Authors: Gonzalo Giner
—En Roma, despachando con el gran maestre De Périgord. —Había decidido no mencionar la visita a Letrán y, con más motivos, su contenido—. Y hoy debo emprender viaje de nuevo, aunque no me ocupará más de tres o cuatro semanas.
—El tiempo necesario para tener mis tropas listas y salir hacia Murcia. —Su nueva ausencia de Barcelona no parecía alterar demasiado los planes de Jaime I, pensó Guillem—. ¿Y qué se cuenta el bueno de Armand? Hace muchos años que no nos vemos.
—Desde hace un tiempo anda pidiendo el envío de más ayudas para iniciar una nueva campaña en un territorio esencial para recuperar algún día Jerusalén: los territorios de Gaza. Me ha encargado que os pida en persona vuestra colaboración para enviarle toda la caballería que buenamente dispongáis. —El rostro del rey reflejaba una total conformidad con la solicitud—. También, desea que recuerde sus reiteradas llamadas para recuperar el derecho del Temple a la quinta parte de las conquistas.
—¡Ya hemos discutido ese tema y mi decisión está tomada! —Su firme tono de voz barrió toda la habitación—. Los repartos son proporcionales a los recursos que cada uno ponga. Ya le dije, en respuesta a uno de sus correos, que con la nueva norma si el Temple ponía más medios, también podía ganar más botín que la quinta parte del pasado. Me parece que ya lo dejé bastante claro antes, y no deseo que se hable más del asunto.
La audiencia terminó mucho más templada, tras comentar durante un buen rato otros asuntos menos sensibles, y se despidieron hasta la vuelta del maestre Cardona.
Tras cinco jornadas a caballo alcanzaron la ciudad de Zaragoza, atravesada por el caudaloso río Ebro, el más famoso de la península Ibérica y del que ésta tomó el nombre. Antes habían cruzado el largo desierto de los Monegros bajo un sofocante calor. Durante su viaje descansaban a mediodía bajo las sombras de los pocos árboles que encontraban de camino, tratando de recuperar tiempo a la caída de la tarde y comienzo de la noche, cuando se atemperaba el calor.
Ya en Zaragoza se detuvieron a conocer la catedral de San Salvador. Entraron por su cara septentrional y atravesaron un bello pórtico de estilo románico, flanqueado por dos torres circulares. Se sorprendieron de las impresionantes dimensiones del templo. Luego, y por las explicaciones de su deán, que acudió a saludar al maestre provincial del Temple en cuanto supo de su presencia, conocieron que había sido levantada encima de una antigua mezquita, aprovechando parte de la construcción anterior. En ese momento se habían paralizado las obras para levantar en su extremo oriental tres nuevos ábsides circulares, el central, más grande, y dos más a cada lado, según explicó el viejo deán, y dos más, cuadrados, en sus extremos.
Debido a los elevados recursos empleados en la reconquista de Valencia las arcas del rey Jaime I estaban diezmadas. Además, los ingresos comunes que antes llegaban desde los condados se habían visto reducidos al haberles sido concedida, por parte del rey, cierta autonomía financiera de la corona. Todo ello estaba provocando una disminución en los fondos necesarios para terminar la catedral tal y como estaba programada.
Tras su salida de Zaragoza, todavía tardaron cinco días en alcanzar las inmediaciones de Segovia. La bordearon por su cara este y dirigieron sus pasos hacia Zamarramala, destino final de aquel largo viaje. Llegaron a las puertas de la hacienda templaria a mediodía.
El comendador Gastón de Esquivez se vio importunado en su minuciosa actividad contable del último viernes de cada mes por unos insistentes golpes en la puerta. Superó el deseo de responder con un alarido, pues bien sabían todos que, para ese trabajo, exigía siempre la más absoluta quietud y, armado de paciencia, terminó dando permiso para que entraran.
—¡Comendador, el señor maestre está en la puerta! —Los ojos del monje parecían salirse de sus órbitas.
—¿El maestre Guillem de Cardona está aquí? —Una nube de pánico invadió de golpe los pensamientos de Esquivez. Aquel encuentro, tantas veces temido, finalmente iba a tener lugar. Se levantó atropelladamente de la silla—. Y, dime, ¿le acompañan muchos hermanos? —Imaginaba su inminente arresto, conducido entre un abultado grupo de monjes armados.
—Ha venido con su auxiliar, mi señor, y pregunta por vos.
El monje se retiró, tras recibir la orden de que les acompañara hasta la biblioteca.
Esquivez no salía de su asombro. Lleno de desconfianza, miró desde su ventana las inmediaciones de la hacienda buscando alguna prueba de la presencia de hombres armados que pudieran esperar una orden para entrar en acción. No encontró nada que confirmara sus temores. Bajó las escaleras hacia la planta inferior y se dirigió hacia la entrada de la biblioteca preso de una intensa angustia.
—¡Mi buen Gastón! ¡Qué alegría me da verte de nuevo!
El maestre Cardona estrechó en un efusivo abrazo a un cada vez más estupefacto Esquivez.
