Authors: Gonzalo Giner
Lorenzo la dejó a media palabra, muy emocionado.
—Lucía. Has dicho Joan Pinaret, ¿verdad?
—Sí, uno de ellos creo que era Joan Pinaret. Debía de ser el más joven del grupo, a tenor de algunos comentarios que se hacían en las cartas sobre él. Como si fuese un discípulo que estuviese iniciándose para la comunidad.
—Creo que no os lo había dicho todavía —Lorenzo respiró, solemnemente—, pero el comendador que firmaba el documento de entrega del brazalete era un tal Juan Pinaret... —Miró seguidamente a cada uno, haciendo una pausa—. ¿Qué os parece, creéis que hablamos del mismo?
Lucía calculó mentalmente la diferencia de fechas. De los documentos que hacían referencia a Pinaret, los más antiguos eran de 1244. Sin embargo, la fecha del que había localizado Lorenzo era de 1312, y en Jerez de los Caballeros, ¡muy lejos por tanto de Cataluña! Entre ellos, transcurrían sesenta y ocho años. ¡Era mucho tiempo! Pero podía ser. «¿Por qué no?», pensaba Lucía.
—En mis documentos, Pinaret aparece como un joven novicio recién admitido en la comunidad. Imaginemos que tuviese en torno a los dieciséis o dieciocho años. Algunos años después, por el motivo que fuera, pudieron destinarlo a la encomienda de Jerez de los Caballeros. Si no me salen mal las cuentas, pudo firmar el documento que encontró Lorenzo con ochenta y tres u ochenta y cinco años. ¡Suena raro, pero no es imposible!
—Desde luego, el nombre coincide, aunque en Jerez no firmase como Joan, y, desde luego, su adscripción esenia también. Yo creo que debemos pensar que el señor Pinaret constituye el eslabón que une definitivamente los dos emplazamientos templarios, el de Zamarramala y la encomienda de Jerez de los Caballeros. —Fernando empezaba a verlo todo bastante más claro.
—En resumen, sabemos que dos templarios, uno vinculado a la Vera Cruz y el otro, primero en Cataluña, y luego en Jerez de los Caballeros, formaron parte de un grupo secreto esenio. En un caso, el de Jerez, cedió temporalmente un objeto a mi familia, que era, nada menos, que el brazalete de Moisés. Del templario de Zamarramala no sé mucho... —Lorenzo trataba de estructurar lo que habían averiguado hasta el momento.
—Nosotros sabemos alguna cosa más —intervino Lucía—. También hallé una referencia a unos objetos en uno de los escritos, en concreto en el que se justificaba el asesinato del tal Pierre de Subignac. En él se mencionaba un medallón, un cofre y un papiro. ¡Eso es todo lo que sabemos!
—¡Muy curioso! —repuso Lorenzo—. De momento, en nuestro recuento de objetos, sumamos un brazalete, un medallón, un cofre y un papiro. —Se dirigió hacia Fernando al caer en un detalle—. ¿Te das cuenta de que en su mayor parte se trata de joyas...? Me parece que, en esta historia, nada de lo que está ocurriendo es fruto de la casualidad. Pensad por un momento en este razonamiento: nos hemos juntado dos historiadores y un joyero para tratar de desenredar una compleja trama acontecida hace casi ocho siglos y, a medida que nos vamos metiendo más y más dentro de ella, todo lo que hemos descubierto hasta ahora resultan ser joyas u objetos de incalculable valor histórico y religioso. Me intriga saber si el resto tendrá un valor comparable al del brazalete de Moisés.
Lucía le contó sus sospechas sobre la posibilidad, aunque remota, de que algunos de aquellos misteriosos objetos estuvieran escondidos todavía en la iglesia de la Vera Cruz. Y que, por ello, había solicitado al ministerio una autorización para investigarla a fondo. Aprovechó para decirle que le avisarían, por si estuviese interesado en participar en ella o seguirla de cerca.
