La cuarta alianza (45 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: La cuarta alianza
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El matrimonio recogió la mesa y ordenó la cocina. Se asomaron al salón, por si deseaban alguna otra cosa antes de retirarse a descansar. Cerraron la puerta, dejándolos finalmente solos. Fernando se puso en tensión. El momento más complicado podía llegar a partir de entonces.

Lucía, tras servirse una copa de Baileys y un escocés para él, se sentó en el sillón, bastante cerca de él. Su perfume ocupó instantáneamente todo el entorno. Se produjo un tenso silencio entre ambos.

—Tenía muchas ganas de que llegase este momento de tranquilidad, después del intenso día que hemos vivido.

Lucía trataba de superar sus propios nervios ante aquella infrecuente situación. Encendió un pitillo. Fumar la ayudaba a relajarse.

—Yo me siento muy satisfecho de los avances que hemos conseguido, Lucía. —Su comentario quedó bastante escueto, pero en esos momentos tampoco le resultaba nada fácil estructurar frases más largas.

—Me alegro de que tu decisión de venir hasta aquí te haya resultado productiva. —Tampoco Lucía estaba muy hábil en sus intentos de entablar una conversación distendida.

Al alargar el brazo para coger su copa de la mesa, Fernando sintió aún más próximo el cuerpo de ella.

Localizó una estantería con abundantes libros antiguos, que le sirvió de perfecta excusa para interrumpir la evolución que parecía ir tomando la situación. Se levantó, llevando su copa en la mano, para estudiar sus títulos. Lucía le siguió.

—Como verás, hay libros muy valiosos. Algunos son primeras ediciones y de autores muy conocidos. —Tomó entre sus manos el que parecía más antiguo—. Aquí tienes una primera edición de
La Galatea
, de Cervantes.

Fernando lo abrió, comprobando su aceptable estado de conservación. Nuevamente, una buena parte del cuerpo de Lucía se apretaba contra él, mientras Fernando iba pasando sus páginas con una creciente rapidez.

Lucía había estado esperando que en algún momento Fernando tomase la iniciativa, pero se lo veía algo distraído. Sin embargo, ella estaba deseándole. Ante su aparente falta de interés, tenía que conseguir que se fijara más en ella. Mientras le observaba, él parecía estar aprendiéndose cada uno de los libros que había ido escogiendo.

—Supongo, Fernando, que hace mucho que no estás con una mujer. —«Entramos en terreno movedizo», pensó inmediatamente Fernando—. ¡Y lo echarás en falta tanto! —Le cerró el libro, que le estaba sirviendo de refugio ante el trance que se le avecinaba, y se colocó frente a él con una mirada seductora—. Desearía que me besaras. —Cerró los ojos a la espera de sentir sus labios sobre los suyos.

Fernando la miró, sintiéndose en parte contagiado del mismo deseo que el de Lucía, sin verse capaz de encontrar qué otra cosa mejor podía hacer en ese momento que responder a su voluntad de la forma más natural. No pudo resistirse y la besó delicadamente. Al contacto de sus labios ella se abrazó a él, apretándose a su cuerpo. Mientras las manos acariciaban su pelo, sus labios no abandonaban los de Fernando ni un solo instante.

El se sentía cautivado por su pasión, pero a la vez estaba padeciendo por saberse incapaz de frenar aquello a tiempo.

Lucía recorría sus mejillas con besos, y su cuello, impulsada por sus propias sensaciones, aunque le notaba demasiado tenso.

Fernando se veía cada vez más atrapado. No podía seguir dejándose llevar. No estaba siendo sincero con ella, ni tampoco con Mónica, a la que había querido tranquilizar con el único argumento de que confiara en él. ¿Cómo podía detener aquello sin que pareciera un desprecio hacia Lucía?

Lucía seguía acariciándole, sin despegar sus labios de los suyos.

Fernando tomó finalmente una decisión y, sujetándola por los hombros, consiguió separarla durante un momento.

—Lucía, debo decirte...

Ella le tapó la boca con la mano sin dejarle terminar y estaba a punto de volver a besarlo, pero Fernando la detuvo nuevamente.

—Espera, Lucía. ¡En serio! ¡Necesito hablar contigo!

Lucía se volvió a sentar en el sillón, sin poder disimular su gesto de decepción.

—Es por Mónica, ¿verdad?

—Sí, Lucía. Te engañaría si te dijese lo contrario. Supongo que ya habías notado que existía algo entre nosotros.

—Más en ella que en ti, francamente.

Lucía se sentía avergonzada. Fijó la mirada en algún punto indefinido del salón.

—Reconozco que hoy no he sido honesto contigo. Te he estado incluso provocando, haciéndote pensar que deseaba que fuésemos a más.

—Pues sí me lo has dado a entender, la verdad. —Estaba completamente decepcionada por su comportamiento.

—¡Lo siento! No te falta ni un poco de razón. Sólo puedo añadir que he creído que no era justo contigo si no trataba de pararlo, aunque el hecho me estuviese suponiendo un esfuerzo increíble.