—También yo me alegro de veros, mi señor. —Disimuló lo que pudo, pues sólo le salía un hilillo de voz—. Hacía mucho tiempo que no os veíamos por esta humilde hacienda. —Carraspeó para ganar un poco más de tiempo—. Os ruego que disculpéis mi curiosidad, pero ¿qué buena razón os ha traído por aquí? —Inmediatamente pensó que podría haber parecido algo descortés preguntándole tan directamente, pero no se contenía las ansias por entender sus intenciones.
—Comprendo tu inquietud, pues vengo sin haber avisado antes de mi visita —ahora llegaría el inminente ataque de furia, intuyó Gastón por sus palabras—, pero lo he hecho con toda la intención. —Hizo una prolongada pausa.
Agarrotado, Esquivez esperaba la llegada del fatídico momento. Por su lado, Guillem de Cardona estaba disfrutando manteniéndole en aquella tensión.
—Tras mi llegada a Barcelona de un largo viaje, he querido venir en persona para darte yo mismo la noticia. —Otro largo silencio terminó de romper los nervios del comendador, que, sin poder soportar un minuto más aquella agonía, terminó preguntando, sin apenas salirle la voz, por aquella noticia que venía a darle—. He decidido darte la responsabilidad de la encomienda de Puente la Reina en sustitución del hermano Juan de Atareche. La importancia de esa encomienda me ha animado a acudir desde Barcelona para anunciártelo personalmente.
Esquivez abrió los ojos del asombro. Aquello era una broma pesada o estaba soñando despierto. Era imposible que el maestre Cardona no supiera algo sobre su participación en la muerte de Uribe. ¿Cómo, entonces, le planteaba algo tan lejano a un severo castigo? El maestre parecía que le había leído el pensamiento, pues inmediatamente abordó ese escabroso asunto.
—Estoy informado del terrible suceso acontecido en la iglesia de la Vera Cruz y de la violenta muerte de nuestro hermano Pedro Uribe. —Los latidos del corazón de Esquívez se aceleraron con un ritmo insoportable. Se sentía mareado por los bruscos cambios de dirección que iba tomando la conversación—. Supongo que su responsable, ese tal Subignac, habrá pagado su culpa. —Guillem estaba plenamente satisfecho al comprobar lo bien que estaba funcionando su plan.
Esquivez pensaba a toda velocidad cómo explicar el asesinato de Pierre desde aquel nuevo enfoque que se le ofrecía. Aunque ahora parecía algo ilógico, no había contado con la posibilidad de imputar el crimen a Pierre, aunque lo cierto es que Lucas no había presenciado la escena. Decidió apostar por la nueva tesis sin pensárselo más.
—Lamento confesar que tuve que matar a ese criminal, mi señor. Después de su vil acción trató de escapar y pude evitarlo, aunque durante la pelea que le sucedió, en mi propia defensa acabé con su vida.
Eso sí que era nuevo para Guillem. Aquello le confirmaba, todavía más, lo muy peligroso que era Esquivez.
—¡Que sea así, que pague en el infierno sus culpas!
Para continuar con su engaño, era imprescindible disipar cualquier duda sobre su parecer. Esquivez pensó que desplazarse a Navarra no le convenía nada, y menos por la complicación de tener que esconder todos los objetos que ahora ocultaba en la Vera Cruz; pero seguía asombrado del cambio favorable que habían tomado los acontecimientos. Más relajado, le preguntó a Cardona si iban a disfrutar de su presencia por un tiempo. Supo que planeaba quedarse dos o tres semanas con ellos, aprovechando también para descansar un poco, alejado de los deberes habituales de su cargo.
En las semanas que siguieron a su llegada, Esquivez demostró ser un perfecto anfitrión, manteniendo largos paseos y conversaciones con su maestre, eso sí, evitando en todo momento cualquier desviación de las mismas hacia temas que pudieran desvelar sus ocultas creencias, intención que no le pasó inadvertida entre algunas de las preguntas que su maestre le formuló.
Durante esos días, Cardona trató de obtener pistas sobre el lugar donde podían estar escondidos los objetos que buscaba, hablando con cada uno de los monjes, analizando el menor rastro de información que pudiera obtener de ellos y rebuscando en el archivo de Esquivez, siempre que éste andaba ocupado en otros menesteres. Pero no lograba dar con nada, ni tan siquiera un punto de arranque que le permitiera una búsqueda posterior.
Pasadas las tres semanas, defraudado por su nulo éxito, abandonó el empeño de buscarlos y decidió que sólo acometería el cambio del relicario falso que había traído desde Roma por el auténtico, que había admirado durante sus frecuentes visitas al templo de la Vera Cruz. Al menos, el Papa quedaría parcialmente satisfecho, aunque el gran maestre y él mismo no tanto.
—Esta misma tarde partiremos hacia Barcelona, hermano Gastón —le anunció una luminosa mañana del recién estrenado mes de agosto, tras el frugal almuerzo de las mañanas—. Deseo celebrar antes de mi salida una breve bendición con la reliquia del
lignum crucis
en la Vera Cruz para implorar al Señor protección y ayuda para mi viaje.