—¡Gracias, Lucía! Cuento con ello. —Se acomodó en el sillón y miró a Fernando—. Entonces, toda esa parte la podemos aparcar de momento hasta saber qué encierra la iglesia de la Vera Cruz. Ahora sólo nos queda saber qué hacían mi abuelo y tu padre en todo este jaleo.
Cansada de estar sentada tanto rato, Lucía se levantó del sillón y se colocó frente a ellos, de espaldas a la chimenea. El reloj del salón acababa de marcar las ocho. Pensó que sería interesante dilucidar el punto que acababa de proponer Lorenzo, para abordarlo de un modo diferente.
—Os propongo que hagamos lo siguiente: vosotros tratáis de escribir en una hoja todos los datos que recordéis sobre ellos: fechas, contactos, trabajos, documentos que hubieseis guardado de ellos, o sencillamente recuerdos importantes que puedan tener algo de interés. Lo hacéis por separado y lo más sintético que os sea posible. ¡No se trata de escribir una biografía! En cuanto terminéis y los hallamos puesto en común, trataremos de buscar los paralelismos, si los hubiera, con los templarios que vivieron en Jerez de los Caballeros y en Segovia en el siglo XIII. ¿Os parece bien?
Los dos hombres pensaron que podía resultar una interesante forma de trabajar y se pusieron a ello.
Lucía encendió un pitillo y abandonó el salón para hablar con Elvira sobre los preparativos de la cena. No estaba segura de si iban a tener que contar finalmente con don Lorenzo, aunque la idea no le hacía ninguna gracia. Prefería disfrutar de una cena tranquila con Fernando.
Habían agotado la tarde charlando. Calculaba que, en principio, una vez terminado todo lo referente a sus familiares más cercanos, ya no quedaba mucho más de que hablar. En media hora podían haber terminado. De todos modos, por si aquello se alargaba, mandó a Elvira que pusiera un servicio más en la mesa y pidió a Manolo que fuera encendiendo la chimenea de sus dos dormitorios, y para asegurarse una buena lumbre toda la noche.
Subió a su habitación y se pasó un buen rato frente al vestidor, pensando.
Aquella mañana los dos habían participado en un estimulante juego de equívocos y en una suerte de sugerentes insinuaciones, que le habían dado a entender que Fernando mostraba ciertas intenciones hacia ella, situación que no solía ser muy frecuente en su inorgánica y apolillada vida actual, lo cual no dejó de agradarle como mujer.
Reconocía que Fernando le resultaba de lo más interesante, por raro que le siguiese pareciendo a ella dedicar tiempo a un tema como ése. Una oportunidad como aquélla no parecía sensato desaprovecharla y menos con un hombre que parecía haber pasado tantos sufrimientos como ella. ¿Qué podían perder si se buscaban como hombre y mujer? ¡Aunque fuera sólo un día!
Eligió un sencillo vestido negro, de corte algo insinuante, que no recordaba ni cuándo se lo había puesto la última vez. Lo descolgó y rápidamente se lo probó, comprobando que le sentaba a la perfección. Lo dejó encima de la cama para ponérselo después a la hora de la cena.
Bajó al salón para saber cómo iban con su tarea y se sentó al lado de Fernando. Los dos habían terminado y fue don Lorenzo el primero en leer sus notas.
—Mi abuelo recibe en herencia un brazalete, procedente de unos lejanos antepasados. Viaja a Segovia en 1930 para visitar la Vera Cruz y establecer contacto con el dueño de una platería, la de Fernando Luengo. Escribe en su libro de contabilidad un apunte de su estancia, con una referencia al papa Honorio III. Éste había enviado en 1224 un relicario con un fragmento del
lignum crucis.