Lucía se sentía muy humillada y enfadada consigo misma por haberse dejado llevar de esa manera. También muy defraudada, por haber imaginado que con ese hombre podrían renacer algunos de sus más que aletargados sentimientos. Deseaba llorar, pero no delante de él. Lo mejor era cortar esa situación cuanto antes.

—Fernando, dejemos el tema aquí. Necesito estar sola. Creo que me voy a ir a la cama. —Se levantó del sillón—. Mañana ya hablaremos.

Subieron en silencio hacia los dormitorios, y se despidieron con un gesto un tanto absurdo, desde sus respectivas puertas. Fernando cerró la suya, acongojado por la ridícula actuación que había protagonizado, muy apurado también imaginando el daño que le había provocado a Lucía.

Un instante antes de quedarse dormido, en su mente apareció la imagen de Mónica. Al final, se durmió más tranquilo por haber pasado por ese difícil trance sin traicionar la confianza de Mónica.

Durante la mañana siguiente, ninguno mencionó lo ocurrido la noche anterior. Lucía, lógicamente, no parecía la misma del día anterior, pero siguió mostrándose correcta y atenta en todo momento, demostrándole que había sabido encajar el golpe sin perder la sonrisa.

Terminaron la cacería a media mañana, con poco éxito por parte de Fernando, que sólo cobró un par de perdices, frente a las quince de Lucía. Al menos, pareció servirles para distender un poco el ambiente y hasta para empezar a bromear un rato sobre ello. Pasado el mediodía, Fernando empezó a sentirse incómodo. Quería irse a Madrid. Decidió salir a la una para evitar el tráfico de entrada a Madrid de los domingos.

—Bueno, Lucía, te agradezco que me hayas invitado este fin de semana.

Cerró el maletero de su deportivo y la cogió de los hombros para despedirla con un beso en su mejilla. Ella lo esquivó y, ante su sorpresa, le dio uno en la boca.

—Venga, Fernando, que tampoco te pasa nada por darme un beso de verdad. —Le volvió a dar otro y se plantó allí, seria, mirándole a los ojos—. Quiero que antes de irte sepas algo que he venido meditando esta mañana, y reconozco que he dudado mucho si era lo más adecuado tras lo de ayer. Como verás, finalmente me he decidido por hacerlo.

Fernando aguardaba a sus palabras lleno de curiosidad.

—Quiero que sepas que me estás resultando muy atractivo. Lo que pasó ayer, aunque reconozco que inicialmente me hizo sentirme mal y bastante avergonzada, me parece propio de un caballero y te hace más interesante todavía. —Hizo una pausa para tomar aire, y siguió—: Los dos somos adultos y por eso podemos hablar de estas cosas sin reparo. Aunque ya te digo que entendí tu reacción, también sentí tu atracción hacia mí durante el día. O sea, que me gustaría que no cerremos esa puerta aún. La mía va a estar abierta. Sólo quería que lo supieras. ¡Nos veremos en Segovia! ¡Adiós y buen viaje!

Fernando arrancó el coche y se alejó de la casa, totalmente confundido con el eco de aquellas últimas palabras de Lucía resonando dentro de su cabeza.

Recorrió sin problemas el camino de salida de la finca y la abandonó, dirigiéndose hacia Almaraz. Sin haber recorrido ni doscientos metros, sonó su teléfono móvil. Lo descolgó y oyó una voz con un ligero acento extranjero.

—¿Fernando Luengo?

—Sí, soy yo. ¿Con quién hablo, por favor?

—Eso no le importa ahora mismo. Tiene usted un objeto que nos pertenece y debe dárnoslo inmediatamente. Le hablo del brazalete. —Fernando no acababa de entender con quién estaba hablando, pero el hombre siguió, sin dejarle intervenir—. Como hemos supuesto que nos podría costar convencerle por las buenas, hemos tomado prestada una cosa que sabemos que le interesa. ¡Le paso con ella!

—¿Fernando? —Era la voz de Mónica—. ¡Haz lo que te dicen! ¡Si no les obedeces, dicen que me van a matar!

—¡Mónica! —Preso de una instantánea taquicardia, paró el coche en el arcén.

—¡Bueno, basta, ya la ha escuchado! De momento está bien. Le aconsejo que no llame a la policía si no quiere que se la devolvamos por correo, a trozos. ¡Escúcheme con toda atención! Debe llevar consigo el brazalete, y estar en la Puerta del Sol, a un lado del oso y el madroño, a las dos de la tarde, mañana lunes. Si lo hace, recuperará a esta bella señorita, sana y salva. Pero, repito, como se le ocurra alguna tontería, tendrá que ir buscando fecha para celebrar su funeral.

—Pero ¿quiénes son ustedes...? —gritó desesperado.

La llamada se cortó tras esa última advertencia. Trató de recuperar el número en su móvil, pero no apareció ninguno.

Furioso por lo impotente que se sentía ante la situación, y con el dolor que le producía imaginar a la pobre Mónica en manos de esos hombres sin escrúpulos, arrancó de nuevo el coche y apretó el acelerador a fondo, para llegar lo antes posible a Madrid. A los pocos minutos, llamó a su hermana Paula.