—Os acompañaré gustoso en esta última ocasión de teneros entre nosotros.
Aunque Cardona trató de convencerle de que no era necesario que lo acompañase, Esquivez insistió en ello, hasta el punto de no tener más remedio que hacerse a la idea. Guillem había pensado hacer el cambio de relicarios sin más una vez que se hubiera quedado solo en el templo. La amable oferta de su compañía complicaba bastante el proceso. Calculó que el único momento que dispondría para intercambiarlos sería durante la bendición. Llevaría oculto el falso en una de sus casullas, que oportunamente requeriría para celebrar la ceremonia, y disimularía el auténtico en idéntico sitio hasta encontrar un escondite definitivo, cuando procediera a cambiarse dentro de la pequeña sacristía del templo.
Coincidiendo con la máxima altura del sol, el maestre, su auxiliar y Gastón de Esquivez llegaron a la bella iglesia de la Vera Cruz, tras despedirse del resto de los monjes de la hacienda. Entraron en su interior y se dirigieron al edículo poligonal que guardaba en su planta baja, encima de un pequeño altar, el relicario. La capilla estaba rodeada por verjas de hierro forjado que cerraban, aunque sólo a media altura, cada una de las cuatro puertas de acceso. Esquivez abrió una de las cancelas y entró en su interior junto con el auxiliar. Se arrodillaron, a la espera de que el maestre acudiera revestido con su casulla desde la pequeña sacristía, donde guardaban los útiles litúrgicos. Había rechazado usar alguna de las que disponían ellos, expresando su especial deseo de hacerlo con la suya.
Guillem de Cardona bordeó el pequeño altar y se colocó frente a ellos para empezar la bendición. La tensión nerviosa empezó a crecer en él, al saberse tan próximo al momento crucial. El auxiliar, que conocía el objetivo de su maestre, sentía como amplificados los latidos de su corazón, tanto era así que estaba convencido de que los demás debían de estar oyéndolos también.
El celebrante se arrodilló frente al altar y comenzó la oración inicial en un perfecto latín, continuando después con una serie corta de letanías. Terminadas éstas y llegado el momento clave, se levantó y se acercó hacia el relicario.
Comprobó más de cerca que era exactamente igual al que llevaba bajo las ropas. Lo agarró con ambas manos y comenzó a desplazarlo dibujando el símbolo de la cruz, primero frente a los dos asistentes y después, dirigiéndose hacia cada uno de los puntos cardinales del edículo, trazando el símbolo de la cruz en cada uno de ellos.
Cuando estaba de espaldas a ellos, sujetó el relicario con una sola mano, sacó el falso de su ropa y ocultó el auténtico en el mismo lugar que había servido de escondite al primero con tal habilidad que nadie vio nada extraño.
Vuelto hacia ellos, dejó el relicario en el mismo punto del altar donde se hallaba el primero, se arrodilló de nuevo y comenzó a cantar en latín la última oración. Observando con detenimiento el relicario, nadie podía notar que se trataba de una copia. Los orfebres romanos habían hecho un trabajo tan perfecto que no permitía duda alguna sobre su autenticidad. Una vez que Guillem terminó los cánticos, bendijo nuevamente a los dos y se acercó hacia donde estaba Esquivez, le impuso las manos sobre la cabeza y formuló en voz baja una breve oración que no supo reconocer.
Concluida la ceremonia salieron todos del templo y Guillem se despidió del burlado Esquivez, emplazándole a acudir a su nueva encomienda antes de terminar el verano.
Una vez solos, tomaron el camino con dirección a Segovia para afrontar el largo viaje que les debía llevar hasta Barcelona primero y a Roma después, otra vez por barco y ya solo, al maestre de Aragón y Cataluña. Aceleraron el paso de los caballos deseando alejarse de allí lo antes posible. Seguro que Gastón no podía sospechar lo que había pasado, pero saberse lejos de allí les hacía sentirse mucho mejor.
El día 25 de agosto Cardona entraba en la ciudad de Roma a media tarde, esperando ver a Su Santidad a la mañana siguiente para hacerle entrega del valioso relicario. Antes de su partida en barco, había escrito al gran maestre una larga carta donde se felicitaba por el éxito de su estratagema, pues había conseguido recuperar el relicario que el Papa tanto quería. Lamentaba, a mitad de la carta, no haber podido saber nada sobre el paradero del cofre y el papiro, aunque prometía no cejar en ese empeño hasta localizarlos. Terminaba la comunicación tranquilizando al gran maestre, al tener la completa seguridad de no haber puesto en peligro en ningún momento las investigaciones que se llevaban a cabo contra el grupo clandestino.
A la mañana siguiente y desde muy primera hora, los rayos del sol calentaban de tal manera la ciudad que parecía ya medio día. Para Guillem de Cardona, que abandonaba en ese momento y con aparente prisa la sede del temple en la ciudad eterna, iba a ser una jornada muy especial.