran parte del día al estudio de los libros sagrados y a la escritura. Odiaban a los saduceos, a los fariseos y a los escribas, a los que acusaban de haber violado la ley de Moisés, de haberse quedado sólo en la aplicación del precepto, y en la letra, y de haberse burlado de la tradición oral.
»En el año 1947 ocurrió un acontecimiento trascendental en el desierto de Judea, una región de lo que era, en ese momento, Jordania. El árido paisaje donde se produjo el suceso estaba sembrado de decenas y decenas de pequeños montes, horadados a su vez por miles y miles de pequeñas cuevas. En una de ellas, muy cerca del mar Muerto, en la zona de Qumram, un pastor de cabras árabe, caminando con su ganado, encontró varias vasijas de barro que contenían una docena de pergaminos enrollados y algunos papiros que, a primera vista, le parecieron muy antiguos. Considerando que podían tener mucho valor, los vendió en un mercado a un comerciante y, tras pasar por varias manos, terminaron en las de un investigador judío, que los sacó a la luz. La prensa inmediatamente se hizo eco de la sorprendente noticia y se puso en marcha una expedición de arqueólogos que empezaron a investigar en los miles de cuevas de la zona. En poco tiempo encontraron unos ochocientos rollos y papiros, dentro de cientos de tinajas de barro, repartidas en numerosas cuevas a lo largo de todo el desierto. Su excelente estado de conservación fue uno de los aspectos más sorprendentes. La bajísima humedad y las suaves, y muy estables, temperaturas en el interior de las cuevas fueron las responsables de que mantuvieran sus características originales durante cientos de años. Al poco tiempo se confirmó científicamente que los papiros tenían en torno a los dos mil años y que habían sido escritos por las comunidades esenias que habían habitado aquellos monasterios, constituidos a lo largo de esas paupérrimas regiones.
»Puedes hacerte una idea del notición que supuso en su momento. Ocupó las primeras páginas de todos los periódicos de la época: "Aparece una biblioteca de papiros, contemporáneos a Jesucristo". Confirmada su antigüedad, empezó una auténtica carrera para traducirlos, en varios lugares del mundo y a la vez. A medida que fueron avanzando los trabajos, se pudo saber que la mayor parte de los rollos eran manuscritos, o copias, de los libros del Antiguo Testamento, del Pentateuco. También aparecieron versiones de antiquísimos libros de profecías anteriores a Jesucristo, como la de Enoc y las de Jeremías y Elías. Pero, tal vez, lo que sorprendió más a la comunidad internacional fue el descubrimiento de la doctrina esenia, las bases de su fe y todo el conjunto de sus reglas. Los esenios escondieron esos pergaminos durante el levantamiento judío, en plena ocupación romana y hacia el año 67 de nuestra era, cuando temieron que sus comunidades podían ser atacadas y destruidas por los soldados romanos. No estaban muy equivocados, porque la desaparición de las comunidades esenias de Qumram se produjo hacia el año 69 después de Cristo. Para mantener a salvo sus libros sagrados, los guardaron dentro de tinajas, en distintas cuevas, pensando que así sería más difícil su localización.
—¡Y lo consiguieron, Lucía! ¡Tuvieron que pasar casi veinte siglos para que alguien los encontrase!