—Fernando, noto que me llamas desde el coche. ¿Has dejado ya satisfecha a Lucía?

—Paula. ¡Déjate de tonterías y siéntate, porque la noticia que te tengo que dar es muy seria!

—No me asustes. ¿Has tenido un accidente? —preguntó preocupada.

—No, no se trata de mí, Paula. ¡Ojalá me hubiera pasado a mí! Se trata de Mónica. ¡Ha sido secuestrada!

Capítulo 11

Templo de la Vera Cruz. Año 1244

Once hachones conferían una misteriosa solemnidad a la cámara central del edículo de la Vera Cruz, ocupando cada uno de sus doce ángulos. Sólo uno permanecía apagado. Éste daba testimonio de la ausencia que se produciría en aquella reunión secreta. La luz se distribuía con una fluctuante oscilación a sólo media altura del recinto, provocando un efecto misterioso en el aire y un olor pegajoso, dominado por la combustión de la cera.

Gastón de Esquivez, Maestro de Justicia de aquella comunidad esenia, esperaba cerca de la entrada la llegada, por estricto orden de antigüedad, de los diez miembros, venidos desde muy diferentes y lejanos lugares para atender a la que sería la más importante de todas las reuniones que habían tenido hasta la fecha.

Recibía a cada uno imponiéndoles las manos en la cabeza como símbolo de unidad en la luz y fortificación en el amor que se profesaban como hermanos, e inmediatamente después se arrodillaba para lavarles los pies, en conmemoración del antiguo ritual de purificación que sus hermanos en la fe habían repetido, antes de cualquier reunión, desde todos los tiempos.

En la cámara inferior estaban dispuestos un hábito de lino y un cayado para cada uno. La ceremonia exigía que vistieran con la pureza del blanco en la ropa, los pies descalzos, honrando la tierra, y el bastón como signo de conocimiento de las leyes.

A medida que recibían la bendición de labios del maestro y oían el «purificado estás, entra con nosotros», se dirigían a ocupar su sitio entre los doce bancos que rodeaban la capilla, dejando uno vacío, el del hermano Juan de Atareche. Cuando se hubo sentado el último, el más joven de todos en la fe, Esquivez se dispuso a hacer lo propio y, en un completo silencio, esperó unos minutos más hasta recitar la oración inicial. Tomó un papel con un texto en hebreo antiguo y lo tradujo al latín.

—«La luz aún está entre vosotros por un poco de tiempo. Caminad, pues, mientras tenéis luz, para que las tinieblas no os sorprendan. El que anda entre tinieblas no sabe dónde va. Mientras tenéis luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz.» Esta oración —Esquivez entendió que se hacía necesario aclarar el motivo de su elección— está sacada del Evangelio del apóstol Juan, donde cita unas palabras de Jesucristo que he creído que resultarían muy oportunas. Es la primera vez que las uso para dar comienzo a una reunión; pero, como habréis comprobado, parecen estar dirigidas a nosotros, los esenios. —Hizo una pausa para su meditación mientras estudiaba cada uno de sus rostros. Se dirigiría a ellos en latín ante el insuficiente dominio del hebreo antiguo por parte de los más jóvenes. Pasados unos segundos, siguió—: Por mi correo sabéis de la muerte de nuestro querido hermano Atareche. Con él hemos perdido un espíritu esenio ejemplar, generoso en su entrega a los demás y purificado a la visión de Dios, a la par que una personalidad presidida por su inagotable capacidad de lucha. De su viaje a Palestina le debemos nuestra fe, pues fue él quien nos rescató de nuestra iniquidad y nos ayudó a analizar nuestros antiguos principios simplificándolos con una sencilla visión en torno a su bondad o maldad. También nos dejó nuestra actual regla y, en general, casi todo lo que somos. Cada uno de vosotros ha sido iniciado a esta comunidad por él, y aunque luego me elegisteis a mí como Maestro de Justicia, hubiera sido de derecho que este título le correspondiera a él. —Sus rostros expresaban el mismo dolor que Esquivez estaba sintiendo en su interior—. Tras perderle, nuestra única alegría reside en saberle en manos de la Fuente de toda Luz, disfrutando de su contemplación y presencia.

John Wilcox y Neil Ballitsburg, los dos comendadores templarios venidos desde Inglaterra y últimos en ser admitidos en la comunidad, estaban situados a ambos lados de aquel hachón apagado que simbolizaba la pérdida de una luz, la que había inflamado a su antiguo propietario.

Rezaron por él la oración que acompañaba la muerte de un esenio, en silencio. Los once corazones de aquellos hermanos se entregaban en un único flujo que parecía ascender por el eje vertical de aquella cámara, como si un gran chorro de luz fuese empujado hacia lo más alto, hasta alcanzar el cielo.

Gastón de Esquivez se levantó, sacó de su hábito una bolsita de cuero y, sin abrirla, la dejó encima de la mesa, frente a ellos. Los asistentes clavaron la vista en el misterioso objeto, deseando que fuera lo que casi todos suponían.

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