Integra a tu padre en un selecto grupo seudotemplario, y deciden ocultar su relación a todo su entorno. Luego envía el brazalete a tu padre, cuando éste está en la cárcel, a mediados de septiembre de 1933. —Levantó un momento la vista del papel—. Hago aquí un inciso, porque no acabo de entender qué pudo empujarle a mandar un objeto de ese valor a una prisión, arriesgándose a que pudiera ser incautado... Pero eso lo trataremos de entender más adelante. —Se puso las gafas de nuevo, y siguió leyendo—. Y mi abuelo fallece unos días después del envío del brazalete, concretamente, a finales de septiembre de 1933.
Lorenzo dobló el papel lentamente y lo dejó en la mesa, forzando un tenso silencio. Finalmente, se reclinó en el sillón y les miró con un extraño gesto, lleno de misterio.
—Por si pareciera poco importante lo anterior, no es nada en relación con lo que os voy a contar ahora. —Se podía cortar el aire por la densa tensión que acababa de provocar—. Me acabo de dar cuenta, mientras estaba escribiendo este resumen y tras la información que he obtenido durante nuestra charla de esta tarde, de un detalle que me había pasado totalmente inadvertido hasta ahora. —Lucía y Fernando estaban perplejos ante el asombroso comportamiento de don Lorenzo—. ¿Queréis mirar con atención el anillo que llevo y decirme si veis algo especial en él?
Levantó la mano, para que vieran de cerca un sello rectangular engarzado en oro y con un escudo labrado sobre un zafiro azul, que llevaba en la mano derecha. Lo sacó de su dedo y se lo pasó a Lucía, para que lo viera más de cerca.
—Veo un escudo, supongo que el de vuestro apellido: un león rampante sobre lo que parece una piedra, con un brillante sol en su esquina derecha y un olivo a la izquierda. ¡Eso es todo lo que veo! —concluyó Lucía, mientras le pasaba el anillo a Fernando.
—En efecto, Lucía —dijo don Lorenzo—. Como tú bien dices, es un escudo: el escudo de la familia Ramírez. El león indica nuestra tierra de origen. No sé si lo sabías, Fernando sí, que mis antepasados conquistaron parte de la actual provincia de Badajoz a los árabes y recibieron del rey muchas tierras, como pago por sus generosos servicios. De ahí viene la roca y el olivo, símbolos de la tierra que nos fue donada. —Mientras hablaba, Fernando seguía estudiando el anillo desde todos los ángulos—. Fernando... —siguió Lorenzo—, ahora que lo tienes en tus manos. ¿Puedes fijarte mejor en esa piedra que está debajo del león? ¿Identificas lo que tiene escrito con letra muy pequeña?
—Apenas se puede leer... —Fernando se acercó más el anillo—. Hay dos letras tan pequeñas que no las distingo bien. ¡Esperad un momento! Ahora, sí. Me parecen una «F» y una «L».
—Filii lucis
¡Hijo de la luz! —exclamó Lorenzo, completamente emocionado—. Este anillo era de mi abuelo. Él lo llevó hasta su muerte y después me llegó a mí, como un recuerdo muy querido por él.
—Pero ¿es posible que nunca hubieras visto esas letras? —preguntó Fernando.
—Las había visto más veces, pero nunca supe qué significaban al no coincidir con las iniciales de mi abuelo, lo cual hubiera sido lo más lógico. Pero, por fin, hoy lo he entendido. Y sospecho que mi abuelo pudo pertenecer también a una secta de esenios. —Mostraba una expresión casi infantil, encantado por su descubrimiento—. ¡Las cosas cuadran mucho mejor! Tal y como os dije, creí que se trataba de una secta seudotemplaria, por los extraños contactos que mantuvo y por sus frecuentes viajes a distintos emplazamientos del Temple, datos que pude conocer a partir del estudio de sus libros de gastos. También contribuyó a reforzar ese pensamiento la mucha correspondencia que mantenía con personas y organizaciones extrañas. De su lectura se podía deducir que guardaba alguna filiación con esas organizaciones. La suma de todas esas coincidencias me hizo pensar que había sido una especie de templario.