—Cierto. Gracias al estudio de los papiros, y de cientos de esos rollos, se ha conocido mucho mejor el mundo esenio. Parece ser que la comunidad de Qumram, a cargo de un jefe que llamaban el Maestro de Justicia, se exilió en el desierto a partir de una escisión de la anterior comunidad esenia, que estaba repartida por toda Palestina. —Lucía dejó de hablar un momento para saborear un sorbo de coñac—. ¡Atento ahora a lo que te voy a contar! Espero que te suene a algo. —Agarró su mano, tratando de atraer aún más su atención—. Uno de los pergaminos empezaba diciendo: «Así comenzó la guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas». En él se narraba la instalación de la comunidad en Qumram. Ésta fue fundada por varios sacerdotes, concretamente doce, que habían residido en el Templo de Jerusalén, el cual abandonaron posteriormente como consecuencia de su rechazo del fariseísmo. Por ello, al resto de los sacerdotes del templo, como también a los romanos, los llamaban los
kittim
o «los hijos de las tinieblas». Parece ser que no pudieron soportar más tiempo ver cómo seducían al pueblo con sus falsas palabras, más preocupados por mantener las buenas relaciones con el poder religioso, sin interesarse en hacer crecer la fe en Dios. El texto continuaba diciendo que los hijos de la luz habían fundado en el desierto un nuevo Templo, que sustituía al antiguo, formando una nueva alianza entre Dios y su pueblo a través de otro éxodo por el desierto y otro asentamiento en una nueva tierra prometida, en Qumram. Así lo hicieron, y en pocos años fueron estableciéndose varias comunidades alejadas de la civilización.
Fernando empezó a relacionar las descripciones de los primeros esenios con el grupo secreto del comendador Esquívez.
—Doce sacerdotes... del Templo... que renuncian a su condición y establecen una comunidad distinta. Que buscan una nueva alianza con Dios y un nuevo éxodo al desierto de Judea... en una nueva tierra... —deducía Fernando—. ¡Lucía, ya lo voy comprendiendo! Tu grupo de templarios, con Gastón de Esquivez a la cabeza, eran sacerdotes, también doce, formaron una comunidad secreta y se llamaban a sí mismos los hijos de la luz. Demasiadas semejanzas para pensar en casualidades, ¿verdad?
Fernando estaba casando las piezas sueltas y empezaba a verle un sentido al conjunto. Ahora entendía mejor cómo había conseguido Lucía llegar a saber que se trataban de esenios, cuando, antes, le había parecido demasiado aventurado que hubiera llegado a esas conclusiones a partir de la interpretación de las letras «F» y «L», que podrían haber tenido muchos significados distintos y todos válidos.
—¡Ya voy entendiendo el porqué de tus deducciones, Lucía! ¡Eres genial!
—Gracias por el elogio, pero es mérito de dos. Cuando el becario y yo nos dimos cuenta de esas analogías, empezamos a hilar un montón de cabos sueltos que ahora podemos interpretar en conjunto y no aisladamente, como lo veníamos haciendo. Me refiero, por ejemplo, a aspectos relacionados con la iglesia de la Vera Cruz. Un templo dodecagonal; por tanto, una vez más, el número 12 por medio. Levantado por templarios, llamados así por haber fundado su orden en el mismo lugar donde había estado el Templo de Salomón. La fecha de entrega de la reliquia a la Vera Cruz por parte de Honorio III fue en 1224, una cifra resultado de juntar 12 + 24. ¡Veinticuatro eran los sacerdotes que tenía el Templo, Fernando!, y doce los que lo abandonaron para fundar la secta esenia, según quedó escrito por ellos mismos.
La cara de Fernando no podía reflejar más asombro.
—¿Sigo? —preguntó Lucía, que no podía contenerse las ganas de seguir relatándole sus descubrimientos.
—¡Pues claro, me tienes embrujado!
—Si te has fijado, la orografía que enmarca a nuestra querida iglesia de la Vera Cruz es muy peculiar. Rodeándola por su cara norte, hay un monte bajo lleno de pequeñas cuevecitas, «las grajeras», como las llaman popularmente por la cantidad de grajos que anidan en ellas. ¡Un paralelismo más con las áridas montañas, llenas de cuevas, de los alrededores del mar Muerto! —Los ojos de Lucía iban cambiando de intensidad a medida que avanzaba en su argumento.
—¿Crees que ese grupo de templarios, digamos que de afinidades esenias, pudo seleccionar ese emplazamiento por ese motivo?
—No lo sé —contestó ella—, pero insisto, empiezan a ser demasiadas casualidades juntas.
—Estoy de acuerdo contigo, Lucía. ¡Demasiadas coincidencias!