—Por lo que sabemos, tu abuelo formó parte de una larga cadena de personas por las que ha ido pasando el brazalete. Aunque debieron existir muchos nombres anteriores, de los que conocemos, el primer eslabón pudo ser Esquivez, que lo hizo llegar a un segundo, a Juan Pinaret, hace más de ocho siglos. El tercero pudo ser su antepasado Gonzalo, cuyo nombre también precedía a las dos siglas esenias. A partir de él, creo que existe una alta probabilidad de que se siguiera manteniendo siempre en manos esenias. —Lucía estaba ligando aquellos sucesos separados por el tiempo—. Por tanto, necesariamente tu padre —se dirigía a Fernando en ese momento— fue también un esenio. De no ser así, ¿qué sentido tendría que carios Ramírez hubiese mandado el brazalete a un destinatario que no fuera de su misma y secreta secta?
A tenor de lo que acababan de descubrir en el anillo, Fernando recordó que su hermana Paula había heredado de su padre otro, que éste había llevado siempre. Trataba de recordar cómo era, pero no lo lograba. Su padre había fallecido hacía muchos años y apenas conservaba en su memoria su aspecto.
—Mi padre llevó un anillo, que a su muerte heredó mi hermana Paula. ¡Podría llamarla ahora! Si ese anillo presentase algún tipo de coincidencia con el otro sería prueba suficiente para cerrar definitivamente esta cadena de hechos. ¿Qué os parece?
Fernando cogió su teléfono móvil y buscó el número de Paula en su memoria.
—¿Eres tú, Fernando?
—Sí, Paula. ¿Cómo estás?
—Yo bien, pero ¿tú por dónde andas? Te he estado llamando varias veces a casa, y no lo coges. ¡Ya tenía yo ganas de hablar a solas contigo!
—Estoy fuera de Madrid y te llamo porque te necesito para aclarar una duda muy importante que tengo, que sólo tú puedes...
—¡Para!, ¡para...! —le cortó, indignada—. ¿Tú te crees que puedes obviar las barbaridades que has estado cometiendo durante esta última semana?, ¿así, sin más? Lo que has hecho con la pobre Mónica no tiene nombre.
—Mira, Paula, ahora no es el mejor momento para hablar de esas cosas. Te prometo que un día, si quieres, nos sentamos y lo arreglamos. —Fernando estaba empezando a sentirse violento por tener que hablar de esos temas delante de Lucía y don Lorenzo. Se disculpó y salió del salón para hablar con más comodidad—. Ahora no puedo hablar de esos asuntos que...
—De eso nada. A Mónica la tienes destrozada y encerrada en su casa después del jarro de agua fría que recibió el jueves. Ya me ha contado que, tras quedar contigo para celebrar su cumpleaños en tu casa, se encontró con la desagradable sorpresa de que tú ya habías empezado a celebrarlo, eso sí, a tu aire y con Lucía.
—¡Paula, para tú ahora! —Alzó la voz, enfadado—. ¡Déjame hablar un momento!
—¡No me da la gana dejarte hablar! ¡Eres un cerdo y necesito decírtelo! Sé que no debería meterme en tus asuntos sentimentales, pero esa mujer no te conviene. —Su voz era firme—. ¡Confía en tu hermana!
—De acuerdo, Paula... Realmente no deberías mezclarte en ellos, pero acepto tus consejos como hermana. Aunque debes entender que eso no quiere decir que, necesariamente, te haga siempre caso. De todos modos, creo que debemos vernos para hablar de estas cosas en persona. Voy a buscar un día con tiempo y quedamos, ¿vale?
—Vale... ¡siempre has hecho conmigo lo que has querido! En el fondo, aunque muy, muy en el fondo, todavía te quiero un poco, ¡tonto!
—Bueno, pues ahora necesito que me hagas un favor. ¿Tú te acuerdas del anillo que llevaba padre, que tú heredaste?