—Pues sigo, porque hay más. Cuando estuvimos visitando la iglesia de la Vera Cruz, recordarás que hablamos sobre las cámaras ocultas, y que os dije que podían haber sido empleadas como lugares de reclusión para un grupo selecto de monjes que pretendían imitar la vida eremítica, por lo menos durante cortos períodos de tiempo.
—¡Lo recuerdo! Unos investigadores sostenían que eran cámaras de penitencia; otros, centros de iniciación para los nuevos aspirantes, y otros, simplemente lugares para ocultar objetos discretamente.
—¡Excelente memoria, Fer!
Lucía soltó su mano, después de haberla tenido sujeta un buen rato, y le preguntó si no le importaba que le llamase así, usando aquel apócope que había oído emplear en varias ocasiones a su hermana. Fernando aceptó sin problemas, y ella continuó con sus explicaciones.
—Sin ánimo de restarle posibilidades a esos probables usos, creo que nuestro amigo Esquivez y su comunidad esenia la mandaron edificar o, por lo menos, quisieron levantarla como «su nuevo templo», a imagen de los primeros sacerdotes que constituyeron la comunidad esenia de Qumram. Y es más, creo que, al igual que hicieron sus antepasados, ellos dieron a la Vera Cruz una doble función: como lugar donde pudieran llevar una vida eremítica por un lado, y por otro, cada vez estoy más convencida de ello, para esconder en algún punto, extremadamente secreto, algunos objetos que podían usar durante sus capítulos. De esto último no tengo pruebas, pero mi sexto sentido me dice que trataban de tener también su sanctasanctórum, o lugar secreto, a la manera del que hubo dentro del original Templo de Salomón.
—¿Cuándo podemos investigar la iglesia a fondo, Lucía? ¿Crees que aún puede haber algo escondido? —Fernando parecía entusiasmado con la idea de buscar un posible tesoro.
—¡Desde luego, tu padre debió de creerlo! Y yo también lo creo, Fernando, aunque, lamentablemente, no te puedo contestar todavía a la primera pregunta. Ya he solicitado al ministerio una autorización para cerrar la iglesia al público y realizar una profunda investigación en su interior. Quiero saber de una vez por todas si de verdad hay o no algo oculto en ella. Estoy a la espera de una respuesta oficial, que calculo podré tener en una o dos semanas.
—¡Cuenta conmigo, Lucía, te lo pido por favor! ¡Quiero estar presente si aparece algo! —Esta vez era Fernando el que agarraba una de sus manos, poniéndole cara de pena.
—No te preocupes, ya contaba contigo. Además, quiero ver el interior de la tumba de tus antepasados y creo que lo mínimo es que estés presente.
Se abrió la puerta del salón y Manolo anunció que el señor Ramírez acababa de llegar.
—Manolo, antes de hacerle pasar, denos cinco minutos más, por favor —ordenó Lucía—. Fernando, creo que antes de hacerle partícipe de estas cosas, sería mejor que primero supiéramos lo que tiene él. Si no nos aportase nada nuevo, sería partidaria de no mostrarle todavía nuestras cartas ni nada de lo que hemos estado hablando esta tarde. Por cierto, aún no te lo he preguntado, ¿ya sabe lo del brazalete?
—No, hasta ahora sólo sabe que se trata de una joya antigua. De todos modos, pienso que no debería parecer que tratamos de ocultarle información. Por haber usado esa misma técnica, la primera vez casi se me largó sin darme más explicaciones. Seamos prudentes, pero algo debemos contarle.
Manolo abrió la puerta del salón tras golpear tres veces e invitó a entrar a don Lorenzo Ramírez.
Lucía y Fernando se levantaron y fueron a su encuentro. Fernando se adelantó para darle la mano y presentarle a Lucía.
—¡Me alegro mucho de verle, don Lorenzo! Lucía Herrera, su colega y directora del Archivo Histórico de Segovia y propietaria de esta casa. —Se dirigió después a ella—. Lucía, don Lorenzo Ramírez es catedrático de Historia Medieval de la Universidad de Cáceres y, como sabes, nieto de carios Ramírez, amigo de mi padre y responsable del famoso paquete de correos que apareció en tu archivo.